Palabras y desconyuntamientos en la narrativa de Fernando Vallejo



 

Jacinto Fombona

 

 

 

¿No resulta superfluo escribir más de una novela?

  Friedrich Schlegel (del aforismo 89)

 


Este trabajo es una aproximación a la obra de Fernando Vallejo tomando como punto de partida la novela El desbarrancadero de 2001; novela que en 2003 le mereció el premio Rómulo Gallegos y que en 2005 sirvió como referencia a la controversia en torno a la siguiente edición del premio.(1)

Para quien haya intentado desglosar y analizar lo más fríamente posible cualquier obra de Vallejo le será familiar la serie de problemas conceptuales que estallan con su narrativa. Desde la primera persona del narrador homosexual y misógino irredento cuyo nombre coincide con el del autor y abona una confusión constante, pasando por la repetición de episodios y relatos de una vida que se atrinchera como objeto del narrar, hasta la diatriba incesante que descalabra todo atisbo de estructura o construcción social e ideológica en estos textos y el patetismo sentimentaloide con que se recargan ciertas escenas y el lenguaje que sostiene este descalabramiento, la obra de Vallejo es un descolocar continuo que en última instancia, si la hubiere, conduce a preguntarse si existe alguna clave que pueda descifrarlo sin acabar en un espacio crítico plagado de matices del tipo “sí, pero…” que siempre apuntan a otras aperturas y otras contradicciones. La obra de Vallejo ensambla o incluso fuerza la aparición de aporías en negaciones continuas. La obra fuerza una especie de asíndenton al eliminar las conjunciones creando conflictos que apuntan a un silencio en síncopa. La narración crea momentos de intensidad extrema, síncopes y síncopas, que sin ser necesariamente patológicos permiten que se acumulen razonamientos arrastrando la narración a un final del tipo “no se diga más” como en el viaje hacia la noche del otro Fernando con quien Vallejo es fácil de comparar, el Ferdinand de las novelas de Céline.(2) Una vía posible a la novelística de Vallejo resulta al preguntarse si es posible una gramática del afecto y el desafecto asociados a la filiación como ejes o contraseñas por donde discurre la narración de la caída al desbarrancadero. La posibilidad de una gramática no es un ejercicio arbitrario, baste recordar que Fernando, esta vez como personaje narrador en La virgen de los sicarios, se describe como el último gramático de Colombia. La posibilidad de una gramática sirve para preguntarse por la “corrección” implícita en esta descripción, y en El desbarrancadero aparecen señas, guiños casi, a cuestiones sintácticas y la propiedad gramatical. No es difícil observar que la gramática establece igualmente una conexión hacia el “idioma altisonante y fluido” del primer José Arcadio en Cien años de soledad donde puede estar una clave de filiación y desfiliación de la narrativa de Vallejo. Que sea latín lo que hablaba José Arcadio remite a la gramática castellana que Nebrija publica en 1492, pues ésta aparece precisamente por la necesidad de la enseñanza del latín, y con la meta explícita de subsanar la falta de una gramática propia del castellano que no permitía explicar la lengua clásica de manera sistemática a estudiantes carentes de la conceptualización y estructuración de la lengua que la gramática busca establecer. Una cuestión importante en el intento de entender la narrativa de Vallejo, y en particular El desbarrancadero, aparece en la relación que puede establecerse con la novela de García Márquez como referencia obligada e hipertrofiada en la literatura colombiana.

En la portada de la primera edición de El desbarrancadero aparece una foto en sepia de dos niños que la ficha bibliográfica identifica como “Fernando Vallejo (a la derecha) y su hermano Darío”, más aún, la leyenda añade que es una “foto tomada por su tío Argemiro”. Más entrada la narración, la primera aparición de la madre (o “la Loca”) es un comentario que les hace desde el piso de arriba y que de modo oblicuo remite a la foto de la portada, “¡Qué gusto me da ver a los dos hermanitos juntos y que se quieran!” (24). El comentario de la madre es para Fernando un “saludo indirecto” de parte del personaje que encauza (como el río de Medellín) todo el antagonismo hacia la mujer-madre que él confiesa en comentarios como metralla. Esta es la misma actitud que en comentarios similares aparece a lo largo de la narrativa de Vallejo a través de su personaje Fernando. Entre otros ejemplos cabe destacar, como hace Adriana Astutti, la descripción de la madre de Silva en el primer párrafo de Almas en pena, chapolas negras (1995) y la manera en que ella se refiere, en una auto-victimización devastadora: “Vean ustedes la situación en que nos ha dejado ese zoquete”, al suicidio de su hijo. Es en Almas en pena donde Vallejo mediante el narrador expresa una visión de la vida que aparece una y otra vez en su obra. En este mundo, las palabras, como los hombres y los perros, viven y mueren; pero “hay una cosa vaga, indefinible, inasible, que se llama el espíritu” que Vallejo, en una versión renovada de Diógenes el cínico, busca y sólo pocas veces halla entre los hombres y sus naciones (7-8).

