Fracaso y triunfo en Los vigilantes de Diamela Eltit

 

 

Cecilia Ojeda

Northern Arizona University 


La alegoría no es más que un espejo que traslada
lo que es con lo que no es,
y está toda su elegancia
en que salga parecida
tanto la copia en la tabla,
que el que está mirando a una
piense que está viendo a entrambas.
Pedro Calderón de la Barca

 

 Como Lumpérica (1983), una novela cuya escritura “se sumerge . . . en tres cruces: mujer, lumpen, América” (Brito citada en Avelar 232), Los vigilantes (1994) es una obra cuya matriz se nutre de lo americano, lo marginal y lo femenino para resistir y confrontar el orden patriarcal y político en Chile y Latinoamérica. El cuerpo femenino minuciosamente explorado política, orgánica, y eróticamente a través de sus movimientos, poses, sangre, heridas, cortes, y golpes, en la primera novela de Diamela Eltit, se metamorfosea y metaforiza en Los vigilantes de tal modo que las pulsaciones de lo humano, se convierten en una red de metáforas de la violenta historia latinoamericana.

La quinta novela de Eltit (1) está construida sobre la base de un procedimiento alegórico por medio del que se crea un sistema de metáforas que representa un pensamiento complejo y experiencias históricas reales. Dicho procedimiento se utiliza como un instrumento cognoscitivo y político sobre los márgenes destituidos del continente latinoamericano.

En forma similar a textos alegóricos medievales y barrocos como el Roman de la Rose de Jean de Meung (1240?–1305?), El laberinto de fortuna de Juan de Mena (1411-1456), La comedieta de Ponça del marqués de Santillana (1398-1458), o los autos sacramentales de Calderón de la Barca (1600-1681), Los vigilantes es una novela cuyos personajes son materializaciones de abstracciones, de sistemas de pensamiento. La diferencia con dichas alegorías es que en la novela de la escritora chilena lo que se materializa no son categorías filosóficas como “entendimiento, razón, libre albedrío, memoria, voluntad” (Peña 9), sino en forma muy precisa, la sujeción y contención despiadada de los marginados latinoamericanos por parte de los detentadores del poder.

Eltit desarrolla una estrategia narrativa basada en el procedimiento alegórico para dar visibilidad a la historia de los marginados por medio de figuras humanas. Por ello quien lee la novela identifica las voces ficcionales como “la madre,” “el hijo,” “el padre ausente,” “la madre del padre ausente,” “los vecinos,” etc.  Pero estas voces son figuras alegóricas cuyas acciones pueden leerse en dos sentidos, uno literal y el otro figurado. Como las figuras de los autos sacramentales calderonianos, los personajes de Los vigilantes son “como criaturas  perfectamente configuradas en su doble condición de seres a un tiempo abstractos y concretos” (Peña 12). Ni la narradora ni las otras voces ficcionales son totalmente “humanas” en el sentido lato de la palabra.

El procedimiento de la alegoría le permite a Eltit componer, al decir de Calderón, “un espejo que traslada/ lo que es con lo que no es.” El talento con que la novela está escrita permite que combinando la lectura tradicional con la alegórica, surja  tanto la historia de lo que “no es,” la ficción familiar, como la historia de “lo que es,” la sujeción de los marginados en Latinoamérica. De esta forma la lectura alegórica produce la duplicación de lo que acontece y  que el que está mirando a una piense que está viendo a entrambas.” Tanto la historia literal del acoso de la madre y el hijo por parte del padre y sus aliados, como el relato alegórico, coexisten desde las primeras líneas del texto. Esta coexistencia deriva de la compleja naturaleza del nivel de la enunciación, por cuanto según la lectura que de éste se desarrolle es posible construir dos (o más) historias que se intersectan, como un contrapunto de subtextos. Los vigilantes, como Lumpérica, y Por la patria (1986), entre otras novelas de Eltit, tienen, como indicara Roland Barthes en S/Z, un carácter ‘scriptible’ ya que le presentan a cada lector la oportunidad de compartir el placer del texto participando en el juego de re-crear la obra que tiene frente a sí.(2)

Las citas que ilustran lo ‘scriptible’ de la novela, ponen en evidencia un principio básico de la escritura de Diamela Eltit que ella ha resumido como una “ambigüedad . . . coherente” (Morales 43). Por un lado, podemos identificar la voz que las emite como la de una mujer angustiada que apela a alguien para que comprenda sus acciones. Por otro, es posible imputarle las mismas oraciones a una criatura que es a un tiempo abstracta y concreta, la conciencia adolorida de un continente subyugado que ha tomado forma en una mujer. Las palabras con que se interpela al “tú” acusatorio y censor resultan inteligibles desde ambas construcciones ficcionales.   

