Sublime abyección: La poesía de Abigael Bohórquez y de Juan Bañuelos

 

Efrén Ortiz Domínguez

Universidad Veracruzana

 

Hay temas en el terreno de la crítica literaria que, con frecuencia, exigen una justificación previa. A pesar de esa amoralidad que nos atribuimos; de esa amplia conciencia del mundo que aseguramos usufructuar por encima de cualquier otro profesional, hay ocasiones en que el decoro exige justificaciones. Tal es ahora el caso. ¿Por qué poner el asco en relación con la poesía, género de géneros, pensado como expresión del sentimiento o experiencia de lo sublime? ¿Por qué ese oxímoron que parece contraponer radicalmente un objeto que la cultura califica como prístino, a un sentimiento que parece degradarlo? Y la primera respuesta que me viene a mano resuena contundente, con el peso de los siglos: "Porque soy hombre, nada de lo humano me es ajeno".

Si la abyección (ab-jeter: "lanzar fuera"), ese término que dignifica conceptualmente el asco, se ha convertido en objeto de disquisición, lo es justamente por su esencial naturaleza humana. El asco, como la risa, nos caracterizan como especie, de allí el interés que de antiguo han mostrado hacia él los especialistas de diversas disciplinas. Una descripción pormenorizada del asco rebasa los límites de este trabajo. Pero debo definirlo y precisar los límites del término. Me valgo para ello de dos interesantes aportaciones al tema: Julia Kristeva (1989) ha explorado la dimensión psicoanalítica del término a través de un capítulo pleno de sugerencias; Ian Miller (1999), por su parte, formula un extenso y ejemplar ensayo que precisa y, en su mayor parte, sostiene la tesis central de este artículo: el asco es un sentimiento que rebasa el sentido del gusto y se adentra, sin que lleguemos a percibirlo, en dimensiones insólitas de nuestra vida cotidiana, como la higiene, el sexo o la convivencia social. En el marco de la producción teórica más reciente, sea desde el terreno de la semiótica de las pasiones o de la naturaleza de los sentimientos, la anatomía del asco constituye, por ende, un campo poco explorado, debido a su inherente naturaleza revulsiva. De acuerdo con uno de los autores invocados, parto de la siguiente definición:

La palabra asco designa un síndrome en el que todos esos términos desempeñan su propio papel, expresando un fuerte sentido de la aversión hacia algo que se percibe como peligroso por su capacidad de contagiar, infectar o contaminar por proximidad, contacto o ingestión. Y todos esos términos indican la posibilidad, pero no la necesidad, de presentarse unidos a las náuseas o al impulso de retroceder y estremecerse ante lo espeluznante. [...] Pero el asco es, ante todo, un sentimiento moral y social. Desempeña un papel de motivación y corroboración del juicio moral de un modo que poco tiene que ver con las ideas de incorporación oral. Clasifica a la gente y las cosas según una especie de ordenación cósmica (Miller, 1999, 22).

Más allá de su acepción puramente fisiológica, la abyección es también el principio y el fundamento de una taxonomía alentada por la cultura que divide al mundo en un eje cuyas antinomias, partiendo de la escisión elemental entre lo agradable y lo desagradable abren, en alud, un abanico de contrastes cada vez más sofisticado: "aceptable/inaceptable", "incluyente/excluyente", "permitido/prohibido" "bueno/malo", etc. De allí que esa aparente simplicidad de lo asqueroso implique no sólo el fundamento de una amplia gama de juicios de carácter gastronómico, sino el despliegue de sensaciones, actitudes y juicios de variada índole:

...el contenido de lo asqueroso es complejo y a la vez paradójico. Todos sabemos que lo asqueroso puede atraer, además de repeler [...] Y, aunque lo asqueroso nos repela, rara vez lo hace sin captar también nuestra atención. Es algo que no podemos evitar. Nos resulta muy difícil no echar disimuladamente una segunda mirada a lo que nos da asco o, en un plano menos voluntario, nos pasa que "se nos van los ojos" hacia ello (Miller, 1999, 10).

