Neopolicial latinoamericano: el triunfo del asesino

 

Francisca Noguerol Jiménez

            Universidad de Salamanca

 

El género policial, como todos los géneros, vive de la continua y delicada infracción de sus leyes.
Jorge Luis Borges

 

Ésta es la historia de una transgresión: la de la narrativa policial en los países americanos de habla hispana, que comenzaron importando el modelo anglosajón a finales del siglo XIX para teñirlo de cualidades metafísicas en los años cuarenta, humanizarlo en los cincuenta y, finalmente, desembocar en el neopolicial, demostración fehaciente de que la teoría de los géneros resulta especialmente interesante cuando se violan las fórmulas.

En las siguientes páginas abordaré específicamente los temas y estrategias del neopolicial. Desde el prefijo de su denominación -popularizada por autores tan reconocidos como el mexicano Paco Ignacio Taibo II o el cubano Leonardo Padura Fuentes-, el término subraya la novedad de su propuesta. Cultivado desde los años setenta en países como México, Argentina, Cuba y Brasil,(1) se ha constituido desde la segunda mitad de los ochenta en referente genérico indispensable y hoy en día permea buena parte de los textos producidos en América Latina.(2) Para reconocer su originalidad, nada mejor que remontarse a su prehistoria o, lo que es lo mismo, recorrer los orígenes del policial transatlántico.
 

El reinado del whodunit

Traducciones y enigma


Encontramos los primeros testimonios de relatos de misterio en algunas traducciones de Edgar Allan Poe fechadas a finales del siglo XIX y localizadas en el Cono Sur, región especialmente receptiva a las novedades literarias extranjeras. La decisiva impronta del escritor estadounidense explica la predilección de sus vecinos meridionales por el cuento frente a la novela y su reproducción del esquema del whodunit o novela de enigma, inventado por Poe pero canonizado en Gran Bretaña por autores como
Gilbert K. Chesterton, Agatha Christie y Arthur Conan Doyle.

El whodunit, que se plantea desde su propia acepción como una pregunta sin resolver(3) y posee una estructura bien definida: el detective, amateur pero bastante más perspicaz que la policía, descubre las claves del misterio que investiga a distancia -a veces, en un espacio cerrado- gracias a su insólita capacidad deductiva. Asume el descubrimiento del criminal por el desafío que este hecho supone, sin que le importe el contexto social que ha motivado el delito o el castigo del mismo. El delincuente es admirado por su inteligencia -el asesinato puede llegar a ser considerado, como ya señalara De Quincey, “una de las bellas artes”-, y se produce una identificación clara entre él y su perseguidor para que este último consiga desenmarañar la trama. Al final, el orden burgués se restablece con el triunfo de la verdad y la aplicación de la ley. Se trata por consiguiente de una literatura concebida como juego riguroso, elusiva de la realidad y carente de psicologismo.

Los primeros cultores latinoamericanos de narrativa policial fueron conscientes de la escasa consideración literaria del género, lo que los llevó a ocultarse bajo seudónimo o a escribir sus obras a cuatro manos. Aislados entre sí, publicaron con frecuencia en periódicos de corta tirada y no se enorgullecieron de unos textos que ellos mismos consideraban menores. Entre ellos destacan Raúl Waleis -seudónimo de Luis Vicente Varela, autor de La Huella del Crimen (1877), primera novela policial en lengua española-, Paul Groussac -“La pesquisa” (1884)- y Eduardo L. Holmberg -“La bolsa de huesos” (1896)-. En Argentina publicarán también dos uruguayos: Horacio Quiroga -“El crimen del otro” (l904)- y Vicente Rossi, que reúne sus relatos en Casos policiales (l912). Ese mismo año el chileno Alberto Edwards comienza a editar un folletín seriado sobre Román Calvo, detective denominado ya en la portada de sus diferentes casos como “El Sherlock Holmes chileno” y claro deudor, por tanto, del personaje de Conan Doyle.


Parodia y policial metafísico


En la década del cuarenta se producen rupturas de la fórmula clásica gracias a Jorge Luis Borges. Defensor del modelo del whodunit -es conocido su rechazo a la inserción de la realidad en la literatura-, Borges amplió las posibilidades de la fórmula al parodiarla en sus relatos conjuntos y teñirla de cualidades metafísicas en los que publicó en solitario. Defensor encendido del género, sus múltiples reflexiones sobre el mismo se remontan a los años treinta -“Leyes de la narración policial” apareció en la revista Hoy Argentina en 1933- y se despliegan a lo largo de la siguiente década. Este hecho le valió ser considerado una mala influencia entre las nuevas generaciones, lo que subraya humorísticamente Pablo Brescia en “Borges, el policial y la teoría del cuento: la verdad sobre el caso del corruptor de menores” (Brescia, 2003: 12).  