 

Si yo no los acogía, el fin para ellos era cuestión de horas. No vi en sus cuerpos esa deliberada insurrección a la que te refieres, sólo reparé en el frío. (84)


Dime pues, que no harás efectiva tu amenaza, si lo afirmas, haré de mi la figura occidental que siempre has deseado. (85)


 
Me dices que me puse fuera de la ley, y lo que no me dices es que me pusiste al alcance de tu ley. (86)

 Pienso, no hago sino pensar en cuántos desamparados estuvieron en mi casa. (89)

 

Dirás, encontrando una razón para tu inquina, que yo me hice con ellos una desamparada y entonces te horrorizarás y me negarás y maldecirás la hora en que cruzamos nuestras vidas. (95)

 

Lo citado expresa alegóricamente la conciencia histórica de la América mestiza e indígena, la América subyugada por “lo Occidental,” cuyo avance fue posible por la violenta colonización del otro. Al mismo tiempo, se leen como expresiones de una mujer que se solidariza con los desamparados y se siente forzada a defender sus acciones frente a alguien que las reprueba y condena duramente. La complejidad de la novela posibilita ambas lecturas. 

La voz de Latinoamérica colonizada plantea la firmeza de su alianza con los desamparados, que como “ella,” están a la merced de la ley de un, “tú” interlocutor visible e invisible, que no está en ningún lugar preciso pero que se multiplica exponencialmente en el espacio y el tiempo. Su omnipresente ausencia se hace palpable por decretos y órdenes que van dominando y moldeando el comportamiento de todos en una ciudad marcada por la acechanza y la violencia. Es válido considerar a ese interlocutor como la modernidad, en su sentido más amplio, abstracto y concreto a la vez, fuente de imaginarios eurocéntricos, de materialidades históricas como la ley, las instituciones legislativas, las cárceles, las instituciones educativas, el Estado. Es ése el interlocutor abstracto y concreto que se personifica en el “tú,” a quien la conciencia de América indígena lumpen, personificada en la mujer-madre- abandonada, apela incansablemente. El “tú” es, en el contexto de Latinoamérica “la misma embestida del desarrollo económico capitalista [que] genera . . .  una sociedad brutalmente alienada y atomizada, desgarrada por una insensible explotación económica y una fría indiferencia social, que destruye todos los valores culturales o políticos que ella misma ha hecho posible” (Anderson).

Las demás construcciones ficcionales de la alegoría son el “hijo-larva,” “la madre” que escribe cartas, la “suegra” y los “vecinos,” comoopuestas fuerzas fundacionales de la realidad hispanoamericana” (Samaniego). El substrato en que se dirime la tensión entre estas fuerzas corresponde al del lenguaje. En el espejo alegórico de Los vigilantes lo que se impugna es el lenguaje y sus instrumentos conceptuales, como mecanismos colonizadores y depredadores que han fundamentado una construcción excluyente de la realidad. El lenguaje es lo europeo-occidental que la novela impugna por medio de la alegoría de una “mujer” y sus “cartas.” La novela evoca lo señalado por Roberto Fernández Retamar, refiriéndose a los comentarios de George Lamming sobre el legado del lenguaje que Próspero le diera a Calibán en La tempestad de Shakespeare:
 

Próspero (dice Lamming) ha dado a Calibán el lenguaje; y con él una historia no manifiesta de consecuencias, una historia de futuras intenciones. Este don del lenguaje no quería decir el inglés en particular, sino habla y concepto como un medio, un método, una necesaria avenida hacia áreas de sí mismo que no podían ser alcanzadas de otra manera. Es este medio, hazaña entera de Próspero, lo que hace a Calibán consciente de posibilidades. Por tanto, todo el futuro de Calibán -pues futuro es el nombre mismo de las posibilidades­debe derivar del experimento de Próspero, lo que es también su riesgo. Dado que no hay punto de partida extraordinario que explote todas las premisas de Próspero, Calibán y su futuro pertenecen ahora a Próspero [. . .] Próspero vive con la absoluta certeza de que el Lenguaje, que es su don a Calibán, es la prisión misma en la cual los logros de Calibán serán realizados y restringidos.[26]

 

La referencia a las posibilidades futuras de Calibán que, según Lamming, Próspero le habría dado por el “don del lenguaje,” adquiere trágicas resonancias en la novela de Eltit. En ella se nos revela cómo la dádiva, el lenguaje, es la prisión de la protagonista, en su doble dimensión abstracta y concreta, tal como lo fuera para el esclavo Calibán. La famosa maldición de éste a Próspero, su “benefactor,” expresa el ultraje por la pérdida incluso de la posibilidad de una esperanza. La magnitud de la crueldad de esta condena es vasta si consideramos que el lenguaje en vez de mecanismo de sujeción debía ser, como planteaba Lamming,una necesaria avenida hacia áreas de sí mismo que no podían ser alcanzadas de otra manera.” El lenguaje, en cambio, resulta ser un instrumento de auto-enajenación que le ha cerrado esas avenidas a estos personajes. Eltit ha indicado respecto a la creación de Los vigilantes que “Es también una novela que la pensé muy políticamente, en términos de liberar la diferencia de escritura, la diferencia de sujeto, los órdenes, los lugares sociales, los roles. Quise . . . llegar sobre todo a la escritura, a la escritura también como riesgo y como desalojo” (Morales 127).  

