Cuerpos míticos y políticos en descontrol:

la gran familia mexicana en el cine del nuevo milenio


Rosana Blanco Cano

Tulane University

                                                                                                  La melancolía mexicana, además de ser un problema                                                                                                        político, es también y sobre todo la manifestación de
                                                                                                  una aguda crisis cultural.

                                                                                                  (Roger Bartra 1)

 

Desde la institucionalización del cine mexicano, ocurrida en la década de los treinta, esta expresión artística y cultural ha estado directamente vinculada con el establecimiento de alegorías nacionales propuestas como simuladoras espectaculares de la gran familia mexicana. Este trabajo revisa la producción de filmes que se unen a la agenda cultural del nuevo milenio, que responde a la reconfiguración social producida a partir de la caída paulatina del partido político hegemónico desde 1988 y que se logró con las elecciones presidenciales de 2000. (1) Filmes como Danzón (1990), Crónica de un desayuno (2000), Me la debes (2000) y Sin dejar huella (2000) participan de las trasformaciones sociales, políticas y culturales de "la nueva familia mexicana," a partir de la reconfiguración del espacio privado y de su tradicional figura estabilizadora: las madres. Los espacios y las relaciones familiares se presentan en descontrol y crisis, intentando escapar, a veces melancólicamente, de los viejos harapos procedentes de los cuerpos políticos y nacionalistas heredados por el proyecto revolucionario. La vida nacional es narrada a partir de las historias particulares que, como la sociedad, viven procesos de pluralización y democratización, que no dejan de mostrar su carácter convulso y problemático.

El cine de la época de oro (1940-1957), se dedicó a establecer alegorías consecuentes al proyecto político hegemónico posrevolucionario. Lo "mexicano" se definió, en gran parte, a partir de la concepción de figuras que siguieran, como lo genérico, un sistema binario para su constitución. En la encarnación del proyecto revolucionario las mujeres, por ejemplo, siguieron representando el ya conocido melodrama divisor y domesticador de la mujer decente (casi siempre madre), en contraste con la mujer caída. El modelo de Eva/ Cipris tuvo gran influencia en la sociedad porfiriana que lo heredó del proyecto revolucionario. Como señala Carlos Monsiváis en "Mythologies," durante la etapa dorada del cine se produjeron alrededor de mil películas con madres como protagonistas. En esta "escuela a oscuras," el melodrama fue el género privilegiado para producir las catarsis emocionales –y como las del Porfiriato, catarsis domesticadoras- propias de la representación de la mexicanidad, en las que el sufrimiento y encarcelamiento doméstico fueron las piezas clave para la representación decente y patriótica de la "femineidad nacional." (2)

Ya que el proyecto nacional cinematográfico de los treinta se estableció a partir de iniciativas estatales que buscaban institucionalizar un nacionalismo cultural, el cine resultó una oportunidad única para intentar consolidar lo que el régimen resultante de la Revolución Mexicana continuaba sin lograr: una fórmula coherente y cohesionada de mexicanidad y de nación (Ramírez Berg 1). Sara García representó, hasta la década de los setenta, a la madre de México por excelencia. Con sus representaciones de la maternidad (que comienzan con Madre querida, 1935 y se terminan con la muerte del personaje de la abuelita mítica en la película Mecánica nacional, 1971), García personificó la idea de una estabilidad identitaria en las mujeres que, para existir y ser inteligibles en el proyecto nacional, habrían de ser madres. Desde su emblemático melodrama Cuando los hijos se van (1941), queda establecido que:

García typically played the self-sacrificing mother as bedrock of a decent, middle-class household. She was passive, resilient, resourceful, and asexual, with no visible limits to either her goodness or her self denial. As Jorge Ayala Blanco implies when he summarizes García’s maternal roles as "glorious masochism" it reaches the point where the mother apparently enjoys her suffering so much that her goal seems not the preservation of family unity but only suffering (Ramírez Berg 59).

Seguir la trayectoria del cine hasta nuestros días hace visible la línea de vida y caída del propio sistema político que por más de setenta años se instituyó en el poder no sólo como un partido dominante sino como la encarnación del gobierno y el estado y, por tanto, del propio México. A partir de la pérdida de tutelaje gubernamental sobre la sociedad civil, producida por movimientos como el estudiantil durante 1968, la gran familia mexicana y, por supuesto, la madre como figura estabilizadora, entran en una crisis que continúa hasta el día de hoy, alegorizando en sus representaciones la propia crisis de la nación.