En efecto, Borges fue responsable de la colección “Séptimo Círculo”, que difundió por América Latina a los principales autores policiales a través de la editorial Emecé y que explica revisiones argentinas del whodunit tan destacadas como La muerte baja en el ascensor (1954), de María Angélica Bosco; “Los que aman odian” (1946), de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares; El estruendo de las rosas (1948), de Manuel Peyrou, o Rosaura a las diez (1955), de Marco Denevi.

Asimismo, junto con Bioy Casares y bajo el seudónimo Honorio Bustos Domecq publicó Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), relatos en los que un barbero injustamente encarcelado se entretiene resolviendo casos de los que tiene noticia a través de los diarios vespertinos.(4) Como descubre el apellido del inusual detective, los problemas suponen una revisión paródica del modelo en todos sus componentes: frente a los infalibles sabuesos anglosajones, Parodi es claramente argentino -bebe mate, juega baraja- y se muestra limitado en sus capacidades, pues no puede descubrir por qué fue encerrado en prisión.(5)

Fascinado por el orden y el rigor racional que requiere el género, Borges hizo converger el discurso filosófico y la ficción policial en “La muerte y la brújula” y “El jardín de los senderos que se bifurcan”, relatos incluidos en Ficciones (1944). Con ellos inició la corriente metafísica en la narración detectivesca, por la que incluyó en sus tramas meditaciones sobre la esencia del hombre, los límites del conocimiento y las fronteras entre realidad y ficción. Como señaló Ernesto Sábato en Uno y el universo (1945): “A Borges le gusta confundir al lector: uno cree estar leyendo un relato  policial y  de pronto se encuentra con Dios o con el falso Basílides” (Sábato, 1996: 34).

En ambos textos el criminal es concebido como un individuo de capacidades extraordinarias, creador de una sofisticada red de signos en la que el detective queda atrapado. Este último se descubre como hermeneuta fallido: imagina una trama errónea en la que, paradójicamente, termina envuelto por su oponente, quien lo sabe leer en todo momento y va un paso por delante de su deducción. De este modo, las leyes del policial se invierten: el detective fracasa al imaginar una explicación que lo lleva finalmente a la muerte, convirtiéndose en el cazador cazado. Como consecuencia, se produce el triunfo del asesino y se difuminan los límites entre vida y literatura, autor y lector de policiales. (6)


La novela del procedimiento


En los años cuarenta el interés por los textos de misterio ya no se circunscribe al Cono Sur. México -que recibe desde 1944 los libros de “Séptimo Círculo”- cuenta para la difusión del género con la editorial Albatros y la re
vista Selecciones policiacas y de misterio, fundada por Antonio Helú. Al igual que los argentinos Borges o Sábato reflexionan sobre el modelo policial -este último en su novela corta El túnel (1948) y en el libro de ensayos Heterodoxia (1953)-, importantes autores mexicanos escriben acerca del whodunit. Es el caso de Alfonso Reyes -“Sobre la novela policial” (1945), “Algo más sobre la novela detectivesca”- (1959), Xavier Villaurrutia -que dedica un prólogo elogioso a La obligación de asesinar (1946), de Helú- o María Elvira Bermúdez, defensora a ultranza de la fórmula de enigma y autora de una antología del género fechada en 1955.

Desde el punto de vista literario destaca por su ambivalencia moral el personaje de Máximo Roldán, ladrón metido a detective ideado por Helú que, como nuevo Vidocq, gana la partida a la policía al resolver los casos pero manteniéndose siempre fuera de la ley. Por su parte, Rodolfo Usigli cuenta en Ensayo de un crimen (1944) la historia de un asesinato que, a pesar de ser aclarado por un escéptico ex inspector de la policía, queda impune. La novela se permite por primera vez la crítica a las clases altas de la sociedad -tan aburridas como para imaginar un crimen gratuito- y el reflejo de la psicología de los personajes.

Se abre así en el whodunit latinoamericano una vía para la novela de procedimiento, descendiente del roman policier -especialmente de Simenon-  y en la que interesa sobre todo el aspecto humano de la investigación. Los representantes de la ley -que se apoyan en el sentido común y el conocimiento del medio para realizar sus pesquisas- ganan en sentido del humor y pierden solemnidad. Así se aprecia en muchos de los detectives retratados en la revista argentina Vea y Lea, representados entre otros por don Frutos Gómez, de Velmiro Ayala Gauna -Los casos de don Frutos Gómez (1955), Don Frutos Gómez el comisario (1960)- y el ya retirado Laurenzi, de Rodolfo Walsh -La máquina del bien y del mal (1992)-, que resolvió crímenes en la citada revista entre 1956 y 1961.
 

Hacia un nuevo canon: del hard boiled al neopolicial


En América Latina los años sesenta se vieron definidos por el triunfo de la revolución cubana y la consiguiente defensa de la utopía socialista, el compromiso y unas ideas libertarias que alcanzarían su punto álgido en 1968. Sin embargo, el optimismo colectivo se vio truncado ese mismo año, que conoció la terrible matanza de estudiantes en Tlatelolco por parte de las fuerzas gubernamentales mexicanas.

