"El otoño se acerca con muy poco ruido":

aproximación a Otoños y otras luces de Angel González

 

Encarna Alonso Valero

Universidad de Granada

 

Realizar un recorrido por la obra de Ángel González supone iniciar un trayecto a lo largo de más de medio siglo de poesía, en el que el poeta ha visto sucederse una corriente tras otra, y en el que se ha mantenido, en la constante evolución de una obra en marcha pero arraigada a determinados principios a los que jamás se renuncia, como una de las voces fundamentales del panorama poético español en los últimos cincuenta años. "Todo el mundo sabe, o cree saber, lo que significa la palabra "poesía". Eso me exime de definirla, tarea de la que, por otra parte, no me siento capaz" (González, 2002: 13), afirmaba en un alegato sobre la poesía que nos apunta alguna de las claves de lo que ha sido su evolución poética. No obstante, sin duda donde mejor se explica la poesía de Ángel González en sus poemas, y ese es el caso de su último libro: los textos que integran Otoños 0 y otras luces (González: 2001) son un auténtico compendio de poesía (de gran poesía) y de poética, que nos permite recorrer las reflexiones del poeta sobre la poesía y la palabra, sobre las posibilidades de su propio lenguaje, a la vez que comprobar los intereses fundamentales de su voz poética y sus meditaciones sobre el paso del tiempo, las funciones dañinas o terapéuticas de la memoria y del olvido o los códigos que rigen la sociedad actual.

Aunque parece innegable que la estructura del libro tiene sus mayores elementos de coherencia en la nostalgia, la elegía, la meditación sobre el paso del tiempo y la vejez, no estamos ante poemas cuyo protagonista sea el acabamiento de la vida o la derrota ante el fluir temporal: si es evidente que la reflexión sobre el tiempo que pasa, que asedia el reducto de la vida, motiva el indudable sentimiento elegíaco que tiñe estos poemas, ese sentimiento se traduce invariablemente en un canto de amor a la vida que atraviesa de lado a lado este poemario.

En este sentido, resulta significativo que "El otoño se acerca" sea precisamente el poema con el que se abre el libro. Sin duda este texto nos ofrece algunas de las claves de lo que será el resto del poemario, pero conviene insistir en el hecho de que este poema aparezca en primer lugar, al contrario de lo que ocurría en los anticipos de Otoños y otras luces que habían ido apareciendo en algunas antologías (así, por ejemplo, González: 1996: 54-57, con edición y prólogo de Víctor García de la Concha), donde, significativamente, este poema aparecía al final de la selección de los anteriores, casi como cierre o conclusión:

El otoño se acerca con muy poco ruido:
apagadas cigarras, unos grillos apenas,
defienden el reducto
de un verano obstinado en perpetuarse,
cuya suntuosa cola aún brilla hacia el oeste.
Se diría que aquí no pasa nada,
pero un silencio súbito ilumina el prodigio:
ha pasado
un ángel
que se llamaba luz, o fuego, o vida.
Y lo perdimos para siempre

Aunque en los casos en los que, como decíamos, este poema aparecía como cierre, "sería engañoso ocultar que el último verso reconoce la derrota", la impresión que produce en Otoños y otras luces, al abrir el poemario, no es tan definitiva, sobre todo teniendo en cuenta que el poema que cierra el libro es una visión de las cosas con ojos renovados y una pregunta abierta ("Aquella luz que iluminaba todo / lo que en nuestro deseo se encendía / ¿no volverá a brillar?", pág. 80), en la que la conciencia de la derrota no hace sino activar la ilusión y el amor a la vida.

El propio Ángel González habló de este mecanismo como uno de los resortes que, en líneas generales, moviliza su escritura:

La decepción reactiva en mí el recuerdo de las ilusiones que la causaron, a las que todavía y pese a todo me niego a renunciar. Puede parecer paradójico y es, una vez más, irónico, pero el sentimiento de fracaso y de derrota me confirma la legitimidad de las causas perdidas, me devuelve la fe en ellas, la conciencia de su necesidad. La realidad no puede prevalecer sobre el deseo, al menos mientras el deseo siga vivo. Algunos pensarán que soy un iluso, o un idealista, y lo sería en efecto si no tuviese muy viva la conciencia del fracaso. La dualidad que he señalado está resumida en el título de uno de mis libros, Sin esperanza, con convencimiento. La corriente constructiva que tú adviertes responde al empeño, no deliberado, de darle a la vida un sentido que quizá no tenga, y a la historia una finalidad que la dinamiza.

