Palabras y
desconyuntamientos en la narrativa de
Fernando Vallejo
|
¿No resulta superfluo escribir
más de una novela?
Friedrich Schlegel (del aforismo 89) |
Este trabajo es
una aproximación a la obra de Fernando Vallejo tomando como
punto de
partida la novela El desbarrancadero
de 2001; novela que en 2003 le mereció el premio Rómulo
Gallegos
y que en 2005 sirvió como referencia a la controversia en torno
a la
siguiente edición del premio.(1)
Para quien haya
intentado desglosar y analizar lo más fríamente posible
cualquier
obra de Vallejo le será familiar la serie de problemas
conceptuales que
estallan con su narrativa. Desde la primera persona del narrador
homosexual y
misógino irredento cuyo nombre coincide con el del autor y abona
una
confusión constante, pasando por la repetición de
episodios y
relatos de una vida que se atrinchera como objeto del narrar, hasta la
diatriba
incesante que descalabra todo atisbo de estructura o
construcción social
e ideológica en estos textos y el patetismo sentimentaloide con
que se
recargan ciertas escenas y el lenguaje que sostiene este
descalabramiento, la
obra de Vallejo es un descolocar continuo que en última
instancia, si la
hubiere, conduce a preguntarse si existe alguna clave que pueda
descifrarlo sin
acabar en un espacio crítico plagado de matices del tipo
“sí, pero…” que siempre apuntan a otras aperturas y
otras contradicciones. La obra de Vallejo ensambla o incluso fuerza la
aparición de aporías en negaciones continuas. La obra
fuerza una
especie de asíndenton al eliminar las conjunciones creando
conflictos
que apuntan a un silencio en síncopa. La narración crea
momentos
de intensidad extrema, síncopes y síncopas, que sin ser
necesariamente patológicos permiten que se acumulen
razonamientos arrastrando
la narración a un final del tipo “no se diga más”
como en el viaje hacia la noche del otro Fernando con quien Vallejo es
fácil de comparar, el Ferdinand de las novelas de Céline.(2)
Una vía posible a la novelística de Vallejo resulta al
preguntarse si es posible una gramática del afecto y el
desafecto
asociados a la filiación como ejes o contraseñas por
donde
discurre la narración de la caída al desbarrancadero. La
posibilidad de una gramática no es un ejercicio arbitrario,
baste
recordar que Fernando, esta vez como personaje narrador en La
virgen de los sicarios, se describe como el último
gramático de Colombia. La posibilidad de una gramática
sirve para
preguntarse por la “corrección” implícita en esta
descripción, y en El
desbarrancadero aparecen señas, guiños casi, a
cuestiones
sintácticas y la propiedad gramatical. No es difícil
observar que
la gramática establece igualmente una conexión hacia el
“idioma altisonante y fluido” del primer José Arcadio en Cien años de soledad donde puede
estar una clave de filiación y desfiliación de la
narrativa de
Vallejo. Que sea latín lo que hablaba José Arcadio remite
a la gramática
castellana que Nebrija publica en 1492, pues ésta aparece
precisamente
por la necesidad de la enseñanza del latín, y con la meta
explícita
de subsanar la falta de una gramática propia del castellano que
no
permitía explicar la lengua clásica de manera
sistemática
a estudiantes carentes de la conceptualización y
estructuración
de la lengua que la gramática busca establecer. Una
cuestión
importante en el intento de entender la narrativa de Vallejo, y en
particular El desbarrancadero, aparece en la
relación que puede establecerse con la novela de García
Márquez como referencia obligada e hipertrofiada en la
literatura
colombiana.
En la portada
de la primera edición de El
desbarrancadero aparece una foto en sepia de dos niños que
la ficha
bibliográfica identifica como “Fernando Vallejo (a la derecha) y
su hermano Darío”, más aún, la leyenda
añade
que es una “foto tomada por su tío Argemiro”. Más
entrada la narración, la primera aparición de la madre (o
“la Loca”) es un comentario que les hace desde el piso de arriba y
que de modo oblicuo remite a la foto de la portada, “¡Qué
gusto me da ver a los dos hermanitos juntos y que se quieran!” (24). El
comentario de la madre es para Fernando un “saludo indirecto” de
parte del personaje que encauza (como el río de Medellín)
todo el
antagonismo hacia la mujer-madre que él confiesa en comentarios
como
metralla. Esta es la misma actitud que en comentarios similares aparece
a lo
largo de la narrativa de Vallejo a través de su personaje
Fernando.
Entre otros ejemplos cabe destacar, como hace Adriana Astutti, la
descripción de la madre de Silva en el primer párrafo de Almas en pena, chapolas negras (1995) y
la manera en que ella se refiere, en una auto-victimización
devastadora:
“Vean ustedes la situación en que nos ha dejado ese
zoquete”, al suicidio de su hijo. Es en Almas en pena
donde Vallejo mediante el narrador expresa una
visión de la vida que aparece una y otra vez en su obra. En este
mundo,
las palabras, como los hombres y los perros, viven y mueren; pero “hay
una cosa vaga, indefinible, inasible, que se llama el espíritu”
que Vallejo, en una versión renovada de Diógenes el
cínico, busca y sólo pocas veces halla entre los hombres
y sus
naciones (7-8).
