Neopolicial
latinoamericano: el triunfo del asesino
Ésta
es la historia de una transgresión: la de la narrativa policial
en los
países americanos de habla hispana, que comenzaron importando el
modelo
anglosajón a finales del siglo XIX para teñirlo de
cualidades
metafísicas en los años cuarenta, humanizarlo en los
cincuenta y,
finalmente, desembocar en el neopolicial,
demostración fehaciente de que la teoría de los
géneros
resulta especialmente interesante cuando se violan las fórmulas.
En
las siguientes páginas abordaré específicamente
los temas
y estrategias del neopolicial. Desde el prefijo de su
denominación -popularizada
por autores tan reconocidos como el mexicano Paco Ignacio Taibo II o el
cubano
Leonardo Padura Fuentes-, el
término subraya la novedad de su propuesta. Cultivado desde los
años setenta en países como México, Argentina,
Cuba y
Brasil,(1) se ha
constituido desde la segunda mitad de los ochenta en referente
genérico
indispensable y hoy en día permea buena parte de los textos
producidos en
América Latina.(2)
Para reconocer su originalidad, nada mejor que remontarse a su
prehistoria o,
lo que es lo mismo, recorrer los orígenes del policial
transatlántico.
El
reinado del whodunit
Traducciones
y enigma
Encontramos
los primeros testimonios de relatos de misterio en algunas traducciones
de
Edgar Allan Poe fechadas a finales del siglo XIX y localizadas en el
Cono Sur,
región especialmente receptiva a las novedades literarias
extranjeras. La
decisiva impronta del escritor estadounidense explica la
predilección de
sus vecinos meridionales por el cuento frente a la novela y su
reproducción del esquema del whodunit
o novela de enigma, inventado por Poe pero canonizado en Gran
Bretaña
por autores como Gilbert
K. Chesterton, Agatha Christie y Arthur Conan Doyle.
El whodunit, que se plantea
desde su propia acepción como una pregunta sin resolver(3)
y posee una estructura bien definida: el detective, amateur
pero
bastante más perspicaz que la policía, descubre las
claves del
misterio que investiga a distancia -a veces, en un espacio cerrado-
gracias a
su insólita capacidad deductiva. Asume el descubrimiento del
criminal
por el desafío que este hecho supone, sin que le importe el
contexto
social que ha motivado el delito o el castigo del mismo. El delincuente
es
admirado por su inteligencia -el asesinato puede llegar a ser
considerado, como
ya señalara De Quincey, “una de las bellas artes”-, y se
produce una identificación clara entre él y su
perseguidor para
que este último consiga desenmarañar la trama. Al final,
el orden
burgués se restablece con el triunfo de la verdad y la
aplicación
de la ley. Se trata por
consiguiente
de una literatura concebida como juego riguroso, elusiva de la realidad
y
carente de psicologismo.
Los primeros cultores latinoamericanos
de narrativa policial fueron conscientes de la escasa
consideración
literaria del género, lo que los llevó a ocultarse bajo
seudónimo o a escribir sus obras a cuatro manos. Aislados entre
sí, publicaron con frecuencia en periódicos de corta
tirada y no
se enorgullecieron de unos textos que ellos mismos consideraban menores. Entre ellos destacan Raúl
Waleis -seudónimo de Luis Vicente Varela, autor de La
Huella del
Crimen (1877), primera
novela policial en lengua española-, Paul Groussac -“La
pesquisa” (1884)- y
Eduardo L.
Holmberg -“La bolsa de huesos” (1896)-. En Argentina publicarán
también dos uruguayos: Horacio Quiroga -“El
crimen del otro” (l904)- y Vicente Rossi, que reúne sus
relatos en Casos policiales (l912).
Ese mismo año el chileno Alberto Edwards comienza a
editar un
folletín seriado sobre Román Calvo, detective denominado
ya en la
portada de sus diferentes casos como “El Sherlock Holmes chileno” y
claro deudor, por tanto, del personaje de Conan Doyle.
Parodia y policial metafísico
En la
década
del cuarenta se producen rupturas de la fórmula clásica
gracias a
Jorge Luis Borges. Defensor del modelo del whodunit
-es conocido su rechazo a la inserción de la realidad en la
literatura-,
Borges amplió las posibilidades de la fórmula al
parodiarla en
sus relatos conjuntos y teñirla de cualidades metafísicas
en los
que publicó en solitario. Defensor
encendido
del género, sus múltiples reflexiones sobre el mismo se
remontan
a los años treinta -“Leyes de la narración policial”
apareció
en la revista Hoy Argentina en 1933-
y se despliegan a lo largo de la siguiente década. Este hecho le
valió ser considerado una mala influencia entre las nuevas
generaciones,
lo que subraya humorísticamente Pablo Brescia en “Borges,
el policial y la teoría del cuento: la verdad sobre
el caso del corruptor de menores” (Brescia, 2003: 12).