Desde la década de los setenta se abren caminos hacia la renegociación de los estereotipos femeninos: tanto el materno como el de su eterna contraparte "mujer cipris." Abundan, con el apoyo del presidente Luis Echeverría, filmes dedicados a representar modelos femeninos "patológicos" producidos por su atrevimiento a salirse del patriarcado, o por su necesidad de adaptarse al mismo. (3) El agotamiento del rol materno se hace visible por un estado interesado en producir filmes de mujeres fuertemente sexualizadas, en su mayoría caracterizadas por "prostitutas humanizadas." Esta mudanza en los papeles femeninos comienza a evidenciar que los temperamentos maternales, para México en su vuelo hacia la "modernización," resultaban ya patológicos y anacrónicos. Sin embargo, así como la modernización ha sido un proceso en partes y que visiblemente ha dejado resultados lacerantes para la sociedad, también los modelos maternos y familiares han ido y venido en una serie de replanteamientos que terminan, en casos, por intentar salvar a la maternidad tradicional y a la familia como souvenirs emblemáticos de la estabilidad aparentemente perdida a lo largo de las últimas décadas del siglo XX.

Como afirma Carlos Monsiváis en Aires de familia, las transformaciones en los conceptos de identidades genéricas han resultado en migraciones culturales significativas especialmente en la representación y participación de las mujeres, no sólo en el ámbito cinematográfico, sino en diversos aspectos que incluyen lo familiar, lo laboral, lo legal, y en definitiva, lo público (108). El escapismo de lo privado a lo público, logrado en parte por los movimientos feministas de la década de los setenta, permitió que las propuestas de las mujeres feministas comenzaran a ser agendas sociales y políticas. También se abrió la posibilidad de reinterpretar la vida y la historia desde la visión de mujeres creadoras que, junto con otros artistas, han producido líneas cinematográficas que narran cuerpos nacionales en descontrol. Estas figuras, como el sistema al que pertenecen, se han colocado en historias caracterizadas por la búsqueda de espacios y modelos que se dirigen a la concepción de un futuro más democrático como el propio futuro de la nación. Los personajes femeninos anclados a la institución patriarcal (representada en distintos ámbitos de la vida como el matrimonio, la maternidad, y sobre todo, el control sexual), así como su escapismo hacia terrenos públicos, son fenómenos culturales profundamente discutidos en las películas mexicanas de los últimos tiempos. Vale destacar que en los noventa, las cintas producidas por mujeres cineastas --que buscan des-identificarse de la limitada serie de estereotipos femeninos fijados al cuerpo, sobre todo, durante la época dorada del cine mexicano- alcanzan un lugar muy significativo dentro del ámbito cultural nacional e internacional. (4) El cine del final del milenio, en auge singular a partir de las iniciativas del entonces presidente Salinas de Gortari, se libera del subsidio estatal, abriendo así la posibilidad de narrar "lo mexicano" fuera de los discursos oficiales. (5) A partir de esa pérdida de tutelaje se producen muestras caracterizadas por descontrolar la imagen de la nación, a partir de espacios cerrados en los que los montajes se dirigen a dislocar la historia familiar, así como a proponer representaciones de madres que han subvertido sus modelos de estabilidad genérica y nacional en su propio ambiente doméstico. Asimismo, cineastas como María Novaro producen filmes que sacan, literal y metafóricamente, a las madres tradicionales de los espacios familiares y por tanto, nacionales. Novaro muestra la crisis del discurso de mexicanidad tradicional y propone modelos de pluralidad en un sistema que todavía mantiene profundas deudas políticas, sociales y culturales hacia el género femenino, históricamente excluido como agente social.

La invasión de la casa: la familia como souvenir

El cine de la década de los noventa se inicia con una película que devuelve la vista al momento de más intensa ruptura para la historia mexicana contemporánea: la masacre estudiantil ocurrida el 2 de octubre de 1968. Rojo amanecer (Jorge Fons, 1990) cuenta el trágico episodio a partir del montaje fílmico en el interior de un departamento de Tlatelolco en el que las principales transformaciones recaen, como en otros tiempos los discursos de estabilidad, sobre el cuerpo femenino y materno. En lugar de recurrir a su viejo padre o a sus hijos que huyen del ejército, la madre de familia decide asumir el mando de las acciones en una situación límite en la que nadie ha de sobrevivir, salvo el hijo pequeño que ha de despertarse en el "rojo amanecer." El filme de Fons abre la puerta hacia la narración de un estado nacional en plena crisis, en el que ya ni siquiera el modelo mítico materno se mantiene intacto al autoritarismo de un estado que, en la pérdida de su hegemonía, aplicó todo "el peso de su ley" para buscar recuperar lo que ya estaba perdido: su tutelaje sobre la sociedad mexicana. Las nuevas atribuciones al personaje femenino y materno, caracterizado por la actriz más famosa del fin de milenio María Rojo, son el punto de partida para un cine que se obsesionará –como hiciera la época dorada- por discurrir las alegorías del estado nación al contar la historia de la familia nuclear que, en este caso, pone al espectador frente a un performance nacional en pleno quiebre.