En El
desbarrancadero, la foto de la
portada permanece como una fantasmagoría de la relación
entre los
hermanos y reaparece como referencia, como parte de la trama cuando los
personajes se sientan a ver un álbum de fotos y Fernando nota
una entre
las “Marchitas fotos, descoloridas fotos de lo que un día fuimos
en el amanecer del mundo” (173). De nuevo, al comentario de la foto le
sigue un comentario sobre el río y los “veinte hijos” que
parió la madre para hacer de la casa más que un manicomio
un
infierno: “Una Colombia en chiquito” (175).
La
descripción que hace el narrador de la foto que ve con su
hermano
Darío corresponde a aquella en la portada. El narrador describe
la foto
de
dos
niños como de cuatro o cinco años:
—Nosotros.
Él de
bucles rubios con un abrigo, yo detrás de él con una
camisa a
rayas abrazándolo. (173).
Y
también, más adelante y de cierto modo jugando o
reinsertando
literalmente la información de la ficha en la narración
(o al
revés): “Queda una foto de él conmigo, de niños,
que
mi tío Argemiro tomó” (200). El cariño de dos
hermanos capturado en el instante de una fotografía en la
portada
encapsula una narración en potencia, la de los personajes en la
foto, e
incluso la inviste del aura benjaminiana para sostenerla como hecho
estético. La narración en la novela se hace, se enmarca y
se
describe en una existencia aluvional, agónica si se quiere, en
el
desbarrancadero hacia la muerte. Al recapitular el gesto que se abre
con el
libro la memoria da paso a la nostalgia como reacción
patólogica
ante la ansiedad del regreso a casa. El narrador, como en las otras
novelas de
Vallejo, ya no vive en Medellín y siempre está de regreso
a una
Colombia distinta, un lugar que no es lo que recuerda e intenta
recuperar
contando. En El desbarrancadero, el
infierno de la casa se vuelca sobre el gesto de los dos niños en
la
portada. La narrativa de Vallejo va encapsulando universos, cada uno un
infierno que repite o refleja el anterior, todos y cada uno “Una
Colombia
en chiquito”. El gesto en la fotografía se convierte en la
fijación de un instante que recaba una vida pasada y regresa a
un
infierno presente; pero no necesariamente un infierno cristiano,
acá el
gesto de lo que se quiere y se necesita habitual se petrifica en una
fotografía, habitual como en el Hades clásico. La foto,
como
afirma Agamben, exige un nombre, exige nombrar sus sujetos
fotografiados
capturados en un gesto repetido, eternamente apuntando al recuerdo de
una
existencia y que devuelven una mirada interpelando y requiriendo una
humanidad
necesariamente entrelazada a la memoria y al mismísimo gesto de
nombrarla (Agamben 27-28).
La
fotografía como elemento imbricado a la figura de la madre
reaparece al
final de El desbarrancadero, esta vez
como un mecanismo para intervenir en la memoria y borrar la madre, la
Loca:
Por lo pronto,
de mi álbum de fotos, de daguerrotipos, la voy cortando con unas
tijeras
de donde aparece: está en los bautizos, en las primeras
comuniones, en
las bodas, en los entierros, ubicua como Dios Padre o como Balzac. En
los
bautizos quería ser la bautizada en las primeras comuniones, la
comulgante; en las bodas, la novia; y en los entierros, ¡la
muerta! Me ha
quedado un álbum de fotos mutiladas, una verdadera masacre de
recuerdos
tijereteados. (211-212)
Si el personaje
de Fernando es una fórmula de anti-filiación la madre es
el
operando necesario para ponerla en juego, quizás la
incógnita que
busca despejar la fórmula. Estamos ante una fórmula para
descalabrar la cómoda relación entre el pensamiento y lo
vivido
que, en una gesticulación constante del yo que se narra, llama
continuamente la atención al dictado de Foucault en
“¿Qué es un autor?”: “la traza del autor está
sólo en la singularidad de su ausencia”, acá el yo
narrador
representa una ausencia cuya traza es imborrable, la madre. La
agresión
a la foto es un gesto de desfiliación que remite por una parte a
la
transparencia con la que otro medio de representación, la
fotografía, impone su veracidad. Hacer desaparecer la imagen de
la foto
deja un recuerdo mutilado, “tijereteado” como afirma Fernando, un
rostro en particular que no está nunca borrado del todo, pues
queda su
traza. Resta siempre un vacío más profundo que la mirada
misma
del sujeto fotografiado interpelando y señalando. Hay que notar
que la
agresión a la madre es consistentemente una agresión a la
madre
como autora de la existencia y la voz que es capaz de narrar(se) y
reproducir(se) en tercera persona. Las fotos resultan siempre otra
reproducción
que en la narración de Fernando, con ecos borgesianos, es la
mayor falta
de la humanidad.
