La vida observada. Sobre Dark Room, de Roberto Jacoby

 

Reinaldo Laddaga

University of Pennsylvania

 

Este artículo –podría decir el lector– no es estrictamente sobre cine. ¿O sí lo es? No lo es, si usamos la palabra solamente para hablar de aquellas secuencias de imágenes que han sido grabadas en películas fotosensibles y que se destinan a la proyección en salas oscuras, donde grupos de individuos sentados –a la manera como solían, mucho antes de estas salas, sentarse en teatros– siguen, durante un plazo que oscila entre la hora y media y las tres horas (a veces algo más, raramente algo menos), cierta historia. Pero si seguimos llamando de ese modo, aunque sea forzando la palabra, a objetos que se encuentran en la descendencia de las prácticas modernas de la imagen-movimiento (para usar la expresión que usaba Gilles Deleuze), sí lo es. Esta opción, la de entender en relación a la tradición del cine una serie de objetos que poseen un parentesco de familia con las cintas, los films, aunque no sean en sentido estricto tales cosas, es la opción que, en 2002, tomaban Peter Weibel y Jeffrey Shaw, cuando organizaban, en el Center for the Arts of the Media, en Karlsruhe, Alemania, una exposición con el nombre de Future Cinema. La exposición presentaba, además de películas en el sentido más usual, piezas multimedia y otras destinadas al Internet. Muchas de estas piezas eran interactivas. El objeto central de la exhibición era explorar las mutaciones que ha sufrido la tradición cinematográfica en los últimos años, es decir, en un momento en que el entorno audiovisual se ha vuelto hipercomplejo, particularmente por la expansión de las tecnologías digitales. La hipótesis subyacente a la exposición era que esta expansión permite reabrir una cierta reflexión: la de las posibilidades de producción estética que movilice imágenes en movimiento, que sean mediadas por pantallas pero eviten las formas que tomaba esta producción en la tradición de Hollywood y también en la del cine de autor europeo o latinoamericano, posibilidades cuya investigación necesariamente debía pasar por la reconsideración de otras tradiciones (el de aquel cine que, en los últimos años del siglo XIX y comienzos del XX, se presentaba en el contexto del music-hall o las ferias, el de las vanguardias surrealistas o expresionistas, pero también el del "cine expandido" que, en los años ’60, ejemplificaban producciones como las del primer Andy Warhol o el último Hélio Oiticica). Tal como lo formulan Shaw y Weibel en su presentación de la muestra, el propósito era identificar algunos de "los rasgos focales de este dominio emergente del cine expandido digitalmente. Las tecnologías de entornos virtuales apuntan a un cine que es un espacio narrativo inmersivo donde el observador interactivo asume tanto el rol de camarógrafo como el de editor. Y las tecnologías de los juegos para computadora y el Internet apuntan a un cine de entornos virtuales distribuidos, que son también espacios sociales, de modo que las personas presentes se vuelven protagonistas en una serie de dis-locaciones narrativas" (Weibel y Shaw).

A juicio de Shaw y Weibel, una serie en particular de abordajes que se han estado desplegando en los últimos años en este "dominio emergente del cine expandido digitalmente" es particularmente promisoria: "Yendo más allá de la banalidad de las opciones argumentales que se ramifican y los laberintos de los juegos de video, un abordaje consiste en desarrollar estructuras modulares de contenido narrativo que permitan un número indeterminado pero significativo de permutaciones. Otro abordaje involucra el diseño algorítmico de las caracterizaciones de contenido que permitirían la generación automática de secuencias narrativas que podrían ser moduladas por el usuario. Y tal vez la empresa más ambiciosa es la que responde a la noción de un cine extendido digitalmente que sea realmente habitado por su audiencia, audiencia que, entonces, se convierte en agente y protagonista de su desarrollo narrativo" (Weibel y Shaw). En este artículo, quiero describir y comentar una pieza que ensaya esta última estrategia. La pieza se debe a un artista argentino, Roberto Jacoby, y tuvo lugar entre el 17 y el 29 de agosto de 2002 en Belleza y Felicidad, Buenos Aires, Argentina. Belleza y Felicidad es un espacio dedicado al arte en Palermo, en Buenos Aires, Argentina. En el espacio hay un sótano que se emplea usualmente para hacer exposiciones de arte. El dispositivo que Jacoby había montado en este lugar era simple: en la puerta de la escalera que conducía al sótano, una persona esperaba al visitante y lo invitaba a bajar los diez o doce peldaños que conducían al espacio subterráneo. Cuando llegaban al final, el visitante recibía una cámara de visión infrarroja y se quedaba a solas en un sitio que estaba enteramente a oscuras, de manera que, mientras permaneciera allí, solamente podría ver a través de la lente de la cámara. Y lo que veía era un espacio ocupado por vagos objetos, y en este espacio una serie de performers. Todos ellos tenían puestas idénticas máscaras. Ninguno de ellos veía, de manera que sus movimientos (a menos que estuvieran quietos) eran vacilantes. Tampoco el autor, por supuesto, sabía lo que hacían; las indicaciones que Jacoby les había dado a estos performers eran, sobre todo, negativas: no realizar gesticulaciones dramáticas, no hablar, mantener los movimientos al mínimo. Esta performance tuvo lugar durante 10 días. Cada uno de los días en que tuvo lugar, duraba entre una hora y media y dos horas. De esta duración, cada observador conocía una fase breve, alrededor de cinco minutos. El título de la pieza era Dark Room. (1)

