Más mujer que nadie:

los retos de las mujeres en el nuevo milenio

 

Mayra Santos-Febres

Ensayista, Poeta

 

1. Pequeña Flor

Hace exactamete tres semanas me topé con un texto profundamente desconcertante. Es de esos textos que muerden alguna parte del cerebro y del pecho a la vez, no por su increíble belleza, sino por una extraña mezcla de rabia e incertidumbre. Leer fue algo parecido a ver a alguien oliéndose el cuerpo, los humores en el medio de la ciudad. Imposible no identificarse con quien se embriaga con sus propios humores. Una misma se huele, en secreto. Los humores te dicen que eres mujer, madura, en su punto para el amor, para el dolor, para la cólera. Pero, ¿olerse en la calle, a plena luz del día? Y escribir un cuento que parta de esa sensación, la vacíe en las palabras? Un texto así sólo pudo haber sido escrito por una sola persona. Clarice Lispector. Efectivamente. La cuarta página leía así:

En las profundidaes del Africa Ecuatorial, el explorador francés Marcel Pretre, cazador y hombre de mundo, se topó con una tribu de pigmeos de una pequeñez sorprendente. Más sorprendido quedó al ser informado de que existía un pueblo todavía más diminuto allende florestas y distancias. Entonces, más hacia las profundidades, él fue….Entre mosquitos y árboles tibios de humedad, entre hojas ricas del verde más perezoso, Marcel se enfrentó con una mujer de cuarentaicinco centímetros de alto, madura, negra, callada. "Oscura como un mono", informaría a la prensa y que vivía en lo alto de un árbol con su pequeño concubino. En los cálidos humores silvestres, que tempranamente maduran a las frutas y les dan una casi intolerable dulzura al paladar, ella estaba ingrávida. (p.87)

En el cuento de Clarice Lispector, la pequeñísima mujer fue bautizada como Pequeña Flor. Despertó todo tipo de reacciones cuando su foto salió en la prensa. Despertó, por ejemplo, espanto en familias que recordaron cuánto daño hace la necesidad de amar. Despertó escozores en una señora que observaba y observaba la foto y que le echó la culpa a la primavera por tan malos pensamientos. Despertó el terror en los niños el ver a la diminuta mujer paseando su desnudez por la copa de los árboles. También despertó en una familia entera las increíbles ganas de poseer a otro ser humano. Y cito:

Y fue ahí mismo dónde, encantados, se asustaron al descubrir que ella era todavía más pequeña de lo que la más aguda imaginación inventara. En el corazón de cada miembro de la familia nació, nostálgico, el deseo de tener para sí aquella cosa menuda e indomable, aquella cosa salvada de ser comida, aquella fuente permanente de caridad. El alma ávida de la familia quería volcarse en devoción. Y quien sabe, ¿quién no deseó alguna vez poseer a un ser humano solamente para sí? (p.91)

El cuento sigue como la mayoría de los cuentos de Clarise Linspector. No pasa nada. O pasan cosas pequeñísimas, diminutas como Pequeña Flor. Nada, que el explorador la vio reir, respoder con su risa a una mirada llena de pavor y de deseo que no pudo evitar dedicarle desde la superficie de la tierra de la cual se sentía dueño. Y el mundo se le cayó encima. Tuvo que huir hacia lugar seguro- la ciencia y la razón fueron su escudo. Con estas armas comprobó la inferioridad de ese ser, lo catalogó en su lista de flores y animales y prosiguió con su empeño de desentranar los secretos del mundo.

