Dislocamientos sexuales, genéricos y nacionales en Infinita

de Ethel Krauze

 

Rosana Blanco Cano

Tulane University

 

Infinita (1992) de Ethel Krauze es una obra que ofrece la posibilidad de reconocer, al final del milenio, cómo las lógicas subyacentes a los mecanismos culturales siguen armando las narrativas sobre la identidad nacional a partir de la constante producción y regulación de los cuerpos que son inscritos como genéricos y nacionales. El propósito de este trabajo es mostrar cómo esta autora, aún narrando, propone una obra que deconstruye al gran cuerpo mexicano a partir de la relativización de la norma que ha sido fundamento de naturalización de gran parte de los discursos nacionales de América Latina: la norma heterosexual.

Mirar los textos producidos en el sistema que se imagina como lo nacional, obliga en México a reconocer que la nación, como define Homi Babha, ha sido narrada metafóricamente a partir de mitos que en forma compulsiva se conjugan para buscar una unidad básica que otorgue coherencia y homogeneidad a las pluralidades identitarias que, en consecuencia, nunca son abarcadas en el territorio definido como nacional. La ambigüedad de estos proyectos nacionales, como discute Bhaba, discurre a partir de dos elementos básicos que impiden la estabilidad del orden de significado elaborado a través de un cúmulo de alegorías: por una parte están los sistemas que anteceden a determinado proyecto y por otro su intrínseco carácter temporal (1-2). La narración nacional, asimismo, crea las fronteras del cuerpo que busca reconocer como propio y destierra de sus dominios a todas aquéllas identidades otras que atenten contra la añorada estabilidad territorial a partir de la convivencia y la re-producción de los mitos hegemónicos. La supervivencia del sistema que se autoimplanta como nacional depende, como señalan Sarah Radcliffe y Sallie Westwood, de una serie de "mecanismos de normalización" para su legitimación: "As a modern regime of power, the state utilizes a series of ‘mechanisms of normalization’ that come to rest on the body and trough which power relations are produced and chanelled"(14-15). Retomando las ideas de Foucault (1977), Radcliffe y Westwood discuten cómo estos mecanismos, al descansar directamente sobre el cuerpo e incluso producirlo, ejercen en los individuos el efecto de "encarnar" la nación: es decir, se vive a la nación, se la ejecuta a partir de los comportamientos que el propio cuerpo ejerza.

El análisis del funcionamiento de los mecanismos de normalización, hace necesario revisar las ideologías sobre las cuales se ha construido el proyecto de estado-nación según el contexto del cual se trate. Como señalan Benedict Anderson, Doris Sommer, Jean Franco y Marie Louise Pratt, México, como parte de América, es heredero de la tradición ilustrada al plantear, a partir de las consecutivas independencias políticas de Europa, una concepción de Estado que reprodujo el republicanismo burgués. Este, desde sus comienzos, propuso un orden nacional en el cual el gobierno buscó representar en sus actos constitutivos al espíritu racional ilustrado. Después de varias décadas de conflicto e inestabilidad política y social, el fin del siglo XIX significó para la historia nacional mexicana el principio del establecimiento de mitos consolidados, primero, durante el Porfiriato y transformándose, después, con el triunfo de la familia revolucionaria.

La modernidad para México fue traducida entonces a partir de compulsivas intenciones de racionalizar, categorizar, diagnosticar, regular y vigilar aquello que se mantuviera inteligible a los proyectos de racionalización y nacionalización de la vida. La constitución compulsiva de géneros fue, y ha sido, discurso clave de domesticación, sobre todo del cuerpo femenino, para así mantener la melancólica ilusión de cuerpos que encarnen y perpetuen, a una misma vez, las relaciones de poder y las identidades nacionales. Si el discurso nacional es, como asegura Babha, temporal por excelencia, también lo han sido los modelos identitarios genéricos. Carlos Monsiváis, por ejemplo, señala que una de las principales migraciones culturales en el imaginario mexicano ha sido la identidad femenina. Movimientos sociales como el estudiantil del 68 han sido momentos parte aguas en las concepciones identitarias y nacionales que provenían de la Revolución. A pesar de la drástica ruptura con la hegemonía patriarcal en la sociedad mexicana durante las últimas décadas del siglo XX, estas migraciones no han sido "cambios polarizados," y más bien han ocurrido "de forma desigual y combinada," por lo que seguimos presenciando, aún al final del milenio, discursos identitarios empalmados, nostálgicos de un tiempo otro y que compulsivamente buscan frenar el paso del tiempo y de la irrefrenable migración o transformación cultural (15-16). Si la modernidad, como concluye Monsiváis en su reflexión sobre las categorías genéricas, implicaría un tiempo de respeto a la diversidad, entonces a la sociedad mexicana, como a tantas otras, mucho le faltaría por recorrer para alcanzar el estado anhelado de modernización. Todavía en el fin del milenio, la intolerancia y la compulsión de señalamiento a "lo diferente" siguen siendo comportamientos cotidianos en el espacio público y a través de los mecanismos de normalización.

En la producción del género varias son las instituciones que se dirigen a elaborar las estructuras desde dónde las cuáles se aceptará o negará la constitución y encarnación genérica: una de las más explotadas por las ideologías de poder ha sido la norma heterosexual como base de naturalización de los mitos nacionales. Siguiendo la línea de Monique Witigg y de Adrienne Rich, Judith Butler retoma el concepto de compulsión heterosexual así como de heterosexualidad hegemónica,  con la finalidad de establecer que la categoría mujer sólo alcanza estabilidad y coherencia dentro del contexto de la matriz heterosexual. Si la institución heterosexual es la que produce la coherencia derivada de la correspondencia entre sexo y género, cualquier manifestación o práctica distinta a la hegemónica habrán de ser considerados no sólo como subversivos, sino como anormales, fuera de la norma que se justifica en la prediscursividad del sexo como natural, y por tanto, merecedor de los discursos que más allá de producir la coherencia la regulan e intentan, compulsivamente, devolver al rictus genérico heterosexual que será capaz de mantener vigente el orden patriarcal que mantiene relaciones de poder desiguales y antidemocráticas.