¿Cómo abordar este trabajo? En primer lugar, es preciso situarlo en el contexto de la obra de Roberto Jacoby, que, desde la década de 1960, ha sido uno de los artistas argentinos más complejos y más difíciles de situar. Desde el principio de su trayectoria, Jacoby identificaba la producción de arte menos como una práctica de composición de objetos (pinturas, esculturas, fotografías) que como una práctica de construcción de escenas. En eso, su posición era compartida por algunos de los más significativos artistas que trabajaban en su entorno (Victor Grippo, Pablo Suárez, el Oscar Masotta de los happenings), entorno que en gran medida desarrollaba sus actividades en el Instituto Di Tella, que era el principal laboratorio de prácticas de vanguardia en el Buenos Aires de hace algo más de tres décadas. La forma que el trabajo de Jacoby tomaba por entonces era la de "un arte de los medios de comunicación" que se materializaba en intervenciones diversas en calles, baños públicos, galerías o teléfonos, y que comenzaba a estar magnetizado por una pregunta en particular: ¿cómo se vuelven visibles los procesos complejos? Esta pregunta orientaba cierto trabajo de 1973: una serie de mapas y de narraciones destinados a dar expresión visual a las dinámicas del Cordobazo –un levantamiento popular de 1969–; esta inquietud había estado también, sin duda, en el trasfondo de su participación, en 1968, en el proyecto de Tucumán arde. (2) Pero, como sucedería con muchos otros miembros de la escena de la vanguardia argentina, desde comienzos de la década de 1970 Jacoby abandonaba la práctica pública del arte. Diez años más tarde, en el momento de salida de la última dictadura militar, Jacoby se convertía en uno de los letristas de Virus, una de las bandas centrales de la Argentina del retorno de la democracia, el diseñador de algunos de sus espectáculos, y también en el organizador de cierto ciclo de fiestas que concebía un poco como "repúblicas elementales" (la expresión es de Hanna Arendt) temporarias. Algunos años más tarde, en una conversación con Rosario Bléfari, Jacoby hablaba de su pasión de esta época (pasión que persiste hasta el presente) por lo que llama las "redes multimedia", y comentaba:

Yo tengo una frase que uso para el proyecto de redes multimedia: un atajo al presente. El sentido es el siguiente: el presente está aquí, lo que pasa es que está disperso, como si estuviera fragmentado. El presente qué es: están dando una película buenísima en el Hoyst, en otro lado está tal grupo de gente, en otro lado están leyendo unas poesías. Bueno, está todo ahí, pero sin embargo está cada uno en un lugar diferente y por ahí vos fuiste a alguno, o no fuiste a ninguno de los tres, entonces es como si ese presente no se hubiera terminado de realizar. La conexión entre todas esas cosas sería lo que crearía el momento. Esa es un poco mi obsesión, que el presente no fuera individual sino que hubiera una idea de cultura en gestación, una emergencia de algo (Jacoby 130).