"Oscura como un mono…" El sobresalto de esta frase me remitió a mil referencias que dolían casi igual como el cuento de Clarise Linspector. Me remitió, por ejemplo, a la historia de Saat Jee, la Venus Hotentote, descubierta por un explorador holandés durante el siglo 19. Saat Jee fue sacada de su tribu, puesta en exposición como parte de un circo rodante y, después de muerta, mostrada en vitrinas a lo largo de los siglos por algo que encontraron entre sus piernas. Una pequeña flor de carne, los labios de su vagina recrecidos a propósito por un sistema de ataduras que , al cabo de los años aumentó el tamaño de su entrepierna. Era práctica común entre las mujeres de su tribu. Tan común como el alargamiento del pene o de las orejas o del cuello. Quizás la primera cirugía cosmética de la que tenemos noticia. Pero, los científicos del Musée deL’Homme que le hicieron la autopsia a su cuerpo sin vida determinaron de esta manera que las mujeres, sobre todo las negras, estamos hechas para la carne, totalmente sumergidas en un cuerpo que se hincha como una flor devoradora y humedecida, que canibaliza toda razón. Conservaron la vulva de Saat Jee en un potecito con formal dehído, como prueba para generaciones venideras. Aún sigue allí.

Este cuento me remite también a las historias acerca del desarrollo de la ginecología y sus instrumentos de labranza- el speculum. Hace ya treinta años, Luce Irigaray dedicó un libro de teoría feminista al instrumento, desarrollando todo un discurso que conecta a la mujer con el lenguaje utilizando al speculum como metáfora para nombrar la relación de poder intrínseca en el "nombrar", es decir, el poder del lenguaje falogocéntrico, con la apropiación del cuerpo femenino por parte del patriarcado. Si el lenguaje es un espejo, ¿cómo se refleja la mujer en él, dado el falogocentrismo que late en el centro de ese sistema de signos? Irigaray dice que de la misma manera en que una mujer se relaciona con un speculum, algo que le abre el cuerpo en dos, que no le permite verse pero sí que la vean. Desde adentro, como cosa, "oscura como un mono…"

Irigaray tenía razón. La relación entre mujer y lenguaje es problemática, más parecida a nuestra relación con un spéculum que con un espejo. Miles de ensayos, poemas y novelas se han adentrado en la exploración de dicha relación. Aquí en Puerto Rico puedo recordar tres textos seminales que afincan la discusión: "De bípeda desplumada a escritora puertorriqueña", ensayo de Ana Lydia Vega, múltiples poemas del "Sombrero de plata" de nuestra Olga Nolla y el poemario entero de Nemir Matos "Las mujeres no hablan así." Eso sin contar las innumerables tesis, monografías y prólogos escritos sobre el tema. Definitivamente, Luce Irigaray tenía razón al revisar el concepto lacaniano de relación "especular" entre el ser humano y el lenguaje. Lo que creo que Irigaray dejó fuera fue la historia de cómo se desarrolló el aparato. Fue en el Sur de los Estados Unidos. Los primeros speculums se hicieron de metal y se trataron entre las piernas de docenas de mujeres esclavas. Muchas sufrieron perforaciones en la vagina e infecciones fatales hasta que se mejoró el instrumento, que luego fuera usado en sus amas para curarles de "histeria". Todas conocemos el cuento. El remedio para la histeria en el siglo pasado consistía de la amputación del clítoris o la extracción del sistema reproductor. Aún se conoce esta operación con el nombre de "histerectomía." En fin, que el cuerpo oscuro de una mujer fue usado para "rescatar" a otra mujer de las tinieblas de su cuerpo. El cuerpo oscuro de esa mujer, que, como Pequeña Flor, como Saat Jee, vivió un momento escapada de ser comida, ingrávida entre las copas de los árboles, para pasar de repente a ser objeto de consumo no tan sólo del trabajo, sino de la ciencia y la tecnología en Occidente.