La represión se intensificó en los setenta y ochenta, lo que ocasionó la emergencia de sangrientas dictaduras, la sucesión de guerras civiles -francas o encubiertas- y la paralización generalizada de la vida intelectual en numerosos países, donde algunos intelectuales morían en la lucha armada mientras otros sufrían prisión, tortura o exilio. Se produjo así el derrumbe de los antiguos ideales y un proceso generalizado de desencanto ante la frustración de las antiguas expectativas, agravado tras la caída del muro de Berlín por el descubrimiento de las fisuras del castrismo y el triunfo global de las doctrinas neoliberales.

En esta nueva época, definida con el controvertido rótulo de posmoderna, se produce desde el punto de vista literario la revisión de las historias oficiales, el rechazo de los frescos narrativos y el recurso a la polifonía textual, estrategias con las que se intenta reflejar una realidad tan caótica como diversa. En el ámbito académico, la reivindicación de la cultura de masas en disciplinas como la sociología de la literatura y la semiótica conlleva el reconocimiento definitivo de los considerados hasta este momento géneros menores o Trivialliteratur, entre los que se incluye la narrativa policial.(7) Este hecho explica la orgullosa consideración del modelo implícita en las siguientes palabras de Mempo Giardinelli:

 

La moderna literatura negra, que alcanza ya una cierta dimensión filosófica, se propone indagar en la condición humana, demuestra una sólida formación clásica en muchos autores, es original, audaz y últimamente hasta experimental. Por otra parte, en sus mejores expresiones, la literatura negra es una radiografía de la llamada civilización, tan eficaz y sofisticada como inhumana y destructora. Es un medio tan bueno como cualquier otro para comprender, primero, y para interrogar, después, el mundo en que vivimos (Giardinelli en Kohut, 1990: 173).

 

Los escritores de los setenta o generación del postboom, entre los que se encuentra la plana mayor del neopolicial,(8) recelan de los discursos autoritarios y se refugian en la cotidianeidad. Enemigos de la experimentación que caracterizó la literatura del boom, privilegian en sus textos los nuevos realismos. Al poseer un espíritu de grupo que contrasta con el sesgo individualista predominante en la vida literaria -no en vano la Semana Negra de Gijón, coordinada por Taibo II, es definida por sus participantes como “una fiesta entre amigos”- han mantenido relaciones muy estrechas con los cultores del género en la Península Ibérica -en especial, Manuel Vázquez Montalbán-, con quienes comparten planteamientos ideológicos y estéticos.  

Desde el punto de vista ideológico se definen como hijos del 68, militantes de izquierda durante su juventud pero desencantados con la evolución de los tiempos. Giardinelli resume su espíritu cuando el protagonista de Qué solos se quedan los muertos (1985) se pregunta obsesivamente: “Qué nos había pasado a los argentinos de mi generación? ¿Cuál era nuestra culpa?” (Giardinelli, 1986: 114-115).(9) Esta conciencia de fracaso se aprecia en títulos como los de las novelas argentinas Triste, solitario y final (1973), de Osvaldo Soriano, tomado de El largo adiós chandleriano; Últimos días de la víctima (1979) y Ni el tiro del final (1981), de José Pablo Feinmann (donde se recupera el verso de tango “Ni el tiro del final te va a salir”); y Manual de perdedores 1 y 2 (1985 y 1987), de Juan Sasturain. Así se explican también No habrá final feliz (1989), de Taibo II, y Perder es cuestión de método (1997), del colombiano Santiago Gamboa.

Sin embargo, la conciencia de fracaso no les impide defender la literatura comprometida, lo que explica que Taibo II considere el neopolicial con las siguientes palabras: “Es que siento que es la gran novela social del fin del milenio. Este formidable vehículo narrativo nos ha permitido poner en crisis las apariencias de las sociedades en que vivimos. Es ameno, tiene gancho y, por su intermedio entramos de lleno en la violencia interna de un Estado promotor de la ilegalidad y del crimen” (Scantlebory, 2000: 2).  

Como consecuencia de esta actitud, los escritores neopoliciales rechazan los fundamentos conservadores del whodunit para decantarse por el hard boiled o novela negra norteamericana, iniciada por Dashiell Hammett, canonizada por Raymond Chandler y definida por Giardinelli como “la narrativa de acción y de suspenso originada en los Estados Unidos durante los años ’20, que enfoca la temática del crimen de un modo realista y con marcados tintes sociopolíticos” (Giardinelli en Kohut, 1990: 171).