En cuanto a la
filiación con una biografía, con una realidad personal y
familiar, poco importa que lo que dicen los créditos de la foto
sea o no
cierto, que ésta sea o no una foto familiar u otra forma de
enlace a lo
autobiográfico. Es una preocupación estéril
preguntarse si
la foto es un engaño o un juego donde la función de la
ficción se imbrica con la percepción de lo real mediante
una
incorporación de los créditos al texto y sus rupturas. El
objeto,
el libro como aparato de representación que funciona para
capturar el
tiempo, la memoria y las muertes produce palabras que si no quedan,
permiten la
posibilidad de que pasen más lentamente a través del
largo lamento
que es la prosa ininterrumpida de El
desbarrancadero.
Nostalgia por el tiempo, por
otro ritmo de vida.
A Fernando, en
una vena democrática como nostálgico, la nostalgia lo
ataca como
un mal del expatriado. El personaje que narra está siempre de
regreso en
Colombia y de una manera u otra enfrentado a las memorias colectivas y
personales de un pasado que solo son trazas de mundos idos. Fernando
cuenta
desde su afuera, desde la nostalgia de un espacio complejo donde el
afecto se
entremezcla con los cambios políticos y sociales en una realidad
donde
lo único que puede introducir es el respiro ahogado de un
síncope, una pérdida del aliento para recuperarlo en
borbotones.
Síncopes son las diatribas en contra de la familia, la madre, la
iglesia, los políticos, y son síncopes también sus
encuentros con muchachos (la otra cara del síncope), el respirar
en el
vacío de la pequeña muerte. El personaje
nostálgico
gesticula en síncopes; pero esta nostalgia no lo es tanto por un
mundo
apolíneo como afirman ciertas lecturas de Vallejo que intentan
imponer
un polo apolíneo/dionisiaco en las historias que cuenta Fernando
donde
el pasado es un mundo ordenado y el presente un caos de violencia.(3) La
violencia es recurrente, lo abarca todo, está presente en todo
recuerdo
familiar, más de una vez repite Fernando la expresión de
la
abuela “acaban hasta con el nido de la perra” para referirse a la
locura en la familia como grupo y, por extensión, al país
entero.
La violencia es la variable fundamental de una fórmula a
través
de la cual Fernando dice, por donde discurre su decir. En la
fórmula hay
una tríada de modulaciones que alternan entre la iracundia, los
apetitos
(deseo) y lo racional. Por ello Fernando no es un personaje que viva en
una
alternancia entre el caos y el orden, entre lo apolíneo y lo
dionisiaco,
en el mejor de los casos resulta ser un personaje que en las trazas del
deseo
cabalga el borde entre los dos mundos.
Fernando, el
personaje de Vallejo, viaja. Su narración en primera persona
ocurre
siempre en un tipo de regreso del exilio, a Medellín en La virgen de los sicarios, a casa en El
desbarrancadero, al valle en Mi hermano el alcalde
o bien,
sencillamente en regresos a Colombia como en sus excavaciones
biográficas sobre Jacobo Barba Jacob o José
Asunción Silva
escritas también en primera persona. El viajar del personaje
vive de una
sed de recordar, de capturar recuerdos antes de que los borre la
muerte, por
ello es que La Rambla paralela
está narrada en la tercera persona: ya la muerte alcanzó
al
personaje. Una clave de la narración ininterrumpida en la prosa
sin
rupturas de El desbarrancadero
está justamente en esa sed de recordar, la sed de remembranzas
donde la
memoria enfrentada al recuerdo en borbotones no puede permitirse la
ruptura de
un fin de capítulo, ni siquiera la pausa ni el respiro de un
aparte
largo. En El desbarrancadero, la
historia que Fernando cuenta en primera persona va ininterrumpida, sin
respiro,
encauzada como el río de Medellín, arrastrando su mierda,
por una
portada y contraportada color sepia del antaño de los recuerdos;
pero
también el color del presente, el de las aguas.
Ocurre en la
narrativa de Vallejo la apertura de un espacio intersticial donde la
parodia, o
incluso la posibilidad de lo paródico, está siempre en
suspenso,
interrumpida, en la parabasis que
abre el paso a una conversación y toma la forma de ésta.
Estamos
frente a una conversación que, como afirma Agamben, desenmascara
la
imposibilidad del lenguaje novelesco. Por eso el párrafo final
de El desbarrancadero parece enlazarse a
otro episodio de la literatura colombiana como contraseña,
En ese instante
entendí que se acababan de cortar mis últimos
vínculos con
los vivos. El taxi se iba alejando, alejando, alejando,
dejándolo
atrás todo, un pasado perdido, una vida gastada, un país
en
pedazos, un mundo loco, sin que se pudiera ver adelante nada, ni a los
lados
nada, ni atrás nada y yendo hacia nada, hacia el sin sentido, y
sobre el
paisaje invisible y lo que se llama el alma, el corazón,
llorando:
llorando gruesas lágrimas la lluvia. (213)
Pues al primer José
Arcadio en Cien años de soledad,
Pietro Crespi
lo encontró en el corredor, llorando con el llantito sin gracia
de los
viejos, llorando por Prudencio Aguilar, por Melquíades, por los
padres
de Rebeca, por su papá y su mamá, por todos los que
podía
recordar y entonces estaban solos en la muerte.