En
efecto, Borges fue responsable de la colección “Séptimo Círculo”,
que difundió por América Latina a los principales autores
policiales a través de la editorial Emecé y que explica
revisiones argentinas del whodunit
tan destacadas como La muerte baja en el ascensor (1954), de María
Angélica Bosco; “Los
que aman odian” (1946), de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares; El estruendo de las rosas (1948), de
Manuel Peyrou, o Rosaura a las diez
(1955), de Marco Denevi.
Asimismo, junto con Bioy Casares
y bajo el seudónimo
Honorio
Bustos Domecq publicó Seis
problemas para don Isidro Parodi (1942), relatos en los que un
barbero injustamente
encarcelado se entretiene resolviendo casos de los que tiene noticia a
través de los diarios vespertinos.(4)
Como descubre el apellido del inusual detective, los problemas
suponen una revisión paródica del modelo en
todos sus componentes: frente a los infalibles sabuesos anglosajones,
Parodi es
claramente argentino -bebe mate, juega baraja- y se muestra limitado en
sus
capacidades, pues no puede descubrir por qué fue encerrado en
prisión.(5)
Fascinado
por el orden y el rigor racional que requiere el género, Borges
hizo
converger el discurso filosófico y la ficción policial en
“La
muerte y la brújula” y “El jardín de los senderos que
se bifurcan”, relatos incluidos en Ficciones
(1944). Con ellos inició la corriente metafísica en la
narración detectivesca, por la que incluyó en sus tramas meditaciones sobre la esencia del hombre, los límites
del
conocimiento y las fronteras entre realidad y ficción. Como señaló Ernesto
Sábato en Uno y el universo (1945): “A
Borges le gusta confundir al lector: uno cree estar leyendo un relato policial y de
pronto se encuentra con Dios o con el
falso Basílides” (Sábato, 1996: 34).
En
ambos textos el criminal es concebido como un individuo de capacidades
extraordinarias,
creador de una sofisticada red de signos en la que el detective queda
atrapado.
Este último se descubre como hermeneuta fallido: imagina una
trama errónea
en la que, paradójicamente, termina envuelto por su oponente,
quien lo sabe
leer en todo momento y va un paso por delante de su deducción.
De este
modo, las leyes del policial se invierten: el detective fracasa al
imaginar una
explicación que lo lleva finalmente a la muerte,
convirtiéndose en
el cazador cazado. Como consecuencia, se produce el triunfo del asesino
y se
difuminan los límites entre vida y literatura, autor y lector de
policiales. (6)
La novela del procedimiento
En los años cuarenta el interés
por los textos de misterio ya no se circunscribe al Cono Sur.
México -que
recibe desde 1944 los libros de “Séptimo Círculo”- cuenta
para la difusión del género con la editorial Albatros y
la revista Selecciones policiacas y
de
misterio, fundada por Antonio Helú. Al igual
que los argentinos Borges o Sábato reflexionan
sobre el modelo policial -este último en su novela corta El túnel (1948) y en el libro de
ensayos Heterodoxia (1953)-,
importantes autores mexicanos escriben acerca del whodunit.
Es el caso de Alfonso Reyes -“Sobre la novela policial”
(1945), “Algo más sobre la novela detectivesca”- (1959), Xavier
Villaurrutia -que dedica un prólogo elogioso a La
obligación de asesinar (1946), de Helú- o
María
Elvira Bermúdez, defensora a ultranza de la fórmula de
enigma y
autora de una antología del género fechada en 1955.
Desde el punto de vista literario destaca por su ambivalencia moral el personaje de Máximo Roldán, ladrón metido a detective ideado por Helú que, como nuevo Vidocq, gana la partida a la policía al resolver los casos pero manteniéndose siempre fuera de la ley. Por su parte, Rodolfo Usigli cuenta en Ensayo de un crimen (1944) la historia de un asesinato que, a pesar de ser aclarado por un escéptico ex inspector de la policía, queda impune. La novela se permite por primera vez la crítica a las clases altas de la sociedad -tan aburridas como para imaginar un crimen gratuito- y el reflejo de la psicología de los personajes.
Se
abre así en el whodunit latinoamericano
una vía para la novela de
procedimiento, descendiente del roman
policier -especialmente de Simenon-
y en la que interesa sobre todo el aspecto humano de la
investigación. Los representantes de la ley -que se apoyan en el
sentido
común y el conocimiento del medio para realizar sus pesquisas-
ganan en
sentido del humor y pierden solemnidad. Así se aprecia en muchos
de los
detectives retratados en la revista argentina Vea y Lea,
representados entre otros por don Frutos Gómez,
de Velmiro Ayala Gauna -Los casos de don
Frutos Gómez (1955), Don
Frutos Gómez el comisario (1960)- y el ya retirado Laurenzi,
de Rodolfo
Walsh -La máquina del bien y del
mal (1992)-, que resolvió crímenes en la citada
revista entre 1956 y 1961.
Hacia un nuevo
canon: del hard boiled al neopolicial
En
América Latina los años sesenta se vieron definidos por
el
triunfo de la revolución cubana y la consiguiente defensa de la
utopía socialista, el compromiso y unas ideas libertarias que
alcanzarían su punto álgido en 1968. Sin embargo, el
optimismo
colectivo se vio truncado ese mismo año, que conoció la
terrible matanza
de estudiantes en Tlatelolco por parte de las fuerzas gubernamentales
mexicanas.