El solitario detective del hard boiled recorre la Norteamérica de la Ley Seca, la Depresión y los gangsters, un mundo convulso en el que impera la corrupción. Rechazado por los ineptos agentes de la ley, este cowboy de una degradada épica urbana se mueve cómodamente en los ambientes marginales. Para desenmarañar las tramas recurre a su conocimiento de las miserias humanas, su intuición y, por encima de todo, a su profundo cinismo. Escéptico ante cualquier forma de autoridad y fiel a su propio código de honor, resuelve los delitos recurriendo sin empacho a la violencia para concluir, de forma bastante pesimista, que “el hombre es un lobo para el hombre”.

Los autores latinoamericanos se sintieron atraídos por esta arquetípica figura y admiraron, asimismo, el lenguaje desacatado del hard boiled, la plasticidad de sus escenas -canonizadas por el Hollywood expresionista de los años cuarenta- y su amenidad, conseguida a través de la acción continua, los agudos diálogos y el reflejo veraz de los diferentes estratos sociales.

Habitualmente se considera 1976 como punto de partida del neopolicial, ya que en ese año se publicaron dos novelas mexicanas paradigmáticas del género: Días de combate (1976), de Taibo II, primer caso protagonizado por el detective Héctor Belascoarán Shayne, y En el lugar de los hechos, de Rafael Ramírez Heredia.(10) En Argentina resulta fundacional “La loca y el relato del crimen”, relato de Ricardo Piglia incluido en Nombre falso (1975) en el que el autor -gran impulsor del género a través de sus críticas y de la reconocida colección “Serie Negra”- conjuga sus conocimientos lingüísticos con una trama de extrema complejidad.

Ganador en múltiples ocasiones del Premio Dashiell Hammett y traducido a numerosos idiomas, el carismático Taibo II se define como un rebelde capaz de utilizar a Ernest Hemingway como personaje -en Retornamos como sombras (2001), curiosamente coetánea de la novela de Padura Adiós, Hemingway (2001)- o de escribir a cuatro manos junto al subcomandante Marcos Muertos incómodos (2005), publicada por primera vez siguiendo la mejor tradición del folletín en el periódico La Jornada. Su enumeración de los rasgos del neopolicial resulta esclarecedora:

 

(...) Caracterización de la policía como una fuerza del caos, del sistema bárbaro, dispuesta a ahogar a los ciudadanos; presentación de un hecho criminal como un accidente social, envuelto en la cotidianidad de las grandes nuevas ciudades; énfasis en el diálogo como conductor de la narración; gran calidad en el lenguaje, sobre todo en la construcción de ambientes; personajes centrales marginales por decisión (Taibo II, 1979: 40).

 

Teniendo en cuenta sus palabras, adentrémonos ya en el peculiar universo de estas obras para comentar sus rasgos más destacables.


La impronta de la realidad


El interés por reflejar la realidad explica la clara oralidad de unos textos que retratan a los personajes a través de sus idiolectos. Así se explica, por ejemplo, que la narrativa escrita por argentinos exiliados en México durante los años de la Guerra Sucia -Mempo Giardinelli, Rolo Díez, Miriam Laurini o Miguel Bonasso entre otros- fuera conocida como argenmex, ya que mezclaba en sus páginas giros idiomáticos de los dos países.

Las huellas del new journalism se hacen igualmente patentes en estos autores, que combinan en muchos casos el trabajo periodístico con la literatura y que suscriben las ideas expresadas por un personaje de Taibo II en Sintiendo que el campo de batalla (1988):

 

El periodismo es la última pinche barrera que nos impide caer en la barbarie. Sin periodismo, sin circulación de información, todos levantaríamos la mano cuando el big brother lo dijera. (...) Es la mejor literatura, porque es la más inmediata. Es la clave de la democracia real, porque la gente tiene que saber qué está pasando para decidir cómo se va a jugar la vida (Taibo II, 2000: 69).

 

Estos planteamientos redundan en la profusión de neopoliciales basados en crímenes reales, escritos a partir de documentos tan diversos como los testimonios grabados, las crónicas periodísticas o los noticieros televisivos. Así, a la manera del Capote de A sangre fría (1966), Rodolfo Walsh se permite radiografiar la sociedad que permitió los asesinatos recreados en Operación masacre (1957) y ¿Quién mató a Rosendo? (1968), estela seguida con excelente humor negro por el mexicano Jorge Ibargüengoitia -Las muertas (1977), Dos crímenes (1979)-,(11) con grandes dosis de cinefilia por el nicaragüense Sergio Ramírez -Castigo divino (1988)-, y recuperada por García Márquez en Noticia de un secuestro (1996), sorprendente crónica del reinado de Pablo Escobar en Colombia tramada a partir del secuestro de Maruja Panchón de Villamizar.


La relegación del enigma a un segundo plano


El neopolicial privilegia el reflejo del contexto social y, como consecuencia, deja el misterio por resolver en un segundo plano. Ya lo señala
José Daniel Fierro, el escritor metido a policía que protagoniza La vida misma (1988):

 

[El neopolicial] Es una novela de crímenes muy jodidos, pero lo importante no son lo crímenes, sino (como en toda novela policíaca mexicana) el contexto. Aquí pocas veces se va a preguntar uno quién los mató, porque el que mata no es el que quiere la muerte. Hay distancia entre ejecutor y ordenador. Por lo tanto, lo importante suele ser el porqué (Taibo, 1988: 144).