En El desbarrancadero, la foto de la portada permanece como una fantasmagoría de la relación entre los hermanos y reaparece como referencia, como parte de la trama cuando los personajes se sientan a ver un álbum de fotos y Fernando nota una entre las “Marchitas fotos, descoloridas fotos de lo que un día fuimos en el amanecer del mundo” (173). De nuevo, al comentario de la foto le sigue un comentario sobre el río y los “veinte hijos” que parió la madre para hacer de la casa más que un manicomio un infierno: “Una Colombia en chiquito” (175).

La descripción que hace el narrador de la foto que ve con su hermano Darío corresponde a aquella en la portada. El narrador describe la foto de

dos niños como de cuatro o cinco años:

—Nosotros.

Él de bucles rubios con un abrigo, yo detrás de él con una camisa a rayas abrazándolo. (173).

 

Y también, más adelante y de cierto modo jugando o reinsertando literalmente la información de la ficha en la narración (o al revés): “Queda una foto de él conmigo, de niños, que mi tío Argemiro tomó” (200). El cariño de dos hermanos capturado en el instante de una fotografía en la portada encapsula una narración en potencia, la de los personajes en la foto, e incluso la inviste del aura benjaminiana para sostenerla como hecho estético. La narración en la novela se hace, se enmarca y se describe en una existencia aluvional, agónica si se quiere, en el desbarrancadero hacia la muerte. Al recapitular el gesto que se abre con el libro la memoria da paso a la nostalgia como reacción patólogica ante la ansiedad del regreso a casa. El narrador, como en las otras novelas de Vallejo, ya no vive en Medellín y siempre está de regreso a una Colombia distinta, un lugar que no es lo que recuerda e intenta recuperar contando. En El desbarrancadero, el infierno de la casa se vuelca sobre el gesto de los dos niños en la portada. La narrativa de Vallejo va encapsulando universos, cada uno un infierno que repite o refleja el anterior, todos y cada uno “Una Colombia en chiquito”. El gesto en la fotografía se convierte en la fijación de un instante que recaba una vida pasada y regresa a un infierno presente; pero no necesariamente un infierno cristiano, acá el gesto de lo que se quiere y se necesita habitual se petrifica en una fotografía, habitual como en el Hades clásico. La foto, como afirma Agamben, exige un nombre, exige nombrar sus sujetos fotografiados capturados en un gesto repetido, eternamente apuntando al recuerdo de una existencia y que devuelven una mirada interpelando y requiriendo una humanidad necesariamente entrelazada a la memoria y al mismísimo gesto de nombrarla (Agamben 27-28).

La fotografía como elemento imbricado a la figura de la madre reaparece al final de El desbarrancadero, esta vez como un mecanismo para intervenir en la memoria y borrar la madre, la Loca:
 

Por lo pronto, de mi álbum de fotos, de daguerrotipos, la voy cortando con unas tijeras de donde aparece: está en los bautizos, en las primeras comuniones, en las bodas, en los entierros, ubicua como Dios Padre o como Balzac. En los bautizos quería ser la bautizada en las primeras comuniones, la comulgante; en las bodas, la novia; y en los entierros, ¡la muerta! Me ha quedado un álbum de fotos mutiladas, una verdadera masacre de recuerdos tijereteados. (211-212)

 

Si el personaje de Fernando es una fórmula de anti-filiación la madre es el operando necesario para ponerla en juego, quizás la incógnita que busca despejar la fórmula. Estamos ante una fórmula para descalabrar la cómoda relación entre el pensamiento y lo vivido que, en una gesticulación constante del yo que se narra, llama continuamente la atención al dictado de Foucault en “¿Qué es un autor?”: “la traza del autor está sólo en la singularidad de su ausencia”, acá el yo narrador representa una ausencia cuya traza es imborrable, la madre. La agresión a la foto es un gesto de desfiliación que remite por una parte a la transparencia con la que otro medio de representación, la fotografía, impone su veracidad. Hacer desaparecer la imagen de la foto deja un recuerdo mutilado, “tijereteado” como afirma Fernando, un rostro en particular que no está nunca borrado del todo, pues queda su traza. Resta siempre un vacío más profundo que la mirada misma del sujeto fotografiado interpelando y señalando. Hay que notar que la agresión a la madre es consistentemente una agresión a la madre como autora de la existencia y la voz que es capaz de narrar(se) y reproducir(se) en tercera persona. Las fotos resultan siempre otra reproducción que en la narración de Fernando, con ecos borgesianos, es la mayor falta de la humanidad.

En cuanto a la filiación con una biografía, con una realidad personal y familiar, poco importa que lo que dicen los créditos de la foto sea o no cierto, que ésta sea o no una foto familiar u otra forma de enlace a lo autobiográfico. Es una preocupación estéril preguntarse si la foto es un engaño o un juego donde la función de la ficción se imbrica con la percepción de lo real mediante una incorporación de los créditos al texto y sus rupturas. El objeto, el libro como aparato de representación que funciona para capturar el tiempo, la memoria y las muertes produce palabras que si no quedan, permiten la posibilidad de que pasen más lentamente a través del largo lamento que es la prosa ininterrumpida de El desbarrancadero.

