Fracaso
y triunfo en Los
vigilantes de Diamela Eltit
La quinta novela de Eltit (1)
está construida
sobre la base de un procedimiento
alegórico por medio del que se crea un sistema de
metáforas que
representa un pensamiento complejo y experiencias históricas
reales.
Dicho procedimiento se utiliza como un instrumento cognoscitivo y
político sobre los márgenes destituidos del continente
latinoamericano.
En forma similar a textos
alegóricos medievales y barrocos como
el Roman de la Rose de Jean de Meung (1240?–1305?), El
laberinto de fortuna de Juan de Mena (1411-1456),
La comedieta de Ponça del
marqués de Santillana (1398-1458), o los autos
sacramentales de Calderón de la Barca (1600-1681), Los
vigilantes es una novela cuyos personajes son materializaciones
de abstracciones, de sistemas de pensamiento. La diferencia con dichas
alegorías es que en la novela de la escritora chilena lo que se
materializa no son categorías filosóficas como
“entendimiento, razón, libre albedrío, memoria,
voluntad” (Peña 9), sino en forma muy precisa, la
sujeción
y contención despiadada de los marginados latinoamericanos por
parte de
los detentadores del poder.
Eltit desarrolla una
estrategia narrativa basada en el procedimiento alegórico para
dar
visibilidad a la historia de los marginados por medio de figuras
humanas. Por
ello quien lee la novela identifica las voces ficcionales como “la
madre,” “el hijo,” “el padre ausente,” “la
madre del padre ausente,” “los vecinos,” etc. Pero
estas voces son figuras
alegóricas cuyas acciones pueden leerse en dos sentidos, uno
literal y
el otro figurado. Como las figuras de los autos sacramentales
calderonianos,
los personajes de Los vigilantes son
“como criaturas perfectamente
configuradas en su doble condición de seres a un tiempo
abstractos y
concretos” (Peña 12). Ni la narradora ni las otras voces
ficcionales son totalmente “humanas” en el sentido lato de la
palabra.
El procedimiento de la
alegoría le permite a Eltit componer, al
decir de Calderón, “un
espejo que traslada/
lo
que es con lo que no es.” El talento con
que la novela está escrita permite que combinando la lectura
tradicional
con la alegórica, surja
tanto la historia de lo que “no es,” la ficción
familiar, como la historia de “lo que es,” la sujeción de
los marginados en Latinoamérica. De esta forma la lectura
alegórica produce la duplicación de lo que acontece y “que el que está mirando a
una piense que está viendo a entrambas.” Tanto la historia
literal del acoso de la madre y el hijo por parte del padre y sus
aliados, como
el relato alegórico, coexisten desde las primeras líneas
del
texto. Esta coexistencia deriva de la
compleja naturaleza del nivel de la enunciación, por
cuanto según la lectura que de éste se desarrolle es
posible
construir dos (o más) historias que se intersectan, como un
contrapunto
de subtextos. Los vigilantes, como Lumpérica,
y Por la patria (1986), entre otras novelas de Eltit,
tienen, como
indicara Roland Barthes en S/Z, un
carácter ‘scriptible’ ya que le presentan a cada lector la
oportunidad de compartir el placer del texto participando en el juego
de re-crear
la obra que tiene frente a sí.(2)
Las citas que ilustran
lo ‘scriptible’ de la novela, ponen en evidencia un principio
básico de la escritura de Diamela Eltit que ella ha resumido
como una
“ambigüedad . . . coherente” (Morales 43). Por un lado, podemos
identificar la voz que las emite como la de una mujer angustiada que
apela a
alguien para que comprenda sus acciones. Por otro, es posible imputarle
las
mismas oraciones a una criatura que es a un tiempo abstracta y
concreta, la
conciencia adolorida de un continente subyugado que ha tomado forma en
una
mujer. Las palabras con que se interpela al “tú” acusatorio
y censor resultan inteligibles desde ambas construcciones ficcionales.
Si yo no los acogía, el
fin para ellos era cuestión de horas. No vi en sus cuerpos esa
deliberada insurrección a la que te refieres, sólo
reparé
en el frío. (84)
Dime pues, que no harás
efectiva tu amenaza, si lo afirmas, haré de mi la figura
occidental que
siempre has deseado. (85)
Dirás, encontrando una
razón para tu inquina, que yo me hice con ellos una desamparada
y
entonces te horrorizarás y me negarás y maldecirás
la hora
en que cruzamos nuestras vidas. (95)
Lo citado expresa
alegóricamente la conciencia
histórica de la América mestiza e indígena, la
América subyugada por “lo Occidental,” cuyo avance fue
posible por la violenta colonización del otro. Al mismo tiempo,
se leen
como expresiones de una mujer que se solidariza con los desamparados y
se
siente forzada a defender sus acciones frente a alguien que las
reprueba y
condena duramente. La complejidad de la novela posibilita ambas
lecturas.