Es, en efecto, un sentimiento bivalente. Posee una faceta inicialmente reactiva (en términos freudianos), por lo que nos impulsa a apartarnos con temor o sobrecogimiento del objeto calificado como "desagradable" o "asqueroso" por temor al contagio, a la contaminación real o figurada (mancilla física, fisiológica o moral, como cuando una persona sucia toca tus manos, tus alimentos, tus ropas). Pero también ejerce cierta fascinación; su carácter de extrañeza captura la mirada; piensen si no en la morbosa atracción que ejercen sobre nosotros los monstruos de los circos, los espectáculos callejeros que emplean animales repulsivos, o, en el extremo, las escenas de violencia o terror en el cine. En términos psíquicos y no solamente retóricos la abyección es, por ello, un oxímoron.

Por su vastedad, no sólo se manifiesta en los ámbitos del sexo, la higiene, la muerte o las violaciones de tipo corporal o socio-moral (Miller) o en el terreno de la religión y el arte (Kristeva); se produce también en el terreno político. Sus manifestaciones son perceptibles allí donde el sujeto advierte alguna trasgresión: "Quienes violan las normas que nos dominan son objeto de temor, aversión y sobrecogimiento, que son precisamente las emociones que impulsan la tragedia, el terror, el suspense y algunas devociones religiosas" (Miller, 1999, 169); de allí el lugar que la cultura hace ocupar, entre otros, a sujetos cuyas características físicas o morales, por diferir de la media estadística, les hacen ingresar a un extenso –y relativizado- catálogo de "anormalidades": ciertas etnias, los enanos, las sectas religiosas, los homicidas, los homosexuales, las prostitutas, los disidentes políticos, etc.

El nexo entre poesía y abyección, contrariamente a lo que pudiéramos pensar, es antiguo; sin embargo, es puesto en evidencia por los así llamados "poetas malditos" (Baudelaire, Rimbaud, Valéry, Verlaine), quienes avizoran las condiciones de explotación y la cosificación de que son objeto las relaciones humanas, de allí que se aparten de la sociedad con horror y se refugien en el arte, concebido por ellos como un refugio y como un espacio propio donde poner a salvo los valores inherentes al acto creativo. Marginados, desdeñosos de un mecenazgo que amordaza las conciencias, los artistas heredan del Romanticismo ese menosprecio por la sociedad burguesa, mediatizada ahora por la alienación. Bohemios, alcohólicos, transgresores, constituyen la primera generación que, con una conciencia amplia, manifiestan asco ante el capitalismo. Rimbaud proclama así el advenimiento de una nueva estética:

el poeta no ha de ser simplemente artista, sino un verdadero vidente. Su destino no es el cielo azul de los parnasianos, sino el abismo sin fondo de lo desconocido. Tiene que convertirse en el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito y el sabio supremo. Debe someterse al desenfreno razonado de todos los sentidos. Debe hacerse odioso, absurdo. La abyección, el odio, son el ideal del poeta vidente. (Rimbaud, 1994, 18)

Esa actitud de rechazo ha signado el arte contemporáneo. El artista es un "outsider" en la vida, en la obra o en ambas esferas. Pero la disociación entre artista y sociedad transita por una doble vía: la mirada crítica del artista posee su reflejo inverso en el menosprecio que la opinión pública depara al creador.

La poesía, no sólo en México, es un asunto abyecto desde la óptica de la valoración social. La actitud de menosprecio ante los profesionales de la literatura pero, especialmente, ante quienes escriben poemas, se transparenta en la denominación peyorativa de "pueta", que Sheridan describe con exactitud:

Poeta es la palabra arcaica, como el personaje que nombra, incómoda para la modernidad y más aún para lo que pasa por serlo en México: algo tiene de subrepticio, de incriminatorio, de coartada que disimula, evidenciándola, una confusión vocacional; en su connotación local tiene algo que es más afición que oficio; más un calificativo, casi un peyorativo, que una definición [...] En la oreja patria suena a bohemio, a "raro", a desempleado o, en el mejor de los casos [...] a inútil. (Sheridan, 2001, 306-307)

En pocas palabras, ser "pueta" constituye una mancha, una marca indeleble de estigmatización social que inclina al vate hacia el abismo del menosprecio, de la repulsa. Pero el asco figurado que suscita el poeta por su oficio tiene que ver también con los motivos que retoma su escritura: el versador palaciego que loa al régimen no comparte los mismos adjetivos ni el crédito social que quienes se dedican a impugnarlo. Para hacerlo evidente, quisiera retomar aquí dos casos ejemplares de poetas cuya vida y obra giran en torno a diferentes tipos de abyección, con la finalidad de mostrar qué hace de ellos un par de artistas ejemplares, cuya obra está destinada a la trascendencia.