 

Así, las novelas de Mempo Giardinelli -Luna caliente (1983), Qué solos se quedan los muertos (1985)- giran esencialmente en torno al tema de la culpa y el castigo. Del mismo modo, Luisa Valenzuela elige como protagonista de Novela negra con argentinos (1990) a un exiliado político que comete un asesinato gratuito y a lo largo de la trama intenta desentrañar las causas de su irracional conducta, provocada por el clima de violencia sufrido durante los años del Proceso.

Un grupo nutrido de novelas centra su atención precisamente en denunciar el horror vivido bajo la dictadura. Es el caso del chileno Ramón Díaz Eteroviç, quien aborda el tráfico de hijos de desaparecidos en Nadie sabe más que los muertos (1993). Del mismo modo, Omar Prego retrata el Uruguay de los militares en Ultimo domicilio conocido (1990), Para sentencia (1994), Nunca segundas muertes (1995) e Igual que una sombra (1998), novelas que denuncian cómo la pesadilla de aquellos tiempos aún se hace sentir en el país.


Ley y sociedad, responsables del crimen


En el neopolicial se acentúa la desconfianza en la ley que ya se adivinaba en el hard boiled estadounidense. Frecuentemente recurre a temas de actualidad para denunciar la corrupción de un sistema irremediablemente podrido, en el que jueces y políticos actúan en connivencia con los criminales. Así se entiende que Miguel Bonasso -víctima de varios atentados por sus valientes denuncias- aborde en Don Alfredo (1999) la extraña muerte de un empresario que practicaba negocios ilícitos al amparo del menemismo. Igualmente, el peruano Alonso Cuento ambienta Grandes miradas (2003) en la dictadura fujimontesinista para desvelar la extrema corrupción a que llegó este gobierno en sus últimos meses, mientras el venezolano Marcos Tarre Briceño sitúa Bala Morena (2004) en la frontera de su país con Colombia para bucear en las intrincadas relaciones entre guerrilla, narcotráfico y poder político.

Si el hard boiled nos enseñó que el motor del delito es el dinero, el neopolicial considera las diferencias sociales como su motivación esencial. En este sentido son numerosas las novelas que, como American Visa (1994) -del boliviano Juan de Recacoechea- o Linda 67. Historia de un crimen (1995) -del mexicano Fernando del Paso- contraponen el american dream a la realidad del subcontinente, demostrando los extremos de violencia a los que se puede llegar por conseguir una vida mejor al otro lado de la frontera.
 

El reflejo de la cultura de masas


El último tercio del siglo XX se ha caracterizado por el asentamiento definitivo de los mitos de la cultura de masas en la sociedad. Este hecho ha provocado la aparición de nuevas identidades desterritorializadas en torno a la música popular, el cine, el comic o la telenovela, que han unido a los seres humanos en una cultura sin fronteras. Los autores del neopolicial, conscientes de que manejan una fórmula menospreciada durante buena parte del siglo XX, recurren sin pudor a temas y técnicas de otros géneros ninguneados por la alta cultura para obtener resultados tan originales como cercanos al lector.

Neopolicial y cine gozan de excelentes relaciones debido a la impronta marcada en la literatura por las películas estadounidenses de los años cuarenta y, en menor medida, por las francesas de los setenta. Este hecho, sumado a los numerosos escritores que trabajan en la industria fílmica -ya sea como guionistas, montadores o directores-, explica la publicación de novelas plagadas de referencias cinematográficas como The Buenos Aires Affair (1973), de Manuel Puig, llevada a la pantalla por Wong Kar Wai -Happy together (1997)- en una parábola que demuestra los estrechos vínculos existentes entre ambas expresiones artísticas; Los asesinos las prefieren rubias (1974), del también argentino Juan Carlos Martini, parodia del cine negro, el cómic y el mundo del jazz que relata la investigación del asesinato de Marilyn Monroe por parte de un inspector de policía apellidado significativamente Sinatra; o la citada Castigo divino, de Sergio Ramírez, donde se refleja cómo la llegada del cine revoluciona la vida de una ciudad de provincias en los años cuarenta.(12)

Siguiendo la estela de las artes visuales el comic, tan cercano a la narrativa policial desde los míticos cuadernillos de Black Mask, se encuentra en la base de novelas como Manual de perdedores 1 y 2, de Juan Sasturain, quien comparte el ejercicio de la literatura con su trabajo como guionista de historias gráficas.  

