Los bohemios frente a la ciudad burguesa.

Consideración del verdadero flâneur español en torno a 1900

 

Jesús María Vicente Herrero

Universidad Autónoma de Madrid

 

No todos los artistas que frecuentaron el Madrid de finales del siglo XIX fueron de provincias, ni todos se integraron dentro de la bohemia. Por este motivo, en la heterogénea vida artística en que tuvieron cabida los proletarios de la pluma, así como gustos o tendencias de todo tipo, el concepto de "viaje" (entendido como transcurso, y no necesariamente como desplazamiento hacia otros países o regiones) heredó una gran funcionalidad literaria.

Básicamente, los caracteres que recogió el estudio de la perspectiva del viaje regional podían resumirse en unas palabras de Pío Baroja. El escritor vasco le otorgaba a aquella búsqueda de conocimiento un sentido preciso, cuando afirmó: "Comienza a haber un deseo relativo de conocer la tierra donde se vive y cierto afán por viajar; no hay ese prestigio único de París, y se siente afición al campo, a las excursiones, a los viajes pequeños y a las ciudades de provincia." (1997:650) El matiz de estos desplazamientos fue sumamente importante, sin duda, pero en muy pocos casos (excepto en la literatura francesa, que convirtió a París en referente primordial para el resto de ciudades europeas) se analizó la idiosincrasia de los viajes por una ciudad pujante, repleta de novedades y sorpresas como lo fue el Madrid finisecular.

A pesar de todo, ambos tipos de percepción respecto a las itinerancias (el viaje regional y el viaje urbano) no fueron los extremos de una dicotomía. De hecho, se constató un fenómeno que hacía entroncar directamente la base de sus engranajes. Hablamos del aprendizaje. Ricardo Gullón lo manifestó en los viajes de la intelectualidad burguesa de fin de siglo:

Desde principios de siglo, recorrer y conocer los pueblos de España se había convertido en un deber moral y en un rito de pasaje de lo libresco a lo vivo, de lo que se aprende a través de las meditaciones culturales, tan importante como pueden ser, pero en definitiva nos hablan desde una perspectiva ajena, a una toma de contacto con la realidad. Si el primer impulso procedía de Giner, fueron Galdós (Toledo), Unamuno (Andanzas y visiones españolas), Azorín (Castilla, Los pueblos), etc…, quienes trataron del paisaje y del paisanaje de la patria con la pluma más incitante. (71)

De las palabras de Gullón se desprendía una idea muy interesante que afectaba tanto a los que necesitaban conocer a fondo la región, como a los obligados a una convivencia degradada en la nueva ciudad cambiante. Porque los conceptos de "experimentar" o "tocar" que este autor hacía intuir de sus palabras no sólo eran atribuibles a los elementos de la naturaleza, sino también a los objetos de la nueva urbe. Si los escritores pequeño-burgueses necesitaban adentrarse en la sabiduría de las gentes y costumbres de otras provincias, los artistas afincados en la metrópoli (y por ende los bohemios), requerían las nuevas pautas que la ciudad industrial estaba formalizando para una convivencia jamás vista hasta entonces. De este modo, recorrer las calles, pararse ante los escaparates, deambular o entrar en garitos miserables, se constataron como experiencias que formarían el nuevo bagaje de la sociología urbana posterior.

Tanto los necesitados de una perspectiva personalizada del paisaje español, como los artistas engullidos por la masa gris e informe de la ciudad, tuvieron la oportunidad de revertir sus impresiones a la literatura, aunque no siempre hubo de plasmarse en un soporte tangible (González 17).Por ello, en este caso no se puede establecer un parangón entre Unamuno −inserto dentro del ideal pedagógico de la Institución Libre de Enseñanza y del prestigio intelectual del krausismo− con el bohemio apartado de la industria cultural y puesto en la tesitura de sobrevivir (lo que explicaría que las obras anteriormente citadas por Ricardo Gullón fueran posibles). Y asimismo, corroboraba la tesis sobre un bohemio que hubo de conformarse con el contacto perpetuo de la vileza, el hambre, la indiferencia o el encanallamiento.

Como es obvio, partir de esta condición miserable también reforzaba la esterilidad creadora. Pero no eliminó la interiorización de una catarsis, el modo en que se ciñó a unos espacios que, para bien o para mal, eran los únicos posibles. En definitiva, podría decirse que mientras Unamuno, Azorín y el resto de escritores bien acomodados tuvieron la oportunidad de alejarse de una ciudad que todos criticaron, los bohemios recorrieron el camino inverso y sin posibilidad de huida.

La diferencia esencial entre los viajeros de la intelectualidad finisecular y los bohemios se hacía patente. Y era así porque los escritores pequeño-burgueses no estimaron primordial la minuciosa descripción de los lugares por los que caminaron, sino que ahondaron en la búsqueda del "paisaje literario en sí y para sí" (Cardwell 19). Además del importante desplazamiento físico y espiritual de los protagonistas, el paisaje reflejó en ellos el culto a la acción argumental de sus obras. Por el contrario, los bohemios utilizaron el marco urbano para que los pocos personajes de sus obras recrearan el fatal ambiente a través del determinismo naturalista y, en mayor medida, el modernismo, tendencias que, en ambos casos, podían recoger una postura decadente (el caso más conocido fue el de Alejandro Sawa).

José Ramón González, al ocuparse de la ciudad moderna (ciudad que no tuvo su plasmación histórico-literaria hasta traspasar el siglo), apuntó a los libros de Manuel Machado El mal poema (1909), y al Diario de Juan Ramón Jiménez (1916), como los textos que recogieron los entresijos de aquella nueva ciudad (17). Pero teniendo en cuenta que en el último tercio del siglo XIX la ciudad estaba en construcción, parecía lógico que los escritores retrataran los procesos de ese nuevo montaje antes que predecir los resultados del mismo. Por ejemplo, la ciudad decadente que Rodenbach articuló en Brujas la muerta tuvo escaso reflejo en España. Obras como Camino de perfección de Baroja, o Diario de un enfermo de Azorín, podrían considerarse dentro de aquella órbita (sin olvidarnos de los ensayos unamunianos y de la influencia modernista vertebrada en torno a la revista Helios). Pero básicamente, la ciudad muerta tuvo su lógica entre la pequeña burguesía intelectual, quien se sentía plenamente urbana y, por ello, rechazaba la ciudad incapaz de asumir la belleza natural y la tradición positiva (aquella que Unamuno buscaría en la intrahistoria). Donde no tenía sentido era en un ámbito artístico marginal, simplemente porque no había en el decadente conciencia del significado "ser urbanita", ni, mucho menos, el de una nostalgia anterior identificada con la provincia.