Abigael Bohórquez, poética (y política) de la diferencia sexual:

La diferencia física o la preferencia sexual, como la raza, han sido estigmas inmemoriales para la humanidad. Ser mujer en determinadas épocas y culturas, o manifestar deseo por sujetos del mismo sexo en la sociedad patriarcal, ser judío o, recientemente, musulmán, en el marco de la sociedad occidental, constituyen manchas físicas y morales imposibles de borrar. Una letra escarlata signa la frente de cada uno de estos malaventurados habitantes del país de la exclusión, convidados al banquete de la repulsa pública. El dedo acusador tasa de manera indiferente, para poner a salvo los valores establecidos:

El asco, junto con el desprecio, así como otras emociones en distintos contextos, reconoce y mantiene la diferencia. El asco ayuda a definir los límites que se establecen entre ellos y nosotros y entre tú y yo. Ayuda a evitar que nuestro modo quede subsumido bajo su modo. El asco, junto con el deseo, establece los límites del otro, como algo que debe eludirse, repelerse o atacarse o, en otros contextos, como algo a emular, imitar o con quien casarse (Miller, 1999, 83)

A propósito de asco y de deseo, me viene a la mente el nombre de Abigael Bohórquez (Caborca, 1936―Hermosillo, 1995). Su producción literaria hace confluir ternura y violencia, carnalidad explícita y pavor de la soledad. Por tal motivo es, primero que todo, un documento de profundo valor humano que rememora el dolor producido por la exclusión y el señalamiento. Nos invita a aprehender ese elemental sentido de diferencia que convierte a los unos en dioses y a los otros en bestias: chico malo contra los buenos niños, el mundo de los justos contra el pecador, lo normal frente a lo anormal:

Seguiré siendo el primo hermano
Que no dejaron llegar a su manada,
El dejado de la mano de promotor,
El que ya sé ni Dios quisiera;
Ese Dios que si tocara por la puerta de criados
De sus casitas okey,
Lo dejaban afuera;
Sigo siendo el hazme reír,
Quienes dictaminan y tasan,
Zurcen, tijeretean y opinan divinidades de sí mismos,
Saben que desciendo de otra raza de bestias,
De gruñido distinto;
Pero se siente gacho;
                (Bohórquez, 1990, 18)

Pero violencia engendra violencia. La moral pública acalla toda voz de disentimiento, porque encima de la masacre, exige silencio. Los indiciados no tienen siquiera derecho a la queja pública. He allí la razón para que el poema incorpore palabras, situaciones, nombres, sentimientos lesivos o incómodos para un lector medio. Es, por tanto, irónico, que el volumen se titule Poesía en limpio, ya que juega deliberadamente con la connotación de "pulcritud" en los terrenos escritural y de la higiene. La "poesía en limpio" remite a escenas oscuras en hoteles de paso, a escenas de amor homosexual con manifestaciones explícitas de violencia verbal o física, a toda una galaxia de acontecimientos que cotidianamente pueden ser vividos pero que parecen inconfesables. Porque el grave asunto moral para los homosexuales no radica en vivir la diferencia sexual, sino en asumirla de manera pública, hacerla objeto de confesión. Y todavía más transgresivo, en ponerla por escrito:

Su poesía señala, denuncia, insulta, condena, escupe, embarra, muerde y... confiesa. Pero sus confesiones no son golpes de pecho; constituyen un recurso expresivo donde los confesores son, realmente, los exhibidos. Cuando "confiesa", escandaliza e irrita. En fin, siempre defiende. Defiende al indio, a la tierra, a la madre, al obrero, al homosexual, a la poesía misma. Gran parte de su humanismo descansa ciertamente en esa combatividad. (Corral, 1995, 235)

Al presentar la compilación de la obra poética del poeta norteño, titulada Las amarras terrestres, Guillermo Samperio asegura: "algunos le califican de maldito, incomprendido e inadaptado y otros alzan los hombros, indiferentes, cuando se pronuncia su nombre, pero lo cierto es que el poeta sonorense es un personaje de sí mismo, ya que presenta en su obra cada fase de su destino, consciente como pocos de sus transformaciones" (s/a, 2001, 1).

