Felisberto Hernández o la máscara de lo cotidiano

 

Ricardo Rey Beckford

 

 

"La grandeza del verdadero arte- escribe Proust- en contraste con aquel que Monsieur Norpois hubiera llamado juego de aficionados, consistía en encontrar de nuevo, en captar otra vez, en hacernos conocer esa realidad lejos de la cual vivimos, de la cual nos apartamos cada vez más a medida que se hace más espeso e impermeable el conocimiento convencional con que la sustituimos, esa realidad que estamos en grave peligro de no llegar a conocer antes de nuestra muerte y que es sencillamente nuestra vida, la verdadera vida por fin descubierta e iluminada, la única vida, por consiguiente realmente vivida, esa vida que, en cierto sentido, habita a cada instante en todos los hombres lo mismo que en el artista" (El Mundo de Guermantes )

Estas palabras con que Proust intenta definir "la grandeza del verdadero arte" van mucho más allá de su obra y no son- como él mismo nos advierte- una aspiración exclusiva del artista. Pero la obra de Proust describe como ninguna otra los esfuerzos que son necesarios para llegar a conquistar, a través de la memoria, una imagen no falsificada de sí mismo y de la propia experiencia. El famoso episodio de la madelaine, el bizcocho cuyo sabor le permitió recuperar una época de su vida que había intentado durante años recordar, lo lleva a descubrir lo que denomina memoria involuntaria. Proust había debido contentarse hasta entonces con los recuerdos que le proporcionaba la memoria voluntaria. Pero lo característico de esta memoria voluntaria es "que los datos que ella da respecto al pasado no conservan de él nada".

El hecho de que la memoria que nos permite apoderarnos de la verdadera experiencia sea involuntaria, hace que el pasado quede "fuera de sus dominios y de su alcance, en un objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos. Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto antes de que nos llegue la muerte, o que no lo encontremos nunca" (Por el camino de Swann)

Esta dependencia del azar, esta dificultad para "encontrar nuestra vida, la verdadera vida por fin descubierta e iluminada", tiene que ver- como ha señalado Benjamin, entre otros- con nuestra época y forma parte de las experiencias que todo creador debe necesariamente enfrentar.

No pretendo, por supuesto, equiparar los relatos del uruguayo Felisberto Hernández con esa obra de insuperable belleza que Proust llevó a cabo. Sólo digo que esos relatos manifiestan parecidas aspiraciones.

Hernández se aleja de los planteos convencionales del realismo literario. Rara vez, sin embargo, su mundo narrativo difiere demasiado del mundo cotidiano. A cada paso empero, tras las apariencias más inocentes, se percibe el rastro de algo que empaña la brillante superficie de las cosas.

"Y si podía sobreponerme- escribe- a ese ruido que cierta crítica hace en algún lugar del pensamiento y que no deja sentir o no deja formarse otras ideas menos fáciles de concretar; si podía evitar el entregarme fácilmente a la comodidad de apoyarme en ciertas síntesis, de esas que se hacen sin tener previamente gran contenido, entonces me encontraba con un misterio que me provocaba otra calidad de interés por las cosas que me ocurrían". (Hernández. Por los tiempos de Clemente Colling )

Esta actitud, constante en su obra, aparece sin embargo claramente controvertida por otra, no menos firme, que en muy contadas oportunidades le permite perder de vista el contorno de la realidad inmediata. Rara vez deja Hernández de señalar la presencia de algo anómalo en el orden aparente de las cosas. El lector intuye que ese orden es apenas una máscara, una coartada del misterio, pero advierte, al mismo tiempo, que el relato no se decide a abandonar del todo la zona de seguridad. La melancolía y el humor determinan los límites últimos de esa zona y salvan los riegos de la aventura.

El descubrimiento de la verdadera experiencia, de la verdadera realidad, de esa que se oculta bajo la máscara de lo cotidiano, implica para el arte lo que se conoce como la experiencia del aura. La obra de Hernández está marcada por la búsqueda de esa experiencia.

El aura es la experiencia de la armonía revelada, de la armonía esencial del mundo. Ella nos concede la verdadera mirada, la mirada que merece la respuesta de los seres y de las cosas. "Advertir el aura de una cosa- observa Benjamin- significa dotarla de la capacidad de mirar." (Benjamin)

El papel fundamental que cumplen los objetos para la memoria, hace que la posibilidad del aura esté indisolublemente ligada a la recuperación del pasado y a la percepción de una experiencia no adulterada. El hecho de que todo ello se encuentre sepultado, enmascarado, por una falsa imagen del mundo, ha convertido a la experiencia del aura en una contingencia azarosa.