La represión
se intensificó en los setenta y ochenta, lo que ocasionó
la
emergencia de sangrientas dictaduras, la sucesión de guerras
civiles -francas
o encubiertas- y la paralización generalizada de la vida
intelectual en
numerosos países, donde algunos intelectuales morían en
la lucha
armada mientras otros sufrían prisión, tortura o exilio. Se produjo
así el derrumbe de los antiguos ideales y un proceso
generalizado de
desencanto ante la frustración de las antiguas expectativas,
agravado tras
la caída del muro de Berlín por el descubrimiento de las
fisuras
del castrismo y el triunfo global de las doctrinas neoliberales.
En esta nueva
época, definida con el controvertido rótulo de posmoderna, se produce desde el punto de
vista literario la revisión de las historias oficiales, el
rechazo de
los frescos narrativos y el recurso a la polifonía textual,
estrategias
con las que se intenta reflejar una realidad tan caótica como
diversa.
En el ámbito académico, la reivindicación de la
cultura de
masas en disciplinas como la sociología de la literatura y la
semiótica conlleva el reconocimiento definitivo de los
considerados
hasta este momento géneros menores
o Trivialliteratur, entre los que
se incluye la narrativa policial.(7) Este hecho
explica la orgullosa consideración del modelo implícita
en las siguientes palabras de Mempo Giardinelli:
La moderna literatura negra, que alcanza ya
una cierta dimensión filosófica, se propone indagar en la
condición humana, demuestra una sólida formación
clásica en muchos autores, es original, audaz y
últimamente hasta
experimental. Por otra parte, en sus mejores expresiones, la literatura
negra
es una radiografía de la llamada civilización, tan eficaz
y
sofisticada como inhumana y destructora. Es un medio tan bueno como
cualquier
otro para comprender, primero, y para interrogar, después, el
mundo en
que vivimos (Giardinelli en Kohut, 1990: 173).
Los escritores de los setenta o generación del postboom, entre los que se encuentra la plana mayor del neopolicial,(8) recelan de los discursos autoritarios y se refugian en la cotidianeidad. Enemigos de la experimentación que caracterizó la literatura del boom, privilegian en sus textos los nuevos realismos. Al poseer un espíritu de grupo que contrasta con el sesgo individualista predominante en la vida literaria -no en vano la Semana Negra de Gijón, coordinada por Taibo II, es definida por sus participantes como “una fiesta entre amigos”- han mantenido relaciones muy estrechas con los cultores del género en la Península Ibérica -en especial, Manuel Vázquez Montalbán-, con quienes comparten planteamientos ideológicos y estéticos.
Desde el punto de vista ideológico se definen como hijos del 68, militantes de izquierda durante su juventud pero desencantados con la evolución de los tiempos. Giardinelli resume su espíritu cuando el protagonista de Qué solos se quedan los muertos (1985) se pregunta obsesivamente: “Qué nos había pasado a los argentinos de mi generación? ¿Cuál era nuestra culpa?” (Giardinelli, 1986: 114-115).(9) Esta conciencia de fracaso se aprecia en títulos como los de las novelas argentinas Triste, solitario y final (1973), de Osvaldo Soriano, tomado de El largo adiós chandleriano; Últimos días de la víctima (1979) y Ni el tiro del final (1981), de José Pablo Feinmann (donde se recupera el verso de tango “Ni el tiro del final te va a salir”); y Manual de perdedores 1 y 2 (1985 y 1987), de Juan Sasturain. Así se explican también No habrá final feliz (1989), de Taibo II, y Perder es cuestión de método (1997), del colombiano Santiago Gamboa.
Sin embargo, la conciencia de fracaso no les impide defender la literatura comprometida, lo que explica que Taibo II considere el neopolicial con las siguientes palabras: “Es que siento que es la gran novela social del fin del milenio. Este formidable vehículo narrativo nos ha permitido poner en crisis las apariencias de las sociedades en que vivimos. Es ameno, tiene gancho y, por su intermedio entramos de lleno en la violencia interna de un Estado promotor de la ilegalidad y del crimen” (Scantlebory, 2000: 2).
Como consecuencia de
esta actitud, los escritores neopoliciales rechazan los fundamentos conservadores
del whodunit
para decantarse por el hard boiled o
novela negra norteamericana, iniciada por Dashiell
Hammett, canonizada por Raymond Chandler y definida por Giardinelli
como
“la
narrativa de acción y de suspenso originada en los Estados
Unidos
durante los años ’20, que enfoca la temática del crimen
de
un modo realista y con marcados tintes sociopolíticos”
(Giardinelli
en Kohut, 1990: 171).
El solitario detective del hard boiled recorre la Norteamérica de la Ley
Seca, la
Depresión y los gangsters, un
mundo convulso en el que impera la corrupción. Rechazado por los
ineptos
agentes de la ley, este cowboy de una
degradada épica urbana se mueve cómodamente en los
ambientes
marginales. Para desenmarañar las tramas recurre a su
conocimiento de las
miserias humanas, su intuición y, por encima de todo, a su
profundo
cinismo. Escéptico ante cualquier forma de autoridad y fiel a su
propio código
de honor, resuelve los delitos recurriendo sin empacho a la violencia
para
concluir, de forma bastante pesimista, que “el hombre es un lobo para
el
hombre”.