Para el análisis de la heterosexualidad parto de la idea de comprender a la crítica literaria como una reflexión sobre el poder; en cómo a través de las representaciones literarias es posible ver cómo éste se impone sobre cuerpos propios y ajenos provocando una serie de dinámicas dirigidas obsesivamente a la construcción de redes sobre las cuales se constituyen y regulan los individuos. Si la escuela feminista tradicional, en su afán por desestabilizar el orden patriarcal, ha colocado como sujeto a la identidad "mujer," Judith Butler la problematiza como sujeto de los estudios feministas, pues afirma que tratar de concebir una identidad femenina estable devuelve a la concepción de una identidad esencializada y por tanto encerrada en presupuestos naturalizantes que perpetúan la inmovilidad atribuida al género femenino (Butler 4). A la vez, pensar en una identidad femenina estable, puede llevar al equívoco de pasar por alto las diferencias entre cada persona así como las particulares circunstancias que constituyen no uno sino diversos sujetos femeninos, cruzados y constituidos por discursos espaciales y temporales que incluyen aspectos como nacionalidad, raza, clase social, edad, entre otras. Nattie Golubov, por su parte, problematiza la categoría de "sujeto femenino" al momento de discutir la llamada "escritura femenina" que presupone una identidad genérica más o menos estable la cual produce una experiencia femenina ya constituida y representada en el texto (118). Proponer un análisis que supere los parámetros esencialistas que en muchos casos ha seguido la crítica feminista requiere, más allá de analizar el producto llámese identidad mujer / hombre, analizar cómo se producen los sujetos en contextos discursivos particulares. Esta perspectiva de análisis pretende ser capaz de dar contorno al proceso a partir del cual se crean concepciones como el género y otras diferencias que más allá de ser naturales son producidas a partir de sistemas de significación complejos y en perpetuo movimiento.

En Infinita de Ethel Krauze, se cuenta la historia del amor frustrado entre dos amigas que se relacionan sin tomar en cuenta su orientación sexual. La fábula se propone como una vuelta hacia la recuperación de un rompecabezas del cual sólo tenemos la pieza final: Delfina y Leonor en una misma cama despertando sin poder siquiera pronunciar lo que les ha sucedido en la noche anterior. Desde la primera página Krauze introduce una interrogación no únicamente por sugerir al lector un encuentro lésbico entre dos mujeres, sino en la medida de narrar el shock psicológico que uno de los personajes sufre cuando contempla la escena. La crisis que da pie al libro, es presentada por Krauze como la característica estructural y estilística de la propia novela. Esta se encarga de narrar, a partir de visiones múltiples, una serie de eventos en los cuáles sobresale la fractura de un sistema ideológico nacional que, desde la internalización individual, opera sobre los cuerpos con la finalidad de salvaguardar el concepto identitario que de ellas mismas mantienen: el ser mujeres.

La frustración y desconcierto que se asoma en esa primera página no han de explicarse sino hasta casi el final de la narración. Lo que Krauze ofrece en Infinita es la posibilidad de narrar y comprender cómo en las relaciones interpersonales, sea del sexo o género que se trate, (1) existe un marco que más allá de tratarse de "las convenciones sociales," (2) se define a partir de discursos culturales que niegan o aceptan las prácticas identitarias enfocadas, en este caso, hacia la práctica de la sexualidad. Leonor ante Delfina es una mujer con dos divorcios, dos hijas ausentes, una necesidad de recuperar su vida a partir de la consolidación económica y la gran pasión por su gran amiga. Frente a Delfina, Leonor explica que sus relaciones sexuales con mujeres no han sido "por lo sexual," sino que se trata de "una transferencia con la madre," "una necesidad neurótica" por cubrir la necesidad de afecto que nunca cubrió con su madre porque en definitiva "ella funciona de maravilla con los hombres" (12). Como en otras obras de Ethel Krauze, los personajes se definen a sí mismos a partir de la confrontación con los otros. A partir de la narración de las facetas diversas de la relación, se hacen visibles los discursos identitarios múltiples que conforman el universo sobre los cuales se mueve la relación ínter e intra subjetiva: entre ellas juegan papeles de madres, amigas, hermanas, amantes: recorren, así, el limitado espectro de funciones o papeles que la modernidad les ofrece como mujeres. (3) Delfina para Leonor hace el papel de un espejo que no sólo le devuelve la urgencia por autoconcebirse como "una verdadera mujer" sino que le apoya en la constante vigilancia y regulación de su deseo sexual.

En la primera parte de la narración, Delfina no siente ningún dislocamiento o duda sobre su "identidad femenina" pues mantiene a toda costa la fantasía del matrimonio con un hombre que constantemente le recuerda y le afirma su feminidad, lugar desde donde se produce la constitución de su ser inteligible, heterosexual, de clase media mexicana, y por lo tanto "feliz." Como mujer profesionista, Delfina tiene la libertad y la pertenencia a la matriz social que "toda mujer desearía" en una historia nacional que se ha caracterizado por domesticar a los cuerpos femeninos para así mantenerlos anclados al espacio doméstico y que, con las promesas de la modernidad, ha sido capaz de manejar dobles morales que por una parte permiten la participación de las mujeres y por otra continúan exigiendo la estabilidad de género como condición de entrada al campo de las acciones públicas. Sin embargo, como en tantas obras de Ethel Krauze, la protagonista ha de inscribirse en un proceso de descubrimiento en el que su mitología sucumbe y es llevada a la toma de conciencia más desnuda de las dinámicas que operan sobre las relaciones afectivas y sobre su propio ser. Al desmitificar los modelos nacionales en su propio cuerpo, Krauze abre un espacio para la re-escritura y/o re-incersión en la historia, no a partir de la constitución discursiva, sino a partir de su desquebrajamiento.