No obstante, lo sexual o moral no son los terrenos que me interesa tratar aquí de manera específica, aunque constituyan el factor central de la poética de Bohórquez. Hay un aspecto paralelo, altamente sugestivo. Ella incluye también muestras de abyección política: tres importantes poemas enriquecen, por su singularidad, las páginas de nuestra literatura; sus especiales características les subrayan en el marco de la producción poética total del autor. El primero, para suerte nuestra, fue publicado por vez primera en las páginas de La palabra y el hombre, revista de la Universidad Veracruzana. Se trata de la "Carta abierta a Langston Hughes" (Bohórquez, 1962, 147-152), extenso poema que, al tomar como destinatario figurado al conocido poeta negrista del "Renacimiento de Harlem", se ubica en el marco de una poesía de corte contestatario.

Para quien desconoce la vida y la obra del poeta norteamericano, la referencia es nula: Bohórquez recoge de sus poemas un conjunto de motivos para manifestar, en primer término, empatía con un autor que, desde dentro, enarbola la lucha en pro de los derechos civiles de la población negra americana; pero también para asumir una actitud que raya en lo recalcitrante: exige que la escritura se convierta en agravio, en un acto pleno de pasión:

Le doy un puntapié a mis desaciertos,
Me sacudo paisajes que me rompen,
Tomo el papel vedado y lo hago trizas,
Abro el libro que el miedo había cerrado;
Me echo a rodar
¡y que arda la palabra
y que prendan su fósforo los ojos!
Aquí tienes mi mano:
Estamos solos:
Ciudad del Cabo,
Arkansas,
Alabama,
Texas.
                (Bohórquez, 2001, 89-90)

De la reflexión a la consigna, de las interrogaciones retóricas a las declaraciones enfáticas, el poema yuxtapone, sin embargo, la denuncia contra el imperio de la discriminación con la ternura hacia el luchador social afroamericano, de allí que la "carta abierta" se module a la manera de un sentido homenaje poético construido a partir de largas enumeraciones (anáforas) que brindan a la composición un acentuado ritmo de frase.

Inequívocamente, también el poema "Duelo" está llamado a ocupar un destacado lugar en la poesía mexicana del siglo XX. Su condición especial de manifiesto; la valentía con que ha sido escrito; la violencia verbal con la que arremete contra la hipocresía de "las buenas conciencias", le adjudican una importancia cimera no sólo en la poética del escritor sonorense, sino en el marco más amplio de la poesía social mexicana de este siglo; sin embargo, su relevancia está ahora menguada por el silencio creado por la crítica en torno a la obra total de Bohórquez:

Vengo a estarme de luto por aquellos
Que han muerto a desabasto,
Por los que, rútilos o famélicos,
Procurando saciar su corazón o su hambre,
Cayeron en la trampa,
Eran flores de arena, papirolas,
Artificios de bubble gum, almas de azogue,
Veletas de discotheque, aleteos, dispendio
Pero eran también un alma, una palabra,
Un esqueleto de pan y sal,
Con rincones amables
Como el tuyo o el mío, compañero,

(Bohórquez, 2001, 373)

La misma técnica enumerativa, pero una mayor fuerza emocional, todo ello hace del poema una sentida elegía que, luego de reiterar tres veces la invitación al duelo ("vengo a estarme de luto"), manifiesta la decisión explícita del poeta de lamentar el oprobio del silencio y la conformidad humanas. Ante ellas, el poeta se manifiesta profundamente asqueado:

Vengo a estarme de luto
Por aquellos
Que recibieron prematuramente
Su funeral de escándalo,
Su ración, su camastro, su obituario velado,
Pero más por aquellos
Que, desde que nacieron,
Son confiados, etiquetados, muertos
En sus propios rediles,
Herrados, engrillados a un escritorio oculto,
A un cubículo negro.
Ah!, caravana de las carcajadas,
Carne desamparada de la arcaica matanza,
Paredón de la pública vela,
Arrimaditos, amontonaditos
En el muro del asco.
Vengo a estarme de luto
Porque puedo.
Porque si no lo digo
Yo, poeta de mi hora y de mi tiempo,
Se me vendría abajo el alma de vergüenza
por haberme callado.