Dicho de otra manera: es posible (es necesario) concebir una práctica del arte que se oriente no a exponer objetos fijos sino a exponer la vida observada. En diversas variaciones, éste es el motivo más constante de esta obra. Y este motivo tiene su más importante instanciación hasta el momento en la formación del Proyecto Venus, cuya iniciación Jacoby promovía hacia fines de la década pasada. El punto de partida era el propósito, compartido con un pequeño grupo de intelectuales y artistas, de inventar un medio de intercambio que permitiera articular una comunidad que existía –esta era la suposición– en el medio del arte, de la literatura, de la música, aunque en estado disperso. La forma que tomaba este propósito era la invención de una suerte de mercado entreabierto, cuyo mecanismo es simple. Una serie de personas pertenecen al sistema: algunas decenas al comienzo, algunos cientos hoy. Cada una de ellas recibe una cierta dotación de unidades de una moneda inventada (tan inventada, por lo demás, como cualquiera) cuyo nombre es Venus. Cada uno de los participantes del proyecto realiza una oferta en el website a través del cual se articula la vida del grupo; el precio de aquello que se ofrece (un objeto, un servicio) es en Venus. En este website tiene lugar un enlace particular entre el espacio privado y el espacio público. El sistema coexiste con el otro mercado: por eso no está enteramente aislado del espacio en que se encuentra. Está, uno diría, entreaislado. Entreaslamiento en el cual se intentará hacer emerger ciertas potencialidades que se encuentran en estado disperso en el mundo social en el que el proyecto opera: "El Proyecto Venus –dice la presentación del proyecto– es desutópico, en el sentido de hacer existir un lugar no 'afuera' de la 'sociedad' sino con los elementos que esa misma sociedad promueve en abundancia" (Proyecto Venus). En este contexto, el sistema está destinado a facilitar no tanto "la trillada 'creación colectiva', sino de todos los cruces posibles, de la llamada 'fertilización cruzada', de las 'transferencias estructurales' de un campo a otro, de las conversaciones, las colaboraciones, los préstamos, las amistades, el entretejido de deseos y competencias, el bricolaje de ideas y producciones", que, en su agregación, debiera apuntar a la creación de una forma particular de desarrollo subsistente. En "la experiencia de los años 60 sugiere que cuando existen esas conexiones se produce el llamado 'caldo de cultivo', que en aquella década se cocinaba en ollas tales como bares, librerías, casas colectivas" (Proyecto Venus). Un "caldo de cultivo": una "ecología cultural" debiera emerger de la multitud de los intercambios y los microeventos que el sistema posibilita. Que posibilita –insisto– al mismo tiempo que los hace visibles. Visibles en el interior de la comunidad, pero visibles también para cualquiera. Es que el sitio en la red donde las ofertas se producen, donde los servicios se presentan, donde las prácticas asociadas al sistema se constituyen y se publicitan, está abierto al azar del observador cualquiera. Y unas trescientas personas visitan el sitio en un día cualquiera, de modo que un halo de observadores gravita en torno a las presentaciones que tienen lugar. El proyecto continúa hasta el presente.

No creo que Jacoby estuviera en desacuerdo conmigo si dijera que Dark Room es una continuación del Proyecto Venus con otros medios. Es que en los dos casos se trata de montar un dispositivo que produzca una ecología social particular: una situación donde la relación entre las personas, entre las personas y las cosas, entre ellas y los aparatos que les permiten realizar una experiencia, se desvíen de las más habituales, de modo que puedan suscitar una interrogación sobre el presente y sus condiciones. Pero ¿de qué manera se propone Dark Room hacer esto? Detengámonos en la pieza. Aunque hacerlo no es fácil: ella es particularmente resistente al abordaje crítico. En primer lugar, porque no hay ninguna posibilidad, para nadie, de tener una visión completa de lo que sucedió durante el conjunto de días y de horas durante las cuales el proyecto se desplegó: todo comentario es necesariamente de una parte, y el conjunto de las partes no puede reconstruirse. La condición estructural de la pieza es que una reconstrucción completa de ella es imposible; pero, por eso mismo, fuerza un abordaje particular para todo aquel que quiera comentarla. La crítica de esta pieza (si es realizada por alguien que ha participado de ella) debe mezclarse necesariamente con el testimonio, testimonio, por supuesto, personal. Esto es lo que propongo en las próximas páginas. Por eso, escribiré en ellas en primera persona (y en el presente), desde la perspectiva del que, durante unos cinco minutos (pero la alteración de las condiciones normales de experiencia era en este caso tan severa, que se vuelve difícil decir cuánto) en uno de los últimos días de la performance, descendió al cuarto donde tenía lugar (y alguien que luego suplementó algunas informaciones cotejando esta experiencia con la de otros y con lo que ahora puede encontrarse en un website que es el residuo más importante del proyecto). Mi intención es retener algunas (y solamente algunas) de los componentes de la forma particular de experiencia de la que se trataba. (3)