Mientras Delfina es feliz y estable en su contradictoria fantasía matrimonial y académica, Leonor sale con un hombre para establecer una relación "más normal" y así poder entrar inofensivamente no sólo a la vida sino a la cama de su querida amiga Delfina. En Leonor se producen efectos contradictorios al intentar reproducir la norma heterosexual en su práctica sexual. No sólo tiene fantasías eróticas con su amiga al momento de tener un encuentro sexual con ese hombre, sino que ha de romper en un ataque de celos ante la presencia de otra mujer en la vida de Delfina: una antigua amiga de la facultad universitaria. La narración sobre la subjetividad de Leonor ocurre en varios planos discursivos y narrativos por lo que la autora sugiere ya de entrada una inestabilidad en la experiencia del ser mujer. Si frente a su psicoanalista se atreve a decir abiertamente que es lesbiana y que en definitiva está enamorada de Delfina, fuera de ese espacio encuentra estratagemas para tratar de engañar al sistema que la rechaza por salirse de la normalidad. Representa, por ejemplo, un actuar en público casi impecable. Su performance genérica resulta más femenina que el de cualquier mujer. Para Delfina, por ejemplo, Leonor sí es una mujer de verdad pues es especialista en el disfraz: mantiene pelo de distintos colores, maquillaje profesional y una preocupación por el vestido excepcional. Mientras Delfina se mantiene con la "cara lavada" como "típica intelectual de la UNAM," Leonor reclama a Delfina el porqué se niega a convertirse en una mujer. Para Leonor la preferencia de ropa y estilo de Delfina son los de una niña. De tal manera que en la constitución de la identidad femenina de Delfina parece haber también ciertas fisuras. Sin embargo, estas no llegan a ser peligrosas ante la matriz de significado, reguladora y coercitiva, y por el contrario aportan una cierta singularidad a su "feminidad" que ante todo mantiene el comportamiento obligatorio que la define establemente como mujer: su deseo heterosexual.

En los constantes diálogos que los personajes establecen, resulta significativa la posibilidad de cuestionar los distintos grados de veracidad que giran alrededor del ser mujer; (4) de aquí también que se desprenda la clara noción del género e incluso el sexo como categorías que son discursivas y llevadas a la vida en un carácter artificial y performativo. Al narrar la constitución identitaria de Leonor a partir de su estilo de vestido, Krauze dialoga con lo que Michael Foucault ha definido como género: una estilística de la existencia. (5) Asimismo, se confirma lo que Monsiváis propone como un proceso transformador de los estereotipos genéricos, pues: "el espejo de la identidad ultrafemenina es la parodia. La coquetería [...] es hoy dominio del female impersonator" (16).

El gran logro de Krauze es ser capaz de producir el dislocamiento de los discursos no sólo a partir de las situaciones y dilemas recreados desde las experiencias de los personajes, sino en el hecho de crear una obra que desde su forma rompe con la perspectiva unilateral de narración. Además de proponer esta ruptura en Infinita, Krauze lo hace en Mujeres en Nueva York y en El secreto de la infidelidad,(6) novelas donde los personajes tienen la oportunidad de narrar desde lo que Cristina Ruiz denomina como un "acto puro," el cual puede definirse como la yuxtaposición de múltiples voces narrativas que cuentan desde su experiencia personal (88-95). Este recurso deja de lado al narrador único para crear una situación más cercana de la butaca del teatro, la cual también es dislocada a partir de las intervenciones de un narrador en tercera persona el cual hace de abogado del diablo y que termina por relativizar y fragmentar la veracidad de cada relato. Así, Krauze hace posible lo que Brianda Domecq ha definido como una escritura caleidoscópica, que más que construir una totalidad, propone al lector la visión fragmentada de un conjunto que es a su vez móvil y temporal (579-604). Al concebir una escritura que hace evidentes los fragmentos que buscan unirse para formar la unidad, Krauze crea una estructura paródica de la compulsión discursiva nacional que busca identidades monolíticas que a la vez legitimen su artificial coherencia constitutiva. En el cuerpo textual plurivocal, se evidencia la propia pluralidad de las diferentes experiencias de la mexicanidad.