La posibilidad de hacer dos (o más) lecturas del texto y construir con ellas dos historias paralelas pero distintas en su magnitud y alcance (la una familiar, la otra continental), permite discernir otros aspectos de la complejidad de la novela. Los vigilantes no solamente admite la re-creación de historias de magnitudes diferentes, sino también la de historias opuestas que se resisten mutuamente. Gracias al desarrollo de una lectura alegórica, es posible distinguir dos historias contrarias: la de una derrota,(3) y la de un triunfo.

En Los vigilantes se presenta una escena doméstica malsana y violenta, que ha sido descrita como la del “amor entre madre e hijo a la sombra de un padre ausente cómplice del orden político” (Avelar 242). Diversos estudios literarios han examinado en detalle la escena edípica central a la trama y sus connotaciones políticas en el contexto de la época post-dictatorial en Chile. Dichos estudios plantean cómo “Por el hijo sabemos que la madre está siempre pensando en su relación con el padre” (Lagos 133), cómo éste, el padre, “no acepta negociar sino que exige la victoria total” (Lagos 134), logrando la destrucción de ambos, madre e hijo, a través de un juicio en el que ella es primero acusada y luego culpable. La narración de su derrota, es uno de los relatos posibles de co-construir a partir del texto ‘scriptible.’

La historia de la derrota es la de una mujer que pierde terreno al irse debilitando la fuerza argumentativa con que confronta al “tú.” Debido a su progresivo agotamiento tanto físico como mental, ella desarrolla un comportamiento paranoico creciente por sentirse vigilada día y noche por los que la rodean. Dicha vigilancia, constituye un eje de sentido central en la novela, que crea una atmósfera opresiva y amenazante imposible de escapar. El “tú” y sus aliados la mantienen vigilada y en vigilia, en permanente acechanza. Como indica Robert Neustadt: “In the absence of a dominant authority figure overseeing his subjects, the society of Los vigilantes functions as a mechanism of self-supervision” (65).

La narración nos ofrece abundante evidencia para construir la historia de un desastre narrado por una de sus víctimas, la mujer que va perdiendo el control sobre su vida. La ferocidad del acoso liderado por el “tú,” el padre del hijo, la obliga a escribir sin descanso, para tratar de razonar con el que la ataca y amenaza. Una y otra vez intenta, sin éxito, explicar y explicarse ante ese impasible y monolítico “tú,” sin lograr convencerlo de su estado de extrema necesidad y angustia, de su desolación y miedo, de su hambre y frío. Sola con el misterioso y fatigoso hijo-larva, la mujer intenta inútilmente dar sentido a lo que pasa tanto dentro como fuera de su casa. Al no entender el por qué de la hostilidad palpable de quienes la rodean, la voz narrativa se va trastornando lentamente hasta que llega el momento en que renuncia a entender y a ser entendida.

Como señal primaria de este progresivo desquiciamiento, estaría la paulatina comprensión respecto a las misteriosas actividades del hijo-larva, antes impenetrables para ella. Ocupado en el ordenamiento de múltiples vasijas, este hijo se arrastra babeando por los diferentes rincones de la casa, y periódicamente rompe su silencio con intempestivos estallidos de risa, que son causa de permanente aflicción y desazón para ella. Así al principio del capítulo “Amanece” la mujer le señala a su interlocutor: “Lo único que me desgasta y me desagrada son las formas en que tu hijo lleva adelante sus juegos” (55). Ese desgaste proviene de sus permanentes esfuerzos por alcanzar una medida de entendimiento de ese hijo al que ama, pero con quien no puede realmente comunicarse.

Ya casi al final de la novela, sin embargo, los comentarios de la madre cambian, dejando en evidencia cómo los juegos del hijo se han transformado frente a sus ojos en algo muy distinto:
 

La criatura y yo terminamos de ordenar las vasijas a lo largo de toda la casa. Hemos logrado una distribución que nos parece prodigiosa y que jamás podría haber sido concebida de una manera tan perfecta. Cruzamos indemnes las fronteras del juego para internarnos en el camino de una sobrevivencia escrita, desesperada y estética . . .  Jamás podrán derribar la simetría en la que conseguimos concentrar nuestras defensas. He resuelto, al fin, la encrucijada aritmética de la ley que todo el tiempo me planteaba el juego de la criatura (115-16).