Donna Haraway dice desde los años 80 que la tecnología es "frozen social relations", relaciones sociales congeladas, concretizadas en el hielo del metal, de los cables, de la fibra óptica. Por lo tanto, los instrumentos se pueden leer como historias de relaciones sociales y están inmersos en ellas. El speculum y su historia de desarrollo y aplicación encierra en sí toda una red de relaciones sociales que crean una jerarquía entre cuerpos. El cuerpo de la ciencia, predominantemente masculino, fragmentado, invisible insiste en la objetividad, en dejar afuera todo lo humano, en ceñirse al experimento. Es el ojo que mide y mira. El experimento es el cuerpo (de la mujer, de la tierra, de la enfermedad). Regular las oscuras manifestaciones de su risa. En el escalón más bajo han colocado al cuerpo racial femenino. Por ese empieza la autopsia. Allí se prueban los experimentos. En ese cuerpo mudo y oscuro, como en el de un animal, que queda al límite de la ética. Es un cuerpo que puede esconderse en laboratorios, en campos de concentración o de refugiados, en ghettos, en las trastiendas y cuartos de servicio de las casas grandes, en los arrabales de la pobreza. Su propia "oscuridad" lo camuflagea de la "esfera pública," para citar a Habermas. Lejos y por debajo de los salones donde los patriarcas exhiben a las señoras y señoritas de la casa, lejos aún de los campos donde las esposas de los agregados y peones de las fincas comparten en trabajo, por debajo, inclusive de las prostitutas, quedaba el cuerpo racial, oscuro como un mono, fuente de infinita piedad, de infinito terror, de infinito deseo, ese cuerpo ingrávido y fuera del lenguaje que llama al patriarca deseoso, o al científico curioso con el aroma de su pequeña flor. Ese aroma lo hacía "perder la razón, acceder a sus más oscuros deseos." Por que, admitámoslo, ¿quién alguna vez no ha deseado poseer por completo a un ser humano?

Pero, en el centro mismo del deseo de posesión, late la intrínseca paradoja. Para poseer a otro ser humano tienes que negarlo. Según la tradición judeo-cristiana que heredamos en Occidente, la manera consistente en despojar a un ser de su humanidad es reducirlo a ser mero cuerpo. Convertirle el cuerpo en cárcel.

2. El cuerpo como cárcel

Las mujeres y el cuerpo siempre hemos tenido una relación problemática. Tantas veces vivimos encerradas en su parcela, sin poder salir del cuerpo; tantas veces nos vimos a nosotras mismas como ofertas para la demanda de hombres, tanto quisimos convertirnos en las doncellas puras, honradas, hermosas y amantísimas. O en las seductoras hambrientas y poderosas. Por que, admitámoslo ¿quién no ha deseado secretamente ser completamente poseída? Ser poseídas, sí, que nos traten como a una mimada, consentida mascota, y así ser relevadas de la increíblemente dolorosa y solitaria responsabilidad de ser un ser cabal, capaz de tomar decisiones y afrontar consecuencias. Pero, admitamos también ¿qué mujer contemporéanea se atrevería a declarar a viva voz que desea ser tan sólo eso? El siglo pasado, el XX, nos ofreció más. Nos ofreció la posibilidad de profesiones, poderes de adquisición, mobilidad, control de natalidad, leyes que nos protegen, la posibilidad del deseo, la declaración legal de la igualdad.Y nos abrió bifurcó la definición de los que es ser mujer. Nos cambió los remitentes. Pero este cambio no nos ha liberado del cuerpo. Nos pasa a muchas que aún nos sentimos asfixiadas, atrapadas por el cuerpo y por la red de significados que éste teje. Es como si ahora, en los inicios del siglo XXI no pudiésemos salir de la estrecha cárcel de los cuerpos. Sabemos que el paradigma ha cambiado. Lo cambiaron las revistas de belleza cuando convirtieron en vacía "moda" los reclamos y preceptos de la segunda ola del feminismo: la llamada liberación sexual. Allá por el año 68 empezó la remodelación del paradigma.