Nadie pudo haber visto lo que yo vi: esto es lo que –si conozco cual es la regla de la pieza (y, en la medida en que participe, no puedo no hacerlo)– sé desde el principio. Esta es una pieza destinada, en cada momento, a un único espectador. Este saber gravita en la situación. Esto le da una centralidad a mi posición en el dispositivo que es, en principio, exhorbitante: este espectáculo que se produce ahora tiene lugar solamente para mí. Solamente que "yo" soy aquí también anónimo: mi posición es menos la del invitado que la del intruso (y como una de las reglas de la situación es que los performers no se dirijan a mí, esto se mantendrá hasta el final de mi paso por la pieza). De modo que el impulso, digamos, "narcisístico" que el dispositivo incita es, al mismo tiempo, contradicho: mi centralidad es, de alguna manera, casual. Y la impresión de centralidad es, por otro lado, menguada por el hecho de que la visión que la cámara posibilita es particularmente pobre, y me fuerza a moverme tanteando, un poco a ciegas también, sin poder establecer un completo equilibrio.

La visión es pobre y limitada. Limitada en el espacio y en el tiempo. Es que tengo un plazo breve para establecer un mapa del lugar: cuando acabe, no podré haber sabido (ninguno de los observadores, supongo, podrá haberlo hecho) hasta donde se extendía el espacio o cual era su forma general. La experiencia era más parecida a la del que se desplaza en un vehículo de noche que a la de aquel que contempla un panorama. De ahí la semejanza, en cierto modo, de esta pieza con ciertas producciones de David Lynch –pienso en Mullholland Drive, por ejemplo– donde esta figura es central. Pero la visión no solo es imprecisa, desesperadamente limitada, sino que es también perturbadora. Es que esa cualidad precisa de la imagen, esas formas delgadísimas, de un plateado pálido que oscila hacia el azul de ceniza o el verde negro, son las de letales filmaciones venidas de Iraq, de Afganistán, de tal o cual frontera, transmitidas por tal o cual emisor global de semi-informaciones y de cuasi-análisis.

Esta referencia es imposible de evitar. No importa cuánto resuelva renunciar a toda agresividad en la captura de las imágenes que vienen hacia mí, rápidamente se vuelve evidente que el dispositivo me sitúa en una posición que no es solamente la de quien observa –como el que observa, en una sala de cine, el despliegue de una historia–, sino la de quien vigila. Y, en el momento en que me vuelvo consciente de tal cosa, la situación entera ingresa para mí en esa región del continuo audiovisual donde algunos siguen a otros, los sitúan, los inmovilizan, los registran, como yo puedo registrar, si lo prefiero, lo que está sucediendo en este sótano. Continuo audiovisual: la expresión es de Paul Virilio. Un continuo audiovisual -dice Virilio- se despliega, en el presente, en más y más regiones del mundo (y los procesos de globalización serían inseparables de este proceso): "El nuevo CONTINUO AUDIOVISUAL ya no es tanto el de los canales de noticias durante las 24 horas, que se han convertido en standard, como la multiplicación de CAMARAS ONLINE instaladas en más y más regiones del mundo y disponibles para la consulta y observación en la computadoras personales" (Virilio 243, trad. mía). En este continuo, que es un componente esencial de nuestro presente, todo se visualiza, se captura, se transmite instantáneamente, a la mayor proximidad del suceso: régimen de la universal proximidad, que se despliega, no a ese ritmo que era todavía, hasta hace poco, el de la televisión, donde las imágenes venían a insertarse en secuencias narrativas e instalarse en una duración más o menos estable, sino en una inmediatez obtusa. No debiera subestimarse la importancia, en relación a nuestra experiencia inmediata del mundo, del hecho de que, en un período breve (y acá también la extensión de las tecnologías digitales es un dato decisivo), las formas de duplicación de la realidad se han multiplicado y se insertan en los menores recodos del mundo, de modo que no es desatinado sostener que ésta es una época en que todo presente se expone como transmitido o transportado, y adquiere, por eso, algo de proyectil: presente torrencial, que circula por innumerables canales, y se dirige, cada vez, a esos puntos de luz (yo, por ejemplo, en este sótano, pero, más en general, los sujetos) que orbitan en torno a él.