Estas palabras convendrían a todas las problemáticas que pueblan este poemario: el paso del tiempo, la vejez, el diálogo con la Historia, la difícil relación con la memoria, ... Pero es fundamental aquí la situación que se nos muestra entre las fuerzas que podríamos llamar "activas" (la fe en la poesía, en las causas perdidas, el canto a la vida, el oficio poético como tarea colectiva, el compromiso) y las que podríamos denominar "reactivas" (la nostalgia, la derrota, la vejez): estas últimas se encuentran siempre en la poesía de Ángel González bajo la acción de las primeras, lo que supone la activación, o mejor, la reacción activada. De este modo, aunque en este poemario se empieza poniendo las cartas sobre la mesa y sabiéndose derrotado, esa conciencia de la derrota no es equivalente en Otoños y otras luces a darse por vencido, y el libro en su conjunto es un auténtico canto de amor a la vida, con no poca carga, por tanto, de subversión, una negativa tan en voz baja y sin escándalo como inquebrantablemente tenaz a dar por perdida la esperanza y a renunciar a todas esas otras luces (la del amor, la solidaridad, la memoria, la propia poesía...), que, junto a la crepuscular, llenan este poemario.

Otoño, en efecto, tiempo convertido casi en amenaza, vejez, pero eso no significa, como hemos dicho, que estemos propiamente ante un libro de vejez, o al menos no de manera fundamental, sino ante unos textos que hablan en ese sentido con buscada ambigüedad que nos aparece ya desde el propio título del poemario, pues junto al otoño, se nos señala explícitamente la existencia de "otras luces", que nos irán apareciendo poema tras poema. Pero conviene señalar que el tópico de lo otoñal y lo crepuscular aparece en Otoños y otras luces completamente renovado, muy lejos de su versión más manida: decir que ese tópico se renueva no significa en este caso que se utilice otra vez, que aparezca de nuevo, sino que aparece literalmente como nuevo, y por tanto completamente operativo y con una enorme efectividad, aunque naturalmente se presenta siempre de manera que pueda ser reconocido.

En realidad, el otoño no es el único tópico que se renueva de esa manera en estos versos. A lo largo de todo el poemario se repite el juego con las estaciones y con la sucesión de unas tras otras como forma de señalar la velocidad del paso del tiempo y lo que eso supone con respecto a la propia vida; entre otras cosas, la fluctuación frecuente del orden temporal, que es otra de las características fundamentales de este poemario y para la que se utiliza con frecuencia ese juego con las estaciones del que hablábamos (en el poema "Entonces", por ejemplo, leemos: "Con un escalofrío repentino, / y temor, y nostalgia, / evocamos entonces / la verdad fría y desnuda de un invierno / no sé si ya pasado o por venir", págs. 13-14).

Así, todo el poemario está teñido de un sentimiento elegíaco porque las cosas tocan a su fin pero, como correlato imprescindible, aparece una intensificación de amor a la vida, a la vez que una visión y reflexión vital sobre el pasado, sobre la Historia y la propia historia. El crepúsculo, como la vejez, sigue siendo día, sigue siendo vida, aunque llena inevitablemente de nostalgia por el valor extraordinario que adquiere lo que empieza a escasear: "El brillo del crepúsculo, / llamarada del día / que proclama que el día ha terminado / cuando aún es de día. / El acorde final que, / resonante, / dice el fin de la música / mientras la música se oye todavía. / Este cielo de otoño, / su imagen remansada en mis pupilas, / piadosa moratoria que la tarde concede / a la débil penumbra que aún me habita". Pero, como hemos dicho, los protagonistas de estos poemas, de un modo u otro, no son el otoño, la vejez, el paso del tiempo, sino, por encima de todo, la vida. Ángel González ha estado situado siempre en el lado de los que creían que la poesía, al menos la mejor, la gran poesía, está unida invariablemente a la vida, en todos los sentidos que puede tener esta afirmación, y este poemario no es de ninguna manera una excepción a esa creencia. Poesía y vida, por tanto, poesía e historia, poesía e Historia, porque la vida no es en la obra de Ángel González una noción general ni una abstracción, según el propio poeta ha explicado en múltiples ocasiones, sino experiencia humana concreta y limitada, vivencia de unas personas que son parte de la historia, lo que ha hecho de Ángel González uno de los pocos escritores que en los últimos años se ha atrevido a poetizar en sus textos ni más ni menos que un diálogo en serio con la Historia:

Porque yo soy de los que creen que la poesía, la gran poesía, está inseparablemente unida a la vida. Sé que todavía hay quien piensa que la poesía es una realidad autónoma, justificada en y por sí misma: arte puro. Mi concepto de poesía y del arte en general es diferente. No confundo, por supuesto, la poesía con la vida, la realidad con el arte; sé muy bien que son cosas distintas. No las confundo, pero sí las fundo. Como lector y como escritor, me importan poco las obras literarias en las que no se advierta de alguna manera esa fusión de vida y arte. Estoy hablando de la vida no como una noción general y abstracta, sino de la vida como experiencia humana, como vivencia de un tiempo concreto y limitado, destinada por tanto- dicho sea en el sentido más corriente de una frase hecha- "a pasar a la historia". Eso es lo fatal: que la vida de cada ser humano se extinga, llegue a ser algo pretérito, pase a la historia. Que la historia -entendida ahora como el conjunto de acontecimientos públicos que nos afectan en mayor o menor medida a todos-, que la historia, repito, así concebida pase a la vida del hombre es también inevitable (González: 2002).

La larga cita está justificada, creemos, por su enorme interés. Además de dejar clara su posición ante la poesía y la historia, nos habla Ángel González de dos cuestiones que podríamos definir como los dos grandes polos en los que se mueve Otoños y otras luces: la vida humana que pasa, que se extingue, el tiempo que la asedia, y la historia, o la Historia, si se quiere, el ser humano que es parte de la historia. Estos poemas, por tanto, como toda la obra de Ángel González, no están concebidos como realidades autónomas sino como diálogo, o mejor, como diálogos: con la propia poesía, con otros poetas, con el amor, con la Historia. En el caso de los otros poetas, el diálogo más explícito es el que se produce con la obra de Claudio Rodríguez, a quien se rinde homenaje en la tercera sección del libro. Pero no es el único poeta con el que se dialoga en estos poemas: también con Salinas (no hay más que pensar que la segunda sección del poemario se titula "La luz a ti debida"), con Cernuda (en el primer poema de esa segunda sección, "Estos poemas", por ejemplo), o con la poesía galaico-portuguesa (pensemos en "Canción de amiga"): la lista sería enorme.

La poesía se hace con los demás, también con los demás poetas. Pensemos, por ejemplo, en "Estos poemas" (pág. 27), que, como hemos dicho, abre la segunda sección del poemario: el poema, de temática amorosa, está desencadenado por un tú, pero a la vez nos ofrece una reflexión sobre la palabra y la poesía, de manera que las palabras y versos se presentan como cuerpos que se aman, en evidente referencia a Cernuda:

Estos poemas los desencadenaste tú,
como se desencadena el viento,
sin saber hacia dónde ni por qué.
Son dones del azar o del destino,
que a veces
la soledad arremolina o barre;
nada más que palabras que se encuentran,
que se atraen y se juntan
irremediablemente,
y hacen un ruido melodioso o triste,
lo mismo que dos cuerpos que se aman.

Así, son fundamentales en este poemario las reflexiones que el poeta nos ofrece sobre la poesía y la palabra, curiosamente de manera fundamental en los poemas de amor, circunstancia que no resulta extraña en la obra de Ángel González y que ha sido suficientemente señalada. Pensemos, por ejemplo, en "A veces, un cuerpo puede modificar un nombre" ("A veces, las palabras se posan sobre las cosas como una mariposa sobre una flor, y las recubren de colores nuevos. / Sin embargo, cuando pienso tu nombre, eres tú quien le da a la palabra color, aroma, vida. / ¿Qué sería tu nombre sin ti? / Igual que la palabra rosa sin la rosa: / un ruido incomprensible, torpe, hueco", pág. 35) y en "También un nombre puede modificar un cuerpo" ("Los nombres que te invento no te crean. / Sólo / -a veces / son como luz los nombres...- / te iluminan", pág. 38), sin duda dos poemas fundamentales en este aspecto y que dan cuenta del poder subversivo de las palabras y la fe inquebrantable en la utilidad de la poesía. El propio Ángel González explicó que "la poesía confirma o modifica nuestra percepción de las cosas, lo que equivale, en cierto modo, a confirmar o modificar las cosas mismas": estas palabras son probablemente la mejor explicación de los dos poemas que hemos señalado anteriormente, y de esa declaración se deduce con toda claridad que la utilidad de la poesía está, en opinión de Ángel González, fuera de toda duda, así como el poder revolucionario del poeta, en la medida en que la poesía es capaz de cambiar las cosas mismas, y por lo tanto, de transformar el mundo:

El lenguaje es el inventario del universo, el primer intento de poner orden en el enigma de nuestro mundo, que sólo podemos considerar nuestro cuando somos capaces de nombrarlo. Lo que no tiene nombre no existe; y si existe, acabará por tenerlo. Con el lenguaje nos comunicamos, nos expresamos y pensamos. Para mí, lenguaje y pensamiento son términos sinónimos. Alguien dijo que no pensamos con palabras: pensamos palabras. ¿Cómo podermos pensar lo innominado? Las palabras son ideas, las únicas herramientas de que disponemos para devanar la a veces enmarañada madeja de nuestro pensamiento. Por todo lo dicho, yo sigo creyendo en la capacidad activa, creadora, de las palabras. Si en un momento determinado se debilitó mi fe en ellas, es porque las ideas que conllevan parecían ser ineficaces; el descrédito de las ideas implica el descrédito de las palabras. Pero ahora vuelvo a pensar como antes. Las palabras, si están bien urdidas, nunca son inútiles. Un gran poema puede iluminar la realidad con una luz nueva, y esa iluminación inesperada equivale a una transformación del mundo. Tal vez por eso Cernuda afirmaba que el poeta es siempre un revolucionario.

El poeta es un revolucionario, capaz de cambiar el mundo: esa creencia recorre Otoños y otras luces, y difícilmente podría sostenerse esa lógica si estuviésemos ante un libro de senectud, en el que se nos hablara fundamentalmente de la vejez y la muerte. No son ellas las protagonistas de este poemario sino la vida, y esa es la lógica de base del discurso poético de Ángel González en este libro, en los dos sentidos que estamos viendo: en primer lugar, de manera directa, en esa continua exaltación de la vida que se hace a través tanto de la luz crepuscular como de esas "otras luces" de las que nos habla el poemario, y en segundo lugar, porque el propio sentimiento de derrota o de acabamiento le lleva a afirmar su voz poética y su oficio de poeta como un arma para transformar la realidad. Así, en Otoños y otras luces, definitivamente desaparecen las dudas sobre la utilidad de la poes 'eda y de las palabras, aunque en otras etapas de su producción no fuese así, como nos muestra su declarada pérdida de fe en la palabra (que estalló en la época en la que escribió Breves acotaciones para una biografía, en 1969), pues, según el propio poeta nos aclara, "mi creencia en la ineficacia de la palabra poética respondía más a una decepción transitoria que a una convicción profunda. En efecto, sigo creyendo que la palabra poética, si logra alzarse hasta el nivel de la verdadera poesía, no es nunca inútil" (González, 1993: 25). El poeta, por tanto, es un revolucionario, y hacer esa afirmación supone también, inevitablemente, hacer una acto de afirmación de la vida.

Esa verdadera poesía que llega al nivel de acto revolucionario pasa en Otoños y otras luces por una lucidez extrema y una extraordinaria precisión, dos conceptos fundamentales en el enorme esfuerzo de escritura que atraviesa este poemario, con un lenguaje tan cuidado como directo, de expresión concentrada y aguda desnudez. Es evidente "la emoción ante la palabra bien dicha, el gusto por la belleza y la precisión del lenguaje" que muestra el poeta. Una declaración definitiva de esa fe en la poesía bien hecha la encontramos en los versos finales de "Dos veces la misma melodía", donde, hablando de la música polifónica, reflexiona también el poeta sobre la poesía y sobre la vida, y donde no es la desmemoria "de un ayer ya muerto" sino el "terco, reiterado canto" lo que le permite afirmar: "Tranquilo, corazón; en tus dominios / -así como lo oyes-, / lo que fue sigue siendo y será siempre" (pág. 77).