En la base de este distanciamiento estaba la pose decadente del bohemio, que impidió, en buena medida, la traslación de su vida a los textos (aunque no fuera la única causa en un artista enfrentado constantemente al filisteísmo burgués). Aunque las manifestaciones no literarias tampoco obviaron su postura epatante. Por ello, el bohemio genuino que elegía la forma de vida de un arte aristocrático se imbricó, dándole un sentido particular, en el prosaico ir y venir de gentes, carruajes, ensanchamiento de calles, nuevas y constantes construcciones que le iban dando a la ciudad un aspecto de eterna muda y que, dicho sea de paso, también le permitió, aun sin desearlo, entrar en la estadística de los logros del progreso.

Por otro lado, creer que la evasión promovida por el éxito modernista −y en la que el bohemio tuvo gran protagonismo− fuera la llave para la segura edición de sus obras, era caer en un error mayúsculo. Las fugas hacia los paraísos artificiales vinieron de la mano de un decadentismo donde las drogas, el alcohol, la locura y la condición religiosa del arte lo inundaron todo con su presencia. Pero más que presencia literaria, estos fenómenos se manifestaron, como muchos otros, en la vivencia diaria de los cafés, las buhardillas, las calles o los prostíbulos. Tuvieron una constatación relevante, aunque por otra causa diferente: por el simple hecho de alterar el paisaje físico-social de la ciudad.

Si bien es cierto que los bohemios literaturizaron escasamente la penosa vida urbana finisecular, hubo otros escritores que lo hicieron, aunque con otros planteamientos. Incluso mucho antes de aquellas fechas, Galdós había mostrado el vía crucis que Clara, la protagonista de La fontana de oro, vivía a través de las calles de Madrid. El recorrido de Clara era parecido al que, años más tarde describirían Sawa en Declaración de un vencido, o el mismo Ramón Pérez de Ayala en Troteras y danzaderas. Se trataba, grosso modo, de conectar el estado de ánimo de los personajes novelescos y los espacios degradados afines a esas sensaciones (técnica importada de Zola por Galdós)(t. Algo que el escritor canario volvió a hacer −entonces más comprensiblemente, puesto que en 1881 se estaba debatiendo en la vida literaria española acerca de la esencia del arte− en La desheredada. En varios momentos de la obra, Isidora, convencida de ser la hija única y por tanto heredera de los bienes de los Aransis, sentía renacer su ánimo ante las multitudes de la ciudad. Sin embargo, este aumento de la moral iba paralelo a la posibilidad de disfrutar de un amplio conjunto de bienes materiales a su alrededor. El simple pensamiento en la posesión de dichos artículos era suficiente para alterar su percepción de la realidad. Lo cual imprimía, sin ninguna duda, una velada crítica de Galdós hacia aquella sociedad capitalista que había sabido "igualar" todas las clases a través del consumo. Pero sobre todo, demostraba que las multitudes en torno a las ciudades finiseculares tuvieron un comportamiento dispar en relación con las mercancías a su alcance.

Los ejemplos de Galdós ponían de manifiesto el interés de los escritores del último tercio del siglo XIX por recrear el sentido de la ciudad en sus obras. Porque, el hecho de que Galdós fuera un escritor netamente realista, no obstaculizaba para que se diera en él el detalle del paseo o de la toponimia urbana asociada a la miseria. Más bien al contrario, Galdós los describió con detalle en sus obras. El mismo era aficionado a recorrer el centro de la ciudad y sus calles, demostrando que Madrid era una ciudad que concentraba en un espacio reducido los topos principales para un escritor. E incluso, en la descripción de sus paseos se podían observar ciertos tintes de aquel flâneur baudelairiano ensimismado con los comercios y las mercancías. Lo que nada tenía que ver con el flâneur, sin embargo, era la muestra casi idílica de Galdós al cruzarse con la muchedumbre en las calles céntricas madrileñas. Contrariamente a lo sentido por Baudelarire, no era el anonimato de la masa el que lo asustaba. Su postura era tremendamente ingenua al ver en la cara de los paseantes un goce bajo el sol del mediodía. Por ello, la representación del Madrid galdosiano en las primeras obras conservaba el matiz del "paseante en Corte". Más que analista, era un observador neutro (del Moral 114-115).

A pesar de las diferentes tendencias, la literatura de la segunda mitad del siglo XIX contribuyó a la historia de la ciudad al dar un testimonio sobre la realidad urbana de su época. En muchos relatos, la gran urbe −todavía no era la ciudad moderna− fue el espacio fundamental, y en torno a ella se vertebraron las acciones más importantes de la vida social del hombre.

Pero para conocer el modo en que la ciudad industrial finisecular influyó en la vida y obra de sus artistas, era necesario volver la vista a la literatura francesa. Así, el modelo característico en las novelas de Balzac se circunscribía al urbanita que aún conservaba la propiedad de su rostro. La era de la multitud anónima no había comenzado, por lo que todavía se manifestaba la individualidad reconocible típica en los medios rurales. Con el crecimiento de las urbes, aquella individualidad iría evolucionando al anonimato hasta llegar a la colectividad completamente impersonal de las vanguardias (Navarro 146).

A través de otro ejemplo de la literatura francesa, en este caso Nuestra Señora de París de Víctor Hugo, se nos remitía a la ciudad como metáfora del laberinto, de modo que muchas de sus obras se articulaban en torno a la atracción por el misterio y la sorpresa continua de las tramas urbanas medievales. Por su parte, Baudelaire se sintió seducido por la transformación de la ciudad y la vida urbana, percibiendo la ciudad a través de la calle como espacio donde la multitud se movía. En aquel medio, el anónimo paseante buscaba sólo el placer de mirar: se convertía en flâneur. Este personaje no ejercía la mirada para informarse, sino que imprimía su espíritu en las cosas (Navarro 147). La idea principal que se derivaba de este planteamiento era que la percepción no estaba ligada necesariamente a los objetos, sino en nosotros mismos.

Baudelaire miraba a la gran ciudad vertiginosa a través de una nueva sensibilidad, como objeto artístico lejano al concepto ilustrado o romántico de belleza. Esta concepción de la ciudad se repetiría en obras posteriores. En El hombre de la multitud de Poe se dieron precisamente ejemplos del individuo-muchedumbre, el carácter mecanicista e instintivo de la multitud, la luz de gas, la soledad en la aglomeración, etc.