Una de las obsesiones más recurrentes en las obras de Krauze es la narración de la infancia como el tiempo en el que se encierra gran parte del aprendizaje de lo que significa ser o representar un género e identidad sexual y en casos nacional. Personajes niñas y niños se asoman en los cuentos "Niñas de cuento" y en "El domingo y otros días;" la narración en ambos se caracteriza por dar voz a una subjetividad en formación y alienamiento ante la imposición de discursos y situaciones a las cuales es imposible escapar y enfrentar por la condición infantil. (7) En ambos cuentos, así como en Infinita, los personajes principales van formando su personalidad a partir de madres ausentes y familias carentes de expresión afectiva, por lo que las niñas de los cuentos de Krauze parecen evocar a las protagonistas adultas de Infinita: Delfina y Leonor son narradas como seres carentes que buscan desesperadamente un lugar de reconocimiento en el mundo. Delfina desarrolla sus relaciones afectivas sólo a partir de un actuar infantil y necesitado de protección. Aprovechando la ausencia del marido, Leonor se encarga de ocupar todos los espacios en la vida de Delfina. Por otra parte, Agustín también es el encargado de dirigir, como en una orquesta, la vida matrimonial que ambos mantienen. No sólo es él quien decide cuál será la mejor casa para la Delfina bien casada en un barrio de "gente bien avenida:" la Condesa. Como matrimonio que parece debatirse entre reproducir el mito de las buenas costumbres porfirianas, la solidez de la clase media naciente en la Revolución, o la pareja liberada que aparentemente no tiene miedo de expresar y vivir abiertamente su sexualidad, Agustín opta por comprar una casa enfrente del Parque México. Su colocarse en una colonia que estereotípicamente fue retratada en la tarjeta postal de principios de siglo como el lugar ideal para la solidificación de la familia burguesa mexicana, resulta un gesto que agudamente empalma dos discursos sobre el matrimonio que se diferencian por haberse originado en dos distintos tiempos. Uno, será la compulsión por mantener el retrato de estabilidad que por años ha buscado perpetuar la clase media en la idea de vivir en una casa que como en los albores de la Revolución, se encontrara en lo que Margo Glantz ha definido como barrios con "sólo casas y sus habitantes, los muebles y sus garigoleos, algunos jardines peinados, un arroyuelo, un puentecito (como los del Parque México), a veces una casita de muñecas (como las que dibujan los niños), vuela por los aires o se asienta sobre una capa de nieve que en México sólo existe en los volcanes" (30). En segundo lugar, está el discurso que temporalmente contradice la imagen ideal de la familia de clase media mexicana pues en la casita de muñecas que describe Krauze no hay niños, los cuales, como también señala Glantz fueron por muchas décadas la consecuencia natural y necesaria de los matrimonios "bien avenidos," pues a partir de la reproducción se haría posible la continuidad de proyectos nacionales que necesitaron de "nuevos mexicanos," futuros enarboladores de la modernidad. La crisis identitaria en Delfina, se presenta también a partir del aborto que sufre naturalmente durante la primera parte de la novela. Su no ser capaz de reproducirse la coloca en un margen que representa en la inestabilidad de su cuerpo en cuanto a su propia "naturaleza" femenina.

El cuestionamiento de la maternidad como lugar de realización para las mujeres es uno de los ejes claves que Krauze explora a lo largo de toda su obra. Su desencarnamiento nacional se produce en los diversos personajes femeninos que renuncian a su proyecto materno –y en un sentido más amplio, nacional- para dedicarse a perseguir un objetivo personal. Dentro de limitados modelos aún, como amantes y/o esposas, los personajes se revelan al estatismo impuesto al cuerpo que según su género tiene la obligación de llevar a cabo la tarea de educadoras del espacio privado. La madre de Delfina por ejemplo, es narrada como una típica "mala mujer" que abandona a su familia con tal de irse a vivir con el hombre que verdaderamente ama. Curiosamente su decisión se empalma con una transformada y tradicional representación de la Malinche al final del milenio, pues al dejar a su hija se va a vivir a Estados Unidos adaptándose tranquilamente a un modelo de comportamiento más bien lejano de la maternidad sagrada, para terminar casada con un acaudalado judío de Nueva York, renunciando en definitiva a representar la feminidad nacional mexicana caracterizada por el sacrificio individual. Delfina, sin embargo, es una mujer eternamente resentida por el egoísmo de esa madre que no dudó en responder a sus propias necesidades. Leonor, asimismo, rompe completamente con el modelo de maternidad guiadora de las futuras generaciones, y se dedica, plenamente, a responder a su propia conflictiva identitaria que, en su compulsión heterosexual, le resulta un hecho a encubrir en todas las esferas de su vida. La relación con sus hijas es narrada a partir de la típica figura asignada a los padres que, divorciados, ven a sus hijos unas cuantas veces por mes y se encargan de sostener la relación a partir de regalos y chantajes económicos por parte de las hijas que, antes de aceptar la preferencia sexual de la madre, a la cual denominan como "rara," prefieren acceder al dinero que sustituye cualquier relación entre ellas. Aunque Delfina busca reivindicarse dentro del proyecto asignado para las mujeres por el discurso nacional mexicano, al intentar ser madre y esposa anhelante de reconocimiento masculino, el desfase identitario propuesto por la autora parece ser irreversible. El debate entre una temporalidad y otra se vive también en el cuerpo de Delfina, quien por una parte juega entre ser una adulta y ejercer su poder y, por otra, entre ser la niña que se niega a crecer. Asimismo, el debate sobre la identidad se produce entre la mujer que prefiere quedarse en su casa a esperar al marido siempre ausente pero, finalmente "su marido," y entre compartir la mayor parte del tiempo de vida con su amiga que parece su amante.

El triángulo producido entre Leonor, Delfina y Agustín es uno de los cuadros de la novela que más se acercan a la delimitación de los discursos que desde la matriz heterosexual exigen una correspondencia entre género y sexo pero sobre todo entre género/ sexo/ y práctica sexual. Asimismo, el encuentro que implica la competencia entre Agustín y Leonor sugiere la problematización propuesta por Judith Butler con respecto a la estabilidad de la categoría mujer, así como de la categoría hombre, alcanzadas según la autora, sólo en el contexto de la matriz heterosexual. Leonor planea una cena para Delfina en la que termina siendo invitado Agustín. Este aprovecha la ocasión para "darle una lección a Leonor" y así demostrarle a la amiga que Delfina es una mujer en toda la extensión de la palabra: "hembra natural," sin dudas ni desplazamientos en su deseo (230). Sus intenciones se descubren cuando su conversación va siendo llevada al punto de hablar sobre una mujer lesbiana que conoció en una gira por Puerto Rico. Su descripción de la mujer en particular se remite a demostrar cómo el desplazamiento del deseo sexual lésbico produce en las mujeres "extraños efectos." El dilema de Agustín va hacia la demostración que su discurso formula: en cuanto existe el desplazamiento del deseo fuera de la heterosexualidad las mujeres ya no son "hembras;" asimismo Agustín refuta a Leonor cuando esta le dice que una de las fantasías masculinas más conocidas es contemplar a dos mujeres en plena relación sexual. Para Agustín el deseo masculino, entendido desde su discurso como hegemónico y heterosexual, sólo puede producirse cuando las mujeres son "hembras de verdad," no seres desplazados de su correspondencia sexual, genérica y de comportamiento sexual. En este punto Krauze entra en diálogo con las ideas propuestas por Monique Witting sobre la imposibilidad de las lesbianas para cumplir con los atributos naturales femeninos, pues salen de la concepción binaria que es reconocida por la heteronormatividad: "a lesbian is not a woman [...] a woman only exists as a term that stabilizes and consolitates a binary and oppositional relation to a man; that relation is heterosexuality." (8)