Son estas reflexiones sobre el pasado, en muchos poemas en forma de ajuste de cuentas con los recuerdos y sobre todo de afirmación de la voluntad de vida, que se reconoce de manera incluso más potente en la melancolía del otoño y en la luz de los atardeceres, lo que lleva a García de la Concha a afirmar que los últimos poemas de Ángel González se sitúan en la línea de su poemario inmediatamente anterior, Deixis en fantasma, aparecido en 1992: "Por si hubiera alguna duda de que Deixis en fantasma abre un tiempo nuevo en la poesía de Ángel González, la gavilla de seis poemas inéditos hasta ahora en libro ofrece la posibilidad de confirmarlo", hablando en este sentido de una nueva etapa en su producción, tras la pérdida de la fe en la capacidad revolucionaria de la poesía, circunstancia que tuvo una importancia de tal calibre en su obra que el propio Ángel González ha situado en ese punto, es decir, en su provisional, como luego se vería, convencimiento de la inutilidad de las palabras y de la poesía, el inicio de una segunda etapa en su poesía (1993:23). El estado de confianza o de incredulidad en las palabras que lleve consigo la posición en la que el poeta se sitúa en cada momento, por tanto, tiene para Ángel González una importancia fundamental, hasta el punto de que a su juicio ese hecho partió en dos toda su producción.

Y junto a la fe en la poesía y las palabras, encontramos la reflexión sobre los poderes de la memoria y la desmemoria, sobre las ventajas y los inconvenientes de una y de otra, según los casos: de nuevo, nos aparecen en este libro poemas en los que se recuerda la infancia en la Guerra Civil, en definitiva, textos en los que sigue Ángel González dialogando con la Historia y en los que mantiene la actitud comprometida que puede seguirse a lo largo de toda su producción y que aprendió, según el propio Ángel González ha contado en múltiples ocasiones, en poetas como Blas de Otero o Gabriel Celaya, entre otros ("Nuevas lecturas me orientaron pronto en la dirección deseada. Me estoy refiriendo a los primeros libros de Gabriel Celaya -Juan de Leceta-, de José Hierro, de Blas de Otero, de Eugenio de Nora. Y a las obras de otros poetas que, a pesar de las dificultades ambientales, acabaron cayendo en mis manos: César Vallejo, Pablo Neruda").

La memoria que describe la España sórdida de la Guerra Civil y la dictadura, es la misma que evoca la capacidad de amor y de solidaridad que se dio en aquella miseria, largamente destacada en estos poemas; así, en "Viejo tapiz", leemos:

Todo el mundo era pobre en aquel tiempo,
todos entretejían
sin saberlo
-a veces sonreían-
los hilos de tristeza
que formaban la trama de la vida
(inconsistente tela, pero
qué estambre terco, la esperanza)

Encontramos en estos textos una denuncia de nuestra desmemoria y sobre todo el mantenimiento de una clara posición de compromiso: "¿Con qué lo redimimos, / aquel tiempo sombrío? / ¿Con qué pagamos la alegría de ahora, / el envoltorio de bisutería / que ocupa hoy el lugar / del amor verdadero, del más puro / amor forjado / en el dolor y la desesperanza?". La respuesta a estas preguntas nos la ofrece el propio poeta: "las más sucias monedas: la traición, el olvido". La temática histórica o crítica, por tanto, adquiere un relieve fundamental en este poemario, y Ángel González, como en prácticamente toda su obra anterior, es en estos poemas siempre el derrotado (en este caso, por la vejez, en los poemas más crepusculares, o en el bando de los vencidos por el franquismo, en los más explícitamente políticos) que jamás ha perdido las esperanzas, la convicción o la pasión, que nunca se da por vencido por mucho que se sepa derrotado, y que es en ambos casos, por tanto, tremendamente subversivo.