El mayor logro de Baudelaire fue conseguir sustituir la naturaleza de los románticos por una ciudad poética cuyo tema principal eran las multitudes anónimas circulando por las calles. El autor que mejor ha delimitado la figura del flâneur baudelairiano ha sido Walter Benjamin, quien mostró a un artista apacible surcando los recovecos urbanos y haciendo de ellos un minucioso y detallado estudio de lo que allí ocurría (50). Aunque lo más interesante de este nuevo modelo de prospección urbana era la posibilidad de separar el flâneur descrito por Benjamin, del bohemio que adaptó los contextos degradados a su vida y su obra.

El poeta descrito por Benjamin buscaba deliberadamente a la masa para disfrutar de ella, fijándose en el colorido de los escaparates, en las construcciones, y observando los cafés y sus habitantes para luego plasmarlo en los escritos −los folletones− (50). Por su parte, en los artistas españoles finiseculares se constató un acercamiento a la figura del flâneur sobre todo por la vía de la sorpresa. Este matiz evidenciaba, por tanto, la necesaria diferenciación entre el caminante en busca de temas, del bohemio viajando por los espacios infrahumanos (López 68). Al optar por la noche y por el alejamiento de los espacios burgueses, los bohemios españoles se adscribieron a un flanear impuesto por las circunstancias de un medio hostil. Alejado, en consecuencia, de una necesidad descriptiva, cercana a la del espía, sobre la que se sostenía el constante deambular del poeta francés.

Lógicamente, la postura del bohemio no sólo fue una sostenida pose decadente, sino que tuvo que ver con los cambios sociales impuestos por una superestructura que incidió sobre todos los habitantes urbanos. De este modo, el imparable crecimiento de personas por las calles −unas calles que no querían al bohemio pululando y un bohemio que no deseaba cruzarse con aquel río humano−, dio lugar a sentimientos de todo tipo, desde la desorientación ante los nuevas costumbres, hasta el shock provocado por la dificultad de reconocimiento de las que, hasta entonces, habían sido prácticas habituales. La inadaptación a estos nuevos usos, además, se constató como un fenómeno largo y continuado en el tiempo. El periodista José Nakens, en 1914, seguía definiendo las sorpresas de la modernidad en términos irreconocibles. La ciudad cambiaba tan deprisa que se veía desbordado por las recientes modas, pero, sobre todo, por la alteración de un conjunto de comportamientos humanos adquiridos en el canje de los nuevos conocimientos. La admiración por la ciudad de fin de siglo y por sus productos se manifestó en Madrid con retraso, aunque verdaderamente, cercanos a la época de las vanguardias, los espacios y sus habitantes seguían alterándose a un ritmo alejado de lo que podríamos llamar tolerable adecuación. De este modo explicaba Nakens aquellas sensaciones:

…nosotros mismos vamos lentamente encontrándonos como gallinas en corral ajeno. Nuevas costumbres, ideas nuevas, orientaciones distintas…Cuando alguna vez bajo á la Puerta del Sol sin tropezar con una cara conocida, y me fijo en las mujeres (…); y en los hombres, tan femeninamente confeccionados; y en los niños, tan deliciosamente querubinescos, paréceme que he venido por primera vez á Madrid en clase de isidro (…)
Todo me sorprende…El constante y vertiginoso cruzar de tranvías y automóviles; los establecimientos tan lujosos (…) ¡Este no es mi Madrid! Y me juzgo forastero hasta que vuelvo á mi casa. (227)

El extrañamiento de Nakens recuperaba una concepción típicamente burguesa: la casa como refugio interno. Al hombre agobiado por fenómenos que cambiaban a un ritmo excesivo para su mentalidad, sólo le quedaba el espacio íntimo, aquél donde podía recuperar la tranquilidad y el sosiego vividos alguna vez. Pero el bohemio, al carecer de arraigo a un lugar, no pudo idealizar espacios con referencias temporales concretas.

A pesar de todo, la conciencia de los habitantes urbanos no fue completamente anulada por la ciudad. En las primeras décadas del siglo XIX, voces críticas como la de Engels comenzaron a rechazar los modos alienantes de la gran urbe industrial. La centralización de la ciudad con sus amontonamientos, sus fuerzas humanas embotadas, o su anonimato, fueron recuperadas por Engels a través de un Londres brutal (74).

El miedo que Engels definió fue resultado de la corrupción del sistema en todos los ámbitos de la vida, aspectos que, por su negatividad, podían incidir en las posibles mejoras del sistema. Walter Benjamin recogió gran parte de esta denuncia, aunque retomando el análisis de Marx sobre el fetichismo de las mercancías para, posteriormente, trasladarlo a la figura del flâneur. Antonio Jiménez Millán ha ahondado en una idea similar:

…la nueva arquitectura de los pasajes, la mercancía expuesta y el culto a la novedad condensan la imagen utópica de la modernidad y, al mismo tiempo, el germen de su decadencia. Al descubrir la belleza en los aspectos más sórdidos de las ciudades, el poeta se transforma en una especie de héroe de la modernidad en el mismo plano que otras figuras marginales como el trapero o la puta.(14)

Bajo el germen de la nueva ciudad se iban sucediendo un cúmulo de ideas en los protagonistas del cambio que, como era lógico, respondían con sus impresiones a una sensación generalizada de confusión y mezcla. No era extraño, por ello, rescatar de las primeras andanzas por París del bohemio guatemalteco Enrique Gómez Carrillo algunas dosis de la filosofía del flâneur, cierto lastre impuesto por las lecturas románticas de juventud y una visión alejada de la típica ciudad turística:

Yo reía ante este recuerdo reciente el día en que, buscando un rincón propicio para sentar mis reales, iba descubriendo la belleza libre, noble y clara de París. Sin alejarme mucho del Barrio Latino, llegaba hasta el Louvre, hasta Montparnasse, y luego volvía hacia los alrededores del Luxemburgo, atraído por la alegría del bulevar Saint-Michel, que respiraba juventud, generosidad, tolerancia; en una palabra, todo lo que yo entonces llamaba bohemia. ¿Cómo por la influencia de unos cuantos estudiantes taciturnos y de un café triste había yo podido no ver, no sentir el encanto casi pagano de aquellas realidades? Las parejas adolescentes pasaban junto a mí, enlazadas, cual en los cuadros de Watteau, y muy a menudo las bocas glotonas, uníanse sin recato en largos besos ingenuos…Los trajes, sin ser de otra época, distinguíanse de los que hoy lleva la gente de los barrios céntricos, en mil detalles pintorescos. Ellos, los estudiantes y los poetas, usaban amplios chambergos, corbatas flotantes y chalecos vistosos. Ellas, seducidas por el boticellismo triunfante, envolvían sus cuerpecillos en túnicas rameadas, que dejaban ver su busto ceñido bajo las alas de las esclavinas. Yo no me cansaba de mirar y de admirar aquellos grupos. (Gómez, s.f: 62-63)