La voz de Latinoamérica
colonizada plantea la firmeza de su alianza con los desamparados, que
como
“ella,” están a la merced de la ley de un,
“tú” interlocutor visible e invisible, que no está en
ningún lugar preciso pero que se multiplica exponencialmente en
el
espacio y el tiempo. Su omnipresente ausencia se hace palpable por
decretos y
órdenes que van dominando y moldeando el comportamiento de todos
en una
ciudad marcada por la acechanza y la violencia. Es válido
considerar a
ese interlocutor como la modernidad, en su sentido más amplio,
abstracto
y concreto a la vez, fuente de imaginarios eurocéntricos, de
materialidades históricas como la ley, las instituciones
legislativas,
las cárceles, las instituciones educativas, el Estado. Es
ése el
interlocutor abstracto y concreto que se personifica en el
“tú,” a quien la conciencia de América
indígena lumpen, personificada en la mujer-madre- abandonada,
apela
incansablemente. El “tú” es, en el contexto de
Latinoamérica “la
misma embestida del desarrollo económico capitalista [que]
genera . .
. una sociedad brutalmente alienada
y atomizada, desgarrada por una insensible explotación
económica
y una fría indiferencia social, que destruye todos los valores
culturales o políticos que ella misma ha hecho posible”
(Anderson).
Las demás construcciones ficcionales de
la alegoría son
el “hijo-larva,” “la madre” que escribe cartas, la
“suegra” y los “vecinos,” como “opuestas fuerzas fundacionales de la
realidad hispanoamericana”
(Samaniego). El substrato en que
se dirime la tensión entre estas fuerzas corresponde al del
lenguaje. En
el espejo
alegórico de Los vigilantes lo que se impugna
es el lenguaje y sus instrumentos
conceptuales, como mecanismos colonizadores y depredadores que han
fundamentado
una construcción excluyente de la realidad. El lenguaje es lo
europeo-occidental que la novela impugna por medio de la
alegoría de una
“mujer” y sus “cartas.” La novela evoca lo
señalado por Roberto Fernández Retamar,
refiriéndose a los
comentarios de George Lamming sobre el legado del lenguaje que
Próspero
le diera a Calibán en La tempestad
de Shakespeare:
Próspero (dice Lamming) ha dado a
Calibán el lenguaje; y con él una historia no manifiesta
de
consecuencias, una historia de futuras intenciones. Este don del
lenguaje no
quería decir el inglés en particular, sino habla y
concepto como
un medio, un método, una necesaria avenida hacia áreas de
sí mismo que no podían ser alcanzadas de otra manera. Es
este
medio, hazaña entera de Próspero, lo que hace a
Calibán
consciente de posibilidades. Por tanto, todo el futuro de
Calibán -pues
futuro es el nombre mismo de las posibilidadesdebe derivar del
experimento
de Próspero, lo que es también su riesgo. Dado que no hay
punto
de partida extraordinario que explote todas las premisas de
Próspero,
Calibán y su futuro pertenecen ahora a Próspero [. . .]
Próspero vive con la absoluta certeza de que el Lenguaje, que es
su don
a Calibán, es la prisión misma en la cual los logros de
Calibán
serán realizados y restringidos.[26]
La referencia a las posibilidades futuras de
Calibán que,
según Lamming, Próspero le habría dado por el “don
del lenguaje,” adquiere trágicas resonancias en la novela de
Eltit. En ella se nos revela cómo la dádiva, el lenguaje,
es la
prisión de la protagonista, en su doble dimensión
abstracta y
concreta, tal como lo fuera para el esclavo Calibán. La famosa
maldición de éste a Próspero, su “benefactor,”
expresa el ultraje por la pérdida incluso de la posibilidad de
una
esperanza. La magnitud de la crueldad de esta condena es vasta si
consideramos
que el lenguaje en vez de mecanismo de sujeción debía
ser, como
planteaba Lamming, “una necesaria avenida hacia
áreas de sí mismo que no podían ser alcanzadas de
otra
manera.” El lenguaje, en cambio, resulta ser un instrumento de
auto-enajenación que le ha cerrado esas avenidas a estos
personajes.
Eltit ha indicado respecto a la creación de Los
vigilantes que “Es también una novela que la
pensé muy políticamente, en términos de liberar la
diferencia de escritura, la diferencia de sujeto, los órdenes,
los
lugares sociales, los roles. Quise . . . llegar sobre todo a la
escritura, a la
escritura también como riesgo y como desalojo” (Morales 127).
La posibilidad de hacer dos
(o más) lecturas del texto y
construir con ellas dos historias paralelas pero distintas en su
magnitud y
alcance (la una familiar, la otra continental), permite discernir otros
aspectos de la complejidad de la novela. Los
vigilantes no solamente admite la re-creación de historias
de
magnitudes diferentes, sino también la de historias opuestas que se resisten mutuamente. Gracias al
desarrollo de una lectura
alegórica, es posible distinguir dos historias contrarias: la de
una
derrota,(3) y la de un triunfo.