Los autores latinoamericanos
se sintieron atraídos
por esta arquetípica figura y admiraron, asimismo, el lenguaje
desacatado del hard boiled, la
plasticidad de sus escenas -canonizadas por el Hollywood expresionista
de los años cuarenta- y su amenidad, conseguida
a través de la acción continua, los agudos
diálogos y el
reflejo veraz de los diferentes estratos sociales.
Habitualmente se considera
1976 como punto de
partida del neopolicial, ya que en ese año se publicaron dos
novelas
mexicanas paradigmáticas del género: Días de
combate
(1976), de Taibo II, primer caso protagonizado por el detective
Héctor Belascoarán Shayne, y En
el lugar de los hechos, de Rafael Ramírez Heredia.(10)
En Argentina resulta fundacional “La loca y
el relato del crimen”, relato de Ricardo Piglia incluido en Nombre
falso (1975) en el que el autor
-gran impulsor del género a través de sus críticas
y de la
reconocida colección “Serie Negra”- conjuga sus
conocimientos lingüísticos con una trama de extrema
complejidad.
Ganador en
múltiples ocasiones del Premio Dashiell Hammett y traducido a
numerosos
idiomas, el carismático Taibo II se define como un rebelde capaz
de utilizar
a Ernest Hemingway como personaje -en Retornamos como sombras
(2001),
curiosamente coetánea de la novela de Padura Adiós,
Hemingway (2001)- o de escribir a cuatro manos junto
al subcomandante Marcos Muertos
incómodos (2005), publicada por primera vez siguiendo la
mejor
tradición del folletín en el periódico La
Jornada. Su enumeración de los
rasgos del neopolicial resulta esclarecedora:
(...) Caracterización de la policía como una fuerza del caos, del sistema bárbaro, dispuesta a ahogar a los ciudadanos; presentación de un hecho criminal como un accidente social, envuelto en la cotidianidad de las grandes nuevas ciudades; énfasis en el diálogo como conductor de la narración; gran calidad en el lenguaje, sobre todo en la construcción de ambientes; personajes centrales marginales por decisión (Taibo II, 1979: 40).
Teniendo en cuenta sus
palabras, adentrémonos
ya en el peculiar universo de estas obras para comentar sus rasgos
más destacables.
La impronta de
la realidad
El interés
por reflejar la realidad explica la clara oralidad de unos textos que
retratan
a los personajes a través de sus idiolectos. Así se
explica, por ejemplo,
que la narrativa escrita por argentinos exiliados en México
durante los
años de la Guerra Sucia -Mempo Giardinelli, Rolo Díez,
Miriam
Laurini o Miguel Bonasso entre otros- fuera conocida como argenmex,
ya que mezclaba en sus páginas giros
idiomáticos de los dos países.
Las huellas del new journalism
se hacen igualmente patentes
en estos autores, que combinan en muchos casos el trabajo
periodístico con
la literatura y que suscriben las ideas expresadas por un personaje de
Taibo II
en Sintiendo que el campo de batalla
(1988):
El periodismo es la
última pinche barrera que nos impide caer en la barbarie. Sin
periodismo, sin circulación de información, todos
levantaríamos la mano cuando el big brother lo dijera.
(...) Es
la mejor literatura, porque es la más inmediata. Es la clave de
la
democracia real, porque la gente tiene que saber qué está
pasando
para decidir cómo se va a jugar la vida (Taibo II, 2000: 69).
Estos planteamientos redundan en la
profusión de neopoliciales basados en crímenes reales,
escritos a
partir de documentos tan diversos como los testimonios grabados, las
crónicas
periodísticas o los noticieros televisivos. Así, a la
manera del
Capote de A sangre fría (1966),
Rodolfo Walsh se permite radiografiar la sociedad que permitió
los asesinatos
recreados en
Operación
masacre (1957) y ¿Quién mató a Rosendo?
(1968), estela seguida con excelente humor negro por el mexicano Jorge Ibargüengoitia -Las muertas
(1977), Dos crímenes (1979)-,(11)
con grandes dosis de cinefilia por el nicaragüense Sergio Ramírez -Castigo
divino (1988)-, y
recuperada por García Márquez en Noticia de
un secuestro (1996), sorprendente
crónica del reinado de Pablo
Escobar en Colombia tramada a partir del secuestro de Maruja
Panchón de
Villamizar.
La
relegación del enigma a un segundo plano
El neopolicial privilegia el reflejo del
contexto social y,
como consecuencia, deja el misterio por resolver en un segundo plano.
Ya lo
señala José
Daniel Fierro, el escritor metido a policía que
protagoniza La vida misma (1988):
[El neopolicial] Es una novela de
crímenes muy jodidos, pero lo importante no son lo crímenes, sino
(como
en toda novela policíaca mexicana) el contexto. Aquí
pocas veces
se va a preguntar uno quién los mató, porque el que mata
no es el
que quiere la muerte. Hay distancia entre ejecutor y ordenador. Por lo
tanto,
lo importante suele ser el porqué (Taibo, 1988: 144).