María Rojo, ya en el 2000, representó nuevamente a una madre de familia que no sólo se enfrenta a rupturas sociales en su entorno, sino que se constituye y pervive a partir de las mismas: en este caso, la crisis cultural de fin de milenio. Crónica de un desayuno (2000), dirigida por Benjamín Cann, cuenta como Rojo amanecer, el despertar en el interior de un núcleo familiar que es ensordecedoramente traumático. En la historia, donde las narrativas nacionales aparecen rotas, se vislumbra la melancolía por volver al tiempo de la estabilidad no sólo familiar, sino nacional.

El montaje de Crónica de un desayuno se lleva a cabo, como fuera Rojo Amanecer, dentro de un apartamento ubicado en plena zona urbana en la ciudad de México. La primera escena de la película, el encuentro desafortunado de un female impersonator que acaba siendo castrado, empalma de entrada las disparidades identitarias del México del fin del milenio: un travestí aparentemente cómodo con su identidad y un sujeto masculino que sigue obsesionado por mantener su rictus genérico intacto. Como segunda secuencia se muestra la perturbadora imagen de "la familia mexicana" del fin del milenio que, en su intento de devolver sentido al melodrama nacional, solo puede representar fragmentación y violencia. Como en muchas otras películas, la madre cumple un papel protagonista dentro de esta comedia esperpéntica. Ya desde la promoción de la película, los televidentes y transeúntes supimos del carácter desestabilizador del filme que se anunció públicamente con un "para romperte la madre, nadie como tu familia." La doble condición de esta frase, avisar al espectador de su posición hacia la figura mítica familia y también hacia el ya ancestral sexismo de "lo mexicano," se mantiene como eje de narración a lo largo del filme. La vuelta de tuerca producida en el estereotipo materno es lograda a partir de un personaje que parece cumplir los rasgos del síndrome de carácter bipolar: durante todas las escenas la vemos pasar de un estado eufórico a la más absoluta depresión. La felicidad momentánea de la madre proviene de los ínfimos recuerdos de la noche anterior, pues se narra la súbita "vuelta del padre," perdido del hogar durante muchos años. Ella, entonces, vislumbra el ansiado reencuentro de "la familia feliz." El estado de depresión, sin embargo, viene cuando ella se da cuenta de lo que está a su alrededor: un apartamento habitado por el caos proveniente de la intranquilidad de los hijos que se sienten invadidos por la autoridad patriarcal que ellos consideraba nya extinta, muerta. El enojo hacia la madre, que también metaforiza la casa y la nación, proviene de recibir al padre, como buena y tradicional mujer "sufridora," con los brazos abiertos.

El padre, caracterizado por José Alonso, recurre asimismo a viejas tácticas de conquista tan vistas en la época de oro del cine mexicano. Su discurso gira alrededor de la melodramática explotación de sentimientos con la que se promete eternidad. Como hiciera el régimen político resultante de la revolución, promete "ahora sí" un romance "verdadero" y el cumplimiento del compromiso de estabilidad familiar, negado desde la constitución genérica masculina para con la familia, pues para ser "hombre," en México (y como se viera en las comedias rancheras y en los melodramas urbanos) hay que representar la "virilidad" in extremis. El padre vuelve después de haber terminado su relación con "la amante" y, al ver que su esposa le cuestiona su regreso, opta por usar la fuerza física y así producir, en una suerte de nostálgica sumisión, la aceptación final de la mujer. La madre revive en ese encuentro, a pesar de la violencia que le implica, el cumplimiento de la fantasía de reunión familiar.