En Los
vigilantes se presenta una escena doméstica malsana y
violenta, que ha sido descrita como la del “amor entre madre e hijo a
la
sombra de un padre ausente cómplice del orden político”
(Avelar 242). Diversos estudios literarios han examinado en detalle la
escena
edípica central a la trama y sus connotaciones políticas
en el
contexto de la época post-dictatorial en Chile. Dichos estudios
plantean
cómo “Por el hijo sabemos que la madre está siempre
pensando en su relación con el padre” (Lagos 133), cómo
éste, el padre, “no acepta negociar sino que exige la victoria
total” (Lagos 134), logrando la destrucción de ambos, madre e
hijo, a través de un juicio en el que ella es primero acusada y
luego
culpable. La
narración de su derrota, es uno de los relatos posibles de
co-construir
a partir del texto ‘scriptible.’
La historia de la derrota es la de una mujer que pierde terreno al irse debilitando la fuerza argumentativa con que confronta al “tú.” Debido a su progresivo agotamiento tanto físico como mental, ella desarrolla un comportamiento paranoico creciente por sentirse vigilada día y noche por los que la rodean. Dicha vigilancia, constituye un eje de sentido central en la novela, que crea una atmósfera opresiva y amenazante imposible de escapar. El “tú” y sus aliados la mantienen vigilada y en vigilia, en permanente acechanza. Como indica Robert Neustadt: “In the absence of a dominant authority figure overseeing his subjects, the society of Los vigilantes functions as a mechanism of self-supervision” (65).
La narración nos ofrece abundante
evidencia para construir la historia de un desastre narrado por una de
sus
víctimas, la mujer que va perdiendo el control sobre su vida. La
ferocidad del acoso liderado por el “tú,” el padre del hijo,
la obliga a escribir sin descanso, para tratar de razonar con el que la
ataca y
amenaza. Una y otra vez intenta, sin éxito, explicar y
explicarse ante
ese impasible y monolítico “tú,” sin lograr
convencerlo de su estado de extrema necesidad y angustia, de su
desolación y miedo, de su hambre y frío. Sola con el
misterioso y
fatigoso hijo-larva, la mujer intenta inútilmente dar sentido a
lo que
pasa tanto dentro como fuera de su casa. Al no entender el por
qué de la
hostilidad palpable de quienes la rodean, la voz narrativa se va
trastornando
lentamente hasta que llega el momento en que renuncia a entender y a
ser
entendida.
Como señal primaria de este progresivo
desquiciamiento, estaría la paulatina comprensión
respecto a las
misteriosas actividades del hijo-larva, antes impenetrables para ella.
Ocupado
en el ordenamiento de múltiples vasijas, este hijo se arrastra
babeando
por los diferentes rincones de la casa, y periódicamente rompe
su
silencio con intempestivos estallidos de risa, que son causa de
permanente
aflicción y desazón para ella. Así al principio
del
capítulo “Amanece” la mujer le señala a su
interlocutor: “Lo único que me desgasta y me desagrada son las
formas en que tu hijo lleva adelante sus juegos” (55). Ese desgaste
proviene de sus permanentes esfuerzos por alcanzar una medida de
entendimiento
de ese hijo al que ama, pero con quien no puede realmente comunicarse.
Ya casi al final de la novela, sin embargo,
los comentarios de la madre cambian, dejando en evidencia cómo
los
juegos del hijo se han transformado frente a sus ojos en algo muy
distinto:
La criatura y yo terminamos de ordenar las
vasijas a lo largo de toda la casa. Hemos logrado una
distribución que
nos parece prodigiosa y que jamás podría haber sido
concebida de
una manera tan perfecta. Cruzamos indemnes las fronteras del juego para
internarnos en el camino de una sobrevivencia escrita, desesperada y
estética . . . Jamás
podrán derribar la simetría en la que conseguimos
concentrar
nuestras defensas. He resuelto, al fin, la encrucijada
aritmética de la
ley que todo el tiempo me planteaba el juego de la criatura (115-16).
Su comentario refleja la progresiva lucidez
respecto del ordenamiento de las vasijas, y otros juegos del hijo.
Dicha
declarada lucidez frente a algo cuyo significado queda siempre en la
ambigüedad para quien lee, puede interpretarse como una
señal
segura de su trastorno psíquico. Su voluntaria
participación en
los extraños juegos permite ser decodificada como el paso de la
sensatez
a la locura, como lo hace Miriam Rivera-Hokanson, cuando indica que la
protagonista
es, “una madre paranoica, que definitivamente [se] apoya en la
escritura
para salvaguardarse” (65). La mujer vigilada en proceso de
trastornarse,
escribe innumerables cartas, desde el espacio confinado de su casa para
tratar
de defenderse de la hostilidad que la rodea, con su hijo,
sintiéndose
cada vez más segura de entender lo que éste hace.