Todavía, unas líneas más adelante apuntaba lo siguiente: "El París que siempre me había atraído era aquél y no el otro, el de la avenida de los Campos Elíseos, el de las carreras de caballos, el de los restaurants de lujo (…), el de l’autre côté de l’eau, como se decía en el quartier con algo de desprecio" (Gómez, s.f: 63)

Al militar en la bohemia, Carrillo se inspiró en los espacios habitados por las clases medias-bajas para recuperar el que creía verdadero espíritu del pueblo. El resto de París quedaba relegado a la ciudad industrializada y, por ende, a la riqueza material. Pero no debemos olvidar que en sus palabras aún había una carga excesiva de romanticismo que, con el tiempo, acabaría diluyéndose. Si la primera vez que conoció París le pareció una ciudad chabacana, la imagen anterior estuvo imbuida de una idealización excesiva:

(…) en todas partes y en todas las épocas de mi existencia, he sentido, al apearme del tren en el umbral de la ciudad desconocida, la deliciosa impresión de esperanza y angustia, de temor y anhelo, que los peregrinos de las religiones experimentan cuando llegan á las Jerusalén de los milagros. Pero si he decir la verdad, confesaré que nunca esa embriaguez de todos los sentidos ha sido tan intensa como aquella tarde, ya muy lejana, en que llegué a París como quien llega á una cita suprema. ¡París! −decía una voz misteriosa dentro de mi pecho− ¡París!… (1907: 251)

En otro texto, el mismo autor se adentró, al igual que hicieron escritores como el Unamuno contemplativo, en la búsqueda del alma y la identidad nacional a través de la huida al pueblo o la provincia. Curiosamente, recogía aquel aprendizaje regional reivindicado por los autores de la intelectualidad finisecular, aunque en Carrillo hubiera, asimismo, una idea de rechazo hacia una ciudad imposible en términos artísticos. Por este motivo, era llamativa la traslación de las formas de conocimiento de la ciudad al mismo pueblo:

Yo, por mi parte, al entrar en un pueblo cualquiera, trato de olvidarme de que existen otros países en el mundo. Sin cicerone, sin plano, sin libros eruditos, me echo a andar por las calles. Poco a poco, el alma de la ciudad va revelándose. De los momentos surge la historia. Los fantasmas pueblan las ruinas. La vida palpita. Y así, casi sin sentirlo, llego a creer, al cabo de algún tiempo, que no soy un extranjero, ni casi un forastero, y que formo parte de la población en la cual me encuentro. (1919: 31-32)

En Gómez Carrillo el tema del pueblo se enriqueció con otro muy interesante, ya que permitía el alejamiento de la metrópoli. Se trataba del planteamiento en términos decadentes de las ciudades muertas. La búsqueda de esta apacibilidad remarcaba en Carrillo su debilidad por la tranquila y apacible antigüedad, temática muy usada en la literatura evasiva finisecular en busca de un pasado donde recuperar el sustrato verdadero que estaba siendo destruido por la modernidad. De este modo, Carrillo ponía al mismo nivel las grandes capitales europeas y las pequeñas ciudades durmiendo en el apacible remanso de la historia de infinidad de civilizaciones:

No son sólo París, Barcelona, Milán, Buenos Aires y las demás Metrópolis noctámbulas las que merecen ser observadas a la claridad de las lámparas. En pueblos muy tranquilos, en villas viejas y casi muertas de países lejanos, cuando la sombra invade la calle es cuando los interiores revelan algo de su misterio. Deteneos entonces ante las ventanas, deteneos ante las puertas de las tiendas, y veréis las escenas familiares desarrollando sus lánguidas cintas cinematográficas al resplandor de las antiguas lámparas patriarcales. (1919: 17)

Los ejemplos vistos hasta ahora recogían una tipología del flâneur que, aun reflejando los estragos de la nueva ciudad, se circunscribían a un alejamiento en términos melancólicos. Ciertamente, en ellos también se daba la visión de progreso de la urbe unida a la confusión individual, o el modo de subjetivizar los nuevos productos de la modernidad, pero no manifestaba la denuncia del oprimido sin posibilidad de huir de unos espacios marginados. Las diferentes tipologías hacían necesaria, en consecuencia, la delimitación entre el flâneur parisino −que recogió en un solo individuo la figura del psicólogo-espía y la del inadaptado−, y un flâneur madrileño que bifurcó ambas posturas −por un lado la pequeña burguesía en su refugio regional, y por otro la bohemia decadente en una ciudad sin salidas−.

La doble vertiente se pudo extraer con cierta facilidad del flâneur parisino, pues la gran capital francesa recogió prontamente los embates de la modernidad y el capitalismo. En el caso español, con una industrialización escasa y tardía, la figura del ensimismado vigilante de las conciencias y los nuevos usos se diluyó entre un amplio abanico de artistas y tendencias diversas. En suma, el bohemio español no reflejó los caracteres básicos del flâneur sino en su cara amarga. El lugar o el espacio moderno que los bohemios frecuentaron no era en ningún modo apacible, sino que nacía roto y distorsionado. La consecuencia primera de esta desconexión era la falta de relación con un marco natural equilibrado. Al no existir éste, se hacía evidente que el desarraigo y la desposesión fueran los pilares de ese marco natural. De este modo, las descripciones supuestamente objetivas del bohemio (que hubieran dado lugar a denuncias reales), se quedaron en una subjetividad manifiesta que formaba parte del modo en que los marginados comprendían su propia vida. La idea final que subyacía a este planteamiento era la siguiente: si los bohemios fueron unos desarraigados, no tuvieron más remedio que amplificar los espacios bajo su descripción. Una descripción que no obligaba necesariamente a la escritura. Bastaba con establecer sociológicamente una propuesta global de sentido.