La canción "Un poco más," que acompaña a la película, narra la imposibilidad de alcanzar lo deseado por una falta de cohesión en los mitos que se quieren practicar. La madre sueña con "un poco más y a lo mejor nos comprendemos luego," canción desde la cual justifica su atávico y tradicional sufrimiento el cual parece mantener más que como una realidad, como un performance identitario que la sigue anclando a una identidad que la devuelve a una estabilidad perdida décadas atrás. La contradicción del personaje surge al ser testigo del comportamiento de una madre que ha trabajado para mantener a sus hijos pero que, ante la presencia del marido, vuelve casi "instintivamente" a los viejos y anacrónicos papeles familiares. Como haciendo una relación especular con la película Rojo Amanecer, Rojo es nuevamente madre del actor Bruno Bichir, que en Crónica de un desayuno ha dejado de ser el hijo idealista de la generación del 68 para pasar a ser un joven cargado de angustia, que también se dirige hacia una compulsiva vuelta a la masculinidad violenta, edípica y tradicionalmente mexicana. Lo que vemos en el film es la repetición sistemática de los patrones masculinos que el hijo ha aprendido del padre; entre los que se destaca el ocupar el sitio privilegiado de acompañante preferido de la madre ante la ausencia del padre. La vuelta del padre implica su exilio del nicho materno, situación que lo lleva a experimentar una intensa ansiedad. Ante la pérdida de la mujer/madre, el hijo será capaz de intentar, como hiciera el padre en su llegada, el forzamiento sentimental y sexual de una mujer que ya no lo coloca como centro de su vida.

La nostalgia por la vida familiar surge desde distintos elementos que, en lugar de devolver la paz al espectador, lo colocan en el borde de la afasia, pues lo que logra Cann en esta serie de secuencias es hacer evidente el agotamiento de un discurso tradicional del que sólo quedan restos. La intensidad del montaje alcanza una ensordecedora incomodidad cuando vemos que el acompañamiento sonoro de este reencuentro es el sonido del cuchillo eléctrico para carne traído por el padre como regalo a la familia. El punto de quiebre en la nostálgica Crónica del desayuno es producido por la hija de la familia que, ante la presencia del padre y la feliz respuesta de la madre, abandona al departamento para adentrarse en un posible "afuera" de lo patriarcal pues como ella afirma: para ella su padre, efectivamente, estaba muerto.

Realizada en un ambiente asfixiante por el interesante juego de luces y de repeticiones, así como de close-ups sobre rostros que se asemejan a máscaras desfiguradas, la película respeta su género original, obra teatral escrita por Sergio González Dávila. Su realización devuelve al espectador a contemplar las miserias compartidas en una sociedad anhelante de transformación y todavía incapaz de enterrar sistemas de valores y prácticas sociales para producir modelos sin el rictus hegemónico de la moral tradicional. A pesar de recibir premios como el de Mejor Película en el Festival de Berlín (2001), el filme tuvo poca recepción en el público mexicano. Esto demuestra cómo los espectadores siguen esperando un retrato cómodo de ellos mismos al participar en una exhibición cinematográfica. Películas que se atreven a evidenciar las fracturas de la tan ponderada institución familiar, reciben el castigo que pareciera provenir del padre al hijo rebelde o de aquel que descubre fríamente la falsa santidad de lo maternal y de sus desgastados y manipuladores discursos.

Otro ejemplo de dislocación de la familia mexicana tradicional, se propone en la cómica e hipercrítica puesta de "Me la debes" (2000) del cineasta Carlos Cuarón. (6) En el cortometraje, que apenas dura doce minutos, el espectador es testigo de la doble moral reinante en los hogares más "decentes" de la nación. La narración filma un escenario familiar que se asemeja a un atrio de iglesia, y revela un discurso que lo soluciona todo con avemarías y padrenuestros.

La primera toma del corto es la fotografía de una familia nuclear en la que la figura del padre se destaca sobre las otras: hija y madre que, empequeñecidas, parecen querer representar la sujeción total al padre carnal y al padre espiritual. Junto a la foto vemos a una madre en plena representación de "la santidad y decencia femeninas" al recordar a su marido el infaltable compromiso que tienen como familia: asistir al homenaje planeado para el sacerdote de cabecera. Parecidas a los retratos de las viejas familias porfirianas, estas familias –bien representativas de la derecha en México- son todavía la base desde donde se controlan y censuran los discursos y comportamientos sexuales en el país, siendo los más fervientes "defensores" de la vida con la prohibición del aborto, así como de otras leyes que siguen afectando la participación e igualdad de las mujeres. (7) Mientras la esposa habla, el padre de familia reconoce un olor que marca la presencia del deseo en el cortometraje. Queriendo descubrir la causa de ese "elemento sospechoso," presente en "su propio lecho," el esposo pregunta a su esposa: "¿No se te hace como que huele a chivo?" La respuesta de la mujer es rotunda: no contesta y en cambio afirma, como modo de desvío a su posible implicación en el olor a "chivo," que en el cuarto de la hija se han oído "ruidos de esos," sugiriendo que tal vez se trate de la visita prohibida del novio al cuarto de la joven. Ya desde la primera escena, queda en evidencia la imposibilidad de enunciar las "verdades" de esta familia, que serán descubiertas por una cámara que, sin pudor, reconstruye una historia marcada y construida a partir de la práctica cotidiana de la doble moral.