La condición para que observemos la escena que se despliega en Dark Room - lo que me permite observarla, incluso, en esa proximidad exacerbada (porque no habré terminado de entrar, y ya me habré aproximado a tal o cual de las ocho personas que están allá abajo, vestidas y desnudas, quietas y en movimiento, estrictamente enmascaradas)- es lo que introduce en la ecuación una mínima distancia, en virtud de la cual parece que las acciones sucedieran en un tiempo flotante, irreductible a esas dimensiones que el hábito de la gramática nos ha acostumbrado a describir: ni pasado (si pasado es aquello que puedo situar como habiendo sido), ni presente (si asocio esta palabra con una inmediatez que el mecanismo, aquí, sustrae de la situación). ¿Cómo se describe esta forma de ocupar el tiempo? No lo sé. Y, sin embargo, sería conveniente describirla, porque según esa modalidad comenzamos a vivir plazos crecientes de nuestras biografías, que se depliegan en el ámbito que abre el juego entre la temporalidad propia de los procesos corporales tal como tienen lugar en espacios físicos y la temporalidad propia de esos otros espacios donde se inscriben los datos que movilizamos para leer la realidad. Porque lo cierto es que nuestro mundo es cada vez más un mundo monitoreado, y la experiencia del sujeto en tanto monitor es una experiencia particular: su relación con el mundo se vincula al juego de sus prótesis, que constituyen algo así como una membrana deslizante que regula los intercambios.

Por eso es que, a pesar de que las condiciones de observación en Dark Room son muy diferentes a las de la experiencia cotidiana, hay algo en la situación de familiar. Pero esto no es extraño, si se considera que recibimos nuestra experiencia cada vez más en las pantallas. Y un fragmento del mundo en pantalla es lo que veo en el Dark Room, un mundo que, cuando lo recorro, aparece para mí menos como un continuo que se despliega gradualmente que como una serie de frágiles pantallas que se reemplazan al ritmo de mis acciones, de manera que el fragmento de realidad confinado en este sótano me parece componerse menos de volúmenes dispuestos en un espacio continuo, que de carpetas en archivos que se extienden a pérdida de vista. El fragmento de mundo que recorro se presenta aquí un poco como si fuera un juego de video. De hecho, uno podría decir que, antes que al cine, esta pieza remite a los juegos de video. Pero lo cierto es que las dos cosas ya no forman dos campos simplemente distintos: hay mil comunicaciones que pasan entre una cosa y la otra. Por un lado, los juegos toman temas y formas del cine (y esta es una diferencia central con los juegos de tipo clásico); por otro, el cine se estructura cada vez más como un juego de video. Y aquí sucede algo que no sucede en una sala de cine, pero sí en los juegos de video: que la configuración que el espectáculo tome para mí depende de mis decisiones. Y de decisiones que tomo en condiciones de indeterminación informativa, lo que tampoco es extraño al universo de estos juegos: vale la pena subrayar que el jugador de un juego de video complejo no se encuentra simplemente en la situación de quien busca optimizar sus movidas a partir de un conjunto finito de reglas conocidas (como hace, digamos, el jugador de ajedrez), sino el de quien debe averiguar cuáles son las reglas que rigen el juego, y que no son necesariamente explícitas (por eso la multiplicación de la "bibliografía secundaria" destinada a los jugadores de juegos como SimCity o la serie de Myst). La disposición propia del jugador de estos juegos, como ha escrito Steven Johnson, es la de quien sondea (probe, es la palabra inglesa que usa) (Cf. Johnson 42-48). Y no sería inadecuado sostener que mi disposición, a medida que recorro este cuarto (un poco como se recorre una galería, porque Jacoby se ha formado en las artes plásticas, y el imaginario de la galería gravita sobre esta producción), lo que hago es emitir hipótesis sobre cuál es el modo de vida que se despliega aquí.