El desastre que ella percibe en el espacio de
la ciudad, la mueve de modo alternativo, a replegarse y abrirse,
siempre con
gran riesgo, hacia esa ciudad que “se desforma y se desforma como si
hubiese sido dinamitada” (100). El impulso a replegarse, sin embargo,
nunca la desconecta completamente de los sucesos en la ciudad, los
cuales la
angustian de modo incesante a lo largo de todo el texto. Es por ello
que
afirmaciones como: “La postulación de un residuo de interioridad
y
afecto [de la madre hacia el hijo] no traducido en la exterioridad de
la
escritura, es la otra faz del proceso de privatización y
confinamiento
que progresivamente gana espacio en la ficción de Eltit” (Avelar
243), resultan sólo parcialmente correctas. Lo que aquí
planteo
es que dicha privatización y confinamiento es sólo
aparente. El
que “la madre” escriba dentro de su casa, encerrada y cercada, no
implica necesariamente un proceso de privatización. Más
que
privatización lo que comprobamos es la interiorización
del lenguaje
y de sus
instrumentos conceptuales en sentido vygotskiano.
Es,
así que Los vigilantes expone
el modo en que los signos operan como mecanismo de opresión,
denunciando
las maniobras con que el poder hegemónico impone sus esquemas
conceptuales.
Este proceso de interiorización
la va enajenando en cuanto ella
ha hecho suyos los signos
que se utilizan para la regulación social del comportamiento. El
“tú” nunca aparece, porque no necesita hacerlo para controlarla
y dominarla, en la medida en que ella funciona usando los signos (la
escritura)
que les son comunes a ella y a ese “tú.”
La naturaleza destructiva de dicha
internalización en sentido vygotskiano reside en su insidiosa capacidad de moldear
hasta el comportamiento privado, según normas cuyo rasgo central
es la
dureza y crueldad hacia los desposeídos, y cuyo objetivo es
controlar y
dominar todo y a todos. En el uso constante que ella hace del lenguaje,
incluso
cuando se escabulle de las miradas vigilantes, está la evidencia
de
dicha insidia. Su carácter de trampa y su poder para
re-producirse exponencialmente
por el “dominio
y control [. . .] de aquellos
signos que se utilizan para la regulación social del
comportamiento” (Díaz 147), obedecen al hecho de que esos signos
provienen del “tú” fantasmático, cuyo control se
manifiesta con cada carta que la propia mano de la mujer escribe.
El
dominio y el control de los signos de la madre se revela, entonces,
como un
hecho completamente ilusorio. Cada carta, cada letra que ella escribe,
constituye desde esta perspectiva, evidencia de la sujeción que
la
oprime. La construcción ficcional, el personaje, no domina ni
controla
el lenguaje, sino que al utilizarlo aumenta exponencialmente el poder
del “tú”
para regular su comportamiento. El planteamiento que “Su indiscutible
capacidad para argumentar es excepcional” (Lagos 129), no resulta
suficiente para entender que ese argumentar es prueba del hecho de que
ella ha
caído en la confabulación del poder hegemónico. El
carácter
de trampa reside en la ilusión de que el suyo es un uso
“espontáneo” del lenguaje. He ahí la clave para
entender las carcajadas periódicas del hijo que se ríe
cada vez
que ve a la madre enfrascada en su escritura porque él, a
diferencia de
ella, entiende la dinámica tramposa en que su madre se ve
obligada a
participar.
La batalla epistolar por la cual ella
cuestiona las crueles normas del “tú”, y el consiguiente
reconocimiento de la ineficacia de ese enfrentamiento para detener el
asedio,
la llevan a concluir que: “Simplemente escribí para ver
cómo fracasaban mis palabras” (110). Sus posibilidades de ganar
la
confrontación han sido nulas desde el comienzo. El escape final
de la
casa con su hijo, para romper el cerco de la vigilancia,
constituiría la
señal decisiva de una capitulación frente a los poderes
hegemónicos que imperan en la ciudad. Su salida y
desmoronamiento final
se traducen en una total derrota de sus esfuerzos por resistir a los
habitantes
de la ciudad y al “tú” hegemónico que los domina.
Ésta es una de las dos historias que Los
vigilantes permite construir, la historia de un fracaso.
La lectura alegórica que
propongo ilumina la presencia de otra historia hasta ahora inexplorada,
que no
es la de una derrota, sino la de un triunfo. El carácter
metafórico del conflicto familiar, convierte a Los
vigilantes en una historia de resistencia y toma de conciencia
de la subalternidad creada por el lenguaje dominante. Esta lectura
alegórica permite discernir mejor cómo la “mujer”
resiste los mecanismos controladores del logocentrismo y la modernidad
occidental.
Lo que sugiero
es leer Los vigilantes como la alegoría de un
enorme esfuerzo
crítico mediante el cual el personaje central, la voz central,
reconoce
la destructividad de su propio proceso de interiorización y los
mecanismos por el que sus perseguidores regulan su comportamiento.