 

Su comentario refleja la progresiva lucidez respecto del ordenamiento de las vasijas, y otros juegos del hijo. Dicha declarada lucidez frente a algo cuyo significado queda siempre en la ambigüedad para quien lee, puede interpretarse como una señal segura de su trastorno psíquico. Su voluntaria participación en los extraños juegos permite ser decodificada como el paso de la sensatez a la locura, como lo hace Miriam Rivera-Hokanson, cuando indica que la protagonista es, “una madre paranoica, que definitivamente [se] apoya en la escritura para salvaguardarse” (65). La mujer vigilada en proceso de trastornarse, escribe innumerables cartas, desde el espacio confinado de su casa para tratar de defenderse de la hostilidad que la rodea, con su hijo, sintiéndose cada vez más segura de entender lo que éste hace.

El desastre que ella percibe en el espacio de la ciudad, la mueve de modo alternativo, a replegarse y abrirse, siempre con gran riesgo, hacia esa ciudad que “se desforma y se desforma como si hubiese sido dinamitada” (100). El impulso a replegarse, sin embargo, nunca la desconecta completamente de los sucesos en la ciudad, los cuales la angustian de modo incesante a lo largo de todo el texto. Es por ello que afirmaciones como: “La postulación de un residuo de interioridad y afecto [de la madre hacia el hijo] no traducido en la exterioridad de la escritura, es la otra faz del proceso de privatización y confinamiento que progresivamente gana espacio en la ficción de Eltit” (Avelar 243), resultan sólo parcialmente correctas. Lo que aquí planteo es que dicha privatización y confinamiento es sólo aparente. El que “la madre” escriba dentro de su casa, encerrada y cercada, no implica necesariamente un proceso de privatización. Más que privatización lo que comprobamos es la interiorización del lenguaje y de sus instrumentos conceptuales en sentido vygotskiano. Es, así que Los vigilantes expone el modo en que los signos operan como mecanismo de opresión, denunciando las maniobras con que el poder hegemónico impone sus esquemas conceptuales.

Este proceso de interiorización la va enajenando en cuanto ella ha hecho suyos los signos que se utilizan para la regulación social del comportamiento. El “tú” nunca aparece,  porque no necesita hacerlo para controlarla y dominarla, en la medida en que ella funciona usando los signos (la escritura) que les son comunes a ella y a ese “tú.”

La naturaleza destructiva de dicha internalización en sentido vygotskiano reside en su insidiosa capacidad de moldear hasta el comportamiento privado, según normas cuyo rasgo central es la dureza y crueldad hacia los desposeídos, y cuyo objetivo es controlar y dominar todo y a todos. En el uso constante que ella hace del lenguaje, incluso cuando se escabulle de las miradas vigilantes, está la evidencia de dicha insidia. Su carácter de trampa y su poder para re-producirse exponencialmente por el “dominio y control [. . .] de aquellos signos que se utilizan para la regulación social del comportamiento” (Díaz 147), obedecen al hecho de que esos signos provienen del “tú” fantasmático, cuyo control se manifiesta con cada carta que la propia mano de la mujer escribe.

El dominio y el control de los signos de la madre se revela, entonces, como un hecho completamente ilusorio. Cada carta, cada letra que ella escribe, constituye desde esta perspectiva, evidencia de la sujeción que la oprime. La construcción ficcional, el personaje, no domina ni controla el lenguaje, sino que al utilizarlo aumenta exponencialmente el poder del “tú” para regular su comportamiento. El planteamiento que “Su indiscutible capacidad para argumentar es excepcional” (Lagos 129), no resulta suficiente para entender que ese argumentar es prueba del hecho de que ella ha caído en la confabulación del poder hegemónico. El carácter de trampa reside en la ilusión de que el suyo es un uso “espontáneo” del lenguaje. He ahí la clave para entender las carcajadas periódicas del hijo que se ríe cada vez que ve a la madre enfrascada en su escritura porque él, a diferencia de ella, entiende la dinámica tramposa en que su madre se ve obligada a participar.

La batalla epistolar por la cual ella cuestiona las crueles normas del “tú”, y el consiguiente reconocimiento de la ineficacia de ese enfrentamiento para detener el asedio, la llevan a concluir que: “Simplemente escribí para ver cómo fracasaban mis palabras” (110). Sus posibilidades de ganar la confrontación han sido nulas desde el comienzo. El escape final de la casa con su hijo, para romper el cerco de la vigilancia, constituiría la señal decisiva de una capitulación frente a los poderes hegemónicos que imperan en la ciudad. Su salida y desmoronamiento final se traducen en una total derrota de sus esfuerzos por resistir a los habitantes de la ciudad y al “tú” hegemónico que los domina. Ésta es una de las dos historias que Los vigilantes permite construir, la historia de un fracaso.