Cuando amarran al primer José Arcadio,
que gritaba “como un endemoniado en un idioma altisonante y fluido pero
completamente incomprensible”,(4) al
castaño del patio lo
dejan “ladrando en lengua extraña y echando espumarajos verdes
por
la boca” (174). Es bien conocido el desenlace de esta historia de
Macondo, la lengua incomprensible de José Arcadio Buendía
es
descifrable pues, “Hoc est
simplicisimus” (179), era latín. Además, Jose
Arcadio,
a pesar de su sensatez o gracias a ella, reconoce su locura, se sabe
estar
loco. En la escritura de Fernando Vallejo a través de su
personaje
Fernando, de manera más peripatética, no solamente
resuenan los
gritos de endemoniado y los espumarajos verdes del patriarca de
Macondo,
Vallejo parece escribir precisamente alrededor del lamento que repite
José Arcadio, “la máquina del tiempo se ha
descompuesto” (173). Los comentarios de Fernando son una locuaz y
verbosa
locura sembrada de muertos y de interpelaciones a la memoria que
además
señala y “contraseñala” lugares comunes del habla
diaria.
Hay mucho en esta novela de Vallejo que
funciona como una madeja en la que se teje y se pone en juego todo tipo
de
conexiones discursivas. Entre ellas el discurso biomédico sobre
el sida,
la enfermedad y el dolor físico, y sus construcciones de la
certeza. En
esto, la enfermedad “de maricas” e innombrable para el discurso
burgués, establece la visión novelesca de una historia
que cuenta
una vida entera, que expone, como afirma Benjamin en “El narrador”,
la experiencia de la novela como la experiencia de una muerte ajena
(§
XV).(5) Para Fernando, el narrador, la muerte en casa
de su hermano
Darío y la de su padre marcan la presencia constante del
lenguaje al historiar
los espacios o al hablar de ellos como lugares vividos y dolidos
más
allá de lo representable, rememorables.
En el
discurso al recibir el premio Rómulo
Gallegos, Vallejo afirma:
El
dolor es un estado de
conciencia, un fenómeno mental y como tal nunca puede ser
observado en
los demás, se trate de seres humanos o de animales. Cada quien
sabe
cuándo lo siente, pero nadie se puede meter en el cerebro ajeno
para
saber si lo está sintiendo el prójimo. Que los
demás lo
sienten lo deducimos de los signos externos: retorcimientos,
contorsiones
faciales, pupilas dilatadas, transpiración, pulso agitado,
caída
de la presión sanguínea, quejas, alaridos, gritos. Pues
estos
signos externos los observamos tanto en el hombre como en los
mamíferos
y en las aves.
El
dolor es así, según Vallejo, una observación, una
lectura
en el Otro de la que no podenos decir nada con certeza sino
aproximarnos con lo
que deducimos de signos del cuerpo. Al ser una lectura en el otro el
dolor
también corresponde a una parte irreducible de la alteridad. No
hay
manera de absorber, clasificar y así negar la diferencia y la
alteridad
al reconocer el dolor del Otro. Por ello, el espacio del dolor, sus
gestos y
sus lecturas, se enraiza en una primera afirmación que acepta y
“quiere”, como dice la madre desde la ventana, al Otro.
El
desbarrancadero,
mediante la
historia de un regreso a casa (en realidad la historia de una serie de
regresos) narra los últimos días de Darío
agonizante y los
cuidados y cuitas de Fernando. Si La
virgen de los sicarios es una novela en la ciudad desbaratada, la civĭtas en desbandada, el espacio
de El desbarrancadero es el del domus
desnucleado, la casa
desbaratándose. La casa ha permanecido en la familia mientras
Medellín se poblaba de edificaciones marcadas por el famoso
narco-ladrillo, para Fernando ello es la expresión de una
economía aberrante en la cual las casas dan paso a edificios de
apartamentos repitiendo o expresando el crecimiento descocado de la
humanidad.
El vínculo entre la ciudad que crece y la vida en familia
aparece en El desbarrancadero en la narración
de un recuerdo, la visita con el padre a uno de los edificios y la
vista desde
el balcón de un apartamento de la casa de la familia. El
crecimiento
urbano en la explosión de edificios se expresa en una escena
casi
chaplinesca en el baño del apartamento de Darío en
Bogotá.
La ciudad, el espacio urbano ha sufrido añadidos que resultan en
espacios absurdos que “Los pobres jamás compran” (16). Lo
absurdo de la sobreoferta de espacios en una economía que no
puede
justificarlos, aparece en un baño con un escalón a la
entrada, un
inodoro imposible y una regadera de a gotas que en toda ocasión
o
intento de uso daña al cuerpo y produce dolor físico.