Su paso por esta figura tan importante quedaba enmarcada en la plasmación de los espacios mugrientos y, sobre todo, en su postura epatante, traumatizando así a una sociedad poco acostumbrada a ver por sus calles seres indeseables. Aunque, para bien o para mal, eran los espacios que, todos ellos, tuvieron que compartir. La historia de esta adecuación es la que inaugura, precisamente, el comienzo de una categoría de desigualdad social que, aun no siendo nueva −ya a mitad de siglo se había dado la problemática del creador opuesto al burgués dueño de los medios culturales−, representaba por primera vez un choque brutal en que los espacios eran los vertebradores de una nueva convivencia.

Fuera de los casos francés y español, Raymond Williams, tratando a fondo la literatura inglesa, reforzó la idea del decadente sin espacio propio y empujado a la miseria más absoluta desde un punto de vista perfectamente aplicable al bohemio español: " (…) el creciente estrépito y el tumulto de la batalla diaria (…), sorpresa y curiosidad en las caras que se cruzaban a su lado (…), voces desconocidas que le preguntaban adónde iba (…) ¿Adónde ir? ¡Siempre lo mismo! ¡A cualquier parte!" (291)

El bohemio genuino finisecular encarnó realmente la figura del héroe de la modernidad. En él se reflejaban las características de los individuos no sometidos (aunque en parte sí lo fueron, el mero hecho de escribir en revistas y periódicos fue suficiente) por los dictados de la gran máquina industrial. Sin embargo, el número de estos artistas fue tan escaso que su aportación ha sido recogida en otros términos por la historia de la cultura.

Realmente, muy pocos artistas de la gran urbe se vieron libres del constreñimiento capitalista respecto a la masa. Por otro lado, el héroe moderno baudelairiano descrito por Benjamin a través de un hombre voluntarioso, fértil literariamente y exigente con su trabajo como base del trabajo poético, aún fue más extraño en España (88-89).

Si el flâneur había necesitado un aprendizaje de la nueva ciudad, es lógico pensar que el bohemio genuino desgajado de aquella figura también lo reclamara. Los pocos atisbos que, del flâneur francés, se trasladaron al español quedaron así en manos de algunos escritores burgueses finiseculares. Pío Baroja ofreció una de estas perspectivas en las que se constataba la interiorización de algunas propuestas europeas frente al nuevo modo de observar:

Había aprendido y practicado algo de esa filosofía que se adquiere mirando a un río, por donde pasan barcos y gabarras, y sentándose en los bancos de los jardines públicos. Este punto de vista del banco del jardín público no deja de ser trascendental. Se ve el mundo de muy distinta manera desde el banco de un jardín público que desde la terraza de un palacio particular, desde la imperial de un ómnibus que desde el asiento de un automóvil. (1985: 615)

El tipo de filosofía al que se refería Baroja era el que había propiciado la nueva figura del hombre solitario por la ciudad de fin de siglo. Para entonces, libros como la Psicología de las masas de Gustave Le Bon, escrito en 1895, o las consideraciones sociológicas de Georg Simmel en la primera década del siglo XX, habían analizado el nacimiento de la nueva vida social y sus repercusiones sobre el individuo y la masa, creando, además, el germen de toda una literatura nacionalista posterior. La ciudad no sólo traspasaba el siglo, sino que creaba un complejo entramado de relaciones que requerían de una pronta normatización teórica tendiente a controlar adecuadamente su crecimiento desmesurado. Curiosamente, la teorización del nuevo marco iría muchos años por delante de la planificación física de la urbe (Benevolo 5), creando situaciones de lógica mansedumbre respecto a la ideología burguesa, que utilizaba represivamente los espacios arquitectónicos y urbanísticos como forma de mantener las diferencias de clase.

El Madrid del último tercio del siglo XIX y primeros años del XX no fue ajeno a esta cuestión. De hecho, la tardía industrialización generó fenómenos que ya se habían repetido en la literatura francesa o inglesa en torno a 1850. Pero dejando de lado la literatura realista burguesa, Madrid también fue el marco que recogió impresiones y vivencias desde otros puntos de vista. Miserable, humilde, oscura, fría, injusta…fueron algunos de los adjetivos que le dedicaron los obligados habitantes de sus espacios. El origen de esta decadencia, aun debiendo gran parte de sus propuestas al modernismo finisecular, se concebía como desajuste social entre el individuo y la masa. El inconsciente colectivo, formado por la suma de inconscientes individuales, estaba normalmente institucionalizado por las fuerzas rectoras en el poder. Pero el bohemio, el degenerado, el decadente, no tuvo un vínculo respecto a aquella masa, dedicándose, por su postura antiburguesa, a exteriorizar sus sentimientos fuera de lo colectivo. De esta forma, no sólo se apartaban a sí mismos, sino que eran repudiados por una mayoría ciudadana. La clave para reconocer su "mal" no tenía que ver, por tanto, con el que afectaba a la masa dirigida desde arriba (por ejemplo el esnobismo identificado con las muchedumbres ciegas de consumo, tema recurrente en la literatura realista, y en el que muchos bohemios creerían estar en ocasiones, sintiendo un profundo fracaso en sus vidas), sino con sus propios reductos personales y con la forma de hacerlos visibles.

Aun así, la decadencia no sólo afectó espiritualmente, creando héroes de la modernidad. También lo hizo en términos físicos y palpables, dando a la sociedad de fin de siglo madrileña un aspecto negro, triste y hambriento. La muerte revestía los espacios de la gran ciudad con un manto perpetuo, llegando a acostumbrar a sus habitantes a su presencia. El mismo Sawa lo plasmó a través de Carlos, el protagonista de Declaración de un vencido (1887): "Es muy fácil, en estas grandes ciudades como Madrid, morirse de hambre en medio de una plaza pública…"(1999: 162) La historia de un pobre periodista que, de madrugada, llegaba a su casa, era otro ejemplo perfecto de caída espiritual y de supervivencia al borde de la casi total desposesión:

Madrid se despertaba: media hora más, y la vida de la corte volvería a recobrar toda su actividad. En aquella hora incierta, en que la noche parecía luchar con la aurora, en que a las sombras empezaba a faltar el silencio y a la luz la animación de un pueblo laborioso y charlatán, penetré por la estrecha calle del Mesón de Paredes y crucé las pobres travesías que habían de conducirme a mi habitación. Omito de propósito el nombre de la calle, en que los mal retribuidos trabajos periodísticos me habían hecho sentar mis reales. ¿Qué importa, por otra parte, que aquella fuese de las más humildes de la corte, si en la habitación que me permitía ocupar un propietario urbano, sólo porque sus fincas radicaban dentro de una ciudad, dormían mis tiernos hijos, aguardando el beso con que debía interrumpir su sueño, diez horas antes comenzado? (Ossorio y Bernard 394-395)

A través de esta cita, se ponía de manifiesto que la convivencia con el hambre no fue patrimonio exclusivo de los bohemios, sino de todo un entramado social trabajador. En consecuencia, las descripciones de este deambular por la podredumbre urbana nocturna (con unos espacios difíciles de habitar) no permitía la imaginación de idealizados contextos bohemios −aquellas plazas cantadas por Carrere, donde los artistas y las prostitutas daban pábulo a un amor empapado de alcohol−. Más bien, los topos miserables ayudaron a comprender el viaje interior de los bohemios, un viaje que Nicolle Robin consideraba imposible, puesto que la aventura de la degradación es la que permitía, al fin, integrar en la literatura no sólo a los desheredados, sino a todos los marginados (477).