La lectura alegórica que propongo ilumina la presencia de otra historia hasta ahora inexplorada, que no es la de una derrota, sino la de un triunfo. El carácter metafórico del conflicto familiar, convierte a Los vigilantes en una historia de resistencia y toma de conciencia de la subalternidad creada por el lenguaje dominante. Esta lectura alegórica permite discernir mejor cómo la “mujer” resiste los mecanismos controladores del logocentrismo y la modernidad occidental. Lo que sugiero es leer Los vigilantes como la alegoría de un enorme esfuerzo crítico mediante el cual el personaje central, la voz central, reconoce la destructividad de su propio proceso de interiorización y los mecanismos por el que sus perseguidores regulan su comportamiento. Mediante su extraordinario esfuerzo la “mujer” alcanza a entender cómo el lenguaje que ha usado incesantemente es su propio agente enajenante. El triunfo que se narra en la novela es el de alcanzar de modo intuitivo y doloroso el saber que el lenguaje interiorizado, y usado delirantemente, es la causa de su permanente desmedro.

Esta historia de resistencia y triunfo se desarrolla por medio de la alegoría del acercamiento entre la “madre” y su “hijo,” quienes resisten exitosamente la hostilidad de la que son víctimas. En la compleja relación entre ambos se cifra la segunda historia de la novela, una historia que deconstruye el proceso de interiorización del lenguaje que la ha sometido. Es así que la lectura alegórica del mismo relato de acoso familiar por parte del padre contra su esposa e hijo, consigue exponer lo siguiente: el modo en que el lenguaje dominante opera como mecanismo de opresión, la progresiva toma de conciencia de la “mujer” respecto a su propia sujeción por el lenguaje, y, lo principal: su decisión de abandonar el lenguaje que la ha enajenado en busca de otros signos para entender la realidad.

Los capítulos “BAAM” y “BRRRR,” que enmarcan el discurso de la “mujer” son narrados por el “hijo-larva,” desde la materialidad orgánica de su cuerpo, el ritmo de sus movimientos, sus pulsaciones y deseos, descritos en cuidadoso detalle. La clave que permite descifrar la historia del triunfo es precisamente la figura alegórica del “hijo.” Lo que representa esta figura no es “el” lenguaje, sino la resistencia contra el lenguaje y el deseo por fundar otro lenguaje. Desde esta perspectiva es una figura comparable a la de Coya/Coa de la novela Por la patria (1986), “a personification of language itself” (Tierney-Tello 82).  Pero mientras Coya resiste a las hordas militares rehusando el “plan de un rapto del habla” (246) por medio de las torsiones de sintaxis y de sentido con las que su discurso deliberadamente transgrede el habla de sus enemigos, el “hijo” en Los vigilantes construye su resistencia de otro modo. 

Su discurso comunica claramente que su silencio no es señal de afasia, sino de una negativa total a usar el lenguaje del “padre.” A través de su monólogo interior o de la  conciencia, el “hijo,” paradójicamente nos revela que aún sin habla (causa de su estado larvario), es capaz de pensar, sentir y de actuar libremente. El “hijo” conoce el lenguaje de la madre, lo entiende y por ello puede leerle los pensamientos a ella. La enunciación del contenido de su conciencia se enfoca predominantemente en el lenguaje propio y en la relación de su madre con el lenguaje. Su discurso obsesionado por la escritura de ella comienza así: “Mamá escribe. Mamá es la única que escribe” (13). Dicha actividad lo hiere, es para él una amenaza y un obstáculo que resiente profundamente: “Mamá me da la espalda para meterse en esas páginas de mentira. Mamá tiene la espalda torcida por sus páginas. Por sus páginas. Las palabras que escribe la fuerzan y la modifican. Yo quiero ser la única letra de mamá” (17). La actitud y el silencio del “hijo” lo convierten en un cuerpo indócil, un cuerpo que aunque hostilizado como el de la madre, logra resistir de manera más efectiva que ella los embates del “tú” simplemente por su negativa a dejarse atrapar por el lenguaje.    

En el silencio del “hijo-larva” roto por sus carcajadas, el babear con que cubre partes de la casa, las vasijas, la tierra y el cuerpo maternal, reside un significado alegórico central de la novela: el de una subversión aún más radical que la de la “madre.” Mientras “ella” se enfrenta al “tú” presentándole argumento tras argumento en cada una de sus cartas, el hijo carente del lenguaje, desde su silencio, va escenificando una más profunda transgresión hacia el mismo poder hegemónico: su deseo por un nuevo lenguaje. Los movimientos, la risa, la baba, son elementos metafóricos que se contraponen y resisten el logos del padre y la escritura de la madre. Dichas imágenes metafóricas apuntan a dos problemáticas centrales en la narrativa de Eltit: la identidad y el lenguaje.