(Bohórquez, 2001, 373-374)

También vio la luz en nuestra revista el "Llanto por la muerte de un perro" (Bohórquez, 1959, 432-434), poema que Dionisio Morales, compilador de la obra poética del poeta sonorense, considera "un poema antológico [...], parteaguas de la que dieron en llamar «literatura comprometida» en la segunda mitad del siglo XX" (Bohórquez, 2001, 16), opinión que comparto en virtud del alcance no sólo humano, sino esencialmente poético, de los poemas aquí resaltados.

Para Víctor Manuel Mendiola, Bohórquez no milita en la poesía social por considerar que "la poesía homoerótica se mantiene al margen pues su motivo es la reivindicación de la libertad íntima" (Bertrán, 2003, 1); "precisamente porque corresponde al ámbito de las decisiones individuales, es que no acaba de convertirse en una causa ideológica la reivindicación de la libertad sexual que busca la comunidad lésbico gay" (Bertrán, 2003, 2). En primer término, habría que indicar que el hecho de trasladar a la poesía un discurso que aluda a la orientación, comportamiento e identidad sexual de grupos que entran en contradicción con las reglas de la sociedad patriarcal lo convierte en un discurso abyecto para los unos, de apertura y liberación para los otros. La ruptura del silenciamiento es, por sí misma, una causa no sólo ideológica, sino abiertamente provocadora, sediciosa. Pero si ello no fuese suficiente, los poemas aquí evocados, así como otros que han merecido el honor de ser recogidos en antologías [p. e. "Fue agasajado con carne de familia el Generalísimo" (Aroche, 1972, 160-163)], bastarían para desmentir la tesis del poeta y editor defeño. Es este embate contra lo establecido, motivo de abyección para quien milita en el partido de la norma, lo que coloca al poeta de la frontera norte a la par de otro, éste del sur, identificado como el poeta social por excelencia en México.

Juan Bañuelos, poética de la diferencia racial

Habría que subrayar, entonces, el carácter abyecto del poeta "subversivo", de ese artista que toma para sí la vocación de ser "voz de los sin voz". En términos generales, la crítica subraya como insólita la incursión de algunos poetas mexicanos en el terreno de la poesía social o de su correlato en la vida cotidiana, la militancia. Sin embargo, una contabilidad apresurada habría de restituir nombres tan destacados como los de Rubén Salazar Mallén, José Revueltas, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Efraín Huerta, el grupo de La Espiga Amotinada, etc. Como insólita en México, la literatura subversiva, no es. Pero sí lo es la validación de la escritura con actos de la vida pública que respalden la actividad literaria con un compromiso real, efectivo, del poeta con los sectores pauperizados del país. Tal es el caso de Juan Bañuelos (Tuxtla Gutiérrez, Chis., 1932...).

El apasionamiento con que el poeta chiapaneco ha defendido las causas del obrero en huelga de hambre, de la joven asesinada por azares del destino en Tlaltelolco, de los indígenas que buscan sobrevivir en mitad de la selva urbana, del detenido político apandado, invitan a considerar la especial relación entre asco y poder:

Algunas emociones, entre las que destacan el asco y su primo hermano, el desprecio, tienen un fuerte significado político. Sirven para jerarquizar nuestro orden político: en algunos contextos se encargan de mantener la jerarquía, en otros, constituyen pretensiones aparentemente legítimas de superioridad y, en otros, se suscitan para indicar que ocupamos el lugar adecuado en el orden social. El asco valora (negativamente) lo que toca, revela la mezquindad e inferioridad de aquello que lo provoca y, al hacerlo, proclama con aprensión el derecho a librarse del peligro que conlleva la proximidad de lo que es inferior. De modo que se trata de una declaración de superioridad que reconoce, al mismo tiempo, su vulnerabilidad ante la capacidad de mancillar que tiene lo inferior." (Miller, 1999, 31)