Por su parte, la música popular resulta esencial en títulos como De tacones y gabardina (1996), de Rafael Ramírez Heredia, conjunto de relatos a ritmo de chachachá, danzón, bolero o corrido; Boleros en la Habana (1994), del chileno Roberto Ampuero y, en esta misma línea, en La neblina del ayer (2005), de Leonardo Padura, investigación de un asesinato en la Cuba prerrevolucionaria en la que se adivina un implícito homenaje al Cabrera Infante de Tres tristes tigres (1964).


La primacía de “los otros” en la trama


Frente al modelo clásico, que privilegia la figura del detective, el neopolicial ha incorporado a las tramas los puntos de vista del criminal y la víctima. Siguiendo la estela del Ripley de Patricia Highsmith, los asesinos ocupan un lugar protagónico en las fascinantes novelas del salvadoreño Horacio Castellanos Moya -Baile con serpientes (1996), La diabla en el espejo (2000), El arma en el hombre (2001), Donde no estén ustedes (2003)-. Resulta especialmente interesante el juego de espejos por el que los personajes pasan de víctimas a victimarios, como ocurre con las protagonistas de
Cómo triunfar en la vida (1998), fascinante conjunto de relatos de la argentina Angélica Gorodischer, o con el camaleón ideado por su compatriota Raúl Argemí en Penúltimo nombre de guerra (2004).  

Pero los perdedores también pueden contar la historia, papel que suele ser ocupado, generalmente, por personajes femeninos. Es el caso de las mujeres que, con evidente humor negro, cuentan cómo no pudieron hacer nada contra sus agresores en Pasión de historia y otras historias de pasión (1987), de la portorriqueña Ana Lydia Vega, o de la protagonista de El año del laberinto (2000), convertida en fantasma por la costarricense Tatiana Lobo hasta que descubre las razones de su asesinato.

Atención aparte merece la práctica del policial etnológico. Encontramos un ejemplo de esta corriente en Un viejo que leía novelas de amor (1992), de Luis Sepúlveda, relato amazónico de claros tintes ecológicos; el también chileno Bartolomé Leal (seudónimo) urde tramas localizadas en lugares tan diversos como Kenya o Bolivia -Linchamiento de negro (1994), Morir en La Paz (2003)-, en las que los detectives defienden a los más desfavorecidos de acuerdo con la raza a la que pertenecen -el primer caso es resuelto por un investigador mulato- y con las injusticias imperantes en el país.


Intertextualidad y metaficción


Como ya señalamos arriba, la parodia de la fórmula policial ha continuado vigente desde los años cuarenta a nuestros días. En estos textos los juegos intertextuales resultan cada vez más evidentes, como lo demuestran los títulos Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975), publicado en forma de folletín por el uruguayo Mario Levrero; “¿Quién mató a Agatha Christie?”, relato del mexicano Vicente Leñero recogido en Cajón de sastre (1981); o La pesquisa (1994), revisión del cuento homónimo de Groussac a cargo del argentino Juan José Saer.

Los autores de narrativa policial pasan a convertirse en personajes de unos textos que demuestran hasta qué extremos ha llegado su mitificación. Si Díaz Eteroviç presenta como lúcido compañero del detective Heredia a un gato llamado Simenon, su compatriota Marcela Serrano plantea en Nuestra Señora de la Soledad (1999) el caso de una escritora de novelas policiacas que desaparece sin dejar rastro, muy similar a la anécdota que protagonizó Agatha Christie en su juventud.

Mucho más radical resulta la apuesta del uruguayo Hiber Conteris, quien en El diez por ciento de vida (1985) imagina la investigación del asesinato del agente literario de Raymond Chandler llevada a cabo por Philip Marlowe, detective presente en numerosos argumentos neopoliciales. En la novela, que une la criatura de ficción -Marlowe- con su creador -Chandler- se incluyen dos largas conversaciones entre este último y otros autores sobre los posibles modelos de novela policial, el valor del género y de su propia obra.

En la misma línea metaficcional, que explica por qué los más reconocidos detectives latinoamericanos se confiesan escritores frustrados del género, el boliviano Edmundo Paz Soldán cuenta en Río fugitivo (1998) la historia de un adolescente que plagia famosos argumentos policiacos para divertir a sus amigos, con lo que expone en sus páginas el proceso de escritura del hard boiled.


Tramas literarias


En los últimos años se repiten las tramas en las que los críticos literarios actúan como detectives. Ya lo señaló Ricardo Piglia en uno de sus ensayos:


A menudo veo a la crítica como una variante del género policial. El crítico como detective que trata de descifrar un enigma aunque no haya enigma
. El gran crítico es un aventurero que se mueve entre los textos buscando un secreto que a veces no existe. Es un personaje fascinante: el descifrador de oráculos, el lector de la tribu (Piglia, 2001: 53).

