El camino de Santiago
y la esquizoescritura de Patricia Laurent Kullick

 

Diana Palaversich

University of New South Wales

Aunque la imagen de la loca es un tropo común que ha caracterizado la literatura escrita por mujeres desde el siglo XIX, este personaje ha aparecido con una frecuencia asombrosa en la obra de las autoras postcoloniales que escriben desde la perspectiva de la experiencia del/la sujeto colonial árabe, africano, afroamericano, o caribeño. En las obras de Nawal el Sadawi, Jean Rhys, Toni Morrison o Marisa Conde la mujer ‘sacada del quicio’ deviene metáfora potente de la fisura entre el ego íntimo y el público causada por la dominación colonial. La locura o la esquizofrenia aquí se vuelven maneras de somatizar la dificultad de vivir en las condiciones coloniales, y por extensión patriarcales y autoritarias, es decir de vivir en las sociedades que de una manera real o simbólica se construyen como un panóptico foucauldiano en el cual el amo colonial o el hombre vigila, regula y limita, explicita o implícitamente, el comportamiento del otro sometido: el sujeto colonial y/o la mujer a veces subyugada tríplemente por su género, raza y clase.

En la literatura latinoamericana escrita por mujeres las locas han aparecido en sus diferentes funciones. Para mencionar sólo un par de casos, la portorriqueña Rosario Ferré en su Maldito amor presenta a la mulata Gloria como un personaje que la sociedad blanca y patriarcal define como una prostituta y la ‘loca de atar’ por su resistencia a jugar un papel social prescrito. Laura Esquivel en su bestseller Como el agua para chocolate presenta a Tita como una joven que después de un enfrentamiento abierto con la madre fálica se convierte en la ‘loca del palomar’, una suerte de homenaje a la primera ‘loca del ático’, la esposa antillana y mulata de Rochester de la novela clásica de Charlote Bronte. Sin embargo, en la literatura femenina más reciente escrita por autoras tales como la chilena Diamela Eltit, o las mexicanas Cristina Rivera Garza y Patricia Laurent Kullick el personaje de loca o esquizofrénica adquiere también matices postmodernos. Aunque las tres protagonistas de sus novelas --la L. Iluminada de Lumpérica de Eltit, Matilda de Nadie me verá llorar de Rivera Garza, y la protagonista anónima con múltiple personalidad de El camino de Santiago de Laurent Kullick-- se pueden definir como clínicamente locas o esquizofrénicas; al mismo tiempo, por tener una identidad fragmentada, descentrada y errante constituyen ejemplos elocuentes de la figura del esquizo. Gilles Deleuze y Felix Guattari describen al esquizo como un ejemplar sujeto postmoderno, un ser que constantemente emprende líneas de fuga de los terrenos codificados por la norma social, desterritorializa y desmantela significados habituales para iluminarlos desde una perspectiva nueva y subversiva.

Sin embargo, es importante agregar que en el caso de las autoras mexicanas mencionadas, las protagonistas terminan locas o definidas como tales principalmente porque fallan en su performance de una feminidad ‘normal’ cuyo guión escribe la sociedad patriarcal. En este sentido se puede decir que su locura o esquizofrenia es un "evento político" en el sentido que le otorga Kate Millet: "when in any group of persons, the ego is subjected to such invidious versions of itself through social beliefs, ideology, and tradition... it is not very special cause for surprise that women develop group characteristics common to those who suffer minority status and a marginal existence" (43); y Phyllis Chesler que describe la locura femenina como "an intense experience of female biological, sexual and cultural castration, and a doomed search for potency" (22). De lo dicho resulta evidente que mientras que Millet, Chesler y los críticos postcoloniales tienden a ver la locura como resultado de un predicamento vivencial insostenible, los teóricos de la postmodernidad se interesan más en el aspecto metafórico de esta condición.