Mediante su
extraordinario esfuerzo la “mujer” alcanza a entender cómo
el lenguaje que ha usado incesantemente es su propio agente enajenante.
El
triunfo que se narra en la novela es el de alcanzar de modo intuitivo y doloroso el
saber que el lenguaje interiorizado, y usado delirantemente, es la
causa de su
permanente desmedro.
Esta historia de resistencia y
triunfo se desarrolla por medio de la alegoría del acercamiento
entre la
“madre” y su “hijo,” quienes resisten exitosamente
la hostilidad de la que son víctimas. En la compleja
relación entre ambos se cifra la segunda historia de la novela,
una
historia que deconstruye el proceso de interiorización del
lenguaje que
la ha sometido. Es así que la lectura alegórica del mismo
relato
de acoso familiar por parte del padre contra su esposa e hijo, consigue
exponer
lo siguiente: el modo en que el lenguaje dominante opera como mecanismo
de
opresión, la progresiva toma de conciencia de la “mujer”
respecto a su propia sujeción por el lenguaje, y, lo principal:
su
decisión de abandonar el lenguaje que la ha enajenado en busca
de otros
signos para entender la realidad.
Los capítulos
“BAAM” y “BRRRR,” que enmarcan el discurso de la “mujer”
son narrados por el “hijo-larva,” desde la materialidad
orgánica de su cuerpo, el ritmo de sus movimientos, sus
pulsaciones y
deseos, descritos en cuidadoso detalle. La clave que permite descifrar
la
historia del triunfo es precisamente la figura alegórica del
“hijo.” Lo que representa esta figura no es “el”
lenguaje, sino la resistencia contra el lenguaje y el deseo por fundar
otro
lenguaje. Desde esta perspectiva es una figura comparable a la de
Coya/Coa de
la novela Por la patria (1986),
“a personification of language itself” (Tierney-Tello 82).
Pero mientras Coya resiste a las hordas
militares rehusando el “plan de un rapto del habla” (246) por medio
de las torsiones de sintaxis y de sentido con las que su discurso
deliberadamente transgrede el habla de sus enemigos, el “hijo” en Los vigilantes construye su resistencia
de otro modo.
Su discurso comunica claramente
que su silencio no es señal de afasia, sino de una negativa
total a usar
el lenguaje del “padre.” A través de su monólogo
interior o de la conciencia, el
“hijo,” paradójicamente nos revela que aún sin habla
(causa de su estado larvario), es capaz de pensar, sentir y de actuar
libremente. El “hijo” conoce el lenguaje de la madre, lo entiende y
por ello puede leerle los pensamientos a ella. La enunciación
del
contenido de su conciencia se enfoca predominantemente en el lenguaje
propio y
en la relación de su madre con el lenguaje. Su discurso
obsesionado por
la escritura de ella comienza así: “Mamá escribe.
Mamá es la única que escribe” (13). Dicha actividad lo
hiere, es para él una amenaza y un obstáculo que resiente
profundamente: “Mamá me da la espalda para meterse en esas
páginas de mentira. Mamá tiene la espalda torcida por sus
páginas. Por sus páginas. Las palabras que escribe la
fuerzan y
la modifican. Yo quiero ser la única letra de mamá” (17).
La actitud y el silencio del “hijo” lo convierten en un cuerpo
indócil, un cuerpo que aunque hostilizado como el de la madre,
logra
resistir de manera más efectiva que ella los embates del
“tú”
simplemente por su negativa a dejarse atrapar por el lenguaje.
En el silencio del
“hijo-larva” roto por sus carcajadas, el babear con que cubre
partes de la casa, las vasijas, la tierra y el cuerpo maternal, reside
un
significado alegórico central de la novela: el de una
subversión
aún más radical que la de la “madre.” Mientras
“ella” se enfrenta al “tú” presentándole
argumento tras argumento en cada una de sus cartas, el hijo carente del
lenguaje, desde su silencio, va escenificando una más profunda
transgresión hacia el mismo poder hegemónico: su deseo
por un
nuevo lenguaje. Los movimientos, la risa, la baba, son elementos
metafóricos que se contraponen y resisten el logos
del padre y la escritura de la madre. Dichas imágenes
metafóricas apuntan a dos problemáticas centrales en la
narrativa
de Eltit: la identidad y el lenguaje.