Para entender el sitio central que ocupa la problemática de la identidad en la narrativa de Eltit (4), hay que recordar que el contexto político e histórico de su obra fue inicialmente el régimen militar chileno. Eltit se enfrentó desde los márgenes más contestatarios del arte a una intensa represión política que convirtió a la nación en un universo concentracionario dividido violentamente entre los partidarios (los chilenos) y los no-partidarios (los no-chilenos) de la dictadura. El aparato represivo militar les asignó a los ciudadanos identidades ideológicas fijas para facilitar su tarea exterminadora. Los familiares de las víctimas directas, los detenidos-desaparecidos, salían a las calles a inquirir, fotos en manos, por la suerte de sus seres queridos. Artistas como Eugenio Dittborn crearon obras como “Fosa común” (1977) en las que se “graficaba un trazo de unión solidaria con [. . .] los detenidos-desaparecidos al decirles que sabía de las confiscaciones de identidad practicadas desde el Estado y al hacer saber de la impunidad de su dispositivo que borraba la traza del des-trozo en ausencia de nombres y firmas” (Richard 21). Eltit reaccionó a través de su quehacer literario contra ambos mecanismos represivos, el de la imposición punitiva de identidades ideológicas, y el de la borradura de identidades practicada contra los desaparecidos.

En Vaca sagrada, por ejemplo, Eltit crea la metáfora del flujo menstrual de la voz narrativa, como un signo de “subversiva fluidez” (Ojeda 317), de su identidad. Una identidad que se desborda continuamente tanto al nivel del enunciado como de la enunciación para resistir “las maniqueas nociones de identidad del discurso de la dictadura y los modos de representación institucionalizados” (Ojeda 319-20) de la ciudadanía chilena. La baba que el “hijo” disemina por la casa, y el cuerpo de su “madre,” es una metáfora similar a la del flujo menstrual de Vaca sagrada, por cuanto su naturaleza líquida permite dar una imagen plástica del desborde de los límites del cuerpo, de la identidad. El acto sostenido del babear, de dejar que los fluidos de su cuerpo fluyan libremente traspasando sus límites, alegoriza su resistencia ante la voluntad de los poderes hegemónicos de encerrarlo en una identidad fija. Cada uno de sus fluidos y su cuerpo mismo constituye una resistencia contra la imposición de límites identitarios, de “moldes y calces identificatorios que garantizan la reproductibilidad del orden, normando la pose. . . .  como modelo de integración disciplinaria” (Richard 21). En contraste con la “madre” asediada, cuya identidad ha sido tachada de transgresora y culpable y fijada por las miradas y las palabras de los otros, sin importar ni lo que “ella” haga ni lo que diga o escriba, el “hijo” en su estado larvario y mudo puede sustraerse a la dinámica de aprisionamiento de las identidades. La identidad del “hijo” es una cifra desconocida para quienes lo rodean por sus características físicas y por su negativa a usar el lenguaje.

Cada una de las acciones del “hijo” alegórico representa un deseo político y transgresor. Por un lado, del deseo de hallar una manera de romper las asfixiantes categorías identitarias impuestas por el orden dictatorial, consolidadas más tarde en la etapa post-dictatorial, y, por otro, del deseo de encontrar signos alternativos con que construir estructuras conceptuales para entender la realidad, y aproximarse a ella.

Así, la lectura alegórica permite dar otros significados al resentimiento del “hijo-larva” contra el padre ausente, que sin negar la escena edípica construida por una lectura tradicional, la enriquece y complica. Descubrimos por consiguiente cómo la novela plantea metafóricamente la problemática filosófica y política respecto de la imposición de un  lenguaje y de sus instrumentos conceptuales sobre todo un continente. El rechazo explícito del “hijo” surge de su certeza de que la escritura constante de su madre, –instigada por las cartas del “padre”- la doblega y somete sin darle respiro. “El que le escribe no está a la vista. Mamá ha desarrollado un odio por su ausencia en el centro de su pensamiento. Lo sé porque yo le leo los pensamientos a mamá” (20). La imagen de la espalda maternal encorvada que el “hijo” menciona una y otra vez, con resentimiento e ira, comunican la idea de que la mano que escribe, está atrapada por el lenguaje, y por la dinámica que el interlocutor epistolar le ha impuesto. Mientras que el lenguaje del “padre” la doblega y atrapa forzándola a defenderse, el “hijo-deseo-de-otro-lenguaje” se escapa de la prisión lingüística hecha por una red de palabras que su “madre” recibe y produce sin parar. La comprensión de que “el hijo” es el deseo de otro lenguaje, da inteligibilidad a cada uno de sus pensamientos, actos, y sus carcajadas. En lugar de manifestaciones de trastorno físico y mental, éstas pueden ser decodificadas, en cambio, como expresiones de su reconocimiento de que “la madre” (el continente latinoamericano subyugado) vive sometida a los paradigmas culturales de la modernidad de Occidente, y no tiene otro remedio que usar los mismos instrumentos lingüísticos que la han colonizado.