No fue en el 68, fue antes. Fue con el descubrimiento y masificación de la píldora anticonceptiva. Ocurría entonces que por primera vez en la historia de Occidente, toda mujer, no importa su clase o su raza, tuvo la opción de controlar su fertilidad. Claro, las Iglesias pusieron el grito en el cielo. Ahora no era Dios (ayudado por la virtud femenina) o el Estado (con la ayuda de Dios) quien decidía cuántos hijos podías parir. Ahora se podía gozar del cuerpo. Se empezó a discutir el placer femenino, nació la liberación sexual.

Muchas feministas piensan que esta historia la sabe todo el mundo. Y no es así. Mi madre creo que nunca se enteró. Ella, como muchas otras mujeres trabajadoras y "oscuras" como un mono, usaron la libertad que les ofrecía la píldora para introducirse aún más en el espacio del trabajo, para salir del ciclo de la pobreza y, a veces, cuando se le ponían viejas las pastillas anticonceptivas, para abonar las plantas. Pero el cuerpo se le seguía escurriendo de las manos, ajeno, distante y a la vez carcelario. Gozárselo hubiera sido ir en contra de todo lo que le habían enseñado. Para mi madre, ser una buena mujer- hacendosa, responsable, hogareña, fuerte, valiente, abnegada, honrada- era un paso adelante, era verse a sí misma como mujer, en vez de como bestia de carga, habitante de cloacas, sirvienta, mujer de uso, una negra o una jíbara orillera. Para las mujeres de clase obrera, lo femenino era un lujo, un privilegio, un acceso a un sistema de valoración exclusivo para las mujeres de clases más altas. Cuando llegó la liberación femenina, mi madre y muchas otras mujeres como ella, tomaron la píldora, pero no acogieron la liberación sexual. Primero, porque aquello hubiese sido abandonar el sueño de convertirse algún día en una "señora." Segundo, porque para poder gozar del cuerpo había que asumir la responsabilidad y el reto de conocer un cuerpo que se les hacía ajeno- racialmente ajeno, clasistamente ajeno, socialmente ajeno.

Sin embargo, y sin ellas en mente, el paradigma cambió. Lo cambió Cosmopólitan, es decir, cuando apareció y se comercializó la imagen de la "mujer liberada." Esta mujer trabajaba, viajaba sola, salía a bares, tenía aspiraciones profesionales, sabía de finanzas, de política. Pero además, la chica Cosmo no dejaba de ser "mujer." Es decir, que esta "chica" conocía modas y maquillajes, podía cocinar platos afrodisíacos para veinte personas y, además, había descubierto más de 100 maneras de prolongar el placer de su hombre en la cama. Era la Mujer Biónica, la mujer del siglo XX. La contradicción en tacas. Nada, que el mito de la femineidad ahora salía a la calle, maletín en mano, pero sin dejar de ser mito y ahora exigiendo sus orgasmos. Y a las mujeres que hacía escasos 10 años habían adquirido el derecho de tener casa propia, ahora se les exigía salir de nuevo a la calle, a la intemperie, de donde habían llegado. Probarse fuertes, ellas que siempre lo habían sido, echar a un lado el mito de la delicadeza, ella que nunca lo habían vivido, proveerse a sí mismas, ellas que habían mantenido familias enteras, sin ayuda de un hombre, a veces a expensas de su propia sexualidad. ¡A quien rayetes les importan los orgasmos- yo lo que quiero es una cama en donde descansar!- me imagino que pensaban las mujeres trabajadoras durante la liberación sexual. Y las otras, las liberadas, las miraban con pena y les decían "pobre hermana enajenada."

Así miré yo a mi madre, yo, mujer formada bajo el nuevo paradigma de la liberación sexual. La miraba como a una mujer que soñaba a destiempo con ser una señora. La criticaba a ella sin darme cuenta de que en mí no se operó tampoco una transformación profunda. Quizás para ella la sexualidad no era un asunto crítico. Pero para mí la sexualidad se convirtió en una asignación más que cumplir para hacerme "mujer." Ahora había que tener muchos amantes y saber complacerlos. Había que lograr orgasmos instantáneos que probaran que era merecedora del afecto de un hombre, que había vencido a mi madre, roto la cadena de las mujeres abnegadas, sufridas, inconformes y negadas a reclamar la parcela de placer que les tocaba. Pero el cuerpo, es decir, la relación personal, "sagrada," íntegra con el propio cuerpo seguía escapándoseme de las manos.