El
baño no tenía
foco, o mejor dicho foco sí, pero fundido, y cuánto hace
que se
acabó el papel higiénico. Desde los tiempos de
Maricastaña
y el maricón Gaviria. Y ojo al que se sentara en ese inodoro: se
golpeaba las rodillas contra la pared. Ya quisiera ver yo a Su Santidad
Wojtyla
sentado ahí. O bajo la regadera, un chorrito frío,
frío,
frío que caía gota a gota a tres centímetros del
ángulo que formaban las otras dos paredes, heladas. El golpe no
era ya
sólo en las rodillas sino también en los codos cuando uno
se
trataba de enjabonar. (14-15)
Así,
si el daño comenzaba al entrar y tropezarse con el
escalón, la
agresión al cuerpo continúa con el inevitable golpe en
las
rodillas al sentarse en la poceta, el helarse al intentar
bañarse,
golpearse de nuevo en los codos al tratar de enjabonarse y por supuesto
irse de
bruces al salir. Los golpes al cuerpo ocurren en sus articulaciones,
codos y
rodillas, durante un episodio si se quiere chaplinesco y que va a
irradiar
desde la casa a la ciudad y a todo el país como una clave
posible de
lectura: la desarticulación, el desconyuntamiento del cuerpo,
del hogar,
del país.
Sí,
pero… esa es precisamente una de las funciones características
de
toda novela. La novela, en principio, tramita la narrativa en espacios
donde
las estructuras que sostienen lo social, la ciudad, la guerra, la
violencia, la
familia, el viaje, encajan unas en otras, se articulan en un discurso
que busca
ser consecuente en hacerlas interiores e interiorizables. El papel de
la novela
es descorrer el velo que la naturalización e
internalización de
este discurso implica y mostrar una realidad otra, cambiada y fuera de
sí. El desbarrancadero, en un
tono confesional que Fernando deja ver como una conversación con
un
siquiatra, narra una historia personal usando como hilo narrativo la
muerte del
hermano, Darío, y los últimos días de ambos en su
casa en
Medellín. El sida no es la única enfermedad en la novela,
de
hecho la novela relata la muerte del padre y, como en La
virgen de los sicarios, la de un perro de la calle agonizante.
En ambos casos mediante un fármaco, el Eutanal, para la
eutanasia.
La
discusión entre los médicos y Fernando sobre el
diagnóstico del padre (cirrosis o hepatoma) reproduce la
función
mágica del decir y el nombrar que se vuelca sobre la
función
discursiva de la enfermedad, su diagnóstico y su posible
curación. Aunque la cura resulte un imposible en el caso de
Darío. Así, si el sida es un conjunto de infecciones
oportunistas, los médicos también son, con ecos de prosa
barroca,
una retahíla de “compinches” del sepulturero en su
ignorancia (99). A la pregunta ¿Cómo puede contarse o
narrarse la
enfermedad que ni siquiera se atreven a nombrar?, la enfermedad que
Fernando
describe en un remedo de conversación que concluye con las
mariconerías de papas y presidentes, como:
esa enfermedad, hombre, de maricas
que es la moda, del modelito que hoy se estila y que los pone a andar
por las
calles como cadáveres, como fantasmas translúcidos
impulsados por
la luz que mueva a las mariposas. ¿Y que se llama cómo?
Ah, yo no
sé. (10)
Sin embargo
tiene nombre, ya no el "SIDA" con sus siglas en mayúsculas y
entre comillas como lugar de encuentro y conflicto de discursos, sino
sida con
minúscula, sustantivado como uno más, un objeto
más de los
que matan en el economato de la muerte que es la ciudad moderna, en el
matadero
que para Fernando es Colombia. En la consunción del cuerpo del
hermano
por las diferentes expresiones del síndrome, el narrador
reconstruye e
increpa su función doméstica y domeñadora de una
locura
diabólica por desordenadora y anti goda (conservadora).
¿Qué puede ser la enfermedad sino una lista de los
remedios,
fármacos que increpan al silencio y que repiten la
construcción y
las batallas discursivas del sida?
Por
si tenía criptococosis
le daba fluconazol; por si tenía histoplasmosis le daba
itraconazol; por
si tenía neumonía le daba trimetoprim sulfametoxasol. Y
si no
tenía criptococosis ni histoplasmosis ni neumonía,
qué
carajos, lo que no mata engorda. Si a Darío lo iban a matar los
médicos o el hijueputa sida, ¡que lo matara yo! Total, a
mí
era al único que me dolía (173).
La enfermedad
con la que Fernando batalla también ataca la memoria misma,
quizás el arte mismo de novelar, y, en un giro desvastador, hace
desaparecer el momento de mayor importancia en la relación entre
Fernando y Darío, un muchacho que Fernando una vez le
presentara, que le
“regalara” a Darío. La memoria del cuento simplemente se
desdibuja entre un montón de muchachos y repeticiones cuando
Darío responde a la pregunta de Fernando,
“—¿Sí, te acordás, Darío, del Andresito
que te regalé en Bogotá cuando nos reconciliamos y te
contagié el vicio de los muchachos?” con un simple
“¿—Cuál?” que resulta del olvido causado por el
“citomegalovirus” (175).