La lección de Agustín para Leonor alcanza su clímax y caída cuando él pide a Delfina que narre la experiencia que él mismo dirigió y vigiló cautelosamente: el encuentro sexual de Delfina con una mujer desconocida y desde la narración "más hembra" y más cerca de "la naturaleza," por representar estereotípicamente la hipersexualización proveniente de la negritud de su piel. Agustín, como obsesivo director de la vida de Defina, intenta provocar a Leonor sexualmente para así repetir el encuentro lésbico de Delfina a partir de los mandatos masculinos. La oportunidad que Agustín ve de demostrarle a Leonor que Delfina sí es hembra y que sólo le obedece a él, se va a pique cuando descubre no sólo que su esposa se muestra muy abierta a la experiencia con Leonor, sino que el breve encuentro que ambas mujeres establecen produce la pérdida del control masculino. En este sentido, y respondiendo a la lógica de razonamiento binario, se establece para Agustín la confirmación de la no feminidad de Leonor y su consecuente masculinidad, razón por la que toma a Delfina "como una moronita de pan entre sus manos" (229). Para ambos se establece una lucha que no va sólo por ganar el amor de Delfina sino por ejercer poder sobre la otra identidad. La lucha establecida entre Leonor y Agustín remite a lo que John Benyon ha llamado como la lucha por la masculinidad hegemónica. (9) Según Benyon, la masculinidad se ejerce, se practica y, sobre todo, se constituye desde la subordinación hacia otras masculinidades y hacia lo que no sea masculino. De tal manera que la inestabilidad en la categoría sexual y genérica de Leonor establece en Agustín la ilusión de hallarse frente a otra fuerza poderosa y masculina lo cual le acarrea un cúmulo de inseguridades pues ve que Delfina sin él es capaz de entregarse y de sentir un placer donde él no tiene cabida, desde el cual Delfina se convierte en un ser infinito, difícil de categorizar.

La escena en el restaurante denota también otras formas de ejercer el poder y de desestabilizar los comportamientos genéricos. Al final de la escena, cuando Agustín grita que "esta mujer tiene un hombre," (225) su gesto triunfal será pagar la cena que había sido propuesta por Leonor. La mayor afrenta que Leonor recibe es no poder pagar la cena. Leonor siente que con el pago él también asegura su poderío sobre Delfina. La consolidación económica de Leonor es un aspecto fundamental en la constitución de su identidad. Si no puede lograr un status de clase por no mantenerse dentro del matrimonio exitoso y estable, lo hará desde de su poder adquisitivo. A partir de su poder monetario Leonor se define a sí misma en contraste con otros que no tienen su misma posición social. Ella mantiene un tratamiento casi brutal con los empleados de su cadena de tiendas. Asimismo, es capaz de regalar a Delfina costosos regalos a partir de los cuales pretende obtener la conquista de la mujer que ama. La lucha de poderes entre Leonor y Agustín, que ejecutan performances tradicionalmente masculinos en cuanto al poder del dinero en sus manos, es propuesta desde y hacia varias direcciones. Las afrentas, asimismo, operan en varios niveles. Después de sentir frente a las dos mujeres su posibilidad de "inexistencia," la constitución identitaria de Agustín entra en crisis con lo cual además siente que está, ahora sí, profunda y locamente enamorado de Delfina. Si hasta entonces él había sido el dominante en la relación y, coincidentemente, el objeto más amado, el posible desplazamiento del deseo en Delfina le produce una ansiedad que buscará acallar a partir de la recuperación de su poder el cual se halla inscrito a la subordinación de Delfina que él entiende por feminidad o por "ser hembra verdadera." El posible amor entre Delfina y Leonor parece ser la primera manifestación de la crisis interna que Agustín había sabido mantener controlada por más de diez años. Siendo un sobreviviente de la muerte de su antigua pareja, Agustín había permanecido totalmente protegido de la vulnerabilidad que puede implicar establecer una relación afectuosa. Antes de Delfina su relación con mujeres era para buscar en ellas a la mujer muerta. Permanecía entonces "impenetrable," tradicional y mexicanamente "masculino" pues, como afirmara Octavio Paz en El laberinto de la soledad, el "ideal de ‘hombría’ consiste en ‘no rajarse." (10) La crisis que le produce su enamoramiento se ve acrecentada cuando Delfina comienza a tomar decisiones propias como abandonarlo en Polonia para que él se reencuentre con el fantasma de su antigua pareja, Reiza. Asimismo deja de estar la "Delfina suplicante" que producía en él seguridad y posibilidad de jugar el rol del poderoso y protector. El ser vulnerable de Agustín, enamorado, acaba siendo también una fuerza destructiva hacia la propia Delfina. Cuando Agustín la descubre segura de sí misma "sintió que quería estrujarla tal como ella estaba haciéndolo, que quería matarla con sus manos" (311). La Delfina autosuficiente y adulta es demasiado peligrosa para el concepto de relación de Agustín: parece salir de los comportamientos genéricos asignados a su sexo femenino y se convierte en una "no mujer" lo cual amenaza la propia identidad heterosexual, cultural y nacional de Agustín.