Y si bien es cierto que esa imagen petrificada, inerte, que la fotografía y las otras técnicas de reproducción mecánica imponen, tiene mucho que ver con esas dificultades, no es ajeno a esta situación el utilitarismo que domina la vida moderna. La función utilitaria del objeto oculta al objeto. Los ojos velados del uso y la rutina ni siquiera llegan a percibirlo. El método científico, por su parte, lo desdeña. Para Adorno y Horkheimer este extrañamiento del hombre con respecto a las cosas es consecuencia directa de su mirada patronal. "El hombre de ciencia- sostienen- conoce las cosas en la medida en que puede hacerlas. De tal suerte el en-sí de éstas se convierte en para-él. En la transformación la esencia de las cosas se revela cada vez como la misma: como fundamento de su dominio". (M. Horkheimer y T. Adorno )

No siempre los relatos de Hernández alcanzan la experiencia del aura. Descubren en cambio, a cada instante, las dificultades y perplejidades a que la búsqueda de esa experiencia conduce.

"De esto- escribe Hernández- hace más de veinte años. Ahora, mientras respiro sobre aquellos recuerdos, estoy sentado en un banquito rojo, echado sobre una mesita azul, rodeado de reflejos verdosos y dorados que hace el sol en las plantas; y todo esto en un galpón abierto de piso de tierra, de una casa que a esta hora siempre está sola. En este tiempo presente en que ahora vivo aquellos recuerdos, todas las mañanas son imprevisibles en su manera de ser distintas. Sin embargo, lo que es más distinto, el ánimo con que las vivo, la especial manera de sentir la vida de cada mañana, la luz diferente con que el sol da sobre las cosas, las formas diferentes de las nubes que pasan o se quedan, todo eso se me olvida. Únicamente quedan los objetos que me rodean y que sé que son los mismos. Todas las noches, antes de dormirme, tengo no sólo curiosidad por saber cómo será la mañana siguiente, sino cómo veré o cómo serán los recuerdos de aquellos tiempos. A veces me concentro tanto en ellos, que de pronto me sorprende este presente. Y no precisamente la mañana de hoy- en que todo fue tan agradable, en que tuve placer de vivir y en que me siento aislado, robando ratos a ciertas penas- sino que se me hacen incomprensibles los tiempos en que ahora vivo. He renunciado a la difícil conquista de saber cómo era yo en aquellos tiempos y cómo soy ahora, en qué cosas era yo mejor o peor antes que ahora. A veces pienso en lo larga y tolerante que es la vida, después de haberla malgastado tanto tiempo. Otras, cuando pienso en los amigos que se me murieron y en que yo sigo viviendo, me parece que este tiempo es robado y que lo tengo que vivir a escondidas. Otras veces pienso que si me ha dado por escribir los recuerdos, es porque alguien que está en mí y que sabe más que yo quiere que escriba los recuerdos porque pronto me iré a morir, de no sé qué enfermedad. Y hasta siento como viven los de mi familia un poco después de mi muerte y me recuerdan con cariño. ¿Y nada más? Pero no, yo me echo vorazmente sobre el pasado pensando en el futuro, en cómo será la forma de estos recuerdos. Por eso los veo todos los días tan distintos. Y eso será lo único distinto o diferente que me quede del sentimiento de todos los días. El esfuerzo que haga por tomar los recuerdos y lanzarlos al futuro, será como algo que me mantenga en el aire mientras la muerte pasa por la tierra". (Hernández. Op. cit.)

Este esfuerzo "por tomar los recuerdos y lanzarlos al futuro" no es otro que el esfuerzo por la experiencia verdadera, por no tener que sentir "lo larga y tolerante que es la vida después de haberla malgastado tanto tiempo".

Que la hostilidad del presente ponga en peligro la plenitud de la experiencia y vuelva azarosa la posibilidad del recuerdo, ensombrece la vida. El hombre necesita que el tiempo no pase sin dejarle nada, necesita que algo verdadero se deposite en su espíritu como experiencia. Si esto no sucede, la enemistad y el vacío del tiempo se traducen en recelo, en angustiada sospecha vuelta hacia las cosas.

En ese mundo incierto, que es el mundo de Hernández, la naturaleza de los objetos se revela inestable, proteica, imprevisible. A veces sólo son "formas del silencio"; otras, poseen un alma adquirida a través de su trato con los hombres. Siempre son capaces de provocar las más insospechadas resonancias.

Al extravagante amigo de "Menos Julia" el simple contacto con objetos desconocidos, en la oscuridad del túnel, basta para trasladarlo a un ámbito de singulares correspondencias. "Cuando estoy allí- confiesa- siento que me rozan ideas que van a otra parte". La oscuridad- sin duda una de las obsesiones de Hernández- hace patentes en los seres y en las cosas lo otro, lo que la luz daña o ciega de un modo irreparable. En las tinieblas del túnel se cumple además un proceso que, en distinta medida, se repite en otras historias: la transformación de los seres humanos en simples objetos. La inmovilidad y el silencio que deben observar las muchachas mientras esperan dispersas en la oscuridad las reduce a esa situación. Y ni siquiera el creador de ese mundo tenebroso- como advierte Hernández- escapa al proceso. El es, sin duda, el principal objeto del túnel, el más extraño e inquietante.