Es conocida la anécdota de Charles Darwin, asqueado por un semidesnudo indígena patagón que toca sus alimentos. Detrás de ese rechazo del naturalista inglés no sólo está de por medio la higiene, sino el eurocentrismo implícito en la despectiva manera de enfatizar a través de la escritura la semidesnudez, el hirsutismo, los restos de alimento en las barbas, el olor corporal, entre otros rasgos. La distinción racial y cultural, como toda diferencia, implica un sentimiento de preeminencia con que un sujeto mira al otro. Pero si en las prácticas sexuales la mácula se dirige hacia lo "anormal", hacia lo que se desvía de la norma estadística, en el terreno de la cultura el contraste acentúa la separación entre comunidades, grupos, razas –concepto por sí mismo lesivo, más que descriptivo, hacia la humanidad-. Este es un tipo de abyección más complejo, puesto que involucra criterios sociales, políticos, culturales, de higiene y, por supuesto, también sexuales.

La abyección política ocupa en la obra de Bañuelos un importante lugar, pero no el único. Debe, sin embargo, ser mirada desde dos perspectivas diferentes: en primer término, el asqueamiento que provoca al poeta la injusticia cotidiana, y que está codificado en la escritura; por el otro, la valoración pública a que se ve sometido Juan a partir de la defensa que hace de la integridad física, política y cultural de los pueblos indoamericanos contemporáneos, actitud que le ha llevado a confrontar no sólo al poder público del país, sino a todo un sistema que subraya las diferencias socioculturales:

Bañuelos extiende sus propias alas y se eleva hacia las alturas de su horizonte interior. Desde esta posición, la del ser consciente de la realidad que observa, la del espíritu sensible comprometido con la humanidad toda, Bañuelos se identifica con los desheredados del planeta, con el dolor de los que no alcanzan el beneficio de la justicia social, con las voces que denuncian el crimen del hombre contra el hombre. (Matus, s/f; 2)

Respecto del primer caso, hay que subrayar, pero no anteponer, la importancia de lo político en la obra del poeta chiapaneco, sin excluir por ello la presencia de brillantes composiciones de un gozoso erotismo o de corte elegíaco. "Redoble bajo una ceiba" (Bañuelos, 1965, 54-63), por ejemplo, es un sentido homenaje a la muerte de Ernesto Bañuelos, su padre; tal situación le asigna preeminencia no sólo temática ante el poema de Jaime Sabines, "Algo sobre la muerte del Mayor Sabines", considerado hasta ahora como inaugural en la poesía mexicana contemporánea.

Pero desde sus primeras composiciones, el énfasis interpuesto en la rebeldía frente al poder, en la literatura considerada como manifestación de disidencia, definió la inclinación social de la poesía de Juan Bañuelos. He aquí una estrofa del poema "Huelga de hambre" que es una auténtica declaración de principios éticos y estéticos:

Las palabras son hijas de la vida.
Sufren, paren; también tienen sus muertos.
Y en la honda capital de la miseria
Las armé de fusiles y de verbos
(En esta patria muda, perseguida,
Donde hasta el aire mismo va a dolernos).
Yo fui el autor.
Lo que suena a dolor me suena a pueblo.
Nací en el Sur. Mi nombre:
Juan Bañuelos.

(Bañuelos, 1965, 5, 71)

Pero No consta en actas (1971) será, sin duda, un poemario que todos evocaremos al escuchar su nombre, no sólo por la energía con que el poeta denuncia la represión gubernamental ante el movimiento estudiantil de 1968, sino también por su fuerza poética intrínseca. No basta protestar, sino hacerlo a través del poema. Pero el asco asoma allí, en la alusión a secreciones hasta ahora innombrables, porque su aparición inserta al lector en un contexto de violencia, horror y opresión:

Cuídate, mexicano,
De los que orinan alrededor de tu quejido.
¿Por qué hablo de esto y lo otro si es tan bella
la estación que se inicia, y un castaño
se mece al lado de mi casa
mientras la brisa y la quietud se duermen
en el color de su corteza?
¿Qué puedo hacer si la furia y el duelo
están metidos en mis versos, en mi pan,
en mi plática y mi sueño?
Silencio,
Que las paredes oyen para la policía.
Y nadie hable de un río con su tarde,
Porque el látigo del centurión
Silbaría entre estas líneas
Hemos dado un paseo de glaucoma
Por las calles tatuadas de Nonoalco.
Mis palabras quedan perforadas.
Son los últimos disparos de la noche.
Oh ciudad mía,
Ciudad montada sobre tanques,
Sobre un gargajo de cuartel.