Mientras el bohemio se adscribió al naturalismo, la convivencia entre éste, el obrero y el resto del lumpen se dio sin fricciones. La explicación a este hecho era obvia. El decadentismo que alentaba el naturalismo permitía la literaturización de la vida más inmunda, convirtiéndola −o así lo creían los obreros− en vehículo de denuncia social. Sin ir más lejos, en la revista anarquista La Bandera Social (Madrid, no 31, 13-1-1885), se elogió la obra de Sawa La mujer de todo el mundo (1885) por su instinto revolucionario y sus aspiraciones. Y a pesar de todo, aquella obra no sólo se basó en el naturalismo, sino que incluyó tintes realistas y buena parte del romanticismo socialista al estilo de Sue, Victor Hugo o Soulié.

Antes de traspasar la frontera que rompió la estrecha ligazón entre el obrero y el artista a principios del siglo XX −artista que, comprometido o no, ya estaba adscrito plenamente al modernismo−, no podemos dejar de valorar que durante todo el último tercio del XIX, más que vertebrarse en torno al enfrentamiento, los espacios lúgubres de bohemios, obreros, prostitutas y delincuentes, fueron plenamente asimilados por sus protagonistas. Y lo fueron sin necesidad de una plasmación artística, ya que los contextos que habitaron bastaban para explicar la historia de una forma de "existir", "vivir", "compartir", etc.,

Alejandro Sawa representó fielmente en sus obras la historia de esta lucha contra los espacios. En sus primeras novelas lo hizo adscrito a un naturalismo con ascendentes románticos (La mujer de todo el mundo (1885), Crimen legal (1886), Declaración de un vencido (1887), Criadero de curas (1888), etc.,) y en su póstuma obra Iluminaciones en la sombra (1910) como héroe plenamente decadente que trataba, de forma miscelánea, su particular filosofía de vida. A través de algunas impresiones de esta última, Sawa, fundido con la multitud, era un habitante más de aquel mundo cruel y prosaico. Él mismo lo relató no sin una gran carga de pesimismo existencial:

Fundido con la multitud me dejo llevar involuntariamente, como un miserable cuerpo sin alma, hasta las alturas de Recoletos. El día es triste; pero llena los ambientes la alegría bestial de un pueblo suelto. Y aunque las nubes escurren lágrimas de vez en cuando, como en un duelo intermitente, las músicas de las estudiantinas alborozan la ciudad, reduciendo a añicos el luto de los corazones.
Yo soy uno de tantos. Razón lleva el justo en amar la soledad, si no quiere descomponerse en la vulgaridad ambiente. Ya soy uno de tantos. Y me place momentáneamente dejar de ser hombre para convertirme en esa cosa, desconcertante y tremenda, que se llama la multitud, la Esfinge…(1977: 135)

Las calles, el río de la vida urbana corriendo por ellas y el artista llevado por la multitud. No cabía mayor depredación urbana hacia el creador puro, quien al final se siente solo y abandonado en medio de la muchedumbre. Esa sensación se contamina, además, con la identificación de una masa alocada, víctima del ocio vulgar que la burguesía le ha permitido disfrutar. Por un momento, Sawa siente que ha fracasado en Madrid.

Las sensaciones que Sawa experimentaba en este fragmento nada tenían que ver con el paseo literario, ni con el encuentro de la hermosura urbana, ni con el vagabundeo típico del artista transitando por los espacios que hizo reconocibles como propios. En este caso, se estaba definiendo la pesadilla del hombre acosado por los nuevos peligros nacidos en la ciudad populosa.

Aunque no dejó de darse, en algunos momentos, otro tipo de propuesta. Las memorias de Cansinos-Assens están repletas de viajes urbanos a través de las calles céntricas y sus edificios. En ellos, no todas las descripciones eran necesariamente amargas −tampoco lo fueron todos los días de los bohemios−. Por ello, también se daba la idea del paseo, de la tertulia callejera, del encuentro y el reconocimiento entre iguales (porque, en definitiva, todos pululaban por los mismos lugares): "Vagando en la noche, indeciso, a lo largo de la calle Arenal, cuyo asfalto azulea bajo la luna como un río, encuentro a Villaespesa e Isaac, que vienen muy deprisa en dirección contraria" (1995: 185). En otro lugar, ante la apacible noche veraniega madrileña, los bohemios podían disfrutar de los topos céntricos que los retrotraían a tiempos heroicos: "La plaza de Oriente, con su forma circular, invita a ceñirla con nuestros pasos indolentes en estas plácidas noches veraniegas y a veces salimos del café y nos ponemos a dar vueltas en torno a sus estatuas de reyes y reinas antiguas…" (Cansinos, 1985: 117)

En estos ejemplos, lo que se definía realmente era la costumbre del artista finisecular de contar las cosas alrededor de las calles, de dar sus nombres, de crear una simbiosis ambiental entre su arquitectura y su vida. Ricardo Baroja contó en parecidos términos las andanzas de estos artistas a través de las calles de Madrid y sus espacios diversos: "Una noche íbamos por la calle de Alcalá, por la acera de la izquierda, hacia la Puerta del Sol. La acera se estrecha mucho precisamente en la entrada de la plaza. Pasaba mucha gente y nos vimos obligados a echarnos al arroyo" (1969: 52).