Precisamente en estos cruces entre la esquizofrenia clínica y la metafórica, como también en aquellos entre el descentrado sujeto postmoderno y el obstinadamente inmutable sistema patriarcal mexicano que no tolera identidades fluidas y múltiples, se sitúa la primera novela de Patricia Laurent Kullick, El camino de Santiago (2000) que cuenta la historia de una protagonista anónima en cuyo cuerpo habitan otros dos personajes, Santiago y Mina (1) La anonimidad de la protagonista es significativa y alude a dos posibilidades de interpretación: ella representa el predicamento de todo el género femenino; o bien, la falta de nombre individual prueba la falta de identidad estable ya que se trata de un ser poseído por varias voces e identidades. La voz deseante y femenina de Mina domina los años de la infancia que preceden la socialización obligatoria dentro del sistema patriarcal y la internalización gradual de la ley paterna: "Mina y yo penetrábamos reglas y límites humanos con el entusiasmo de un colibrí" (7). La voz masculina y racional de Santiago surge como una voz imperiosa que desplaza la de Mina después del intento de suicidio de la protagonista a la edad de catorce años. Como señala ella misma, por las venas de sus muñecas cortadas Santiago se instala en su conciencia como una "antítesis del ángel guardián" (7), un alter ego racional que constantemente cuestiona sus actitudes.

La protagonista se encuentra crucificada entre lo que Deleuze y Guattari llamarían la máquina social y la máquina deseante, tratándose de un conflicto sin resolución que se manifiesta en la novela como pugna entre la voz de la norma y (auto)censura de Santiago --producto de la internalización de reglas sociales que aseguran que cada mujer se convierta en mejor policía de sí misma-- y la voz de la libertad y del deseo individual que se resiste a ser domada de Mina. La incompatibilidad emotiva e ideológica entre estas dos voces --la ‘voz paranoica’ de la norma social que tiende a la ley, al orden y al significante y la ‘voz esquizo’ que tiende al caos, desterritorialización y fragmentación-- resulta en episodios sicóticos en los cuales la protagonista literalmente aprende esa línea de fuga de los códigos sociales y cae en lo que describe como un "hueco negro" carente de lenguaje y significado. Este hueco negro de hecho es el espacio de la esquizofrenia --aunque Laurent no le dé este nombre-- caracterizado por la interrupción de relación entre el significante y el significado, la fragmentación o desaparición completa del yo y la creación de códigos propios que no coinciden con los sociales.

Cabe recalcar que la esquizofrenia, tanto en Laurent como en Deleuze y Guattari, es en menor medida una condición clínica y en mayor medida una metáfora que capta elocuentemente el movimiento constante y el deseo errante del sujeto esquizo que infatigablemente viola reglas y descodifica el terreno social. En el caso de la protagonista de El camino de Santiago se puede decir que ella desterritorializa, es decir, saca del contexto habitual los conceptos tales como amor, matrimonio, feminidad, identidad, deseo, definidos por la sociedad patriarcal, para iluminarlos de una manera novedosa e irónica. Entre la metáfora de la esquizofrenia y su cuadro clínico existen, sin duda, conexiones lógicas pero también diferencias radicales. Aunque Deleuze en su conceptualización del sujeto esquizo parte de la descripción de los síntomas de esquizofrenia que encuentra en los informes siquiátricos en los cuales los pacientes con frecuencia se refieren al profundo sentido de la desconexión con el mundo que los rodea, como también a la inquietante disociación entre su cuerpo y su ego, él reescribe dichos síntomas de una manera positiva, otorgándoles el poder creativo y subversivo que contrasta radicalmente con el sentido ‘no productivo’ de frustración e impotencia del paciente esquizofrénico. De esta manera, Deleuze --como otros teóricos postmodernos que manejan la noción del sujeto marginado o subalterno-- apropian para fines metafóricos una experiencia ‘marginal’ que en vida real carece de los atributos juguetones, polivalentes y productivos que le atribuyen críticos postmodernos. Algo parecido ocurre en El camino de Santiago donde Laurent presenta una protagonista que demuestra toda una serie de síntomas esquizofrénicos --se siente desapegada emotivamente tanto de si misma como del mundo, no tiene interés en relacionarse con otras personas, es propensa a la fantasía y a la introspección obsesiva, percibe su cuerpo como fragmentado y lo observa desde adentro de su corporalidad troceada-- que prácticamente en ningún momento del libro se presentan como una condición mental preocupante sino como un signo de subversión y no conformidad del personaje principal.