Así, las
novelas de Mempo Giardinelli
-Luna caliente (1983), Qué solos se
quedan los muertos
(1985)- giran esencialmente en torno al tema de la culpa y el castigo.
Del
mismo modo, Luisa
Valenzuela elige como protagonista de Novela negra con
argentinos (1990) a un exiliado político
que comete un asesinato gratuito y a lo largo de la trama intenta
desentrañar las causas de su irracional conducta, provocada por
el clima
de violencia sufrido durante los años del Proceso.
Un grupo
nutrido de novelas centra su atención precisamente en denunciar
el horror
vivido bajo la dictadura. Es el caso del chileno Ramón Díaz Eteroviç,
quien aborda
el tráfico de hijos de desaparecidos en Nadie sabe
más que los muertos (1993). Del mismo modo, Omar Prego retrata el Uruguay de los militares en Ultimo
domicilio conocido (1990), Para sentencia (1994), Nunca segundas muertes (1995) e Igual que
una sombra (1998), novelas que
denuncian cómo la pesadilla de aquellos tiempos aún se
hace
sentir en el país.
Ley y sociedad,
responsables del crimen
En el
neopolicial se
acentúa la desconfianza en la ley que ya se adivinaba en el hard boiled estadounidense. Frecuentemente
recurre a temas de actualidad para denunciar la corrupción de un
sistema
irremediablemente podrido, en el que jueces y políticos
actúan en
connivencia con los criminales. Así se entiende que Miguel
Bonasso -víctima
de varios atentados por sus valientes denuncias- aborde en Don
Alfredo (1999) la extraña muerte de un empresario que
practicaba negocios ilícitos al amparo del menemismo.
Igualmente, el
peruano Alonso Cuento ambienta Grandes
miradas (2003) en la dictadura fujimontesinista para desvelar la
extrema
corrupción a que llegó este gobierno en sus
últimos meses,
mientras el venezolano Marcos Tarre
Briceño sitúa
Bala Morena (2004) en la frontera de
su país con Colombia para bucear en las intrincadas relaciones
entre
guerrilla, narcotráfico y poder político.
Si
el hard boiled nos enseñó
que el motor del delito es el dinero, el neopolicial considera las
diferencias
sociales como su motivación esencial. En este sentido son
numerosas las
novelas que, como American Visa (1994)
-del boliviano Juan de Recacoechea- o Linda
67. Historia de un crimen (1995) -del mexicano Fernando del Paso-
contraponen el american dream a la
realidad del subcontinente, demostrando los extremos de violencia a los
que se
puede llegar por conseguir una vida mejor al otro lado de la frontera.
El reflejo de
la cultura de masas
El último tercio
del siglo XX se ha caracterizado
por el asentamiento definitivo de los mitos de la cultura de masas en
la
sociedad. Este hecho ha provocado la aparición de nuevas
identidades
desterritorializadas en torno a la música popular, el cine, el comic o la telenovela, que han unido a
los seres humanos en una cultura sin fronteras. Los autores del
neopolicial,
conscientes de que manejan una fórmula menospreciada durante
buena parte
del siglo XX, recurren sin pudor a temas y técnicas de otros
géneros
ninguneados por la alta cultura para obtener
resultados tan originales como cercanos al lector.
Neopolicial y cine
gozan de excelentes relaciones debido
a la impronta marcada en la literatura por las películas
estadounidenses
de los años cuarenta y, en menor medida, por las francesas de
los
setenta. Este hecho, sumado a los numerosos escritores que trabajan en
la
industria fílmica -ya sea como guionistas, montadores o
directores-,
explica la publicación de novelas plagadas de referencias
cinematográficas como
The Buenos Aires Affair (1973), de
Manuel Puig, llevada a la pantalla por Wong Kar Wai -Happy
together (1997)- en una parábola que demuestra los
estrechos vínculos existentes entre ambas expresiones
artísticas;
Los asesinos las prefieren rubias (1974), del también
argentino
Juan Carlos Martini, parodia del cine negro, el cómic
y el mundo del jazz que relata la investigación
del asesinato de Marilyn Monroe por parte de un inspector de
policía apellidado
significativamente Sinatra; o la citada Castigo
divino, de Sergio Ramírez, donde se refleja cómo la
llegada
del cine revoluciona la vida de una ciudad de provincias en los
años
cuarenta.(12)
Siguiendo
la estela de las artes visuales el comic,
tan cercano a la narrativa policial desde los míticos
cuadernillos de Black Mask, se encuentra en la base de
novelas
como Manual de perdedores 1 y 2, de
Juan Sasturain, quien comparte el ejercicio de la literatura con su
trabajo
como guionista de historias gráficas.