Por esa grieta entre el cuerpo dislocado y las manos anhelantes se coló la contradicción. A muchas se nos ha colado. Britney Spears se nos coló, clamándose virgen, pero vistiéndose y retorciéndose como una gata en celo. Se colaron nuestras versiones nativas de la "mujer sexual pero muy honrada" que pueblan las revistas de chismes, los videos musicales, los programas de televisión - mujeres envueltas en espumas de jabón, medio desnudas, pero con un crucifijo en el pecho. Bajo su imagen de "pin-up girl" aparecen citadas diciendo "Le doy gracias a Dios por todo lo que me ha dado." La contradicción en j-string. Nos han espetado un nuevo modelo de lo femenino- uno que conjuga la sexualidad con la desconexión con el cuerpo. Este paradigma refuerza estereotipos peligrosos- los de la mujer manipuladora, que usa su cuerpo por un lado y su "moralidad" por el otro como gancho de seducción, los de la "Lolita" de Nabokov- ingenua devoradora de hombres que no sabe lo que hace, por inmadura, por bobita o por "loca." Por ello, no puede hacerse responsable de la inestabilidad emocional que provoca. Pero esa contradiccion es insostenible, y alimenta al montruo de la violencia. No estoy acusando a la víctima. Estoy describiendo cómo algunas mujeres "jugamos" a serlo y cómo nuestra sociedad patriarcal ha encontrado nuevas maneras para recompensar a aquellas mujeres que quieran jugar este peligroso juego. El juego de ser más mujer que nadie. De ser la mujer "perfecta."

El mercado y nuestra sociedad patriarcal posmoderna de principios de milenio ha aprendido la lección. No nos da un solo paradigma para lograr la perfección, lo civilizado y entendible. No, nuestra sociedad contemporánea cree en la diferencia. Ya desmontó la vieja jerarquía de los cuerpos decimonónicos. Nos da varias opciones a escoger. No hay trastienda donde esconder a los cuerpos primitivos. Y hay una nueva relación entre los cuerpos, la ciencia y la tencología: una relación más cibernética, más clonada. Esta relación se basa en el consumo. A medida en que la mujer pueda y tenga más acceso para modificar y remodelar su cuerpo, para comprarse un cuerpo que después intercambiar por aceptación social, sexualidad; a medida en que una mujer contemporánea pueda tratar su cuerpo según su valor de cambio, es más mujer. Ya el cuerpo deja de ser una cárcel porque se puede tener más de uno, modificarlo a ventaja, hacerle ampliaciones y reducciones porque sí y para obtener la recompensa de la aceptación social.