El padre sale del cuarto; a continuación vemos que, del clóset, sale el amante de la madre (novio de la hija como vemos más adelante): el "Chivito," que, como su nombre lo indica, va dejando su rastro por toda la casa. El padre asume seriamente su papel de protector de las buenas costumbres: encuentra a una hija que parece esperar "algo" y a la cual recomienda rezar para tranquilizar su conciencia. Desde los rostros de los actores, enmarcados en close up, el director de este cortometraje construye su crítica e ironía pues se encarga de forzar una beatitud que, como discurso, se fundamenta más en una actitud que en una "verdad naturalizada." Mientras la hija "se tranquiliza," el padre decide irse a "echar unos frijolitos" a la primer "casa chica" de las familias adineradas donde en un sinnúmero de obras surgen los "hijos bastardos," elementos emblemáticos de la cultura nacional. En la cocina, el padre y la sirvienta tienen relaciones sexuales frente a la olla de frijoles y a la imagen del santo Pascual, a quien la sirvienta le pide perdón por "esa" andanza. Asimismo, la sirvienta subvierte cómicamente el ícono de la virgen –que vemos por todas las paredes de la casa- cuando su amante-patrón le pone la falda sobre la cabeza emulando el disfraz de la santa patrona, convirtiendo así a lo virginal en un fetiche erótico. El clímax sexual que alcanzan todos los involucrados es acompañado de cantos gregorianos que a la misma vez van siguiendo el ritmo de la acción de la pantalla. Sin embargo, en esa doble moral que se entreteje con la culpa, ninguno de los tres miembros de la familia alcanza a completar su encuentro erótico por la interrupción externa de algún otro miembro de la familia. Así, el placer deseado –y sólo encontrado al margen de los discursos de su identidad principal y "legítima"- tiene que esperar. De este modo, padre e hija (y madre en la primera escena) dicen al despedirse de su amante particular o compartido: "me la debes."

En esta suerte de sed que nunca acaba de saciarse, y que en definitiva parece ser aún más motivada por el elemento de lo prohibido, Carlos Cuarón revela una subversión en el interior de los discursos que condenan el cuerpo. En la escena final conocemos el pacto silencioso que subsiste entre los padres pues la intromisión del cuerpo del "otro" ha de equilibrarse cuando la mujer "comenta" a su marido quien insiste en el olor a chivo: "pues como que también huele a frijoles." Olores que simbolizan la caída al mundo de los placeres, que en este caso también simboliza el roce con "otra clase social" y por lo tanto la corrupción no solo del cuerpo sino también de la "decencia de la gente bien." En este montaje se rompen, en el interior del espacio del "hogar," identidades y discursos monolíticos que se mantienen como un valioso souvenir del pasado.

Mujeres que escapan: el cine de María Novaro

Danzón (1991) y Sin dejar huella (2000) de María Novaro, han sido filmes que, al proponer la salida de personajes femeninos de su marco de referencia (tanto social como familiar), los colocan en situaciones límite que les permiten experimentar, aunque sea por instantes, otras maneras de "ser mujeres" y, consecuentemente, otras formas de proponer la vida nacional.

Una de las películas más impactantes en los comienzos de la década de los noventa fue Danzón (1991), dirigida por María Novaro y escrita por su hermana, Beatriz Novaro. La particularidad de su producción no se debió simplemente al hecho de ser concebida por un equipo de mujeres, situación francamente rara antes de la década de los noventa, sino por ser una de las primeras películas que en la pantalla se encargó de contar una historia desde la experiencia cotidiana de las mujeres en México. Cambiar el eje de narración sobre los modelos femeninos en el cine mexicano, resultó muy significativo pues focalizarse en la representación de las mujeres siempre ha constituido para el cine nacional la afirmación o subversión de las estructuras de poder, confirmadas o negadas en los comportamientos femeninos que, en este caso, podemos identificar ya sea como inmovilidad o escapismo (Saragoza & Berkovich 24-27).