Hay un punto
importante en relación a la homosexualidad que en las novelas de
Vallejo
simplemente acaece como quien encuentra un muchacho en la calle. Hasta
cierto
punto el homosexual en la concepción moderna como sujeto, que
Foucault
describe como la creación y aparición de un personaje a
través de una patología y una expresión del
“biopoder”,
aparece cuestionada en la obra de Vallejo. Fernando y Darío son,
según su propia descripción, reincidentes, si se quiere
“viciosos”, sodomitas en el mejor de los casos, pero no personajes
clínicos que puedan trazarse en su patología. Acá
funciona
nuevamente la fórmula de desfiliación con una
contraseña,
el yo del narrador desestima un discurso patológico y hasta
“patologizante” que lo encasilla en una categoría que
continuamente señala como demasiado poblada (¡allí
están papas y presidentes!). La homosexualidad aparece en estos
textos
como un matiz más de un narrador en primera persona que relata
un mundo
donde el acto de la escritura es el retrato mismo de la soledad, un
elemento
más entre los muchos que obcecan al narrador desengañado
de
mitos, y que se regocija o reconforta al exponerlos.
Para dar con
claves de la escritura en Vallejo habría que acudir a un texto
fundamental de su obra. Me refiero a su gramática del lenguaje
literario, Logoi, su primer libro
publicado en 1983. Baste recordar que en La
virgen de los sicarios Fernando es el último
gramático vivo
de Colombia. Logoi,
palabras, son las armas del personaje gramático en su paso por
Medellín; armas que despliega en su enfrentamiento constante con
una
muerte siempre y ya escrita, probablemente ni siquiera, a lo
Céline, a
crédito.
En Logoi, al
hablar de la metáfora,
Vallejo habla de la etimología de la palabra angustia, el filo,
el borde
del acantilado o desfiladero. En El
desbarrancadero Fernando habla desde más allá de la
angustia,
desde el fondo mismo del estiercolero en que se le convirtió
Medellín y con ella (o él) Colombia y su casa. Más
que ser
para la muerte en un dasein que la
narración de Fernando recobra en la imagen de la abuela
leyéndole, bajo protesta, a Heidegger, la narración hace
patente
un ser con la muerte que descoca la memoria misma vuelta una lista de
muertos y
un inescapable quehacer de la muerte.
La muerte se
instala en casa. Fernando la ve y la increpa, pero dice saberse
respetado por
ella, él tiene las palabras. En Logoi
a partir de dos aguas de la lengua, la hablada y la escrita Vallejo
construye
un diccionario del uso de la segunda, del lenguaje literario, a la
manera del
proyecto imposible de Miguel Antonio Caro y describe, con ejemplos en
cuatro o
cinco idiomas, lo que entiende como una matriz de formas y usos donde
cualquier
autor encuentra lo necesario para su montaje, su texto literario. La
literatura
es eso para Vallejo, un uso de la lengua en el que un autor demuestra
su
destreza en el presentar y manejar un lenguaje vivo, escrito. No es la
novedad
que se entiende imposible, es el saber hacer con la lengua lo que
permite y da
cabida a la creación literaria. Incluso, los elementos del
lenguaje que
han notado varios estudios sobre Vallejo también aparecen en la
conclusión de Logoi, parte
esencial del tablado literario responde a su propio enriquecimiento, a
su
evolución en su articulación con la lengua hablada. Sin embargo,
concentrarse en
la oralidad y su función en la obra de Vallejo pasa de alto lo
que tal
vez sea la tesis fundamental de Logoi
y la poética que Vallejo propone. Muy borgesiano a veces y muy
parejero
en otras, el mundo de Vallejo es un mundo de reescrituras y
guiños
literarios. No sólo en la literatura en castellano desde el Quijote cuando muy a lo Cervantes el
narrador indica que un relato de El
desbarrancadero ya lo había contado en
Los días azules, o cuando muy de la picaresca de
Quevedo
describe la casa de la familia como la casa del hambre, o cuando en
otro
momento aparece como un personaje de Rulfo o Faulkner hablando muerto,
desde la
muerte. En El desbarrancadero toman
su turno una instancia tras otra del quehacer de la palabra literaria
desde el
comienzo mismo de la literatura que Vallejo asigna a los griegos.
En Logoi
Vallejo afirma que ya toda la
literatura está en la Ilíada.
En El desbarrancadero la
narración de la vida y la muerte de todos aparece cuando
Fernando se
enfrenta a una realidad nuda, patente en su crudeza, el sida que mata a
Darío de consunción, que hace de los insultos, las
diatribas y
provocaciones que infiere, que lanza el personaje a todo (o casi todo
pues hay
quien se salva) cuanto lo rodea puedan leerse como equivalentes a las
alabanzas, adulaciones y plegarias que articulan toda tragedia griega,
ayes
incluídos. De hecho la plegaria de gratitud al Espíritu
Santo
está entre los planes de curación que plantea Fernando. Y
la
dicotomía entre la bios y la zoé que para alguien como
Agamben
desemboca en las normativas de la biopolítica que rigen la
contemporaneidad pueden entenderse en el discurrir de Fernando sobre la
buena muerte,
la farmacopea y la Sociedad Protectora de Animales.
En los versos de Antígona:
Muchas
son las cosas terribles;
pero
más
terribles que el hombre,
no lo es
ninguna.