La historia de la vida de la protagonista se narra como si fuera una especie de fotomontaje, a partir de las imágenes fotográficas --memorias-- que Santiago baraja y flota en la (sub)conciencia de la protagonista. Sin embargo, en ningún momento se sabe si estas fotos, mezcladas y ordenadas por Santiago, constituyen repositorio de la memoria vital de la protagonista, o funcionan de manera similar a la película Blade Runner donde en vez de albergar la memoria, la producen (2). La noción de fotos y filminas enmarca de una manera importante toda la novela y alude a la condición esquizo de la protagonista: un títere movido por los deseos siempre conflictivos de Santiago y Mina, un personaje que observa su propia vida como si fuera una película. Estos conceptos, junto con aquellos de simulacro y performance dan un peculiar tono postmoderno al texto, reforzado aún más con el hecho de que la protagonista no tiene ambiciones o proyectos propios y a lo largo de su vida plagia las actitudes de otros y vive esta vida como si no le perteneciera, como si se tratara de una especie de reality show:

Siempre flotante, sin poder hacer tierra y convertirme en mí misma, repaso los gestos de los otros cuerpos. Cómo comen, ríen, cómo andan con libros rumbo a la escuela. Imito a mis compañeros [...] aprendo que se hace con la lluvia [...] ensayo [...]. Mi hermana y mis hermanos fueron excelentes muestras de lo que puede ser un cuerpo. De ellos calqué dibujos y los firmé como si fueran propios. Hurté sus historias de amor y me puse de protagonista. Fingí la musculatura de mi hermano [...] (10).

Aunque es un truismo que desde el nacimiento el ser humano aprende copiando, en la novela este proceso se desnaturaliza para convertirse en una interpretación radical de la vida humana como un acto por definición no auténtico basado en simulacro y performance.

Las fotos a partir de las cuales se construye la novela establecen una relación intertextual interesante con el discurso sicoanalítico freudiano que durante mucho tiempo ha tenido monopolio sobre la explicación del deseo femenino. Cada una de las fotos que se refieren a puntos claves de la trayectoria vital del ser humano --la sexualidad, la niñez, la vida familiar, el matrimonio-- se desterritorializan y se tratan de una manera irónica y humorística que difiere radicalmente de la interpretación sicológica más convencional que, en la mayoría de los casos, las explicaría como fuentes de trauma. Este es el caso con la primera foto clave a partir de la cual se construye la historia y la cual se remonta a la época cuando la protagonista estaba en la primaria. Desde la perspectiva de una mujer adulta ella narra cómo al volver de una tortillería un mendigo le pidió una tortilla y mientras que la sacaba del envoltorio el hombre aprovechó para hacer su calzón a un lado y con el dedo ensalivado empezó a acariciar su clítoris. Este evento que si fuera escrito por un autor masculino sería atacado por la crítica por proyectar un deseo pedofílico, mientras que en la escritura más convencional femenina llegaría a representar un ejemplo del abuso sexual de una menor de edad, desde la postura postfeminista de Laurent y contado desde el deseo revolucionario de la voz femenina de Mina, deviene una escena que describe la primera experiencia sexual y el primer orgasmo de una muchacha de unos 8 años: "Comiendo tortillas, Mina y yo descubrimos las delicias del tacto" (12). Es la voz de Mina, la de la absoluta libertad previa a la imposición de la ley paterna la que le asegura de que todo está bien hasta que "con la ayuda del hombre y el clítoris dilatado, todo explotó en cientos de pequeños soles" (12).