La libertad profesional de muchas mujeres, nuestra libertad legal, económica y fiscal nos ha depositado de nuevo en el cuerpo. Porque ahora nos han convertido el cuepo propio en bien de consumo. Ahora, el cuerpo como imagen es signo de "superioridad’ en la medida en que está más hecho, más manufacturado, más intervenido por la tecnología. Los senos agrandados o reducidos, los tummy tucks, los tintes, uñas, narices, dientes rehechos, reconstruídos son emblemas de acceso al binomio dicotómico que divide la sociedad global entre consumidores y consumidos, entre los que tienen acceso a computadoras e internet y los que no, entre los cuerpos preclaros y liberados de sus prelinguísticos humores y aquellos otros cuerpos oscuros y cerrados, como los de un mono- los cuerpos a los márgenes del mercado. Y créanme compañeras, quedan de esos cuerpos, quedan y son muchos, aunque no aparezcan en CNN o en el Internet, ni en tiempos de guerra. Aparentemente invisibles en la preclaridad del mundo de la imagen, los cuerpos "oscuros," los "no representados", saltan entre las copas de los árboles de una selva virtual, escondidos del imaginario colectivo colonizado por los sueños de la sociedad global. Muchos de estos cuerpos son de mujeres, mujeres que cuando son puestas frente a la cámara, nos despiertan la más infinita piedad, el más terrible terror, y los más oscuros deseos. Pequeñas flores de carne, se huelen el olor de su hambre o de su desgracias o de su alegría en plena calle, frente a nuestros ojos. Los poderes de siempre manipulan nuestras reacciones para sustentar sus planes de guerra, de exterminio, de dominación, porque, admitámoslo, ¿quién alguna vez no ha deseado poseer a un ser humano, determinar su suerte por entero, decidir por el, liberarlo de sus contradicciones, salvarlo de ser comida, tenerlo tan sólo para saciar nuestro apetito?

3. La risa de la carne.

Quizás tenga razón Gayatri Spivak, cuando hace veinte años dijo que los subalternos no podían hablar. Muchas compañeras feministas, algunas hindúes como ellas, le refutaron su posición en ese controversial ensayo de los 80 "Can the subaltern Speak?" Chandra Mohanty, por ejemplo, refutó diciendo que las mujeres subalternas, esas que quedan fuera inclusive de la esfera del feminismo, a causa de su clase y raza, acceden al lenguaje público en otras esferas a las que no tenemos acceso nosotras, las mujeres intelectuales, las escritoras, periodistas, sociólogas, las mujeres letradas que gozamos del increíble privilegio de la visibilidad y el acceso a la palabra en un mundo que sistemáticamente reserva esos placeres para otras poblaciones. Chandra le recordó a Spivak los juntes entre mujeres intelectuales y activistas tales como el de Domitila Barrios de Chungara y Noemi Viezzer o el de Elena Poniatowska y Jesusa Palancares. O los cuentos/entrevistas de Masaweta Devi, de Nawal El Saadawi y Laura Restrepo que dieron obras en donde la escriba se ponía al servicio de la testimoniante. Durante los ochenta y noventa se puso en tela de juicio dicha relación, la impureza y el uso de estos "testimonios" para otros intereses que en nada tenían que ver con las de las mujeres subalternas. Pero ahí están. Ahí están las novelas Me llamo Rigoberta Menchu y así me nació la conciencia, Woman at point Zero, Hasta no verte Jesús mío, y muchos más. Pero quizás sea cierto lo que dice la Spivak. La relación entre lenguaje y mujer subalterna resulta en silencio. Quizás es cierto que no podamos creer en la pureza de las palabras de las pequeñas flores del mundo, que debemos dudar de la selección y edición de estos "testimonios" tal y como los editan las reporteras, las escritoras, los reportajes, la intelligentsia. Quizás los cuerpos oscuros y animales de estas mujeres que han sido racializadas, vejadas, encarceladas en su carne ya quedan fuera de lo inteligible, no puedan hablar. Tal ha sido su degradación y maltrato.

Pero pueden reir. Aquí la maestría desestabilizadora del cuento de Clarise Linspector. Pequeña Flor rió y su risa suave y calmada derrumbó el mundo del explorador. Dice Clarice de Pequeña Flor:

Metódicamente, el explorador examinó con la mirada la barriguita más pequeña de un ser humano maduro. Fue en ese instante en que el explorador, por primera vez desde que la conociera, en vez de sentir curiosidad o exaltación o triunfo o espíritu científico, el explorador sintió malestar. Es que la mujer más pequeña del mundo se estaba riendo….Estaba riéndose cálida, cálida. Pequeña Flor estaba gozando de la vida. La propia cosa rara estaba sintiendo la inefable sensación de no haber sido comida todavía…Esa risa, el explorador, incómodo, no consiguió clasificarla. Y ella continuó disfrutando de su propia risa suave, ella que no estaba siendo devorada…