El discurso condenatorio hacia Leonor y su preferencia sexual es también propuesto desde varios referentes. Por una parte está Agustín, que en este caso puede ser leído como el representante de la institución patriarcal y nacional. Por otra parte está la madre de Leonor, también representante de la vigilancia pero privada, que insiste a su hija sobre la importancia del casamiento pues, aunque "divorciarse es lo moderno [...] la gente vuelve a casarse alguna vez" (242). La modernidad se vive entonces para la madre, y para otros personajes, con ciertas licencias hacia los comportamientos pero siempre respetando la base que se considera natural: una identidad "estable" que permita ser inteligible dentro del universo de significado dominante. En esta parte también Krauze recurre al montaje de dos discursos que se contradicen y conviven a un mismo tiempo: por una parte está la concepción de las licencias que se viven en un tiempo caracterizado por la fractura; y por otro, la compulsión por la estabilidad y buenas costumbres clase medieras, conservadas como una tradición mítica y hegemónica proveniente de tiempos anteriores a la Revolución. Por otra parte, Leonor asiste a consulta con un psicoanalista que acaba por afirmarle que su lesbianismo es efectivamente una patología. Cuando Leonor comenta que "todos han querido dizque enderezarme, porque han dicho que es una desviación, que es una enfermedad,"(402) la psiquiatra le responde que además de que su condición es imposible de cambiar, es imposible de curar. En este punto Krauze toca el poder del discurso médico como parte del aparato institucional que en la sociedad juega un papel judiciario y/o de mecanismo de normalización. El diagnóstico otorgado a Leonor es el de la anormalidad incurable; padece de una enfermedad que a la sociedad no le conviene pues rompe con la economía sexual establecida por las diferentes matrices de significado: esto es, como discute Butler en "Variaciones sobre sexo y género: Beauvoir, Wittig y Foucault," la economía sexual de reproducción. Sin embargo, Krauze ofrece al lector una lectura relativista con respecto al concepto de normalidad, cuando Delfina es colocada en una posición en donde su sexualidad heterosexual es presentada como anormal. Al relativizar la norma, Krauze la devela como algo artificial construido con lo que la heterosexualidad y las categorías genéricas estables pierden su estaticidad.

En la última parte de la novela Leonor ya está dispuesta a dar todo por conquistar el amor de Delfina. Una vez que se ha establecido la guerra abierta con Agustín y que él ha perdido su carácter dominante, Leonor traza una serie de planes para seducir a su amiga. En una ocasión invita a un par de amigas, pareja lesbiana, las cuales no sólo transgreden el patrón heterosexual por el deslizamiento de su deseo sino porque performativamente dislocan la correspondencia entre sexo y género. La pareja de Débora y Artemisa representan con su performance una parodia de la heteronormatividad. Mientras Artemisa llama a Débora "el hombre más hermoso del mundo," esta fuma una pipa y pregunta a Delfina "¿en qué mundo has vivido mujercita?," (284) cuando esta muestra asombro por la historia de violencia doméstica de la cual Artemisa fue víctima. La escena es presentada literalmente como un scketch teatral en el cual Krauze juega con el lector al eliminar la presencia del narrador que ha contado toda la historia, para dejar que el acto puro a modo de guión teatral ocupe y narre las performances identitarias de estos personajes. La presencia paródica de la heterosexualidad en esta escena es subversiva por tener la capacidad de revelar el carácter imitativo y artificial de los géneros. Por otra parte que Delfina comparta momentos con personas que viven bajo otro orden de significado le permite relativizar el cúmulo de valores bajo los cuales se siente naturalmente inscrita. (11)

En el pequeño universo teatral presentado en esta escena paródica, Delfina y Leonor cumplen sus propios papeles: Delfina es cuestionada en su esencial feminidad cuando se da cuenta de que efectivamente este es un mundo en el que está rodeada de "mujeres" que son, o se comportan, completamente "diferentes" a ella. Cuando le preguntan "¿no te da asco el pene?," ella por primera vez es testigo de la reacción aversiva que la relación y matriz heterosexual pueden producir en un individuo. Artemisa, para rematar, describe que a ella le parece "un cuchillo, viscoso y apestosísimo" (287). Lo que hasta entonces había sido la esencia de la normalidad, la norma heterosexual, es revertido ante los ojos de Delfina quien en esa situación experimenta su "anormalidad." Está por primera vez frente a otra matriz de significado en la que la norma heterosexual es subvertida. La presencia paródica de la heterosexualidad en esta escena es subversiva por tener la capacidad de revelar el carácter imitativo y artificial de los géneros. Leonor por su parte es evidenciada en su compulsión heterosexual por mantener ante ella misma y ante Delfina su ser mujer intacto. Después de que Débora –el "hombre más hermoso"- confiesa que esta escena hubiera sido imposible para ella tan solo unos meses antes por su amor frustrado con Leonor, hace que Leonor emita la afirmación de que en ese momento se siente lista para "acercarse al hombre" y así "establecer una relación madura (287). Leonor introduce su confesión, primeramente, emitiendo un juicio de valor que parece enfatizar su intención: si relacionarse con un hombre es establecer una relación madura, esto sería desde una heterosexualidad sin lugar a dudas, entonces las implicaciones de su anterior relacionarse con mujeres son propuestas como sinónimo de inmadurez. La teatralidad de la escena alcanza un punto climático con la confesión de Leonor quien compulsivamente busca afirmar su identidad de "mujer" ante Delfina, pero sobre todo, ante ella misma. En la mesa de las confesiones la única experiencia narrable como cierta es la multiplicidad de vivencias que parten de la inestable concepción del sujeto femenino. Delfina queda convencida de que una pareja "así" puede ser muy normal; la pareja Artemisa-Débora queda también convencidas de que Leonor sigue una estrategia de seducción en la que lo único posible es callar el deseo lésbico. Por otra parte compartir momentos con personas que viven bajo otro orden de significado le permite relativizar el cúmulo de valores bajo los cuales se siente naturalmente inscrita, especialmente en el terreno amoroso en al cual parece haber vivido bajo una sujeción.