Julia, llevada a la pantalla por María Rojo, decide salir de su entorno familiar para buscar a su compañero de danzón en el que parece haber depositado la satisfacción cotidiana de su vida. Diversos críticos han planteado una y otra vez que se trata de una película que narra el mundo femenino y/o una búsqueda de la identidad femenina hasta entonces sólo propuesta por las instituciones patriarcales. (8) Sin embargo, en este punto valdría la pena reflexionar que el periplo realizado por la protagonista pareciera convertirse en un proceso de des-identificación más que en una concepción fija de su identidad femenina. En su escape, rompe con la supuesta dependencia psicológica que tiene hacia Carmelo y, en esa ruptura, se separa del estereotipo femenino tradicional que en el fin del milenio se presenta de una manera más bien paródica y por tanto inestable. Verla asistir a los salones de baile, que fueron de época durante los cuarenta y cincuenta, y verla en sus distintas actividades de mujer independiente en la posmoderna Ciudad de México, hace sentir al espectador que Julia vive entre dos tiempos. Por una parte sigue distintos modelos tradicionales y, por otra, representa a una mujer autónoma que desde muchos años atrás ha salido adelante para mantener a su hija rompiendo con el mito condenatorio de las mujeres solteras. Novaro coloca a su personaje, más que como un ser dependiente, como un ser nostálgico de los tiempos que ya no son, tiempos en los que, como en las pantallas del cine de la época de oro, todos ocupaban un lugar bien definido sin transiciones ni cuestionamientos. Vale la pena señalar que la vuelta de Julia al salón de baile ha sido calificada por Saragoza y Berkovich como la alegoría que representó la imposibilidad de la liberación de la sociedad mexicana del partido hegemónico PRI en 1988. Haciendo una vez más alarde de su omnipotencia política, el PRI colocó como presidente a Carlos Salinas de Gortari, cuando se creía asegurada la transición a la democracia con el triunfo del candidato de oposición Cuauhtémoc Cárdenas. Ya sea como una alegorización del estado de la nación o ya sea la muestra clara de cuerpos individuales en descontrol, los filmes de Novaro han sido ejemplares por crear situaciones que evidencian varios tiempos empalmados: los discursos del viejo orden que conviven y se disputan con las irreductibles fisuras del actual momento de crisis en todas las instituciones de la vida cotidiana. No fue sino hasta el 2000, que María Novaro volvió a focalizarse en la escritura de una película dedicada a contar, nuevamente a partir de la desterritorialización de los cuerpos femeninos, las migraciones culturales que al final del milenio parecen estar, ahora sí, dirigidas hacia una democratización más radical en diferentes niveles del registro narrativo. Sin dejar huella (2000), protagonizada por Tiare Scanda y Aitana Sánchez Guijón, es una película que claramente muestra las distintas posibilidades que han sido abiertas por la coproducción con otros países, dejando fuera al estado mexicano como principal fuente de producción.

En Sin dejar huella, dos mujeres se encuentran en mitad del camino entre la frontera norte y la frontera sur de México, evocando de esta manera la re-enmarcación de las fronteras nacionales que, metaforizadas en sus propios cuerpos, parecen dislocar lo tradicionalmente comprendido como nacional. La primera seña de esta nueva manera de contar la mexicanidad surge de una historia que es contraria a la tradicional hermandad republicana masculina, que durante tantas décadas representó la imagen de lo nacional. Ahora, las protagonistas son dos mujeres que salen disparadas al espacio público para desde allí repasar las problemáticas que, desde el cuerpo social, siguen alcanzando a los cuerpos individuales.

Aurelia deja su vida en Ciudad Juárez una vez que vende la droga que su novio dejaba almacenada en su casa. Madre de dos hijos, sobreviviente del clásico abandono masculino y trabajadora en una maquiladora de ropa, Aurelia decide arriesgarlo todo y abandonar el sueño fronterizo que tantos latinoamericanos persiguen al querer cruzar "al otro lado" de la frontera estadounidense. La violencia que caracteriza la realidad de la frontera norte y los cuerpos que en ella se inscriben, obliga a Aurelia a forjarse un sueño que disloca los conceptos de modernidad cuando ella decide irse hasta el otro lado de México: Cancún, el sur, visto como otro paraíso prometido. Después de dejar a su hijo mayor con la hermana que la rechaza por calificarla de inestable, se aventura a cruzar el cuerpo nacional. Es entonces que encuentra a otra mujer que, como ella, huye de la muerte y de un sistema en el que la hipermasculinización sigue siendo el medio para mantener bajo control la frontera nacional del norte. Ambas mujeres huyen del estereotipo clásico de masculinidad, todavía fundamentado en la competencia del uso de la pistola. Como si se tratase de un cuerpo femenino a controlar, la película refleja cómo se vigilan, cautelosamente, las entradas y salidas por esa frontera en la que se vive la encarnada lucha y compadrazgo entre autoridades mexicanas y los carteles del narcotráfico. Novaro expone que ambos grupos pertenecen a un mismo bando: buscan mantener las estructuras de poder dentro de las cuales resulta inconcebible la rebelión de un miembro históricamente reconocido como subalterno: las mujeres, en la primera parte de la película, y los indígenas hacia la mitad del filme. Sánchez Guijón personifica a una "traficante de arte prehispánico" que desde el comienzo nos sorprende por la seguridad con la que entra y sale del cuerpo nacional. La puerta a México es para ella un agujero en la barda que representa la frontera. Al momento de entrar, encuentra al oficial de policía con el que ha establecido un juego de seducción / persecución. Su encuentro parece exagerar en el oficial los comportamientos masculinos tradicionales: el acento español de la mujer parece despertarle no sólo deseo, sino la intención de afirmar, frente a una anacrónica representación de lo nacional, su fuerte identidad mexicana. (9)