Nostalgia por el tiempo, por otro ritmo de vida.

A Fernando, en una vena democrática como nostálgico, la nostalgia lo ataca como un mal del expatriado. El personaje que narra está siempre de regreso en Colombia y de una manera u otra enfrentado a las memorias colectivas y personales de un pasado que solo son trazas de mundos idos. Fernando cuenta desde su afuera, desde la nostalgia de un espacio complejo donde el afecto se entremezcla con los cambios políticos y sociales en una realidad donde lo único que puede introducir es el respiro ahogado de un síncope, una pérdida del aliento para recuperarlo en borbotones. Síncopes son las diatribas en contra de la familia, la madre, la iglesia, los políticos, y son síncopes también sus encuentros con muchachos (la otra cara del síncope), el respirar en el vacío de la pequeña muerte. El personaje nostálgico gesticula en síncopes; pero esta nostalgia no lo es tanto por un mundo apolíneo como afirman ciertas lecturas de Vallejo que intentan imponer un polo apolíneo/dionisiaco en las historias que cuenta Fernando donde el pasado es un mundo ordenado y el presente un caos de violencia.(3) La violencia es recurrente, lo abarca todo, está presente en todo recuerdo familiar, más de una vez repite Fernando la expresión de la abuela “acaban hasta con el nido de la perra” para referirse a la locura en la familia como grupo y, por extensión, al país entero. La violencia es la variable fundamental de una fórmula a través de la cual Fernando dice, por donde discurre su decir. En la fórmula hay una tríada de modulaciones que alternan entre la iracundia, los apetitos (deseo) y lo racional. Por ello Fernando no es un personaje que viva en una alternancia entre el caos y el orden, entre lo apolíneo y lo dionisiaco, en el mejor de los casos resulta ser un personaje que en las trazas del deseo cabalga el borde entre los dos mundos.

Fernando, el personaje de Vallejo, viaja. Su narración en primera persona ocurre siempre en un tipo de regreso del exilio, a Medellín en La virgen de los sicarios, a casa en El desbarrancadero, al valle en Mi hermano el alcalde o bien, sencillamente en regresos a Colombia como en sus excavaciones biográficas sobre Jacobo Barba Jacob o José Asunción Silva escritas también en primera persona. El viajar del personaje vive de una sed de recordar, de capturar recuerdos antes de que los borre la muerte, por ello es que La Rambla paralela está narrada en la tercera persona: ya la muerte alcanzó al personaje. Una clave de la narración ininterrumpida en la prosa sin rupturas de El desbarrancadero está justamente en esa sed de recordar, la sed de remembranzas donde la memoria enfrentada al recuerdo en borbotones no puede permitirse la ruptura de un fin de capítulo, ni siquiera la pausa ni el respiro de un aparte largo. En El desbarrancadero, la historia que Fernando cuenta en primera persona va ininterrumpida, sin respiro, encauzada como el río de Medellín, arrastrando su mierda, por una portada y contraportada color sepia del antaño de los recuerdos; pero también el color del presente, el de las aguas.

Ocurre en la narrativa de Vallejo la apertura de un espacio intersticial donde la parodia, o incluso la posibilidad de lo paródico, está siempre en suspenso, interrumpida, en la parabasis que abre el paso a una conversación y toma la forma de ésta. Estamos frente a una conversación que, como afirma Agamben, desenmascara la imposibilidad del lenguaje novelesco. Por eso el párrafo final de El desbarrancadero parece enlazarse a otro episodio de la literatura colombiana como contraseña,


En ese instante entendí que se acababan de cortar mis últimos vínculos con los vivos. El taxi se iba alejando, alejando, alejando, dejándolo atrás todo, un pasado perdido, una vida gastada, un país en pedazos, un mundo loco, sin que se pudiera ver adelante nada, ni a los lados nada, ni atrás nada y yendo hacia nada, hacia el sin sentido, y sobre el paisaje invisible y lo que se llama el alma, el corazón, llorando: llorando gruesas lágrimas la lluvia. (213)

 

Pues al primer José Arcadio en Cien años de soledad,

 

Pietro Crespi lo encontró en el corredor, llorando con el llantito sin gracia de los viejos, llorando por Prudencio Aguilar, por Melquíades, por los padres de Rebeca, por su papá y su mamá, por todos los que podía recordar y entonces estaban solos en la muerte.