Porque, insisto, esta situación se ha construido explícitamente de modo tal que lo que me parece que existe, acá abajo, en este sótano, es una ecología social, un modo de vida en proceso de despliegue. Es que aún no he dicho qué es lo que se ve. Lo que se ve son algunos sillones, botellas, secadores de pelo, pilas de papeles. Sin duda hay otras cosas, pero sé que no sabré si es el caso o no es el caso, o cuál es la regla que los reúne, o cuáles son los límites del espacio en que se encuentran. Y hay ocho personas. Que son ocho, es algo de lo que me enteraré después: en la observación inmediata no hay modo de determinarlo, de manera que, antes que ser los ejecutantes de una pieza, aparecen para mí como los miembros de una población. Y esta impresión de población, de agrupación de un número indefinido de seres semejantes, es reforzada por el único rasgo notable que poseen: una máscara. Esta máscara es simplísima y casi perfectamente inexpresiva: lisa, solamente tiene algunos orificios, para ver (si se pudiera ver) y respirar. Y ¿qué hacen ellas y ellos? Dos de las criaturas se acarician, en el suelo; alguien mueve algunos papeles; otro tiene una botella en la mano (está sentado, creo, en un sillón); otra se masturba. ¿En qué orden he visto esas cosas? Debiera ser posible reconstruirlo, porque creo haber estado filmando todo el tiempo. ¿O no lo hice? La cuestión es importante, porque es parte de la situación el hecho de que yo me encuentro no solamente en la posición del observador, sino en la posición del transmisor: yo soy el único que puede fabricar el testimonio de lo que ahora sucede.

Rápidamente la observación se vuelve inseparable de un esfuerzo por identificar cuál es la regla que rige el juego que tiene lugar en esta región que aparece para mí a la vez próxima y distante. Al mismo tiempo, soy consciente de que la regla no puede acabar de descifrarse, en parte porque no hay tiempo, porque la experiencia tiene lugar bajo presión de tiempo. Por eso una inquietud particular, y me parece atinado suponer que no ha sido solamente a mí a quien le tocó experimentar, en los cinco o diez minutos que permanecí en el sitio. Prefiero suponer que el dispositivo que abre la situación induce, al mismo tiempo, a un desbalance, que incita al movimiento, y no es posible participar de ella sin encontrar que es preciso avanzar por el espacio y avanzar como alguien que intenta recoger algunos parámetros, que le sirvan para estabilizar un territorio en frágil equilibrio. La impresión es que en este submundo se ha alcanzado un equilibrio que, desde que he entrado, me parece estar a punto de romperse y se vuelve más patente cuando choco, al dar un paso atrás, con alguien o con algo, y mi cuerpo, allá abajo, choca contra algún objeto o algún cuerpo, súbitamente desplazado, a punto de perder el control.

La mención del control es deliberada: todo se vincula, en Dark Room -como en las piezas de Jordan Crandall o de Harun Farocki, otros artistas que han producido trabajos de imagen en movimiento donde explícitamente se cita la retórica, si cabe la palabra, de la vigilancia audiovisual-, al control, a los deseos y renuncias del control. Y es apropiado que así sea, porque Dark Room tiene lugar en una época en que se vuelve patente para muchos -en Argentina y un poco en todas partes- que una multitud de clásicos problemas (la naturaleza de la mente y la experiencia, el gobierno y la socialidad) pueden reformularse en términos de control. Pienso en la sugerencia, formulada hace unos años por Deleuze (y reactivada más recientemente por Hardt y Negri) de que las sociedades euro-americanas del presente serían "sociedades del control". Pienso en tal o cual región de la academia, en medicina o neurociencia, donde la problemática del sujeto se reformula como problemática del control. Pienso, por ejemplo, en ciertas proposiciones del filósofo Andy Clark, que en los últimos años ha estado produciendo un modelo de la clase de sujeto articulado a sus prótesis que soy yo (cada uno de los observadores) en Dark Room, sujeto de la época de las extensiones digitales, que, al mismo tiempo, se concibe como una "individualidad somática" (la expresión es del sociólogo británico Nicolas Rose) y que experimenta consigo mismo un poco como se experimenta con una materia aun desconocida, evalúa sus reacciones como se pulsa una cuerda de armónicos impredecibles, se vincula consigo menos como una totalidad integrada que como una red de centros más o menos coordinados. Este sujeto posee conciencia de sí, pero esta –escribe Clark– "emerge como una suerte de gerente de negocios de nuevo estilo cuyo rol no es gestionar los detalles tanto como establecer objetivos y crear y mantener activamente la clase de condiciones en la cual varios elementos contribuyentes puedan actuar mejor" (Clark 135), intervenir y controlar "indirectamente", desplegar formas de "co-control". Clark define a este sujeto como una suerte de gestor de "cambiantes coaliciones de instrumentos", coaliciones "continuamente abiertas al cambio e impulsadas a filtrarse a través de los confines de la piel y el cráneo, anexando más y más elementos no biológicos como aspectos de la maquinaria de la mente misma" (Clark 135).