Para entender el sitio central
que ocupa la problemática de la identidad en la narrativa de
Eltit (4), hay que recordar que el
contexto político e histórico de su obra fue inicialmente
el
régimen militar chileno. Eltit se enfrentó desde los
márgenes
más contestatarios del arte a una intensa represión
política que convirtió a la nación en un universo
concentracionario dividido violentamente entre los partidarios (los
chilenos) y
los no-partidarios (los no-chilenos) de la dictadura. El aparato
represivo
militar les asignó a los ciudadanos identidades
ideológicas fijas
para facilitar su tarea exterminadora. Los familiares de las
víctimas
directas, los detenidos-desaparecidos, salían a las calles a
inquirir,
fotos en manos, por la suerte de sus seres queridos. Artistas como
Eugenio
Dittborn crearon obras como “Fosa común” (1977) en las que
se “graficaba un trazo de unión solidaria con [. . .] los
detenidos-desaparecidos al decirles que sabía de las
confiscaciones de
identidad practicadas desde el Estado y al hacer saber de la impunidad
de su
dispositivo que borraba la traza del des-trozo en ausencia de nombres y
firmas” (Richard 21). Eltit reaccionó a través de su
quehacer literario contra ambos mecanismos represivos, el de la
imposición punitiva de identidades ideológicas, y el de
la
borradura de identidades practicada contra los desaparecidos.
En Vaca sagrada, por ejemplo,
Eltit crea la metáfora del flujo
menstrual de la voz narrativa, como un signo de “subversiva
fluidez” (Ojeda 317), de su identidad. Una identidad que se desborda
continuamente tanto al nivel del enunciado como de la
enunciación para
resistir “las maniqueas nociones de identidad del discurso de la
dictadura y los modos de representación institucionalizados”
(Ojeda 319-20) de la ciudadanía chilena. La baba que el
“hijo” disemina por la casa, y el cuerpo de su “madre,”
es una metáfora similar a la del flujo menstrual de Vaca
sagrada, por cuanto su naturaleza líquida permite dar
una imagen plástica del desborde de los límites del
cuerpo, de la
identidad. El acto sostenido del babear, de dejar que los fluidos de su
cuerpo
fluyan libremente traspasando sus límites, alegoriza su
resistencia ante
la voluntad de los poderes hegemónicos de encerrarlo en una
identidad
fija. Cada uno de sus fluidos y su cuerpo mismo constituye una
resistencia
contra la imposición de límites identitarios, de “moldes
y
calces identificatorios que garantizan la reproductibilidad del orden,
normando
la pose. . . . como modelo de
integración disciplinaria” (Richard 21). En contraste con la
“madre” asediada, cuya identidad ha sido tachada de transgresora y
culpable y fijada por las miradas y las palabras de los otros, sin
importar ni
lo que “ella” haga ni lo que diga o escriba, el “hijo”
en su estado larvario y mudo puede sustraerse a la dinámica de
aprisionamiento de las identidades. La identidad del “hijo” es una
cifra desconocida para quienes lo rodean por sus características
físicas y por su negativa a usar el lenguaje.
Cada una de las acciones del
“hijo” alegórico representa un deseo político y
transgresor. Por un lado, del deseo de hallar una manera de romper las
asfixiantes categorías identitarias impuestas por el orden
dictatorial,
consolidadas más tarde en la etapa post-dictatorial, y, por
otro, del
deseo de encontrar signos alternativos con que construir estructuras
conceptuales para entender la realidad, y aproximarse a ella.
Así, la lectura
alegórica permite dar otros significados al resentimiento del
“hijo-larva” contra el padre ausente, que sin negar la escena
edípica construida por una lectura tradicional, la enriquece y
complica.
Descubrimos por consiguiente cómo la novela plantea
metafóricamente la problemática filosófica y
política respecto de la imposición de un
lenguaje y de sus instrumentos
conceptuales sobre todo un continente. El rechazo explícito del
“hijo” surge de su certeza de que la escritura constante de su
madre, –instigada por las cartas del “padre”- la doblega y
somete sin darle respiro. “El que le escribe no está a la vista.
Mamá ha desarrollado un odio por su ausencia en el centro de su
pensamiento. Lo sé porque yo le leo los pensamientos a
mamá” (20). La imagen de la espalda maternal encorvada que el
“hijo” menciona una y otra vez, con resentimiento e ira, comunican
la idea de que la mano que escribe, está atrapada por el
lenguaje, y por
la dinámica que el interlocutor epistolar le ha impuesto.
Mientras que
el lenguaje del “padre” la doblega y atrapa forzándola a
defenderse, el “hijo-deseo-de-otro-lenguaje” se escapa de la
prisión lingüística hecha por una red de palabras
que su
“madre” recibe y produce sin parar. La comprensión de que
“el hijo” es el deseo de otro lenguaje, da inteligibilidad a cada
uno de sus pensamientos, actos, y sus carcajadas. En lugar de
manifestaciones
de trastorno físico y mental, éstas pueden ser
decodificadas, en
cambio, como expresiones de su reconocimiento de que “la madre” (el
continente latinoamericano subyugado) vive sometida a los paradigmas
culturales
de la modernidad de Occidente, y no tiene otro remedio que usar los
mismos
instrumentos lingüísticos que la han colonizado.