 

Cuando amarran al primer José Arcadio, que gritaba “como un endemoniado en un idioma altisonante y fluido pero completamente incomprensible”,(4) al castaño del patio lo dejan “ladrando en lengua extraña y echando espumarajos verdes por la boca” (174). Es bien conocido el desenlace de esta historia de Macondo, la lengua incomprensible de José Arcadio Buendía es descifrable pues, “Hoc est simplicisimus” (179), era latín. Además, Jose Arcadio, a pesar de su sensatez o gracias a ella, reconoce su locura, se sabe estar loco. En la escritura de Fernando Vallejo a través de su personaje Fernando, de manera más peripatética, no solamente resuenan los gritos de endemoniado y los espumarajos verdes del patriarca de Macondo, Vallejo parece escribir precisamente alrededor del lamento que repite José Arcadio, “la máquina del tiempo se ha descompuesto” (173). Los comentarios de Fernando son una locuaz y verbosa locura sembrada de muertos y de interpelaciones a la memoria que además señala y “contraseñala” lugares comunes del habla diaria.

Hay mucho en esta novela de Vallejo que funciona como una madeja en la que se teje y se pone en juego todo tipo de conexiones discursivas. Entre ellas el discurso biomédico sobre el sida, la enfermedad y el dolor físico, y sus construcciones de la certeza. En esto, la enfermedad “de maricas” e innombrable para el discurso burgués, establece la visión novelesca de una historia que cuenta una vida entera, que expone, como afirma Benjamin en “El narrador”, la experiencia de la novela como la experiencia de una muerte ajena (§ XV).(5) Para Fernando, el narrador, la muerte en casa de su hermano Darío y la de su padre marcan la presencia constante del lenguaje al historiar los espacios o al hablar de ellos como lugares vividos y dolidos más allá de lo representable, rememorables.

En el discurso al recibir el premio Rómulo Gallegos, Vallejo afirma:

 

El dolor es un estado de conciencia, un fenómeno mental y como tal nunca puede ser observado en los demás, se trate de seres humanos o de animales. Cada quien sabe cuándo lo siente, pero nadie se puede meter en el cerebro ajeno para saber si lo está sintiendo el prójimo. Que los demás lo sienten lo deducimos de los signos externos: retorcimientos, contorsiones faciales, pupilas dilatadas, transpiración, pulso agitado, caída de la presión sanguínea, quejas, alaridos, gritos. Pues estos signos externos los observamos tanto en el hombre como en los mamíferos y en las aves.

 

El dolor es así, según Vallejo, una observación, una lectura en el Otro de la que no podenos decir nada con certeza sino aproximarnos con lo que deducimos de signos del cuerpo. Al ser una lectura en el otro el dolor también corresponde a una parte irreducible de la alteridad. No hay manera de absorber, clasificar y así negar la diferencia y la alteridad al reconocer el dolor del Otro. Por ello, el espacio del dolor, sus gestos y sus lecturas, se enraiza en una primera afirmación que acepta y “quiere”, como dice la madre desde la ventana, al Otro.

El desbarrancadero, mediante la historia de un regreso a casa (en realidad la historia de una serie de regresos) narra los últimos días de Darío agonizante y los cuidados y cuitas de Fernando. Si La virgen de los sicarios es una novela en la ciudad desbaratada, la civĭtas en desbandada, el espacio de El desbarrancadero es el del domus desnucleado, la casa desbaratándose. La casa ha permanecido en la familia mientras Medellín se poblaba de edificaciones marcadas por el famoso narco-ladrillo, para Fernando ello es la expresión de una economía aberrante en la cual las casas dan paso a edificios de apartamentos repitiendo o expresando el crecimiento descocado de la humanidad. El vínculo entre la ciudad que crece y la vida en familia aparece en El desbarrancadero en la narración de un recuerdo, la visita con el padre a uno de los edificios y la vista desde el balcón de un apartamento de la casa de la familia. El crecimiento urbano en la explosión de edificios se expresa en una escena casi chaplinesca en el baño del apartamento de Darío en Bogotá. La ciudad, el espacio urbano ha sufrido añadidos que resultan en espacios absurdos que “Los pobres jamás compran” (16). Lo absurdo de la sobreoferta de espacios en una economía que no puede justificarlos, aparece en un baño con un escalón a la entrada, un inodoro imposible y una regadera de a gotas que en toda ocasión o intento de uso daña al cuerpo y produce dolor físico.
 

El baño no tenía foco, o mejor dicho foco sí, pero fundido, y cuánto hace que se acabó el papel higiénico. Desde los tiempos de Maricastaña y el maricón Gaviria. Y ojo al que se sentara en ese inodoro: se golpeaba las rodillas contra la pared. Ya quisiera ver yo a Su Santidad Wojtyla sentado ahí. O bajo la regadera, un chorrito frío, frío, frío que caía gota a gota a tres centímetros del ángulo que formaban las otras dos paredes, heladas. El golpe no era ya sólo en las rodillas sino también en los codos cuando uno se trataba de enjabonar. (14-15)

 

Así, si el daño comenzaba al entrar y tropezarse con el escalón, la agresión al cuerpo continúa con el inevitable golpe en las rodillas al sentarse en la poceta, el helarse al intentar bañarse, golpearse de nuevo en los codos al tratar de enjabonarse y por supuesto irse de bruces al salir. Los golpes al cuerpo ocurren en sus articulaciones, codos y rodillas, durante un episodio si se quiere chaplinesco y que va a irradiar desde la casa a la ciudad y a todo el país como una clave posible de lectura: la desarticulación, el desconyuntamiento del cuerpo, del hogar, del país.