Según Maricruz Castro Ricalde, el cine de María Novaro se ha caracterizado por filmar a los cuerpos para hacer evidente los constantes enfrentamientos entre otredades que van desde diferencias sexuales, genéricas, nacionales. En el caso de Sin dejar huella, también de clase y de nivel educativo. Esta película abre paso también a la vida de los indígenas mayas que, como otros grupos "alternos" al hegemónico mestizo, han caído fuera de la tipología de "lo mexicano" tan definida por el proyecto revolucionario de nación. La problemática de raza, bien acallada en México, es una de las principales diferencias entre las dos mujeres que establecen, desde el inicio, un juego de "otredad" entre sí. El espectador contempla a una mujer española que se dice mexicana pero que, como dice Aurelia, tiene físico muy vendible pues: "tú si podrías conseguir trabajo en un hotel de los grandes, buscan gente como tú [...] hablas inglés, supongo." Castro Ricalde, asimismo, denomina a Ana/ Marilú (la española/ mexicana) como: "un cuerpo políticamente correcto: delgado, en forma, ejercitado, hermoso e incluso, bronceado artificialmente" (267). Aurelia es, en contraste, una mexicana mestiza y sin educación; ella experimenta los sentimientos de una mujer que se sabe perteneciente a una nación periférica y que por su cuerpo no "idealmente civilizado," habrá de tener más dificultades para salir adelante que una mujer que representa la raza "blanca" o europea. En su discusión sobre la dislocación de los estereotipos de mujer, que día con día vemos como los deseables a través de los medios masivos de comunicación, Castro Ricalde también analiza la subversión que Novaro hace al modelo de Hollywood no sólo por evidenciar la jerarquía de raza que está implícita en la mayoría de los filmes estadounidenses, sino porque su cámara es capaz de dislocar la tan discutida "mirada masculina" propuesta por Mulvey en la década de los ochenta. Según Ricalde la utilización de tomas amplias en lugar de fragmentaciones del cuerpo femenino, permite a Novaro colocar a sus personajes como "seres enteros," colocados en un contexto que, en todas sus películas, ejerce importantes influencias sobre ellos. Al mismo tiempo, los personajes son expulsados de su sitio original y, al recorrer el territorio nacional, también dialogan con una historia nacional marcada por fracturas discursivas que se alegorizan en pueblos inundados, puentes caídos o retenes policíacos.

Dialogar con la historia nacional también se produce desde la subversión producida frente a los modelos genéricos tradicionalmente erigidos por el cine de la época de oro: las mujeres que, para ser "decentes," habían de quedarse ancladas en el espacio doméstico. Aurelia y Ana (o Marilú) han incorporado características que las colocan como fuera de lo "femenino": viven una historia de juego de poder con otros hombres en el medio de las carreteras; Aurelia ejerce su maternidad en el espacio público y sin la autocompasión por su sacrificada labor de madre; ambas son activas, violentas, e incluso, están dispuestas a matar con tal de sobrevivir. Asimismo, enfrentan la persecución de sus amantes a los cuales dejan sin demasiada culpa y de los cuales no parecen depender en ningún sentido. La compulsión heterosexual que ha sido parte del discurso nacional como el modo más verdadero de vivir la nacionalidad, es subvertida por dos mujeres que parecen disfrutar del sexo y de la compañía masculina, pero que a la vez no están dispuestas a renunciar a la posibilidad de movimiento y auto reconstrucción, y a ejercer, fuera del espacio doméstico, su ciudadanía. Si Danzón pudo representar para algunos la metáfora del estado regido por un partido casi omnipotente del cual era imposible escapar, la alegoría que propone Sin dejar huella, desde el propio título, es la necesidad de transformar las estructuras que operan sobre los cuerpos sociales e individuales. En esta película se propone la reinvención de los espacios para así crear una sociedad que, aún con un destino incierto, ha comenzado a experimentar la pluralidad política al tener un gobierno de oposición en el 2000, por primera vez en más de setenta años.