(232ss)
puede encontrarse,
coincidiendo con Vallejo, el germen de la humanidad plaga que es el
blanco
continuo de la diatriba de Fernando y de su misoginia antiparturienta
que tanto
ha llamado la atención a la crítica y que Vallejo el
polémico se ocupa de azuzar. En una carta a los muchachos de
Colombia,
por ejemplo, que aparece en una colección cursilísima que
sólo las alcadías de nuestros países pueden o se
atreven a
publicar, Vallejo les recomienda de plano “No se reproduzcan”. De
modo que si la casa se descoyunta el punto cero de lo doméstico
también tiene que caer, desmadrarse. No sólo la ciudad y
el
país están marcados por la hijueputez, todos son
hijueputas, la
madre misma de Darío y Fernando es la Loca paridora de una
veintena de
hijos coronados por el maraco o benjamín. El hermano menor, el
Gran
Huevón, Cristoloco y personajes como Castro, presidentes de
Colombia y
México y el papa Wojtyla son blancos de la diatriba constante
que
despliega el narrador de la novela.
El desmadre no es
insólito ni mucho menos gratuito, es completamente consecuente
con la
lógica de la rabia que impone la narrativa y dentro de
ésta
también explica el papel doméstico del hijo mayor,
Fernando, a
cargo de “limpiarles el culo” a sus hermanos una vez que la Loca se
desentiende de cualquier otro cuidado que no fuese parir.
Eliminar la madre, claro
está, no puede ser un acto inocente, al desmadrar al personaje
aparece
una articulación necesaria, la madre y el matriarcado con el que
se
podría aventurar un ataque al machismo y la tríada
puta/virgen/madre en el que se mueve la valoración de la mujer y
que
articula la violencia de la sociedad hispana en su contra (Astutti);
pero ello
es otro hacer patente de la narrativa que no tiene más asideros
que la
respuesta tras una lectura cuya clave es la provocación desde
una
primera persona inagotable.
La
cuestión de la primera persona es una estrategia que enraiza la
obra de
Vallejo en una modernidad literaria quizás algo ajena al
castellano y
sus pruritos autobiográficos. Por ello su efectividad.
El yo de
Fernando tiene ecos del Marcel proustiano, pero es con el personaje de
Céline, precisamente Ferdinand a partir de Mort
à credit (1936), con el que podría establecerse
mayores paralelos. Proust aparece con frecuencia en las citas y
ejemplos de
formas literarias en Logoi. Las
coincidencias entre la obra de Céline y la de Vallejo van
más
allá de la narrativa en primera persona por un personaje con el
mismo
nombre de su autor (en Céline, por cierto, Ferdinand
pasará a ser
Céline en sus últimas novelas). La escatología y
el
insulto, la polémica y precisamente la facilidad para retratar
la
oralidad ofrecen un yo enmierdado muy cercano al Fernando que habla,
desde el
primer párrafo de El
desbarrancadero, de la “mierda, mierda y más mierda” de
Medellín. Estamos ante un “yo” profiriendo insultos que
necesariamente requieren del lector para reproducir la violencia de su
tono,
que como una onomatopeya reclama ir más allá del signo y
producir
el ruido de la misma voz, del vocifer (Godard). La injuria tanto en
Vallejo
como en Céline no es nunca un elemento inerte, ésta es
siempre
choques violentos en el texto; pero al contrario de Céline son
pocas las
veces que Vallejo recurre a la elipsis, su estilo no se atropella en
silencios
cuyo efecto es recargar el querer decir del texto. La escritura de
Vallejo
recurre a la diatriba y produce una logomaquia donde el personaje se
exhibe en
su decir y su saber decir, no en balde es un gramático.
Atropellar el
discurso con silencios a la manera de Céline no corresponde a la
palabra
dicha (por usar una aposición) pues ésta tiene que fluir
y
aguijonear desde el desbarrancadero donde está. Es la palabra
aguijoneante,
la palabra que traspasa, la palabra que hace el decir y la
lógica del
decir de Vallejo en su multitud de historias, quizás tan
sólo una
como se pregunta Schlegel; pero una que reafirma continuamente el arte
de la
letra.
Notas
(1).
La
polémica sobre el Premio Rómulo Gallegos comenzó
con un
artículo en El País de
Madrid donde Gustavo Guerrero llamaba la atención sobre la
monotonía ideológica, casi monolítica, del jurado
que le
otorgó el premio al andaluz Isaac Rosa por su novela El
vano ayer. Como dice Guerrero:
“Por primera vez desde su creación, los cinco jurados del Premio
Internacional de Novela Rómulo Gallegos constituían así un solo bloque
político y representaban la garantía de una
adhesión sin
reservas a la ideología revolucionaria.” La polémicase
extendió por varios meses en una serie de artículos en El Nacional de Caracas con
intervenciones de distinto calibre. Hay que señalar que el
artículo de Guerrero no atacaba la decisión de premiar El vano ayer (cuestión que Rosa
no entendió), sino la pérdida de un espacio plural de la
cultura
hispana en manos de la aplanadora autoritaria del actual régimen
personalista venezolano. Conteplamos un espacio perdido para la cultura
(oficial
o no) donde –anteriormente– alguien como Fernando Vallejo
podía resultar favorecido por una decisión controvertida
pero
válida.