Por
su parte, la música popular resulta esencial en títulos
como De tacones y gabardina (1996), de Rafael
Ramírez Heredia, conjunto de relatos a ritmo de
chachachá,
danzón, bolero o corrido; Boleros
en la Habana (1994), del chileno Roberto Ampuero y, en esta misma
línea, en La neblina del ayer (2005), de Leonardo
Padura, investigación
de un asesinato en la Cuba prerrevolucionaria en la que se adivina un
implícito homenaje al Cabrera Infante de Tres
tristes tigres (1964).
La primacía de “los otros” en la
trama
Frente al modelo clásico, que privilegia
la figura
del detective, el neopolicial ha incorporado a las tramas los puntos de
vista
del criminal y la víctima. Siguiendo la estela del Ripley de
Patricia
Highsmith, los asesinos ocupan un lugar protagónico en las
fascinantes novelas
del salvadoreño Horacio Castellanos Moya -Baile con serpientes
(1996), La diabla en el espejo
(2000), El arma en el hombre (2001), Donde
no estén ustedes (2003)-. Resulta especialmente interesante
el juego
de espejos por el que los personajes pasan de víctimas a
victimarios,
como ocurre con las protagonistas de Cómo triunfar en
la vida
(1998), fascinante conjunto de relatos de la argentina Angélica
Gorodischer, o con el camaleón
ideado por su compatriota Raúl Argemí en Penúltimo
nombre de guerra (2004).
Pero los perdedores también pueden contar
la
historia, papel que suele ser ocupado, generalmente, por personajes
femeninos.
Es el caso de las mujeres que, con evidente humor negro, cuentan
cómo no
pudieron hacer nada contra sus agresores en Pasión
de historia y otras historias de pasión (1987), de la
portorriqueña Ana Lydia Vega, o de la protagonista de El año del laberinto (2000),
convertida en fantasma por la costarricense Tatiana Lobo hasta que
descubre las
razones de su asesinato.
Atención aparte merece la práctica
del policial
etnológico. Encontramos un ejemplo de esta corriente en Un viejo que leía novelas de amor
(1992), de Luis Sepúlveda, relato amazónico de claros
tintes ecológicos;
el también chileno Bartolomé Leal (seudónimo) urde
tramas
localizadas en lugares tan diversos como Kenya o Bolivia -Linchamiento de negro (1994), Morir en La Paz (2003)-, en las que los
detectives defienden a
los más desfavorecidos de acuerdo con la raza a la que
pertenecen -el
primer caso es resuelto por un investigador mulato- y con las
injusticias imperantes
en el país.
Intertextualidad
y metaficción
Como ya señalamos arriba, la
parodia de la
fórmula policial ha continuado vigente desde los años
cuarenta a
nuestros días. En estos textos los juegos intertextuales
resultan cada
vez más evidentes, como lo demuestran los títulos Nick Carter se divierte mientras el lector
es asesinado y yo agonizo (1975), publicado en forma de
folletín por
el uruguayo Mario Levrero; “¿Quién mató a Agatha
Christie?”, relato del mexicano Vicente Leñero recogido en Cajón de sastre (1981); o La pesquisa
(1994), revisión del cuento
homónimo de Groussac a cargo del argentino Juan José Saer.
Los autores de narrativa policial pasan a convertirse en personajes de unos textos que demuestran hasta qué extremos ha llegado su mitificación. Si Díaz Eteroviç presenta como lúcido compañero del detective Heredia a un gato llamado Simenon, su compatriota Marcela Serrano plantea en Nuestra Señora de la Soledad (1999) el caso de una escritora de novelas policiacas que desaparece sin dejar rastro, muy similar a la anécdota que protagonizó Agatha Christie en su juventud.
Mucho más radical resulta la apuesta del uruguayo
Hiber
Conteris, quien en El diez por ciento de
vida (1985) imagina la investigación del asesinato del
agente
literario de Raymond Chandler llevada a cabo por Philip Marlowe,
detective
presente en numerosos argumentos neopoliciales. En la novela, que une
la
criatura de ficción -Marlowe- con su creador -Chandler- se
incluyen dos largas
conversaciones entre
este último y otros autores sobre los posibles modelos de novela
policial, el valor del género y de su propia obra.
En la misma
línea metaficcional, que explica por qué los más
reconocidos detectives latinoamericanos se confiesan escritores
frustrados del
género, el boliviano Edmundo
Paz Soldán cuenta en Río fugitivo (1998) la
historia de un adolescente que
plagia famosos argumentos policiacos para divertir a sus amigos, con lo
que
expone en sus páginas el proceso de escritura del hard
boiled.
Tramas
literarias
En los últimos años se repiten las
tramas en
las que los críticos literarios actúan como detectives.
Ya lo
señaló Ricardo Piglia en uno de sus ensayos:
A
menudo veo a la crítica como una variante del género
policial. El
crítico como detective que trata de descifrar un enigma aunque
no haya
enigma. El gran crítico es
un aventurero que se
mueve entre los textos buscando un secreto que a veces no existe. Es un
personaje fascinante: el descifrador de oráculos, el lector de
la tribu
(Piglia, 2001:
53).