Sí, pero… esa es precisamente una de las funciones características de toda novela. La novela, en principio, tramita la narrativa en espacios donde las estructuras que sostienen lo social, la ciudad, la guerra, la violencia, la familia, el viaje, encajan unas en otras, se articulan en un discurso que busca ser consecuente en hacerlas interiores e interiorizables. El papel de la novela es descorrer el velo que la naturalización e internalización de este discurso implica y mostrar una realidad otra, cambiada y fuera de sí. El desbarrancadero, en un tono confesional que Fernando deja ver como una conversación con un siquiatra, narra una historia personal usando como hilo narrativo la muerte del hermano, Darío, y los últimos días de ambos en su casa en Medellín. El sida no es la única enfermedad en la novela, de hecho la novela relata la muerte del padre y, como en La virgen de los sicarios, la de un perro de la calle agonizante. En ambos casos mediante un fármaco, el Eutanal, para la eutanasia.

La discusión entre los médicos y Fernando sobre el diagnóstico del padre (cirrosis o hepatoma) reproduce la función mágica del decir y el nombrar que se vuelca sobre la función discursiva de la enfermedad, su diagnóstico y su posible curación. Aunque la cura resulte un imposible en el caso de Darío. Así, si el sida es un conjunto de infecciones oportunistas, los médicos también son, con ecos de prosa barroca, una retahíla de “compinches” del sepulturero en su ignorancia (99). A la pregunta ¿Cómo puede contarse o narrarse la enfermedad que ni siquiera se atreven a nombrar?, la enfermedad que Fernando describe en un remedo de conversación que concluye con las mariconerías de papas y presidentes, como:


esa enfermedad, hombre, de maricas que es la moda, del modelito que hoy se estila y que los pone a andar por las calles como cadáveres, como fantasmas translúcidos impulsados por la luz que mueva a las mariposas. ¿Y que se llama cómo? Ah, yo no sé. (10)

 

Sin embargo tiene nombre, ya no el "SIDA" con sus siglas en mayúsculas y entre comillas como lugar de encuentro y conflicto de discursos, sino sida con minúscula, sustantivado como uno más, un objeto más de los que matan en el economato de la muerte que es la ciudad moderna, en el matadero que para Fernando es Colombia. En la consunción del cuerpo del hermano por las diferentes expresiones del síndrome, el narrador reconstruye e increpa su función doméstica y domeñadora de una locura diabólica por desordenadora y anti goda (conservadora). ¿Qué puede ser la enfermedad sino una lista de los remedios, fármacos que increpan al silencio y que repiten la construcción y las batallas discursivas del sida?

Por si tenía criptococosis le daba fluconazol; por si tenía histoplasmosis le daba itraconazol; por si tenía neumonía le daba trimetoprim sulfametoxasol. Y si no tenía criptococosis ni histoplasmosis ni neumonía, qué carajos, lo que no mata engorda. Si a Darío lo iban a matar los médicos o el hijueputa sida, ¡que lo matara yo! Total, a mí era al único que me dolía (173).

 

La enfermedad con la que Fernando batalla también ataca la memoria misma, quizás el arte mismo de novelar, y, en un giro desvastador, hace desaparecer el momento de mayor importancia en la relación entre Fernando y Darío, un muchacho que Fernando una vez le presentara, que le “regalara” a Darío. La memoria del cuento simplemente se desdibuja entre un montón de muchachos y repeticiones cuando Darío responde a la pregunta de Fernando, “—¿Sí, te acordás, Darío, del Andresito que te regalé en Bogotá cuando nos reconciliamos y te contagié el vicio de los muchachos?” con un simple “¿—Cuál?” que resulta del olvido causado por el “citomegalovirus” (175).

Hay un punto importante en relación a la homosexualidad que en las novelas de Vallejo simplemente acaece como quien encuentra un muchacho en la calle. Hasta cierto punto el homosexual en la concepción moderna como sujeto, que Foucault describe como la creación y aparición de un personaje a través de una patología y una expresión del “biopoder”, aparece cuestionada en la obra de Vallejo. Fernando y Darío son, según su propia descripción, reincidentes, si se quiere “viciosos”, sodomitas en el mejor de los casos, pero no personajes clínicos que puedan trazarse en su patología. Acá funciona nuevamente la fórmula de desfiliación con una contraseña, el yo del narrador desestima un discurso patológico y hasta “patologizante” que lo encasilla en una categoría que continuamente señala como demasiado poblada (¡allí están papas y presidentes!). La homosexualidad aparece en estos textos como un matiz más de un narrador en primera persona que relata un mundo donde el acto de la escritura es el retrato mismo de la soledad, un elemento más entre los muchos que obcecan al narrador desengañado de mitos, y que se regocija o reconforta al exponerlos.