“Amanece,” el capítulo enmarcado por “BAAM” y “BRRRR,” se compone de las cartas que “la mujer” escribe incesantemente. Dichas cartas proveen información sobre su relación con el “padre” ausente, pero además son importantes pues revelan la compleja relación entre “madre” e “hijo” como una metáfora de la progresiva toma de conciencia por parte de “ella” de la subalternidad creada por el lenguaje de los opresores.

“Mamá quiere que nos volvamos felices en las letras que escribe y por eso se toma tanto trabajo su espalda. Su espalda. Cuando yo hable impediré que mamá escriba. Ella no escribe lo que desea” (17). El deseo del “hijo,” representado por su anhelo de acercamiento al cuerpo materno, es que su “madre” deje de escribir, de utilizar un lenguaje que “él” deliberadamente rehúsa, a sabiendas del riesgo de hacerlo. ¿Cuál riesgo?  El riesgo de que, como ella, su “comprensión de la realidad (y no la realidad misma, como postulara Wittgenstein)” (Zavadivker 2), multiplique, a través del uso del lenguaje, las categorías tramposas del logos del “padre.” La negativa del “hijo” es pues, una negativa radicalmente política y filosófica, que lleva hasta sus últimas consecuencias el saber que:


Dado que sólo somos capaces de percibir y pensar en forma lineal y sucesiva, y que el lenguaje no nos permite condensar de un modo simultáneo la multiplicidad de aristas que reviste la realidad; todo concepto resulta de la selección y priorización de un rasgo único de la realidad en desmedro de los demás, con lo cual podemos considerar al concepto como la puerta de acceso a una visión reductiva del mundo. (Zavadivker 2)

 

A medida que avanza el relato, los comentarios maternos respecto a las conductas de su “hijo” revelan un cambio de tono y de actitud. De extraños e incomprensibles los juegos y movimientos van adquiriendo para “ella” un sentido que al principio no tenían. Ella indica, “Él realiza con su cuerpo una operación científica en donde se conjugan las más intricadas paradojas. Porque dime, ¿no piensas acaso, al igual que tu hijo, que el cuerpo es el reducto de la ceremonia?” (52)

Al final de Los vigilantes la “madre,” consigue entender los juegos de su “hijo.” Ellos adquieren para “ella” un significado y transparencia antes imposibles de obtener. Así indica cómo, “Tu hijo vaga pensando en nuestra salvación a través de sus vasijas y me pide que descifre la bella geometría en que se mueve” (108). Este comentario lleno de orgullo refleja su sorprendente e importante descubrimiento de que “el hijo,” a diferencia de ella, es un ser libre, a quien ni la vigilancia, ni las amenazas pueden alterar ni amedrentar. Por fin “ella” se da cuenta de que el motivo por el cual su “hijo,” “parece hoy ausente de la amenaza de una doble condena. Amanece junto a sus vasijas y me mira y se ríe y empieza a fundir con sus objetos” (104), es el hecho de que no está sometido al lenguaje que a “ella” la aprisiona. La admiración por la “bella geometría” expresa una toma de conciencia respecto a las consecuencias liberadoras de la negativa a someterse al logos masculino, y también del logro de nuevas estructuras (“geometrías) conceptuales con las que ordenar las vasijas metafóricas (o construir lingüísticamente la realidad).

Absorta en su tarea epistolar, la “madre” distanciada pero pendiente del “hijo” se esfuerza en responder a las demandas que le impone la escritura. El descuido por su “hijo” hace peligrar la vida de éste periódicamente por la falta de alimento y de calor que “ella” no le suministra. La situación del “hijo” se vuelve crítica constantemente y así éste señala: “Hambre. El hambre me provoca la saliva. La saliva corre buscando un poco de comida. Pero mamá ha olvidado la comida y pretende tironearme los pocos pelos que tengo” (18).  

A medida que el acoso contra ellos aumenta, en las cartas se multiplican los comentarios sobre el “hijo,” en cuya conducta se percibe la expresión de una lógica fundamentalmente distinta de la lógica acosadora del “padre” y sus aliados. Lo que la “madre” consigue entender es que, precisamente por su estado “larval,” el hijo goza de una libertad imposible para “ella.” Descubre, por tanto, la posibilidad de una paradójica salida de su prisión.