La pasión por el lenguaje
explica que éste
sea el verdadero protagonista de Respiración
artificial (1980) o La ciudad ausente
(1992), de Piglia. En esta línea, el peruano Carlos
Calderón
Fajardo cuenta en La conciencia del Límite último
(1990)
la odisea de un cronista de policiales obligado a inventar muertes
horrendas para
sobrevivir e inmerso en un laberinto que sólo se explica a la
luz del
pensamiento de Wittgenstein.
Otros autores hacen gala de su reconocida
bibliofilia y
urden tramas en las que los críticos actúan de detectives
para
localizar escritores desaparecidos. Es el caso del magnífico
Roberto
Bolaño -Los detectives salvajes
(1998), 2666 (2004)- (13)
y de su compatriota Sergio
Gómez -La obra literaria de Mario
Valdini (2002).
La
escurridiza verdad
El neopolicial rechaza el concepto de verdad
unívoca
para defender las explicaciones a pequeña escala, las
únicas admisibles
en una época que Nathalie Sarraute ha calificado acertadamente
como edad de la sospecha. Los antecedentes de
este pensamiento en la narrativa policial latinoamericana están
claros:
Borges ya planteó la posibilidad de que el detective
reconstruyera el
crimen de forma errónea; por su parte, el mexicano Vicente
Leñero
imaginó en Los albañiles (1969)
un asesinato imposible de resolver porque cada uno de los implicados
contaba una
versión tan diferente como posible de lo sucedido.
Así, si Juan Sasturain elige como
epígrafe
para la primera parte de su Manual de
perdedores la expresión “un cachito de verdad”, el
mexicano Sergio Pitol escribe en el prólogo a El
desfile del amor (1984): “La verdad, la verdadera verdad
de la verdad difícilmente está a nuestro alcance” (Pitol,
1984: 9)-.(14) Quince años
después, su compatriota Jorge Volpi demuestra cómo
la propia ciencia refuta el concepto de verdad a través de la
sofisticada
trama de En busca de Klingsor (1999)
Cuba, un
caso aparte
Terminamos
nuestro recorrido haciendo una mención especial a Cuba,
país que,
por sus especiales circunstancias históricas -triunfo de la
revolución
en el 59, embargo estadounidense, aislamiento del resto de los
países-,
cuenta con una trayectoria específica del género,
denominado en
la isla desde los años setenta novela
policial revolucionaria o de
contraespionaje y apoyado por el régimen de forma entusiasta.
Esta
narrativa, potenciada durante dos décadas a través de
editoriales, premios literarios, revistas y ediciones de las obras en
grandes
tiradas, tiene como punto de partida la aparición de la novela Enigma
para un Domingo (1971),
de Ignacio Cárdenas Acuña. En vista de que los textos son
fácilmente utilizables como instrumentos de propaganda
ideológica, a partir de este momento se instauran una serie de
preceptos
para el modelo policial que, si bien no dañan a las mejores
novelas -No
es tiempo de ceremonias (1974),
de Rodolfo Pérez Valero; El
cuarto círculo (1976), de Luis Rogelio Nogueras y Guillermo
Rodríguez Rivera (1976); Joy (1977),
del uruguayo Daniel Chavarría- perjudican notablemente a las que
vendrán después, convertidas en simples repeticiones de
una
fórmula en la que la resolución del asesinato es lo de
menos. Los
clichés están servidos: dos o más investigadores
-nunca uno
solo para evitar el individualismo capitalista- son ayudados por
representantes
idealizados del pueblo -viejecita chismosa pero amable, trabajador
valiente y
comprometido- para luchar contra los enemigos contrarrevolucionarios
que, con
la complicidad de sus familiares en el extranjero, planean derrocar el
régimen. Al final, la revolución triunfa y los malos
fracasan en
sus mezquinos intentos.
La
maniquea fórmula muestra claros signos de agotamiento ya a
mediados de
los ochenta, cuando autores como el propio Chavarría y Justo
Vasco firman
novelas -Completo Camagüey
(1983), Primero muerto (1986)- en las que se critica la
situación
del país a través de un lenguaje inusitadamente
desacatado. Esta
tendencia se acentúa en los años noventa, década
de crisis
nacional que, tras la caída del Muro de Berlín y el fin
de la
ayuda soviética, conoce el crecimiento del desempleo, la
pérdida
de confianza en el Estado, el empobrecimiento generalizado de los
cubanos y,
como consecuencia de ello, el auge de la prostitución y los
trapicheos
de todo tipo.
Esta situación será denunciada por Leonardo Padura, buque insignia del neopolicial isleño tanto por sus ensayos sobre el tema como porque sus textos han supuesto el hundimiento definitivo de la novela policial revolucionaria. A través de los casos del heterodoxo Mario Conde -Pasado perfecto (1991), Vientos de cuaresma (1994), Máscaras (1996), Paisaje de otoño (1998)- Padura refleja sin tapujos los episodios más negros en la historia de la Revolución: entre ellos, la persecución de homosexuales, los traumas ocasionados por la guerra de Angola y la corrupción de los altos cargos castristas. Su estela es seguida por autores jóvenes como Amir Valle -quien retrata descarnadamente el mundo de los chaperos en Si Cristo te desnuda (2001)- y Lorenzo Lunar, autor de la tragicómica Que en vez de infierno encuentres gloria (2003).