Esta última imagen es la expresión misma de lo abyecto. El poeta yuxtapone la imagen citadina, mecida por la brisa y la quietud del aire otoñal a esta otra, mancillada por los tanques y las excreciones de la soldadesca. Las imágenes sórdidas, esta vez referidas a la indiferencia con que el hombre mira a su semejante, o a la violencia ejercida por los mecanismos represores del Estado, son abundantes. He aquí un extenso pero prolijo ejemplo:

Por la noche dictan los nombres
Leen expedientes cotejan referencias
Relacionan con la patria
Su peligrosidad
De prisa rompen las sentencias
Gritan bostezan y reparten
Tequila entre la policía
Llaman por lista a mujeres y hombres
Los empujan al patio
Les quitan ropas y zapatos
Se dividen entre ellos relojes
Anillos y dinero
Al rato los conducen hambrientos y descalzos
Fuera de la ciudad
A culatazos los bajan en campo raso
Los alumbran con potentes linternas
Y en pocos segundos tabletean
Las ametralladoras
Aún con vida
Son arrojados al barranco De prisa
Los cubren de terrones y nopales
Y retornan al pueblo aplastando la hierba
Entonando corridos mexicanos
Cuando pasan los días
Se puede ver al fondo de las barrancas
Cómo escarban los perros la tierra
Riñendo por los huesos.

(Bañuelos, 2001, 323-324)

El poema presenta una imagen terrible: la existencia humana reducida a un mero trámite burocrático, plagado de indiferencia; la rapiña de que son objeto los detenidos; la depreciación del valor de la vida y su destino final, ser botín en las fauces de los canes hambrientos, todo ello configura un cuadro de plena abyección.

No obstante, a pesar de la abundancia de tales imágenes, No consta en actas es algo más que un poema militante. Es un grito de protesta, por supuesto, pero está formulado a través de un tipo de discurso con exigencias propias, inscritas en una tradición literaria. El lector promedio subraya en la poesía de Bañuelos lo social, es decir, lo temático, pero se desentiende de ese lenguaje enérgico, directo; en ciertos trechos descriptivo, en otros, evocativo, pero en todos los casos, saturado de imágenes que producen asco ante la prepotencia del poder. Curiosamente, la denuncia es más eficaz cuanto menos directa sea la alusión a la violencia, de allí que ciertas estampas descriptivas resulten, por contraste, tan intensas como aquellas que denotan la acción misma de la represión. He allí la fuerza dramática que alienta el poema, aún después de los tres decenios transcurridos a partir de aquellos hechos que gestaran su escritura.

En síntesis, la relectura de estos dos poetas mexicanos nos invita ahora a meditar en esa asociación aparentemente inusual que hemos tomado como eje para estas páginas: generalmente analogamos la poesía con la belleza, y presuponemos que un poema habrá de remitirse a lo sublime, a los sentimientos que enaltecen al ser humano, a todo aquello que refiera a la belleza. Pero el poeta, ser de su hora y escriba de su tiempo, se sabe colocado en un tiempo y en un lugar donde la metáfora debe ser, en todos sentidos, "la palabra justa", la palabra que expresa de manera puntual el sentido y la existencia del hombre contemporáneo. En concordancia con el adagio latino (Homo sum: humani nihil a me alienum puto), Bohórquez y Bañuelos, grandes poetas del siglo XX, toman a su cargo la tarea de proferir dicha palabra, asumiendo todos los riesgos. El mayor de ellos, dar nombre a lo innombrable; expresar lo que, para el común de los mortales, debe ser inexpresable o no debe ser dicho; poner en palabras el universo de lo abyecto.

 

Bibliografía

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