Las sociedades en las que habita este sujeto son las mismas cuyos perfiles están determinados por la normalización, la banalización, la repetición hasta el cansancio de las crisis financieras o ecológicas; el sociólogo alemán Ulrich Beck propuso, hace algunos años, una expresión atinada para referirse a ellas: "sociedades de riesgo", en las que el desbalance, la gestión de la vida social en condiciones de alta incertidumbre, es una condición banal. El clima cultural e intelectual de estas sociedades está fuertemente teñido –así lo sugiere Beck– por la creciente conciencia de que algo así como un control perfecto es imposible: todo nos incita a percibir lo que sea (el medio ambiente, la vida social, el cuerpo) como objeto posible de una intervención humana, pero sabemos que toda intervención tiene consecuencias imprevisibles; todo se expone a nosotros como si estuviera (si se puede usar la expresión de Heidegger de manera modificada) "a mano" y, al mismo tiempo, desde el comienzo, en fuga. Pero, ¿no es esto lo que me sucede en Dark Room? Y, sin embargo, su dispositivo convierte la condición de desbalance y desconcierto en que me encuentro, cuando estoy allí, en una ocasión de placer, aunque de placer problemático. ¿En qué sentido? Del mismo modo que el cine narrativo movilizaba las capacidades del observador de descifrar representaciones, esta pieza moviliza todo aquello en mí que pertenece a la dimensión del control, es decir, todo aquello que tiene que ver con la articulación de mi presencia corporal en el mundo en relación a los datos que se me ofrecen, con mi intento de equilibrar mi experiencia y convertirla en estable, armonizada, familiar. Y, del mismo modo que lo más ambicioso del cine narrativo introducía una dimensión de resistencia y dificultad en la narración, esta pieza introduce una dimensión de resistencia y dificultad en este proceso, aunque una dificultad y resistencia que iluminan.

Por supuesto que Dark Room es una pieza interactiva, pero mi interacción con la pieza está marcada por una opacidad fundamental. Y esta opacidad permanece en la memoria que se tiene (que tengo) del evento. Un detalle que me parece curioso, al pensar en el asunto algunas semanas más tarde, es mi impresión de que el sitio estaba en completo silencio. No que las criaturas estuvieran en silencio, sino que la banda de sonido de esa porción de realidad se hubiera desconectado. Sin embargo, no veo por qué habría sido el caso, de manera que tengo que estar, en este punto, en el error. Pero algo debe haber producido esta ilusión. ¿Qué cosa? Tal vez esta impresión de silencio (de silencio perfecto: silencio de pantalla muda, sin sombras ni rastros de sonido) sea una de las manifestaciones de la general desconexión que el dispositivo induce, y que no es causada solamente por el desconcierto que produce el hecho de que el presente, en virtud de las condiciones de observación, haya sido traspuesto a una temporalidad indeterminable, sino que, en virtud de eso (en virtud de la alteración de las condiciones por las cuales la percepción y la acción se enlazan) el observador (yo, en este caso, pero, otra vez, confío en que esto les haya sucedido a otros) hace una experiencia de sí como si estuviera dividido en un cuerpo que está allá abajo, repentinamente vinculado a los otros -a quienes toca levemente, o con quienes choca- y un aparato de visión que se ha vuelto repentinamente satelital, que no está exactamente ausente de la situación, sino que la sobrevuela, que realiza un reconocimiento móvil y rapidísimo de esa vida lenta que tiene lugar en la oscuridad.