 

 La pasión por el lenguaje explica que éste sea el verdadero protagonista de Respiración artificial (1980) o La ciudad ausente (1992), de Piglia. En esta línea, el peruano Carlos Calderón Fajardo cuenta en La conciencia del Límite último (1990) la odisea de un cronista de policiales obligado a inventar muertes horrendas para sobrevivir e inmerso en un laberinto que sólo se explica a la luz del pensamiento de Wittgenstein.

Otros autores hacen gala de su reconocida bibliofilia y urden tramas en las que los críticos actúan de detectives para localizar escritores desaparecidos. Es el caso del magnífico Roberto Bolaño -Los detectives salvajes (1998), 2666 (2004)- (13) y de su compatriota Sergio Gómez -La obra literaria de Mario Valdini (2002).
 

La escurridiza verdad


El neopolicial rechaza el concepto de verdad unívoca para defender las explicaciones a pequeña escala, las únicas admisibles en una época que Nathalie Sarraute ha calificado acertadamente como edad de la sospecha. Los antecedentes de este pensamiento en la narrativa policial latinoamericana están claros: Borges ya planteó la posibilidad de que el detective reconstruyera el crimen de forma errónea; por su parte, el mexicano Vicente Leñero imaginó en Los albañiles (1969) un asesinato imposible de resolver porque cada uno de los implicados contaba una versión tan diferente como posible de lo sucedido.

Así, si Juan Sasturain elige como epígrafe para la primera parte de su Manual de perdedores la expresión “un cachito de verdad”, el mexicano Sergio Pitol escribe en el prólogo a El desfile del amor (1984): “La verdad, la verdadera verdad de la verdad difícilmente está a nuestro alcance” (Pitol, 1984: 9)-.(14) Quince años después, su compatriota Jorge Volpi demuestra cómo la propia ciencia refuta el concepto de verdad a través de la sofisticada trama de En busca de Klingsor (1999)


Cuba, un caso aparte


Terminamos nuestro recorrido haciendo una mención especial a Cuba, país que, por sus especiales circunstancias históricas -triunfo de la revolución en el 59, embargo estadounidense, aislamiento del resto de los países-, cuenta con una trayectoria específica del género, denominado en la isla desde los años setenta novela policial revolucionaria o de contraespionaje y apoyado por el régimen de forma entusiasta.

Esta narrativa, potenciada durante dos décadas a través de editoriales, premios literarios, revistas y ediciones de las obras en grandes tiradas, tiene como punto de partida la aparición de la novela Enigma para un Domingo (1971), de Ignacio Cárdenas Acuña. En vista de que los textos son fácilmente utilizables como instrumentos de propaganda ideológica, a partir de este momento se instauran una serie de preceptos para el modelo policial que, si bien no dañan a las mejores novelas -No es tiempo de ceremonias (1974), de Rodolfo Pérez Valero; El cuarto círculo (1976), de Luis Rogelio Nogueras y Guillermo Rodríguez Rivera (1976); Joy (1977), del uruguayo Daniel Chavarría- perjudican notablemente a las que vendrán después, convertidas en simples repeticiones de una fórmula en la que la resolución del asesinato es lo de menos. Los clichés están servidos: dos o más investigadores -nunca uno solo para evitar el individualismo capitalista- son ayudados por representantes idealizados del pueblo -viejecita chismosa pero amable, trabajador valiente y comprometido- para luchar contra los enemigos contrarrevolucionarios que, con la complicidad de sus familiares en el extranjero, planean derrocar el régimen. Al final, la revolución triunfa y los malos fracasan en sus mezquinos intentos.

La maniquea fórmula muestra claros signos de agotamiento ya a mediados de los ochenta, cuando autores como el propio Chavarría y Justo Vasco firman novelas -Completo Camagüey (1983), Primero muerto (1986)- en las que se critica la situación del país a través de un lenguaje inusitadamente desacatado. Esta tendencia se acentúa en los años noventa, década de crisis nacional que, tras la caída del Muro de Berlín y el fin de la ayuda soviética, conoce el crecimiento del desempleo, la pérdida de confianza en el Estado, el empobrecimiento generalizado de los cubanos y, como consecuencia de ello, el auge de la prostitución y los trapicheos de todo tipo.    

Esta situación será denunciada por Leonardo Padura, buque insignia del neopolicial isleño tanto por sus ensayos sobre el tema como porque sus textos han supuesto el hundimiento definitivo de la novela policial revolucionaria. A través de los casos del heterodoxo Mario Conde -Pasado perfecto (1991), Vientos de cuaresma (1994), Máscaras (1996), Paisaje de otoño (1998)- Padura refleja sin tapujos los episodios más negros en la historia de la Revolución: entre ellos, la persecución de homosexuales, los traumas ocasionados por la guerra de Angola y la corrupción de los altos cargos castristas. Su estela es seguida por autores jóvenes como Amir Valle -quien retrata descarnadamente el mundo de los chaperos en Si Cristo te desnuda (2001)- y Lorenzo Lunar, autor de la tragicómica Que en vez de infierno encuentres gloria (2003).