Todos los emplazamientos eran importantes porque mostraban la relevancia de un Madrid reconocible por los itinerarios urbanos, a modo de viaje constante, en continua transición. Es Ricardo Baroja quien, de nuevo, lo expresaba de este manera:

Así como un ejército, por exigencias de la táctica militar o porque ha agotado las posibilidades de la región, abandona sus reales y se traslada a otros, así nosotros, dejando la horchatería de Candela, nos trasladamos al Nuevo Café de Levante. Estaba situado en la calle del Arenal, en la acera de San Ginés, donde ahora hay un almacén de paños. (1969: 57)

El centro de Madrid y sus calles adyacentes ponían de manifiesto lo cerrado y excluyente de las relaciones que allí se producían. Si Unamuno o Valle-Inclán podían andar de una punta a otra la calle de Alcalá, los bohemios llegaban a sentir horror si tenían que salir de la zona que habían acotado como propia. No era sólo el miedo a las multitudes (sobre todo si se producían por el día), sino la inseguridad de no tener cerca los espacios en que podían reflejarse. Para el bohemio, el contacto físico y visual con sus compañeros de "secta" era primordial para reestablecer la tranquilidad en sus vidas, para sentir la auténtica libertad que les estaba vedada en otros lugares por su simple condición de artistas marginados. Ricardo Baroja seguía describiéndonos estas sensaciones, ahora con Miguel Sawa como protagonista:

Algunas veces se alargaba el paseo hasta el monumento de Colón. Esto era rarísimo, porque el grupo sentía verdadera fobia por todos los países que se extienden más allá del Teatro Real y de la iglesia de San José.
Si nosotros hubiéramos perdido la vista y, paseando, no pudiéramos darnos cuenta exacta del sitio donde nos encontrábamos en nuestra habitual correría y el único que conservara el órgano visual fuera Manuel Sawa, hermano de Alejandro, por su mayor o menor facundia y alegría, habríamos podido determinar la distancia a que nos hallábamos de la Puerta del Sol con la exactitud del marino que con el cronómetro y el sextante señala en la carta la situación del buque. (1969: 78)

La vida acotada en el centro impidió, en muchas ocasiones, que los bohemios relataran aspectos sórdidos de los arrabales. Y no porque no los conocieran −a muchos no les quedó más remedio que habitarlos−, sino porque su vida sólo tenía sentido alrededor de los espacios que habían limitado para su utilización. Otros escritores no bohemios como Pío Baroja sí se aventuraron por los barrios infrahumanos de las Vistillas, la Latina, las Injurias y aquel cinturón madrileño donde, junto a las casas de vecindad, los artesanos y obreros trabajaban en los tejares y en otros oficios variados. En ocasiones, Baroja se permitió incluir a la bohemia por estos lugares, fundiéndolos con los espacios de la nocturnidad y el vagabundaje. Pero lo más llamativo era la plasmación del contraste entre el centro urbano y los extrarradios, a través del cual Pío Baroja vislumbraba perfectamente el esquema que vertebraría en su trilogía de La lucha por la vida:

Andar por las calles y plazas hasta las altas horas de la noche, entrar en una buñolería y fraternizar con el hambre y con la chulapería desgarrada y pintoresca, impulsados por ese sentimiento de caballero y de mendigo que tenemos los españoles, hablar en cínico y en golfo y luego, con la impresión en la garganta del aceite frito y del aguardiente, ir al amanecer por las calles de Madrid, bajo un cielo opaco, como un cristal esmerilado, y sentir el frío, el cansancio, el aniquilamiento del trasnochador.
Dejar después la ciudad y ver entre las vallas de los solares esas eras inciertas, pardas, que se alargan hasta fundirse con las colinas onduladas del horizonte, en el cielo gris de la mañana, en la enorme desolación de los alrededores madrileños.
Yo confieso que después de estas excursiones experimentaba al volver a casa como un remordimiento (…)
Sin embargo, al día siguiente volvía al café, nuestro centro de operaciones. (1982: 41-42)

Recurriendo a otro tipo de viajes, los bohemios modernistas se acercaron a los límites de la ciudad para captar la naturaleza viva que ya no se daba en el centro de la ciudad. El contacto con esta pureza no eliminaba, sin embargo, la plasmación de un contraste con la marginación cercana. Era Cansinos-Assens quien lo relataba en estos términos:

Cruzamos la ciudad dormida y negra y llegamos hasta el callejón del Perro, a espaldas de Tudescos, y allí nuestro guía lírico se detiene ante un solar cercado de tablas.
Por encima de aquella valla se alza, en efecto, un arbolillo florido de cálices blancos como copos de la última nevada.
Y no se sabe qué es más conmovedor: si ese enteco arbolillo florecido de inocencia, en medio de un barrio de borrachos y prostitutas, o la ingenua sonrisa de este amigo de los grandes bigotes y el gesto duro, que de pronto nos descubre su tierno corazón, florecido también de inocencia infantil. (1995: 206)

Sin dejar de manifestar la importancia de las itinerancias plenamente modernistas, era en el ejemplo de Baroja, sin embargo, donde mejor se expresaban los devaneos nocturnos con la bohemia y, sobre todo, el interés por analizar el modo en que los miserables escritores vivían la noche. Además, en estas impresiones se mezclaba el rechazo que Baroja sintió toda su vida hacia la bohemia, a la que consideraba golfemia. Su regreso a casa al amanecer rompía precisamente el vínculo posible con aquellos desarraigados sin hogar. Tan sólo le quedaba, al igual que le ocurrió a Unamuno, la atracción de aquel veneno que, a diario, corría por las tertulias de los cafés. Pero el intento de unir al bohemio con el lumpen de los arrabales sólo se sostenía dentro de la bohemia negra, aquella horda militante y maldiciente que levantaba los puños contra la ciudad y la burguesía (Aznar Soler 76). Lo cual demostraba que el bohemio genuino tenía muy poca o nula intención de convertirse en el impulsor de las mejoras sociales (a pesar de que plasmara estos problemas −más bien por cercanía espacial− en revistas finiseculares del movimiento obrero). Su mundo era el interior de un paisaje urbano determinado. Y ello le impedía, a su vez, la crítica ante el contraste de una sociedad que mezclaba la miseria con la fastuosidad, como cuando el mismo Gómez Carrillo, empapado de literatura, describió su soñado París. Un París en el que no se veía por ningún lado la podredumbre que sí atacó en otras ocasiones, tal vez porque ahora sólo le interesaba plasmar la postura artística por encima de cualquier otra opción:

Las calles y los jardines, las avenidas y los bulevares, las plazas y las encrucijadas, pasaban ante mi vista con el temblor fantasmagórico de las citas cinematográficas. Entre un callejón sórdido y una alameda de palacios, apenas notaba la diferencia. Y es que mis ojos no miraban hacia afuera, sino hacia dentro. Lo que yo iba contemplando era mi París, mi ciudad Santa, mi Meca. (Gómez, 1907: 253)

En consecuencia, la convivencia con el lumpen, más que en los lugares citados de los extrarradios, se circunscribio a una mezcla de pobretería ambiente que pintaba el paisaje central de las calles de Madrid, donde el bohemio concibió la idea de un centro urbano seguro junto a las clases humildes de la sociedad.