Para dar con claves de la escritura en Vallejo habría que acudir a un texto fundamental de su obra. Me refiero a su gramática del lenguaje literario, Logoi, su primer libro publicado en 1983. Baste recordar que en La virgen de los sicarios Fernando es el último gramático vivo de Colombia. Logoi, palabras, son las armas del personaje gramático en su paso por Medellín; armas que despliega en su enfrentamiento constante con una muerte siempre y ya escrita, probablemente ni siquiera, a lo Céline, a crédito.

En Logoi, al hablar de la metáfora, Vallejo habla de la etimología de la palabra angustia, el filo, el borde del acantilado o desfiladero. En El desbarrancadero Fernando habla desde más allá de la angustia, desde el fondo mismo del estiercolero en que se le convirtió Medellín y con ella (o él) Colombia y su casa. Más que ser para la muerte en un dasein que la narración de Fernando recobra en la imagen de la abuela leyéndole, bajo protesta, a Heidegger, la narración hace patente un ser con la muerte que descoca la memoria misma vuelta una lista de muertos y un inescapable quehacer de la muerte.

La muerte se instala en casa. Fernando la ve y la increpa, pero dice saberse respetado por ella, él tiene las palabras. En Logoi a partir de dos aguas de la lengua, la hablada y la escrita Vallejo construye un diccionario del uso de la segunda, del lenguaje literario, a la manera del proyecto imposible de Miguel Antonio Caro y describe, con ejemplos en cuatro o cinco idiomas, lo que entiende como una matriz de formas y usos donde cualquier autor encuentra lo necesario para su montaje, su texto literario. La literatura es eso para Vallejo, un uso de la lengua en el que un autor demuestra su destreza en el presentar y manejar un lenguaje vivo, escrito. No es la novedad que se entiende imposible, es el saber hacer con la lengua lo que permite y da cabida a la creación literaria. Incluso, los elementos del lenguaje que han notado varios estudios sobre Vallejo también aparecen en la conclusión de Logoi, parte esencial del tablado literario responde a su propio enriquecimiento, a su evolución en su articulación con la lengua hablada. Sin embargo, concentrarse en la oralidad y su función en la obra de Vallejo pasa de alto lo que tal vez sea la tesis fundamental de Logoi y la poética que Vallejo propone. Muy borgesiano a veces y muy parejero en otras, el mundo de Vallejo es un mundo de reescrituras y guiños literarios. No sólo en la literatura en castellano desde el Quijote cuando muy a lo Cervantes el narrador indica que un relato de El desbarrancadero ya lo había contado en Los días azules, o cuando muy de la picaresca de Quevedo describe la casa de la familia como la casa del hambre, o cuando en otro momento aparece como un personaje de Rulfo o Faulkner hablando muerto, desde la muerte. En El desbarrancadero toman su turno una instancia tras otra del quehacer de la palabra literaria desde el comienzo mismo de la literatura que Vallejo asigna a los griegos.

En Logoi Vallejo afirma que ya toda la literatura está en la Ilíada. En El desbarrancadero la narración de la vida y la muerte de todos aparece cuando Fernando se enfrenta a una realidad nuda, patente en su crudeza, el sida que mata a Darío de consunción, que hace de los insultos, las diatribas y provocaciones que infiere, que lanza el personaje a todo (o casi todo pues hay quien se salva) cuanto lo rodea puedan leerse como equivalentes a las alabanzas, adulaciones y plegarias que articulan toda tragedia griega, ayes incluídos. De hecho la plegaria de gratitud al Espíritu Santo está entre los planes de curación que plantea Fernando. Y la dicotomía entre la bios y la zoé que para alguien como Agamben desemboca en las normativas de la biopolítica que rigen la contemporaneidad pueden entenderse en el discurrir de Fernando sobre la buena muerte, la farmacopea y la Sociedad Protectora de Animales.

En los versos de Antígona:

 

Muchas son las cosas terribles;
pero más terribles que el hombre,
no lo es ninguna. (232ss)

 

puede encontrarse, coincidiendo con Vallejo, el germen de la humanidad plaga que es el blanco continuo de la diatriba de Fernando y de su misoginia antiparturienta que tanto ha llamado la atención a la crítica y que Vallejo el polémico se ocupa de azuzar. En una carta a los muchachos de Colombia, por ejemplo, que aparece en una colección cursilísima que sólo las alcadías de nuestros países pueden o se atreven a publicar, Vallejo les recomienda de plano “No se reproduzcan”. De modo que si la casa se descoyunta el punto cero de lo doméstico también tiene que caer, desmadrarse. No sólo la ciudad y el país están marcados por la hijueputez, todos son hijueputas, la madre misma de Darío y Fernando es la Loca paridora de una veintena de hijos coronados por el maraco o benjamín. El hermano menor, el Gran Huevón, Cristoloco y personajes como Castro, presidentes de Colombia y México y el papa Wojtyla son blancos de la diatriba constante que despliega el narrador de la novela.