La relación con Leonor y todas sus experiencias fuera de la relación con Agustín permiten a Delfina alcanzar una epifanía que rebasa las categorías de género y correspondencia sexual. Después de un largo y fragmentado proceso de seducción, manipulación, escenas de celos y reconciliamientos Delfina y Leonor se hallan en la escena que dio pie al libro: en un encuentro romántico/ sexual que acaba siendo frustrado pero sin el poder encubridor de la máscara. Sólo es hasta el momento de besar a su amiga y verla sin el disfraz de heterosexual, que Delfina se descubre metida no en una red de sujeción sino en dos. La conquista de Leonor ha sido básicamente a partir de un cercamiento. Delfina, inserta ya en un marco de dependencia con Agustín, ha pasado de unos brazos a otros sin permitirse vivir un solo momento de independencia y cuestionamiento sobre su persona. Saliéndose de lo único que creía posible para su vida, reconoce que la relación con Leonor tampoco representa una subversión a los discursos que la constituyen sexual, genérica y culturalmente. El dilema de la identidad de Delfina va más allá de la recuperación de su ser mujer. En su despertar parece descubrir el carácter coercitivo y regulador de ambas matrices de significado, pues ambas le exigen un modo de ser. Tanto Agustín como Leonor establecieron ante sus ojos dinámicas similares en las que lo que parecía jugarse en realidad no era el amor de Delfina sino su dominación.

Delfina regresa con Agustín. Judith Richards propone que el regreso de Delfina a Agustín corresponde a su compulsiva inserción al texto patriarcal, lo cual le imposibilita abandonar a su marido para amar a Leonor. Asimismo, esta autora concluye que "cuando Delfina decida si el amor tiene sexo, puede ser ella la que dé la respuesta definitiva," (75) esto es, cuando sea capaz de ejercer "cambios" en la estructura de significado que produce la compulsión heterosexual. Dichas conclusiones pueden ser lógicas si se piensa que la única posibilidad de salir de la matriz heterosexual es a partir de una relación homosexual. Sin embargo, en la "indefinición" de Delfina a si el amor tiene sexo o no, puede encontrarse una de las más representativas subversiones a la heteronormatividad pues, por un instante, es capaz de frenar su compulsión identitaria. Su salir de ambos patrones y del sistema binario que enmarca las identidades en el binomio heterosexual/ homosexual representa la posibilidad de relativizar la esencia natural de ambos conceptos identitarios, sexuales y/o genéricos para ser así capaz de dislocar la experiencia monolítica de la identidad nacional. Quedarse con Leonor o seguir con Agustín son propuestos por Ethel Krauze como dos aspectos que se relacionan oposicionalmente pero funcionando como la misma estructura con estilos performativos diferentes: se expresa así la coherencia arbitraria y artificial que en cualquier sistema binario se proponga. Para ambos sistemas y/ o relaciones, la prediscursividad del sexo de Delfina es inminente para seguir funcionando: sólo puede ser amada en la medida de que se mantenga como una identidad dependiente y subordinada, en plena correspondencia con múltiples discursos que van desde la limitación de su poder expresivo, la regulación de su deseo sexual, la expresión aniñada de su subjetividad, y, sobre todo, la manutención de los comportamientos que le permitan pertenecer a un género, a una clase, o a una nacionalidad entre otras gamas de categorización.

La novela Infinita no ofrece soluciones sino cuestionamientos y un destruir de máscaras hacia cualquier lado que se mantenga en la intención de categorizar y proponer modelos identitarios estáticos y esclavizantes encarnados en los cuerpos a partir de las marcas genéricas incorporadas en los discursos hegemónicos. Krauze hace accesible al lector una escritura que se formula, como la epifanía de Delfina, más desde una conciencia del existir actuante, fabricado, discursivo, contradictorio, y sobre todo temporal, por lo tanto, inestable e imposibilitado de autoconcebirse como verdadero. En su develación de las identidades genéricas producidas a partir de una serie de presupuestos Krauze hace evidente la necesidad de la narración nacional por perpetuar a toda costa la constitución identitaria de los cuerpos que encarnan la nación. Su narración, por el contrario, se desprende desde los márgenes identitarios que buscan liberarse del encarcelamiento cotidianamente vivido y trazado desde un proyecto que genéricamente ha establecido sus mitologías de pasado, presente y futuro a partir de categorizaciones genéricas. A través de la ambigüedad, la confusión, la contradicción, la autora propone cuerpos desencarnados que, liberados por instantes de las cargas ideológicas, serán capaces de ejercer una existencia más plural y caleidoscópica definida desde la conciencia de los roles que hoy en día todavía se ofrecen en limitados espectros.

 

Notas

(1). Para una reflexión sobre la arbitrariedad de la lógica binaria de los géneros, ver Lamas, Marta. "Masculino/ Femenino y la diferencia sexual."Masculino Femenino al final del milenio. (México: Díler; Apis, 1998). 25-54.