Llegamos
así al final de un recorrido
que ha demostrado la riqueza y variedad del neopolicial
latinoamericano, un
corpus narrativo comprometido con la realidad que, desde los
años
setenta hasta nuestros días, ha reflejado las facetas más
oscuras
de la condición humana. Contrario al whodunit
y adscrito al hard boiled, el
neopolicial se carga de pesimismo para denunciar la corrupción
omnipresente en unas sociedades en las que triunfa, definitivamente, al
asesino. Su desesperanza queda reflejada en el policía Federico,
personaje
de Penúltimo nombre de guerra con
cuyas palabras concluyo mi
exposición:
En
las novelas policiales que me gustaban de chico [...] el detective, al
final,
juntaba a todos en el salón y develaba el misterio con una
inteligencia
que cortaba el aliento. Nunca me pasó, y nunca me va a pasar.
[...]
Sí, la vida y Agatha Christie nunca tuvieron nada que ver. Me
hice
policía con la cabeza llena de esos pajaritos, y terminé
aprendiendo que lo único inteligente es acostar a un tipo en la
parrilla, y reventarlo hasta que largue todo (Argemí, 2004:
175-176).
Notas
(1).
No comento la rica
producción de la zona brasileña, profundamente vinculada
a la del
resto del subcontinente, por limitar mi exposición a la
narrativa en
español.
(2).
Para apreciar la evolución de las ideas sobre el género
remitimos
a los ensayos de Braham, Giardinelli, Lafforgue, Merivale, Nogueras,
Padura,
Petronio, Ponce, Simpson, Stavans, Torres, Trujillo y Yates incluidos
en la
bibliografía final.
(3).
El término procede de la
deformación de la frase “Who has done it?”, lo que explica
que en español haya sido traducido como “novela de enigma”.
(4).
Para un análisis detallado de los textos, cf. Readers and Labyrinths. Detective Fiction in Borges,
Bustos Domecq and Eco
(Hernández Martín, 1995).
(5).
La estela
paródica de la novela de enigma en
el país llega hasta nuestros días con títulos tan
refrescantes como Las partidas del juez Belisario Guzmán
(2004),
de Alejandro González Foerster y Lucio Yudicello.
(6).
Esta red de
engaños será retomada por Umberto Eco en El
nombre de la rosa (1981), novela en la que el bibliotecario
ciego Jorge de Burgos -obvia referencia a Jorge Luis Borges- envuelve a
Guillermo de Baskerville en una intrincada trama construida a partir de
las
falsas deducciones del detective.
(7).
Su procedencia folletinesca y
cercana al pulp se aprecia en los
términos giallo o noir,
acepciones italianas y francesa
del género que remiten al color de las tapas -amarilla y negra-
de las
publicaciones en que aparecían recogidas las andanzas del
detective.
Este hecho ha sido recuperado en las novelas de Taibo II, que mantienen
en la
portada el subtítulo “un nuevo caso de
Belascoarán”.
(8).
No obstante, el
género ha sido practicado también por autores del boom a partir de los setenta. Es el caso
de Carlos Fuentes -La cabeza de la hidra
(1978)-, Gabriel García Márquez -Crónica
de una muerte anunciada (1981), Noticia de un
Secuestro (1996)- y Mario Vargas Llosa -¿Quién
mató a Palomino Molero?
(1986)-. El neopolicial continúa asimismo en boga
entre
escritores nacidos en los sesenta como Santiago Gamboa, Sergio
Gómez,
Edmundo Paz Soldán, Jorge Volpi o Amir Valle, mencionados a lo
largo de
estas páginas.
(9).
Joan Resina analiza este hecho
en El cadáver en la cocina:
la novela criminal en la cultura del desencanto (Resina, 1997).
(10).
No obstante, son muchos los
que reclaman este puesto de honor para El
complot mongol (1969), del también mexicano Rafael Bernal,
novela de
lenguaje virulento que, tras los sucesos de Tlatelolco, se
atrevió a
criticar el priísmo y su degradación de los ideales
revolucionarios.
(11).
Elzbieta Sklodowska realiza un
fino análisis de estos títulos en “Transgresión
paródica de la fórmula
policial” (Sklodowska, 1991).
(12).
El neopolicial ha sido llevado
con frecuencia a las pantallas de cine. Valgan como ejemplos la
reciente
adaptación que Sergio Cabrera hizo de la novela de Gamboa Perder es cuestión de método
(España y Colombia, 2004) o el arrollador éxito de
Guillermo
Arriaga con los guiones de Amores perros
(México, 2000) y 21 gramos
(Estados Unidos, 2003).
(13).
En esta novela discurre
paralelamente la investigación de los crímenes de Ciudad
Juárez, denominada Santa Teresa en la ficción.
(14). El protagonista
se presenta como un historiador incapaz
de esclarecer un crimen del pasado a pesar de haberse agotado
consultando
legajos y entrevistando testigos. Al final, reconoce su fracaso con una
significativa frase “Como saber he sabido muchas cosas, pero el
significado se me escapa” (Pitol, 1984: 146).
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