Llegamos así al final de un recorrido que ha demostrado la riqueza y variedad del neopolicial latinoamericano, un corpus narrativo comprometido con la realidad que, desde los años setenta hasta nuestros días, ha reflejado las facetas más oscuras de la condición humana. Contrario al whodunit y adscrito al hard boiled, el neopolicial se carga de pesimismo para denunciar la corrupción omnipresente en unas sociedades en las que triunfa, definitivamente, al asesino. Su desesperanza queda reflejada en el policía Federico, personaje de Penúltimo nombre de guerra  con cuyas palabras concluyo mi exposición:

 

En las novelas policiales que me gustaban de chico [...] el detective, al final, juntaba a todos en el salón y develaba el misterio con una inteligencia que cortaba el aliento. Nunca me pasó, y nunca me va a pasar. [...] Sí, la vida y Agatha Christie nunca tuvieron nada que ver. Me hice policía con la cabeza llena de esos pajaritos, y terminé aprendiendo que lo único inteligente es acostar a un tipo en la parrilla, y reventarlo hasta que largue todo (Argemí, 2004: 175-176).

 

Notas

(1). No comento la rica producción de la zona brasileña, profundamente vinculada a la del resto del subcontinente, por limitar mi exposición a la narrativa en español.

 

(2). Para apreciar la evolución de las ideas sobre el género remitimos a los ensayos de Braham, Giardinelli, Lafforgue, Merivale, Nogueras, Padura, Petronio, Ponce, Simpson, Stavans, Torres, Trujillo y Yates incluidos en la bibliografía final.

 

(3). El término procede de la deformación de la frase “Who has done it?”, lo que explica que en español haya sido traducido como “novela de enigma”.

 

(4). Para un análisis detallado de los textos, cf. Readers and Labyrinths. Detective Fiction in Borges, Bustos Domecq and Eco (Hernández Martín, 1995).

 

(5). La estela paródica de la novela de enigma en el país llega hasta nuestros días con títulos tan refrescantes como Las partidas del juez Belisario Guzmán (2004), de Alejandro González Foerster y Lucio Yudicello.

 

(6). Esta red de engaños será retomada por Umberto Eco en El nombre de la rosa (1981), novela en la que el bibliotecario ciego Jorge de Burgos -obvia referencia a Jorge Luis Borges- envuelve a Guillermo de Baskerville en una intrincada trama construida a partir de las falsas deducciones del detective.

 

(7). Su procedencia folletinesca y cercana al pulp se aprecia en los términos giallo o noir, acepciones italianas y francesa del género que remiten al color de las tapas -amarilla y negra- de las publicaciones en que aparecían recogidas las andanzas del detective. Este hecho ha sido recuperado en las novelas de Taibo II, que mantienen en la portada el subtítulo “un nuevo caso de Belascoarán”. 

 

(8). No obstante, el género ha sido practicado también por autores del boom a partir de los setenta. Es el caso de Carlos Fuentes -La cabeza de la hidra (1978)-, Gabriel García Márquez -Crónica de una muerte anunciada (1981), Noticia de un Secuestro (1996)- y Mario Vargas Llosa -¿Quién mató a Palomino Molero? (1986)-. El neopolicial continúa asimismo en boga entre escritores nacidos en los sesenta como Santiago Gamboa, Sergio Gómez, Edmundo Paz Soldán, Jorge Volpi o Amir Valle, mencionados a lo largo de estas páginas.

 

(9). Joan Resina analiza este hecho en El cadáver en la cocina:  la novela criminal en la cultura del desencanto (Resina, 1997).

 

(10). No obstante, son muchos los que reclaman este puesto de honor para El complot mongol (1969), del también mexicano Rafael Bernal, novela de lenguaje virulento que, tras los sucesos de Tlatelolco, se atrevió a criticar el priísmo y su degradación de los ideales revolucionarios.  

 

(11). Elzbieta Sklodowska realiza un fino análisis de estos títulos en “Transgresión paródica de la fórmula policial” (Sklodowska, 1991).

 

(12). El neopolicial ha sido llevado con frecuencia a las pantallas de cine. Valgan como ejemplos la reciente adaptación que Sergio Cabrera hizo de la novela de Gamboa Perder es cuestión de método (España y Colombia, 2004) o el arrollador éxito de Guillermo Arriaga con los guiones de Amores perros (México, 2000) y 21 gramos (Estados Unidos, 2003). 

 

(13). En esta novela discurre paralelamente la investigación de los crímenes de Ciudad Juárez, denominada Santa Teresa en la ficción.

 

(14). El protagonista se presenta como un historiador incapaz de esclarecer un crimen del pasado a pesar de haberse agotado consultando legajos y entrevistando testigos. Al final, reconoce su fracaso con una significativa frase “Como saber he sabido muchas cosas, pero el significado se me escapa” (Pitol, 1984: 146).

 

 

Bibliografía


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