El desmadre no es insólito ni mucho menos gratuito, es completamente consecuente con la lógica de la rabia que impone la narrativa y dentro de ésta también explica el papel doméstico del hijo mayor, Fernando, a cargo de “limpiarles el culo” a sus hermanos una vez que la Loca se desentiende de cualquier otro cuidado que no fuese parir.

Eliminar la madre, claro está, no puede ser un acto inocente, al desmadrar al personaje aparece una articulación necesaria, la madre y el matriarcado con el que se podría aventurar un ataque al machismo y la tríada puta/virgen/madre en el que se mueve la valoración de la mujer y que articula la violencia de la sociedad hispana en su contra (Astutti); pero ello es otro hacer patente de la narrativa que no tiene más asideros que la respuesta tras una lectura cuya clave es la provocación desde una primera persona inagotable.

La cuestión de la primera persona es una estrategia que enraiza la obra de Vallejo en una modernidad literaria quizás algo ajena al castellano y sus pruritos autobiográficos. Por ello su efectividad.

El yo de Fernando tiene ecos del Marcel proustiano, pero es con el personaje de Céline, precisamente Ferdinand a partir de Mort à credit (1936), con el que podría establecerse mayores paralelos. Proust aparece con frecuencia en las citas y ejemplos de formas literarias en Logoi. Las coincidencias entre la obra de Céline y la de Vallejo van más allá de la narrativa en primera persona por un personaje con el mismo nombre de su autor (en Céline, por cierto, Ferdinand pasará a ser Céline en sus últimas novelas). La escatología y el insulto, la polémica y precisamente la facilidad para retratar la oralidad ofrecen un yo enmierdado muy cercano al Fernando que habla, desde el primer párrafo de El desbarrancadero, de la “mierda, mierda y más mierda” de Medellín. Estamos ante un “yo” profiriendo insultos que necesariamente requieren del lector para reproducir la violencia de su tono, que como una onomatopeya reclama ir más allá del signo y producir el ruido de la misma voz, del vocifer (Godard). La injuria tanto en Vallejo como en Céline no es nunca un elemento inerte, ésta es siempre choques violentos en el texto; pero al contrario de Céline son pocas las veces que Vallejo recurre a la elipsis, su estilo no se atropella en silencios cuyo efecto es recargar el querer decir del texto. La escritura de Vallejo recurre a la diatriba y produce una logomaquia donde el personaje se exhibe en su decir y su saber decir, no en balde es un gramático. Atropellar el discurso con silencios a la manera de Céline no corresponde a la palabra dicha (por usar una aposición) pues ésta tiene que fluir y aguijonear desde el desbarrancadero donde está. Es la palabra aguijoneante, la palabra que traspasa, la palabra que hace el decir y la lógica del decir de Vallejo en su multitud de historias, quizás tan sólo una como se pregunta Schlegel; pero una que reafirma continuamente el arte de la letra.

 

Notas

 

(1). La polémica sobre el Premio Rómulo Gallegos comenzó con un artículo en El País de Madrid donde Gustavo Guerrero llamaba la atención sobre la monotonía ideológica, casi monolítica, del jurado que le otorgó el premio al andaluz Isaac Rosa por su novela El vano ayer. Como dice Guerrero: “Por primera vez desde su creación, los cinco jurados del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos constituían así un solo bloque político y representaban la garantía de una adhesión sin reservas a la ideología revolucionaria.” La polémicase extendió por varios meses en una serie de artículos en El Nacional de Caracas con intervenciones de distinto calibre. Hay que señalar que el artículo de Guerrero no atacaba la decisión de premiar El vano ayer (cuestión que Rosa no entendió), sino la pérdida de un espacio plural de la cultura hispana en manos de la aplanadora autoritaria del actual régimen personalista venezolano. Conteplamos un espacio perdido para la cultura (oficial o no) donde –anteriormente– alguien como Fernando Vallejo podía resultar favorecido por una decisión controvertida pero válida.

 

(2). En una entrevista, Vallejo dice no haber leído nada de Céline hasta después de publicar sus novelas. Vallejo explica esta afinidad con Céline a partir del contraste entre el lenguaje hablado que Céline lleva a sus obras, y la lengua escrita. Contraste que en francés es más pronunciado que en español. Al respecto afirma:

Yo no he leído a Mishima ni lo pienso leer. De Céline, y después de que empezaron a hablar del parecido en Francia, leí el Viaje al final de la noche, del que apenas tenía noticia, del que sabía algo vagamente. No sé qué pensar. Céline fue satanizado en Francia, acusado de colaboracionismo con los nazis. Cuando murió, a los franceses no les quedó más remedio que desenterrarlo, porque empezaron a verse en su espejo, porque Céline decía cosas muy profundas de Francia, porque empezaron a verse en él. El francés es muy distinto al español. Ha habido un abismo entre su variedad oral y la escrita. En español hay una diferencia, pero no tan marcada. Los franceses escribían un lenguaje literario, artificial. Céline usó un lenguaje basado en el coloquio, algo absolutamente revolucionario. Eso no se puede dar entre nosotros, porque no hemos tenido ese problema. En español, el gran lenguaje es el literario, distorsionado por el habla (“La entrevista” con Antonio Ortuño en Punto G en http://www.puntog.com.mx/2003/20030124/ENB240103.htm).