En "Estampa de invierno", el frío (e insistimos en la renovación que Ángel González lleva a cabo de estos tópicos, así como en el juego que en todo el poemario se desarrolla con las estaciones) viene de lejos, de algún rincón de la memoria: "No es de ahora, ese frío. / Viene desde muy lejos: / de otras calles vacías y lluviosas, / de romotas estancias en penumbra / pobladas sólo por suspiros, / de sótanos sombríos / en cuyos muros reverbera el miedo. / (En un lugar distante, / trizó una bala / el luminoso espejo de aquel sueño, / y alguien gritaba aquí, a tu lado. / Amanecía.) / No. / No está desajustada la ventana; / la que está desquiciada es mi memoria" (págs. 21-22). Esa última palabra, "memoria", es una de las palabras fundamentales de este poemario, y en la reflexión que el poeta nos ofrece sobre la falta de memoria y sobre los poderes de la desmemoria, son especialmente significativos los "Versos amebeos. I" y "II", que aparecen en la cuarta sección del poemario (la titulada "Otras luces"), y que en gran medida se entrecruzan, se contradicen y se complementan, de manera que nos ofrecen las dos caras que llenan todo el poemario, el equilibrio, aunque a veces en precario, que se nos muestra, pero en el que finalmente siempre gana el canto a la esperanza, a la poesía y a la vida. En el primero de esos poemas, la luz del amanecer enfurece aún más a los "perros enloquecidos" y despierta "lo que estaría mejor dormido", advirtiéndonos de lo terribles que son algunos rincones de la memoria:

La luz no hace más que enfurecer a esos perros enloquecidos
que no son exactamente las mañanas,
sino lo que ellas alumbran o provocan:
la memoria de dientes amarillos,
el remordimiento de fauces rencorosas
el miedo de letal aliento gélido.
Hay mañanas que no deberían amanecer nunca
para que la luz no despierte lo que estaba dormido,
lo que estaría mejor dormido (pág. 71)

Si en estos primeros "Versos amebeos" se nos habla de la memoria, del remordimiento y del miedo, de lo que sería mejor no recordar y no traer al presente ("Hay mañanas en las que no me atrevo a abrir el cajón de la mesa de noche / por temor a encontrar la pistola con la que debería pegarme un tiro", pág. 71), en el segundo de esos poemas, por el contrario, se pide la llegada de la mañana y de la luz, para que sea epifanía: "Hágase hoy en mí tu transparencia, / sea yo en tu claridad. / Y todo vuelva a ser igual que entonces, / cuando tu llegada / no era el final del sueño, / sino su deslumbrante epifanía" (pág. 73). El equilibrio que aparece en estos dos poemas entre la memoria y la desmemoria como elementos positivos o negativos, activos o reactivos, según el caso, es el espacio en el que se mueve todo el poemario en lo que respecta a esas dos realidades: por una parte, se nos habla de los poderes terapéuticos del olvido, pero también se hace una defensa firme de la memoria de determinados hechos que es imprescidible mantener y no traicionar.

"Quise mirar el mundo con tus ojos / ilusionados, nuevos, (...) para admirar tanto prodigio desde / el claro mirador de tus pupilas. / Y fuiste tú la que acabaste viendo / el fracaso del mundo con las mías" (pág. 33): el poeta vive a la vez en los dos lados de esa frontera, y en esa ambigüedad se mueve el poema que cierra el libro, que sigue jugando con el enunciado del paso de los meses, situándonos ante la reflexión sobre el tiempo, la fe en la vida y en la poesía, la defensa de las causas perdidas, la visión esperanzada y con ojos renovados, y enfrentándonos, como final del poemario, a una pregunta inquietante:

el misterio tan claro,
la esperanza aún más cierta...
Aquella luz que iluminaba todo
lo que en nuestro deseo se encendía
¿no volverá a brillar? (pág. 80).

 

Bibliografía

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Anthropos, 109, Ángel González.Una poética de la experiencia y la cotidianidad, Barcelona, 1990.

Debicki, Andrew P., Ángel González, Gijón, Júcar, 1989.

García-Posada, Miguel, "Versos crepusculares", Babelia, sábado 12 de mayo de 2001.

González, Ángel, Poemas, edición del autor, Madrid, Cátedra, 1993.

___________Luz, o fuego, o vida, selección del Ángel González, ed. Víctor García de la Concha, Universidad de Salamanca, 1996.

___________ "¿Por qué escribo?", El País Semanal, 4 de enero de 1998.

___________ Palabra sobre palabra, Barcelona, Seix Barral, 2000.

___________ 101+19= 120 poemas, prólogo de Luis García Montero, Madrid, Visor, 2000.

___________ Otoños y otras luces, Barcelona, Tusquets, 2001.

___________ "Sobre la poesía: un alegato", La Estafeta del Viento. Revista de poesía de la Casa de América, 1, primavera-verano 2002, págs. 13-18. Litoral, 233-234, Ángel González. Tiempo inseguro, ed. Susana Rivera, 2002.