“Amanece,” el
capítulo enmarcado por “BAAM” y “BRRRR,” se
compone de las cartas que “la mujer” escribe incesantemente. Dichas
cartas proveen información sobre su relación con el
“padre” ausente, pero además son importantes pues revelan la
compleja relación entre “madre” e “hijo” como
una metáfora de la progresiva toma de conciencia por parte de
“ella” de la subalternidad creada por el lenguaje de los opresores.
“Mamá quiere que nos
volvamos felices en las letras que escribe y por eso se toma tanto
trabajo su
espalda. Su espalda. Cuando yo hable impediré que mamá
escriba.
Ella no escribe lo que desea” (17). El deseo del “hijo,”
representado por su anhelo de acercamiento al cuerpo materno, es que su
“madre” deje de escribir, de utilizar un lenguaje que
“él” deliberadamente rehúsa, a sabiendas del riesgo
de hacerlo. ¿Cuál riesgo?
El riesgo de que, como ella, su “comprensión de la
realidad
(y no la realidad misma, como postulara Wittgenstein)” (Zavadivker 2),
multiplique, a través del uso del lenguaje, las
categorías
tramposas del logos del
“padre.” La negativa del “hijo” es pues, una negativa
radicalmente política y filosófica, que lleva hasta sus
últimas consecuencias el saber que:
Dado que sólo somos
capaces de percibir y pensar en forma lineal y sucesiva, y que el
lenguaje no
nos permite condensar de un modo simultáneo la multiplicidad de
aristas
que reviste la realidad; todo concepto resulta de la selección y
priorización de un rasgo único de la realidad en desmedro
de los
demás, con lo cual podemos considerar al concepto como la puerta
de
acceso a una visión reductiva del mundo. (Zavadivker 2)
A medida que avanza el relato,
los comentarios maternos respecto a las conductas de su “hijo”
revelan un cambio de tono y de actitud. De extraños e
incomprensibles
los juegos y movimientos van adquiriendo para “ella” un sentido que
al principio no tenían. Ella indica, “Él realiza con su
cuerpo una operación científica en donde se conjugan las
más intricadas paradojas. Porque dime, ¿no piensas acaso,
al
igual que tu hijo, que el cuerpo es el reducto de la ceremonia?” (52)
Al final de Los vigilantes la
“madre,” consigue entender los juegos
de su “hijo.” Ellos adquieren para “ella” un
significado y transparencia antes imposibles de obtener. Así
indica
cómo, “Tu hijo vaga pensando en nuestra salvación a
través de sus vasijas y me pide que descifre la bella
geometría
en que se mueve” (108). Este comentario lleno de orgullo refleja su
sorprendente e importante descubrimiento de que “el hijo,” a
diferencia de ella, es un ser libre, a quien ni la vigilancia, ni las
amenazas
pueden alterar ni amedrentar. Por fin “ella” se da cuenta de que el
motivo por el cual su “hijo,” “parece hoy ausente de la
amenaza de una doble condena. Amanece junto a sus vasijas y me mira y
se
ríe y empieza a fundir con sus objetos” (104), es el hecho de
que
no está sometido al lenguaje que a “ella” la aprisiona. La
admiración por la “bella geometría” expresa una toma
de conciencia respecto a las consecuencias liberadoras de la negativa a
someterse al logos masculino, y
también del logro de nuevas estructuras (“geometrías)
conceptuales con las que ordenar las vasijas metafóricas (o
construir
lingüísticamente la realidad).
Absorta en su tarea epistolar, la
“madre” distanciada pero pendiente del “hijo” se
esfuerza en responder a las demandas que le impone la escritura. El
descuido
por su “hijo” hace peligrar la vida de éste
periódicamente
por la falta de alimento y de calor que “ella” no le suministra. La
situación del “hijo” se vuelve crítica constantemente
y así éste señala: “Hambre. El hambre me provoca
la
saliva. La saliva corre buscando un poco de comida. Pero mamá ha
olvidado
la comida y pretende tironearme los pocos pelos que tengo” (18).
A medida que el acoso contra
ellos aumenta, en las cartas se multiplican los comentarios sobre el
“hijo,” en cuya conducta se percibe la expresión de una
lógica fundamentalmente distinta de la lógica acosadora
del
“padre” y sus aliados. Lo que la “madre” consigue
entender es que, precisamente por su estado “larval,” el hijo goza
de una libertad imposible para “ella.” Descubre, por tanto, la
posibilidad de una paradójica salida de su prisión.