(2).
En
una entrevista, Vallejo dice no haber leído nada de
Céline hasta
después de publicar sus novelas. Vallejo explica esta afinidad
con
Céline a partir del contraste entre el lenguaje hablado que
Céline lleva a sus obras, y la lengua escrita. Contraste que en
francés es más pronunciado que en español. Al
respecto
afirma:
Yo no
he leído a Mishima ni lo pienso leer. De Céline, y
después
de que empezaron a hablar del parecido en Francia, leí el Viaje al final de la noche, del que
apenas tenía noticia, del que sabía algo vagamente. No
sé
qué pensar. Céline fue satanizado en Francia, acusado de
colaboracionismo con los nazis. Cuando murió, a los franceses no
les
quedó más remedio que desenterrarlo, porque empezaron a
verse en
su espejo, porque Céline decía cosas muy profundas de
Francia,
porque empezaron a verse en él. El francés es muy
distinto al español.
Ha habido un abismo entre su variedad oral y la escrita. En
español hay
una diferencia, pero no tan marcada. Los franceses escribían un
lenguaje
literario, artificial. Céline usó un lenguaje basado en
el
coloquio, algo absolutamente revolucionario. Eso no se puede dar entre
nosotros, porque no hemos tenido ese problema. En español, el
gran
lenguaje es el literario, distorsionado por el habla (“La
entrevista” con Antonio Ortuño en Punto G en http://www.puntog.com.mx/2003/20030124/ENB240103.htm).
(3).
Asociado a la filología
implícita en la gramática y a los comentarios y actitudes
de
Fernando hacia partes del mundo que lo rodea Ana Serra ha tratado de
establecer
una vena dionisíaca que en ocasiones añora la vida
apolínea
del pueblo pequeño en que al personaje le tocó crecer
proponiendo
un “discurso nietzscheano” en la narrativa de Vallejo. Por
válido que pueda resultar una división del mundo de
Fernando en
un pasado apolíneo y un presente dionisiaco la lectura de Serra
es una
simplificación excesiva del mundo del personaje. La
destrucción
puntual de elementos significantes que ocurre en La virgen
de los sicarios puede verse como una puesta en escena del
juego dionisiaco y apolíneo, pero
no queda
claro que el olvido del ser que Serra cita de El origen de
la tragedia (69) sea el eje de la historia de
Fernando.
(4).
Gabriel García Márquez, Cien
años de soledad. Uso la edición plagada de gazapos de
Jacques
Joset, Madrid: Cátedra, 1991.
(5).
Uso para la referencia a “El narrador” el número del
apartado en el texto. La palabra alemana Erzähler,
narrador, en el ensayo de Benjamin se acerca más al significado
de
“cuentero” o “echador de cuentos” como lo indica la
traducción al inglés como storyteller.
Obras
citadas
Abad Falicione, Héctor.
“El odiador
amable” en El malpensante sf. http://www.elmalpensante.com/30_resena_libros.asp
Agamben, Giorgio. Homo
sacer. Il potere sovrano e la nuda vita. Torino
(Turín): Guido Einaudi, 1995.
----- . Profanazione.
Roma: nottetempo, 2005.
Astutti, Adriana. “’Odiar la
patria y
abborrecer la madre’: Fernando Vallejo” en Boletín
del centro de estudios de teoría y
Benjamin, Walter. “Der
Erzähler en
Betrachtungen zum Werk Nikolai Lesskows,” en Gesammelte
Schriften, Bd. II, 2,
Bessa, Marcelo Secron. Histórias positivas: a literatura (des)construindo a
AIDS.
Río de Janeiro: Record, 1997.
Isola, Laura. “De paseo a la
muerte: una
recorrida textual por La virgen de los
sicarios” en La fugitiva
conteporaneidad:
Jáuregui, Carlos y
Juana Suárez.
“Profilaxis, traducción y ética: la humanidad
‘desechable’ en Rodrigo D. no
futuro, La
John Narváez. “Sobre El desbarrancadero de Fernando
Vallejo” en Letralia: Tierra de
Letras. Cagua, Venezuela: VIII:105
Serra, Ana. “La escritura de
la violencia. La virgen de los sicarios, de Fernando
Vallejo, testimonio paródico y discurso
Vallejo, Fernando. Logoi:
Una gramática del lenguaje literario. México:
Fondo de Cultura Económica, 1983.
----- . La
virgen de los sicarios. Bogotá: Santillana, 1995.
----- . El
desbarrancadero. Buenos Aires: Alfaguara, 2001.
----- . “A los muchachos de
Colombia” en
El amor y la palabra. Encuentro
iberoamericano de escritores. Bogotá: Casa de
----- . “Discurso para recibir
el premio
Rómulo Gallegos” Caracas 2 de agosto de 2003 en
Vásquez, Juan Gabriel.
“Lamierda y la
gramática” en Revista de
Cultura Lateral marzo 2002 n° 87
Villoro, Juan. “Literatura e
infierno”
entrevista a Fernando Vallejo en Babelia
Digital 6 de enero 2002.