(2). Judith Richards, en su artículo "La búsqueda de la identidad femenina en Infinita de Ethel Krauze." Revista de literatura mexicana contemporánea . Oct.-Jan (1996-97):71-75, sugiere que Infinita es una novela que propone la búsqueda de una identidad femenina al interior de lo que denomina "convenciones sociales," concepto que incluiría una serie de discursos y conglomerados institucionales que no permitirían a Delfina el ejercicio de su autonomía y voz. Propongo extender la propuesta de Richards al desentrañar lo que ella propuso como "convenciones sociales."

(3). Un estudio que trabaja sobre el establecimiento de las naciones latinoamericanas como hermandades republicanas es: Marie Louise. "Women, literature and national brotherhood." Women, Culture and Politics in Latin America. (California: University of California Press, 1990).48-73. En este se explora cómo la concepción de hermandad refuerza una gama muy limitada de papeles ofrecidos a las mujeres al interior de los proyectos modernos de nación latinoamericana, dejando como el papel femenino por excelencia a la maternidad.

(4). Judith Butler reflexiona ampliamente sobre la cualidad natural de los géneros y su veracidad o credibilidad, a lo que concluye: "Genders can be neither true nor false, neither real nor apparent, neither original nor derived. As credible bearers of those attributes, however, genders can also be rendered and radically incredible" (180).

(5). Concepto discutido por Judith Butler quien hace una genealogía del concepto género a lo largo de toda la obra Gender Trouble (176-177).

(6). Además de desarrollar una técnica de escritura propia, Krauze ofrece también en estas obras reflexiones sobre la construcción y operatividad del género en el contexto de la matriz heterosexual: Mujeres en Nueva York. (México: Grijalbo, 1993); El secreto de la infidelidad. (México: Alfaguara, 1998).

(7). Asimismo, en "Niñas de cuento." El lunes te amaré. (México: Océano, 1987) y en "El domingo y otros días." Intermedio para mujeres. (México: Océano, 1982) la autora explora, con rescursos autobiográficos, una fase que en este trabajo no se desarrolla: la experiencia de su identidad híbrida al crecer en un contexto judío en la Ciudad de México.

(8). Citado por Judith Butler en Gender Trouble. (New York: Routledge, 1999). 143

(9).  John Benyon define el concepto de masculinidad hegemónica como:"a form of masculinity that gains ascendancy at a time or in a place and to which other forms are subordinated. One of the first uses of ‘hegemony’ was by Gramsci to indicate the predominance of one social class over the others and it has now been applied to the analysis of masculinities, particularly by Connel (1995) and Mac & Gail (1994)" (16).

(10). La idea completa que describe la relación hombría/impenetrabilidad, dentro del imaginario nacional mexicano, en contraste binario a la irreductible e "inferior"apertura femenina es de acuerdo al análisis de Paz: "el ideal de ‘hombría’ consiste en ‘no rajarse.’ Los que ‘se abren’ son cobardes. Para nosotros, contrariamente a lo que ocurre con otros pueblos, abrirse es una debilidad o una traición. El mexicano puede doblarse, humillarse, ‘agacharse,’ pero no ‘rajarse,’ esto es, permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad. El ‘rajado’ es de poco fiar, un traidor o un hombre de dudosa fidelidad [...]. Las mujeres son seres inferiores porque, al entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su ‘rajada,’ herida que jamás cicatriza" (26-27).

(11). Al hacer un análisis de la compulsión que hay detrás de las políticas identitarias Judith Butler (Gender Trouble), señaliza pertinentemente el peligro que hay en traspasar de una matriz identitaria a otra, pues a pesar de proponer la parodia de la heteronormatividad en ciertas relaciones lésbicas, también puede haber la confusión de sustituir una matriz de significado por otra, provocando de este modo no una subversión sino una reproducción de la norma que se busca dislocar (3-33).

 

Obras citadas

Benyon, John. Masculinities and Culture. Buckingham: Open University Press, 2002.

Butler, Judith. Gender Trouble. New York: Routledge, 1999.

_ _ _ "Variaciones sobre sexo y género: Beauvoir, Wittig y Foucault." El género. La construcción cultural de la diferencia sexual. México: UNAM/PUEG, 2003.

Domecq, Brianda. "La mirada desnuda, visión de mujer." Sin imágenes falsas. Sin espejos falsos. Coord. Aralia López González. México: El Colegio de México, 1995. 579-604.

Glantz, Margo. El día de tu boda. México: Cultura, SEP, Martín Casillas, 1982.

Krauze, Ethel. Infinita. México: Joaquín Mortiz, 1992.

_ _ _. Mujeres en Nueva York. México: Grijalbo, 1993.

_ _ _ El secreto de la infidelidad. México: Alfaguara, 1998.

_ _ _. "Niñas de cuento." El lunes te amaré. México: Océano, 1987.

_ _ _. "El domingo y otros días." Intermedio para mujeres. México: Océano, 1982.

Lamas, Marta. "Masculino/ Femenino y la diferencia sexual." Masculino y femenino al final de milenio. México: Díler/ Apis, A.C., 1998. 7-24.

Monsiváis, Carlos. "Lo masculino y lo femenino al fin del milenio." Masculino y femenino al final de milenio. México: Díler/ Apis, A.C., 1998. 7-24.

Paz, Octavio. El laberinto de la soledad. México: FCE, 1959.

Pratt, Marie Louise. Pratt, Mary Louise. "Women, literature and national brotherhood." Women, culture and Politics in Latin America. California: University of California Press, 1990. 48-73

Richards, Judith. "La búsqueda de la identidad femenina en Infinita de EthelKrauze." Revista de literatura mexicana contemporánea . Oct.-Jan (1996-97):71-75

Ruiz, Cristina. "Ethel Krauze y Paloma Villegas: Memoria, imaginación y escritura." Revista de literatura mexicana contemporánea. VI.13:88-95.