El camino inverso es todavía más frecuente. Rara vez Hernández repara en algún objeto sin descubrirle capacidades o virtudes propias de los seres animados. Estas cualidades se hacen más ostensibles cuando los objetos son sometidos a un trato que no los tiene en cuenta. En las manitos torpes de la enana de "El Balcón" las piezas de la vajilla pierden su dignidad y el dueño de casa tiene "una manera apresurada y humillante de agarrar el botellón por el pescuezo y doblegarlo". Cuando los objetos son portadores de la intimidad de las personas, las maneras vulgares ponen de manifiesto su naturaleza sacrílega. En "El comedor oscuro" escribe Hernández: "Aquella casa tenía algo de tumba sagrada que había sido abandonada apresuradamente. Después se habían metido en ella aquellas mujeres y profanaban los recuerdos. Encima del trinchante había un paquete de yerba empezado y dentro de una cristalera para hacer entrar una botella de vino ordinario, habían empujado, una encima de otras, las copas de cristal."

Pero sólo en "Las Hortensias" los objetos ocupan el centro de gravedad de la historia. Aquí ya no se trata de referencias incidentales más o menos importantes o significativas. Ni siquiera se trata de objetos comunes. Todo el cuento gira alrededor de las Hortensias, unas muñecas "un poco más altas que las mujeres". Su condición de muñecas- el hecho de que representen algo que no son- al rozar la naturaleza humana, les otorga una peligrosa ambigüedad que introduce, en más de un sentido, un principio de contaminación entre dos órdenes esencialmente distintos.

Al comienzo, el mundo de las muñecas- con la sola excepción de Hortensia- aparece cuidadosamente preservado del exterior por las paredes de cristal de unas enormes vitrinas. La vez que Horacio se decide a entrar en una de ellas, siente que está "violando algo tan serio como la muerte". Y en verdad, de un modo simbólico, su irrupción en ese mundo inerte configura un verdadero pecado contra el orden, casi un intento de alterar el cosmos.

Pero la violencia ejercida sobre los objetos no quedará esta vez impune. Y será Hortensia, la muñeca que Horacio y María no han tenido la precaución de confinar entre sus hermanas, quien se encargará de ello. Ambos, sin mayores miramientos, han forzado a Hortensia mucho más allá de su simple condición de objeto inanimado. La han sometido a sus caprichos sin advertir que, dejándolos hacer simplemente, Hortensia comenzaba a gravitar cada día más en sus vidas. Primero, a través de las premoniciones y de los presagios funestos de Horacio; más adelante, completando con su imagen la imagen de María. "Hortensia era no sólo una manera de ser de María- acota Hernández- sino que era su rasgo más encantador; y él se preguntaba cómo había podido amar a María cuando ella no tenía a Hortensia".

El día en que Horacio descubre su pasión por la muñeca no vacila en convertirla en su amante. Cuando María advierte la traición acuchilla a Hortensia hasta hacerla pedazos. Pero la destrucción de Hortensia resulta un acto inútil. Otras muñecas ocupan su lugar y sin la presencia de María, que lo ha abandonado, la situación de Horacio se torna cada vez más comprometida. Sus manías, su terror a los espejos- porque "el color oscuro de su cara le hacía pensar en unos muñecos de cera que había visto en un museo"- su soledad entre las muñecas y los objetos familiares, van precipitando el desenlace.

Ante la inminencia del derrumbe, María regresa dispuesta a recuperar el lugar que las muñecas le han arrebatado. Pero sólo atina a espiar a Horacio, a suplantar a sus nuevas amantes y a agravar de un modo irreparable su creciente delirio.

En la escena final, Horacio camina como un autómata "en dirección al ruido de las máquinas" que ha servido de fondo permanente a esta sórdida historia de muñecas.

En los relatos de Hernández el mundo no ofrece la imagen habitual a que nuestra indiferencia parece haberlo condenado. Estos cuentos restituyen el misterio. Un misterio que nadie puede profanar sin extraviarse, pero que el narrador no podrá eludir si aspira, como el verdadero arte, a revelarnos la vida, "la verdadera vida por fin descubierta e iluminada".

 

Obras citadas

Hernández, Felisberto. Por los tiempos de Clemente Colling. Montevideo: Editorial Arca, 1966.

Horkheimer, M. y Adorno, T. Dialéctica del Iluminismo. Buenos Aires: Editorial Sur, 1969.

Proust, Marcel. El Mundo de Guermantes. Madrid: Alianza Editorial, 1969.

-----. Por el camino de Swann. Madrid: Alianza Editorial, 1969

Benjamin, Walter. Ensayos Escogidos, Buenos Aires: Editorial Sur, 1967.