Se ha retirado mi temor y estoy serena mirando la figura encendida de tu hijo quien lucha por defendernos de toda la miseria y la vileza que nos tiene enclaustrados en el interior de la casa. Miro a tu hijo y me convenzo que nada podría separarnos pues fuimos construyendo nuestra libertad cuando nos alejamos de tus órdenes y burlamos tu hiriente crueldad. (111-12)

 

La lectura alegórica del último capítulo, “BRRRR,” permite reconocer en los actos, gestos, y movimientos de ambas figuras el relato de su esfuerzo enorme por liberarse. Su salida de la fría casa y el abandono por parte de la “madre” de la escritura que la ha absorbido, se lee desde esta perspectiva, no como una capitulación, sino como el quiebre decisivo de las cadenas lingüísticas que la han aprisionado. Aunque el tono de la narración se hace más desesperado y urgente, por el riesgo al que se exponen “la madre” y “el hijo” en la intemperie que ahora ocupan, sus movimientos adquieren un propósito que antes no tenían. Todas sus energías y esfuerzos se concentran en acercarse “hacia las hogueras para no ser aniquilados por el frío” (124). Su casi agonizante viaje hacia el espacio del calor, donde están las hogueras, se transforma en metáfora de su deseo y necesidad por alcanzar un refugio y una salida hacia un espacio cualitativamente distinto del abandonado. En plena intemperie y a punto de sucumbir por el desgaste enorme de fuerzas, ellos alcanzan su refugio cuando “el hijo” indica, “Las miradas que nos vigilaban apabullantes y sarcásticas no pueden ya alcanzarnos. Alcanzarnos. Mamá y yo nos acercamos extasiados mientras yo olvido mi hambre por su cuerpo, mi deseo de fundir mi carne con la suya” (129-130). Esa unión de ambos cuerpos, el de Latinoamérica-mujer-lumpen, y el del cuerpo larval del deseo-de otro-lenguaje, representa de modo alegórico, su victoria. 

Siguiendo el precepto calderoniano “que traslada/ lo que es con lo que no es”  es posible por consiguiente, leer este último capítulo, como el consciente y heroico rechazo del logos paterno por parte de “la madre” instada por el ejemplo de su “hijo.” Despojada de la palabra “árida e inútil” (121), la “madre” se desmorona, carente del lenguaje con que se ha seudo-apuntalado a sí misma hasta esos momentos. Ese desmoronamiento, es, al mismo tiempo, efecto de un acto de pura voluntad por el que rehúsa conscientemente, como su “hijo,” el uso del instrumento de su propia sujeción. Es por ese abandono consciente del logos, que su condición se va asemejando a la de su “hijo-larva.” Ahora es ella la que ríe, babea, se arrastra y busca el cuerpo del hijo, en un completo reverso de las escenas iniciales de la novela. En estas últimas escenas de Los vigilantes podemos reconocer “una nueva gestación [en que] los cuerpos de los hijos vuelven a estar presentes en los cuerpos de las madres” (Lorenzano 146). Son escenas alegóricas cuyo carácter subversivamente político reside en el hecho de que, como indicara Hebe de Bonafini, una de las fundadoras del movimiento de las Madres de la Plaza de Mayo, “Nuestros hijos nos parieron a nosotras” (citado en Lorenzano146). Es el “hijo” de ella, quien la pare y le permite volver a nacer despojada del lenguaje.

La voz ficcional alegórica del “hijo” indica, “Mamá y yo babeamos juntos el hambre” (128), para comunicarnos su decisión de ocupar la precaria región situada más allá de las normas hegemónicas del “tú.” La salida a la intemperie, para alcanzar el fuego es la metáfora que representa su último esfuerzo, exitoso, por despojarse del “don del lenguaje” que la ha subyugado. Sin ese lenguaje, “ella” ha expulsado de si misma las huellas del cuerpo del padre monolítico, eligiendo a su “hijo” como el único sostén  con que puede avanzar por un territorio abierto, donde, por fin, fundidos el uno con el otro, enfrentan juntos el dolor del nacimiento de un nuevo lenguaje en su aullido final para celebrar la liberación de la vigilancia del padre.

 

 

Notas

 

(1). Los vigilantes ha sido precedida por Lumpérica (1983), Por la patria (1986), El cuarto mundo (1988), Vaca sagrada (1991). Posteriormente a la novela que aquí nos ocupa, Eltit ha publicado Los trabajadores de la muerte (1998) y Mano de obra (2002).

 

(2). Roland Barthes distinguió entre textos “scriptible” y “lisible” en su estudio S/Z de 1970. Mientras el texto “lisible” ofrece la posibilidad de recreación mediante una lectura eminentemente pasiva, el texto “scriptible,” en cambio, invita a ser leído de una forma creativa y activa. El carácter de dicha lectura activa produce, de acuerdo con Barthes, el placer del texto.

 

(3). Los vigilantes es una de las novelas que Idelber Avelar analiza en su libro Alegorías de la derrota: La ficción postdictatorial y el trabajo del duelo.

 

(4). Comenzando con Lumpérica, novela escrita y publicada en plena época de la dictadura pinochetista (1973-1990) hasta el presente.

 

 

Obras citadas

 

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