 

(3). Asociado a la filología implícita en la gramática y a los comentarios y actitudes de Fernando hacia partes del mundo que lo rodea Ana Serra ha tratado de establecer una vena dionisíaca que en ocasiones añora la vida apolínea del pueblo pequeño en que al personaje le tocó crecer proponiendo un “discurso nietzscheano” en la narrativa de Vallejo. Por válido que pueda resultar una división del mundo de Fernando en un pasado apolíneo y un presente dionisiaco la lectura de Serra es una simplificación excesiva del mundo del personaje. La destrucción puntual de elementos significantes que ocurre en La virgen de los sicarios puede verse como una puesta en escena del juego dionisiaco y apolíneo, pero no queda claro que el olvido del ser que Serra cita de El origen de la tragedia (69) sea el eje de la historia de Fernando.

 

(4). Gabriel García Márquez, Cien años de soledad. Uso la edición plagada de gazapos de Jacques Joset, Madrid: Cátedra, 1991.

 

(5). Uso para la referencia a “El narrador” el número del apartado en el texto. La palabra alemana Erzähler, narrador, en el ensayo de Benjamin se acerca más al significado de “cuentero” o “echador de cuentos” como lo indica la traducción al inglés como storyteller.

 

Obras citadas

 

Abad Falicione, Héctor. “El odiador amable” en El malpensante sf. http://www.elmalpensante.com/30_resena_libros.asp

 

Agamben, Giorgio. Homo sacer. Il potere sovrano e la nuda vita. Torino (Turín): Guido Einaudi, 1995.

 

----- . Profanazione. Roma: nottetempo, 2005.

 

Astutti, Adriana. “’Odiar la patria y abborrecer la madre’: Fernando Vallejo” en Boletín del centro de estudios de teoría y

 crítica literaria 11: diciembre de 2003, 107-119.

 

Benjamin, Walter. “Der Erzähler en Betrachtungen zum Werk Nikolai Lesskows,” en Gesammelte Schriften, Bd. II, 2,

 Frankfurt/M. 1977, pp. 438-465. Traducción al castellano, “El narrador” por Roberto Blatt en Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Madrid: Taurus, 1991.

 

Bessa, Marcelo Secron. Histórias positivas: a literatura (des)construindo a AIDS. Río de Janeiro: Record, 1997.

 

Isola, Laura. “De paseo a la muerte: una recorrida textual por La virgen de los sicarios” en La fugitiva conteporaneidad:

 narrativa latinoamericana 1990-2000, Cecilia Manzoni, editora. Buenos Aires: Rodríguez Peña, 2003.

 

Jáuregui, Carlos y Juana Suárez. “Profilaxis, traducción y ética: la humanidad ‘desechable’ en Rodrigo D. no futuro, La

 vendedora de rosas y La virgen de los sicarios” en Revista Iberoamericana LXVIII:199, Abril-Junio 2002, 367-392.

 

John Narváez. “Sobre El desbarrancadero de Fernando Vallejo” en Letralia: Tierra de Letras. Cagua, Venezuela: VIII:105

 (19/1/2004).  http://letralia.com/105/ensayo03.htm

 

Serra, Ana. “La escritura de la violencia. La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo, testimonio paródico y discurso

 nietzscheano” en Chasqui. Revista de literatura latinoamericana. 32.2 (Noviembre 2003): 65-76.

 

Vallejo, Fernando. Logoi: Una gramática del lenguaje literario. México: Fondo de Cultura Económica, 1983.

 

----- . La virgen de los sicarios. Bogotá: Santillana, 1995.

 

----- . El desbarrancadero. Buenos Aires: Alfaguara, 2001.

 

----- . “A los muchachos de Colombia” en El amor y la palabra. Encuentro iberoamericano de escritores. Bogotá: Casa de

 Poesía Silva, 2001.

 

----- . “Discurso para recibir el premio Rómulo Gallegos” Caracas 2 de agosto de 2003 en

 http://www.analitica.com/bitblioteca/fernando_vallejo/discurso_romulo_gallegos.asp

 

Vásquez, Juan Gabriel. “Lamierda y la gramática” en Revista de Cultura Lateral marzo 2002 n° 87

 http://www.lateral-ed.es/revista/foco/087fvallejo.htm

 

Villoro, Juan. “Literatura e infierno” entrevista a Fernando Vallejo en Babelia Digital 6 de enero 2002.

 http://www.trazegnies.arrakis.es/fvallejo.html