Se ha retirado mi temor y estoy
serena mirando la figura encendida de tu hijo quien lucha por
defendernos de
toda la miseria y la vileza que nos tiene enclaustrados en el interior
de la
casa. Miro a tu hijo y me convenzo que nada podría separarnos
pues
fuimos construyendo nuestra libertad cuando nos alejamos de tus
órdenes
y burlamos tu hiriente crueldad. (111-12)
La lectura alegórica del
último capítulo, “BRRRR,” permite reconocer en los
actos, gestos, y movimientos de ambas figuras el relato de su esfuerzo
enorme
por liberarse. Su salida de la fría casa y el abandono por parte
de la
“madre” de la escritura que la ha absorbido, se lee desde esta
perspectiva, no como una capitulación, sino como el quiebre
decisivo de
las cadenas lingüísticas que la han aprisionado. Aunque el
tono de
la narración se hace más desesperado y urgente, por el
riesgo al
que se exponen “la madre” y “el hijo” en la intemperie
que ahora ocupan, sus movimientos adquieren un propósito que
antes no
tenían. Todas sus energías y esfuerzos se concentran en
acercarse
“hacia las hogueras para no ser aniquilados por el frío”
(124). Su casi agonizante viaje hacia el espacio del calor, donde
están
las hogueras, se transforma en metáfora de su deseo y necesidad
por
alcanzar un refugio y una salida hacia un espacio cualitativamente
distinto del
abandonado. En plena intemperie y a punto de sucumbir por el desgaste
enorme de
fuerzas, ellos alcanzan su refugio cuando “el hijo” indica,
“Las miradas que nos vigilaban apabullantes y sarcásticas no
pueden
ya alcanzarnos. Alcanzarnos. Mamá y yo nos acercamos extasiados
mientras
yo olvido mi hambre por su cuerpo, mi deseo de fundir mi carne con la
suya” (129-130). Esa unión de ambos cuerpos, el de
Latinoamérica-mujer-lumpen, y el del cuerpo larval del deseo-de
otro-lenguaje, representa de modo alegórico, su victoria.
Siguiendo el precepto
calderoniano “que traslada/ lo que es con
lo que no es” es posible por consiguiente,
leer este último capítulo,
como el consciente y heroico
rechazo del logos paterno por parte de “la
madre” instada por el ejemplo de su “hijo.”
Despojada
de la palabra “árida e inútil”
(121), la “madre” se desmorona, carente del lenguaje con que se ha
seudo-apuntalado a sí misma hasta esos momentos. Ese
desmoronamiento,
es, al mismo tiempo, efecto de un acto de pura voluntad por el que
rehúsa conscientemente, como su “hijo,” el uso del
instrumento de su propia sujeción. Es por ese abandono
consciente del logos, que su
condición se va asemejando a la de su “hijo-larva.”
Ahora
es ella la que ríe, babea, se arrastra y busca el cuerpo
del hijo, en un completo reverso de las escenas iniciales de la novela.
En estas
últimas escenas
de Los vigilantes podemos reconocer
“una nueva gestación [en que] los cuerpos de los hijos vuelven a
estar presentes en los cuerpos de las madres” (Lorenzano 146). Son
escenas alegóricas cuyo carácter subversivamente
político
reside en el hecho de que, como indicara Hebe de Bonafini, una de las
fundadoras del movimiento de las Madres de la Plaza de Mayo, “Nuestros
hijos
nos parieron a nosotras” (citado en Lorenzano146). Es el
“hijo” de ella, quien la pare y le permite volver a nacer despojada
del lenguaje.
La voz ficcional alegórica
del “hijo” indica, “Mamá y yo babeamos juntos el
hambre” (128), para comunicarnos su decisión de ocupar la
precaria
región situada más allá de las normas
hegemónicas
del “tú.” La salida a la intemperie, para alcanzar el fuego
es la metáfora que representa su último esfuerzo,
exitoso, por
despojarse del “don del lenguaje” que la ha subyugado. Sin ese
lenguaje, “ella” ha expulsado de si misma las huellas del cuerpo
del padre monolítico, eligiendo a su “hijo” como el
único sostén con que
puede avanzar por un territorio abierto, donde, por fin, fundidos el
uno con el
otro, enfrentan juntos el dolor del nacimiento de un nuevo lenguaje en
su
aullido final para celebrar la liberación de la vigilancia del
padre.
Notas
(1). Los vigilantes
ha sido precedida por Lumpérica
(1983), Por la patria (1986), El cuarto
mundo (1988), Vaca sagrada (1991). Posteriormente
a la
novela que aquí nos ocupa, Eltit ha publicado Los
trabajadores de la muerte (1998) y Mano de obra
(2002).
(2).
Roland Barthes distinguió
entre textos “scriptible” y “lisible” en su estudio S/Z
de 1970. Mientras el texto
“lisible” ofrece la posibilidad de recreación mediante una
lectura eminentemente pasiva, el texto “scriptible,” en cambio,
invita a ser leído de una forma creativa y activa. El
carácter de
dicha lectura activa produce, de acuerdo con Barthes, el placer del
texto.
(3).
Los vigilantes es una de las novelas que Idelber Avelar
analiza en su libro Alegorías de la derrota: La
ficción postdictatorial y el trabajo del duelo.
(4).
Comenzando con Lumpérica, novela escrita y
publicada en plena época de la dictadura pinochetista
(1973-1990) hasta
el presente.
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