Por todo ello, la circunscripción a este espacio céntrico, al ghetto elegido por los bohemios, daba la sensación, en algunas ocasiones, de construirse como laberinto. Sin pretender adoptar la idea de pintoresquismo que algunos críticos han utilizado a la hora de definir la bohemia, la horda decadente enriquecía aquellos lugares con sus ideas y sus aportaciones a un arte constreñido por la ramplonería ambiente. Ello no implicaba que sus obras fueran novedosas −o incluso meritorias−, sino que alimentaban una estéril amenaza estética−porque en realidad los espacios no eran suyos, ya estaban allí cuando llegaron, de modo que no constituían un peligro latente− en contra de la sociedad refugiada en su adocenamiento.

Al final, el enfrentamiento que se acababa infiriendo era el del burgués que sentía repugnancia al tener que compartir con aquella "randa" unos espacios que habían creado para sí mismos y para su disfrute. Lógicamente, que el burgués sintiera desprecio se explicaba por un ambiente contaminado de continuo. Muchos son los ejemplos que muestran cómo estos artistas salían al paso de cualquier buen fiador. Asimismo los hay de aquellos grupos vocingleros que discutían en plena calle, un espacio que creían suyo y en el que habían inventado un mundo propio: "Si las discusiones no daban de sí, el grupo se echaba a la calle y paseaba, hasta el agotamiento de fuerzas, desde la esquina de Recoletos hasta la plaza de Isabel II, por la calle de Alcalá, por la Puerta del Sol y la calle del Arenal". (Baroja, 1969: 76 )

Este esquema nos dejaba ver, por otro lado, la evolución que los espacios externos habían adquirido durante todo el siglo XIX. La concurrencia social que décadas antes buscaba Larra (y que no encontraba porque a los habitantes aún les daba vergüenza comer, reír o vivir en público) estaba totalmente superada. Precisamente, el jardín público que Larra había soñado como espacio interclasista era ahora el de las calles del centro urbano. La ciudad finisecular había logrado expandirse desde los refugios internos hacia las múltiples arterias que representaban las calles, las plazas o los cafés. Y el escritor que recorría estos lugares ya no necesitaba un seudónimo para escribir. Ahora no se trataba de estar a salvo de los peligros de la calle, sino de ser parte integrante de la misma. En conclusión, el artista no salía con una máscara −única forma de que Larra pudiera encontrar trabajo−, sino que mostraba descaradamente sus propuestas. Buena parte de estas vivencias en total libertad seguían manteniendo, sin embargo, a una parte de la burguesía encerrada en la seguridad de sus viviendas.

 

Obras citadas

Aznar Soler, Manuel (1980): "Bohemia y burguesía en la literatura finisecular", en Historia y crítica de la literatura española. Modernismo y 98, Vol. 6, Barcelona, crítica.

Baroja, Pío (1982): "Bohemia madrileña", en Nuevo tablado de Arlequín, Madrid, Caro Raggio.

----. (1985): La sensualidad pervertida, en Las ciudades, Madrid, Alianza.

----. (1997): "Nuestra generación", en Obras Completas I, Barcelona, Círculo de Lectores.

Baroja, Ricardo (1969): Gente de la generación del 98, Barcelona, Ed. Juventud.

Benevolo, Leonardo (1967): Orígenes de la urbanística moderna. Introducción a la arquitectura, Buenos Aires, Tekne.

Benjamin, Walter (1980): Poesía y capitalismo. Iluminaciones II, Madrid, Taurus.

Cansinos-Assens, Rafael (1985):La novela de un literato II, Madrid, Alianza.

Cansinos-Assens, Rafael (1995): La novela de un literato I, Madrid, Alianza.

Cardwell, Richard (1989): "Modernismo frente a Noventa y ocho: el caso de las Andanzas de Unamuno", en Glasgow Colloquiuna Papers I.

Del Moral, Carmen (1988): "Diversiones, pasatiempos…en el Madrid de Galdós", en AAVV, Madrid en Galdós. Galdós en Madrid, Madrid, Consejería de cultura de la Comunidad de Madrid.

Engels, Federico (1968): La situación de la clase obrera en Inglaterra, Madrid, Akal.

Gómez Carrillo, Enrique (s.f): Treinta años de mi vida, II, Madrid, Cosmópolis.

----. (1907): Cómo se pasa la vida, París, Garnier Hermanos.

----. (1919): El primer libro de las crónicas, en Obras Completas VI, Madrid, Mundo Latino.

González García, José Ramón (2001): "La ciudad como supuesto: desarrollo urbano y literatura modernista", en Ciberletras 4, http://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/v04/Garcia/html

Gullón, Ricardo (1990): "Recuerdos de un amigo", en Cuadernos Hispanoamericanos, homenaje a J.A. Maravall, 477-78 (marzo-abril).

Jiménez Millán, Antonio (1998): Madrid entre dos siglos: modernismo, bohemia y paisaje urbano, edición de Antonio Jiménez Millán, Málaga, Litoral/Comunidad de Madrid, 1998.

López Castellón, Enrique (1999): Simbolismo y bohemia: la Francia de Baudelaire, Madrid, Akal.

Nakens, José (s.f): Yo, hablando de mí (colección de artículos), Madrid, Imprenta Sáez hermanos.

Navarro Vera, José Ramón (1993): "Transformación urbana y literatura: de Baudelaire a Le Corbusier", en Actas del primer coloquio internacional "Literatura y espacio urbano", Alicante, CAM.

Ossorio y Bernard, Manuel (1996): "Madrid sin sol y sin gas", en AAVV, Madrid por dentro y por fuera, Madrid, Asociación de libreros de Lance.

Robin, Nicolle (1992): "La bohemia como viaje imaginario", en Actas del IX Simposio de la sociedad española de literatura general y comparada, t. II, La parodia como viaje imaginario, Zaragoza, Universidad de Zaragoza.

Sawa, Alejandro (1977): Iluminaciones en la sombra, edición, estudio y notas de Iris María Zavala, Madrid, Alhambra.

----. (1999): Declaración de un vencido, introducción y notas Francisco Gutiérrez Carbajo, Madrid, Atlas.

Williams, Raymond (2001): El campo y la ciudad, Buenos Aires, Paidós.