El cine mexicano de cambio de milenio, con la casa o el afuera como escenarios, puede ser entendido como una proyección cinematográfica del momento de transformación cultural, social y política que se vive en México tras una convulsa transición a la democracia. La particularidad de este nuevo cine es su capacidad de representar cómo las identidades colectivas e individuales experimentan y dislocan los cuerpos míticos y nacionales hasta llevarlos al límite. Con esta capacidad se evidencia que los modelos nacionales de lo genérico, así como de la familia, no son esencias naturales e inamovibles sino cúmulos discursivos que, siendo performativos, pueden transformarse para producir una realidad más aceptable de lo plural en las distintas esferas de la vida nacional.

 

Notas

(1) En 1988 el partido hegemónico de entonces, el PRI, hizo una vez más gala de su "imposibilidad a aceptar el cambio," colocando a su candidato oficial, Carlos Salinas de Gortari, como presidente electo. Es con la fuerza política que alcanzó el candidato no reconocido como ganador, Cuauhtémoc Cárdenas, que se reconoce por muchos el comienzo de la transición a la democracia posible, finalmente, en las elecciones del 2000 con el triunfo de Vicente Fox, perteneciente al Partido Acción Nacional.

(2) García Canclini afirma que "El espectador de cine es un invento del silgo XX [...] Se aprendió a ser espectador de cine (15). La sala de cine entonces resulta una metáfora del proceso en el que el individuo aprendió a pertenecer a una nueva colectividad: la del espectáculo de las "vistas animadas" (15).

(3) El cine de los setenta se dedica exhaustivamente a revisar los modelos femeninos, intención que continua hasta nuestros días. Un ejemplo muy claro fueron las películas dirigidas por Jaime Humberto Hermosillo: La pasión según Berenice (1975), Naufragio (1977), María de mi corazón (1979). Para un interesante análisis de las transfiguraciones femeninas de Hermosillo ver: Ramírez Berg, Charles. Cinema of Solitude. Austin: Texas University Press: 1992.

(4) La presencia de directoras de cine en México no se ha hecho más fuerte sino hasta los años noventa. Anterior al éxito de María Novaro, se tiene el antecedente de Matilde Landeta: La negra angustias (1949); Marcela Fernández Violante: Cananea (1976), Misterio (1979).

(5) El impulso logrado por el presidente Salinas de Gortari (1988- 1994) tiene un paralelo con el impulso al "nuevo cine mexicano" promovido por el presidente Echeverría (1970-1976). Ambos presidentes intentaron apoyar al cine como una estrategia de recuperación política en dos tiempos en los que el gobierno-estado PRI, se encontraba totalmente debilitado: por la matanza de 1968 y por la fraudulenta pérdida de Cuauhtémoc Cárdenas en 1988 y la consecuente imposición de Salinas de Gortari.

(6) Este corto aparece como un material adicional al DVD producido por Metro-Goldwin-Mayer de la película Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2000).

(7) Si bien el feminismo "avanza con rapidez" como afirma Carlos Monsiváis en Escenas de pudor y liviandad, no así la legalización del aborto, quien el mismo autor propone como "la última frontera" (117) a cruzar en el imaginario heredado de la moral cristiana en este caso identificada con los grupos de derecha en México. Debate Feminista (Abril 2003) editó un número completo dedicado a "La Derecha y sus derechos" en el que se discute ampliamente la situación del aborto en México. El aborto, como afirma Monsiváis en su artículo para Debate Feminista (Abril 2003) ejemplifica como para muchos el ejercicio de la libertad sobre el cuerpo y la reproducción es aún "una traición a la patria" (3).

(8) Para el desarrollo del tema de la búsqueda de la identidad femenina en Danzón ver el artículo de González, Rodríguez Sergio. "Danzón." Debate Feminista 2.4 (1991): 189-193.

(9) Colocar a una mujer española frente a un "hipermasculino mexicano" no es una acción que pueda tratarse de una casualidad. Más allá de afirmar su masculinidad frente a una doble otredad (mujer /extranjera), también se evoca, en un sentido más bien anacrónico, la revancha de posesión al mítico encuentro entre lo español y lo indígena. Pareciera entonces que se logra una "reconquista" al final del milenio.

 

Bibliografía

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Sin dejar huella. Dir. María Novaro. Perf. Aitana Sánchez-Gijón, Tiare Scanda, Jesús Ochoa. Tabasco Films, 2000.