No ser devorado es el objetivo más perfecto. No ser devorado es el objetivo secreto de toda una vida. Mientras ella no estaba siendo comida, su risa bestial era tan delicada como es delicada la alegría. El explorador estaba atrapado. (p. 92)

En el 1978 Hélene Cixous escribió un ensayo muy interesante que tituló "La rire de la Medusa." La risa de la Medusa postula que las mujeres escriben desde una visión de mundo diferente de la falogocéntrica. Que nosotras no queremos "penetrar el misterio." No como Mallarmé ni como Lezama Lima, sino que nuestra relación con nuestros cuerpos nos hace pensar en el conocimiento como agua, y en la escritura como el roce de cuatro labios y miles de cilios que se manchan en su tinta cíclica para escribir, para accesar lo inteligible, el conocimiento. La Medusa ríe por que se desliza por debajo de las palabras. La petrificación de la escritura es aparente.

Pero, ¿de qué se ríe Pequeña Flor, la mujer más diminuta y animal del mundo? Las Pequeñas Flores del mundo se rién de aún no ser comida. De haberse escapado una vez más de la devoración, con su cuerpo íntegro, con su pequeño concubino, con su cría minimísima encerrada en su barriga, con la certeza del misterio más allá de las palabras. La certeza de un misterio tan oscuro como los exploradores y hombres de ciencia ven en su cuerpo. Se rien porque saben que adentro existe aún más oscuridad. Las Pequeñas Flores del mundo rién celebrando que ese día no han sido devoradas. No han sido aún ni la comida ni la carnada. Ahí está la lección.

De más está decir que pienso que cada mujer debe elegir cómo se proyecta y que tiene derecho a hacerlo como le da la gana. De más está decir que toda mujer tiene derecho a escoger cómo vive su deseo, cómo habita su cuerpo. Pero pienso que esta decisión no es ni "individual ni privada", que está mediada por miles de transformaciones del paradigma de la femeneidad. Que, como hace años denunció Nemir Matos en su poemario "Las mujeres no hablan así," nos siguen intentando robar el cuerpo. El cuerpo no es para la familia, ni para la Iglesia, ni para la Budweiser, ni para atrapar un buen marido o escalar las esferas laborales. El cuerpo tampoco es para cumplir con ninguna ideología- ni siquiera con la de la liberación sexual. El cuerpo es la casa propia, la manera más íntegra e íntima que tenemos para relacionarnos con los demás. Es la puerta hacia la vida y las relaciones más fundamentales con los seres humanos. Creo que para acabar de crecer como mujeres tenemos que revisar las maneras en que habitamos nuestros cuerpos. No verlos como objetos de intercambio, o como encarnación de utopías, sino encontrar una manera de aprender a conocerlos. Una vez logremos esa integración real, entonces, su disfrute será profundo, íntegro, liberador. Al fin podremos todas salir de nuestras cárceles de carne.

¿Cómo podemos la mujeres visibles, las letradas, las consumistas, escaparnos de ser la carnada y la comida? No sé, quizás a través de la risa. De algo estoy segura, que hay que celebrar cada instante en que nos escapamos de la fauce, jamás pensar que la batalla está ganada. Fue hoy que nos escapamos de la fauce, hoy tan sólo. Mañana el ojo de la ciencia, del consumo, de la depredación estará dispuesto a una nueva cacería. Hay que estar siempre dispuesta a la escapada, a la batalla. Pero sin dejar de reir. Es decir, de abandonarnos al oscuro movimiento de las cosas raras y vivas que se agitan en nuestra conciencia, más allá del lenguaje. Que no nos atrape la clasificación tampoco, una vez que aprendamos y tengamos el cuerpo. Reir, lo inefable. Hay que aprender a reirse, inclusive de este terrible juego que es creerse más mujer que nadie.