O tal vez la impresión de silencio tenga que ver, más simplemente, con el hecho de que ninguna de las criaturas (la palabra, en su generalidad, es la mejor para describir su manera de aparecer en ese sótano), ninguna de ellas habla. Este detalle, supongo, no es ajeno a esa impresión de estar en presencia de una población más simple. Larvaria, tal vez, menos diferenciada, incluso. No necesariamente gloriosa en su indiferenciación; no, en todo caso, a la manera de un cierto orgiasmo espectacular (y a veces más bien melodramático) como puede haber ensayado cierto teatro: ningún cuerpo sin órganos quisiera ponerse en escena en este sitio. Tampoco abyecta. Se trata de una población ocupada en intercambios simples: pasos de mano en mano de ciertos objetos, que cada mano hace girar para explorar sus potencias, toques que generan zonas de hiperestesia, y generan reacciones que a la vez las extienden y disipan, enlaces donde los cuerpos ensayan posturas, crispaciones o abandonos de una corporalidad silenciosa, pero ligera, que menos se sumerge en el mutismo que deja caer el lenguaje, como si fuera una materia demasiado pesada. Hay algo aquí de aquello que Adorno entendía como una promesa utópica, aunque una promesa cuyos términos no se pueden acabar de explicitar.

Es probablemente innecesario aclarar que, al nivel más inmediato, el impacto de la pieza (en todo caso, para este observador) era grande, y que se trató de una de las experiencias de comunicación más intensas que me hayan sucedido recientemente. ¿Comunicación con qué? ¿Con quién? Qué o quién: la alternativa es indecidible. Es que allí, la gravitación del cuerpo en el espacio donde se desplaza y la órbita de la mirada en el continuo audiovisual, la flotación y la caída, se enlazaban para producir un modo singular de la intimidad: intimidad que no se da -o no se da simplemente- entre personas perfectamente integradas en el espacio, continuas en el tiempo, identificables allí donde aparecen. Que proyectos de arte de este tipo hayan sido relativamente escasos en el campo latinoamericano no hace sino acentuar una convicción: la de que Dark Room es una de las exploraciones más intensas conducidas en Latinoamérica en los últimos tiempos en la dimensión de aquello que, al comienzo, con Shaw y Weibel, llamaba un "cine expandido". Esta intensidad tiene que ver con la extrañeza y, al mismo tiempo, la naturalidad (si es que la palabra puede todavía usarse) del dispositivo, con el hecho de que las condiciones de experiencia que regían en el ámbito de Dark Room eran extremadamente peculiares. Sus resonancias con aquello que hay de nuevo en nuestra experiencia cotidiana del mundo (nuestra experiencia en un universo histórico en que la experiencia es inseparable de las mediaciones técnicas en las cuáles se encuentra desde el comienzo inserta, incluída, transportada) son múltiples, diversas, enigmáticas. La pieza retoma, articula y estiliza elementos que pueden encontrarse (compuestos de otra manera, configurados según otros planes) en nuestra manera de recorrer un universo donde todo se encuentra, en cada uno de sus puntos, transmitido, un mundo de cables y conductos, de nodos y puertos, donde la posibilidad de la experiencia reside en la capacidad de encontrar una posición en el tejido o la cadena de mediaciones y transportes, en el continuo audiovisual, en la constelación de los mensajes.

 

 

Notas

(1). Información sobre la pieza e imágenes de ella pueden encontrarse en http://www.proyectovenus.org/darkroom/

(2). Una descripción breve de este proyecto lo traicionaría, de manera que remito a los textos de Andrea Giunta, Vanguardia, internacionalismo y política: arte argentino en los años 60 (Buenos Aires: Paidós, 2001), y de Ana Longoni, Del Di Tella a ‘Tucumán Arde’ (Buenos Aires: El cielo por asalto, 2000).

(3). Esta descripción retoma algunos pasajes de un texto anterior sobre el proyecto, "Un sitio" <http://www.proyectovenus.org/darkroom/coment-02.html>.

 

Bibliografía citada

Clark, Andy. Natural-Born Cyborgs. New York: Oxford University Press, 2003.

Jacoby, Roberto. Textos diversos. Manuscrito inédito.

Johnson, Steven. Everything Bad is Good for You. New York: Penguin, 2005.

Proyecto Venus. "¿Qué es venus?". <http://www.proyectovenus.org/cgi-local/venus.pl>

Virilio, Paul. "The visual crash". Levin, Thomas Y., Ursula Frohne y Peter Weibel. Ctrl [Space]. Rethorics of surveillance from Bentham to Big Brother. Cambridge, MA: MIT Press, 2002, pags. 240-248.

Weibel, Peter y Jeffrey Shaw. "Curatorial statement". Future cinema. The cinematic imaginary after film. Zenter für Kunst und Medientechnologie, 2002. <http://www.zkm.de/futurecinema/index>