Sin embargo, la memoria de la protagonista sobre este evento es contradicha de inmediato por la voz de Santiago quien reterritorializa la historia: la codifica dentro de las pautas de lo socialmente aceptable. Él señala que el mendigo de hecho era un paletero quien sí le dio su primer orgasmo acariciándole el clítoris detrás del carro de helados, pero también puso la mano de la niña sobre su pene endurecido. Según Santiago, en su segundo encuentro con el hombre, la niña no sólo pierde una moneda y una tortilla sino "algo más" (13) que no define pero que sí entendemos como la virginidad. La voz de la ley paterna problematiza esta experiencia que la protagonista concibe como ejemplo de la expresión de una sexualidad natural y desinhibida, para recordarle una serie de fotos que desmienten la versión de la protagonista y aluden al evento como un hecho traumático compuesto por fotos diferentes "en las cuales lloras y pataleas para no ir a la tortillería" (13).

Las fotos de la experiencia sexual de la protagonista de la época de su niñez, adolescencia y edad adulta desterritorializan el deseo femenino, regulado y formulado por un imaginario propio de la sociedad patriarcal. En este imaginario el cliché recurrente es el de amor romántico, acompañado por la creencia de que la mujer, a diferencia del hombre, tiene que tener una fuerte conexión emotiva con la persona con quien tiene sexo y con la cual automáticamente aspira a realizar una relación duradera. Las actitudes de la protagonista de El camino de Santiago desmienten de antemano estos clichés a favor de un deseo esquizo, no normativizado y libre de restricciones sociales. Este deseo se demuestra como curiosidad y atracción sexual hacia lo abyecto y lo grotesco --la imagen invertida de lo normal y humano-- tratándose de un erotismo que se sale de los moldes convencionales. La predilección por lo abyecto se evidencia desde la edad temprana de la niña, en la escena descrita arriba, como también en la relación entre la niña y el Tortas --un hombre de escasa inteligencia o de plano imbécil que vendía sándwiches fuera de su escuela-- y hacia el cual se sentía atraída, como dice ella misma, por una cosa que tenían en común: ambos babeaban. Se trata de una época cuando la niña, dominada por la voz de libertad de Mina, amaba inocentemente y se entregaba a placeres no limitados por el concepto de lo normal y lo aceptable. Es la niña la que seduce a un adulto imbécil usando un ritual amoroso a la vez original e inocente en el cual le muestra fotos de un libro de anatomía de su hermano donde aparecían: "adolescentes abiertos del vientre o de los testículos, explicando el aparato productor [...] Después de varios intentos pude acariciarle la cara. Luego lamerle el cuello [...] babeábamos al tocarnos" (15).

La inclinación por lo abyecto se nota también posteriormente en su relación con el español, Cuco, cuando durante su estadía en España e Inglaterra la voz normativa de Santiago es callada por un tiempo, como si el traslado geográfico implicara también la huida de las reglas patriarcales del país natal. Cuco sufre de una enfermedad que no se menciona pero bien podría ser el Sida, vomita en el plato del cual come, tiene una tos tuberculosa y el cuerpo lleno de costras y llagas sangrantes. La protagonista, mientras hacen el amor, explora con su dedo índice una y otra lesión de este cuerpo --epítome del martirizado o contagioso cuerpo apocalíptico-- haciendo una cartografía de la descomposición física que asocia mentalmente con una foto de otra época, la de un gato de cuerpo apestoso y úlceras llenas de gusanos que se esconde en su casa para morir. Estos dos cuerpos, contagiosos y putrefactos, se funden en una sola visión y en relación con ellos la protagonista se convierte en una suerte de santa que alivia el sufrimiento del otro, pero a diferencia de las santas católicas que en contacto con lo abyecto purgan sus pecados y demuestran su completa abnegación y devoción, ella más bien satisface su deseo sexual ‘perverso’ y no codificable.

La adolescencia de la protagonista se demuestra en una serie de fotos caracterizadas por su rebeldía instintiva y su resistencia a doblegarse frente a los guiones sociales que regulan con particular severidad la vida de las chicas: pelea con otros niños del colegio, interrumpe clases y acepta una apuesta de bailar en los baños masculinos. Después que la maestra le cuenta a sus padres la versión exagerada del evento, de que la niña bailaba desnuda en los baños de hombres, el padre la expulsa, en este instante simbólicamente, del seno de la familia, "me ignora por los siguientes seis meses, no sin antes decirme que tengo toda la libertad de irme de vedette y que para él he muerto" (65). El conflicto continuo entre el ego íntimo, rebelde e indomable, y el ego público de decoro y decencia que le exigen otros, que marca sus años adolescentes culmina en el intento del suicidio; un evento que Laurent capta con humor y una actitud lacónica, enfocada menos en el conflicto íntimo de la joven que en el comportamiento tragicómico de sus padres:

Mi madre regresa de su acostumbrada ausencia para preguntarme con una mueca de dolor:
- ¿Por qué? ¿Por qué?
- ¿Cómo que por qué? -contesta mi padre-. Le va mal en la escuela por no sentarse a estudiar. Y tú aparte quieres que barra y trapee la casa [...]
Después de improvisar una curación, mi padre me lleva a la cocina. Pone agua para café y se sienta frente a mí.
- Esto que hiciste es una marranada. Si te quieres matar hazlo en otra parte. Aquí en mi casa no, ¿entendido?
Mi padre vuelve la cabeza para asegurarse de que nadie lo está escuchando y en susurro me aconseja la mejor manera de hacerlo.
- Consigues pastillas para dormir y un litro de tequila. Te lo tomas junto con las pastillas. Necesitas rentar un cuarto que tenga una toma de gas. La abres con una llave como ésta - mi padre se para y busca en su caja de herramientas- ¿tienes dinero para rentar un cuarto con toma de gas?
Niego con la cabeza.
- Entonces tírate al tren, pero aquí en la casa no, ¿entiendes? (86-7)

En esta escena, trágica porque el padre habla en serio, cómica por el mortal pragmatismo del consejo se obvian ejes en torno de los cuales funciona la sociedad patriarcal: guardar apariencias y jugar un papel social prescrito; las cosas ‘malas’ se hacen fuera de la vista de los conocidos, frente a estos hay que fingir siempre la normalidad.

La propuesta de Laurent, de la familia y la sociedad como entes anormales que destruyen la libertad e imaginación del individuo y conducen a la locura real o simbólica, es afín no sólo con los planteamientos deleuzianos sobre el conflicto entre la máquina social y la máquina deseante, sino también con aquellos del (anti)psiquiatra británico R.D. Laing, quien afirma que la psicosis, tanto en hombres como en mujeres, representa un acto de rebeldía y una respuesta sana a la vida en una sociedad restrictiva. A diferencia de las críticas feministas como Millet y Chesler que acusan la familia y la sociedad exclusivamente por el malestar femenino, Laing lo aplica a ambos sexos y señala que las reglas y códigos se reproducen y perpetúan en el seno de la familia nuclear burguesa --el engranaje más íntimo y más destructivo de la sociedad-- y repercuten negativamente sobre la vida del individuo de cualquier sexo. Él ataca la institución de la familia desde el punto de vista político y social, percibiéndola como un microcosmo que refleja las actitudes patriarcales y en último término fascistas que prevalecen en la sociedad en general.

Aunque la novela de Laurent no acusa explícitamente a la familia por el ‘malestar’ de su hija, alude al hecho de que es la dinámica familiar la que conduce a la niña a su primer episodio sicótico que ocurre después de un severo castigo paterno:

El vacío. Lo aprendí a practicar en la infancia, cuando en vano buscaba a Mina. Estoy en la oscuridad del patio trasero, castigada. La fotografía empieza justo en la oscuridad. No registro el motivo de tan severo castigo [...] Santiago odia el truco del vacío... Sin embargo para mí es un ardid de sobrevivencia [...] De pronto, sin saber exactamente cómo, borro la memoria. Estoy con los ojos volcados hacia atrás, buceando en las cavernas interiores. Luego la nada. Ninguna memoria u objeto [...] Floto sin cuerpo, sin ojos, sin lenguaje. (32)

Si en la edad temprana este vacío representaba una manera de escaparse del miedo que causaban los castigos de encierro en la oscuridad, lejos de otros miembros de la familia, más tarde en su vida este vacío deviene el de la locura y esquizofrenia, un no-lugar en el cual se exilia para huir de conflictos con el mundo que la rodea como también de las voces que la habitan. A este no-lugar por excelencia Santiago --el principio masculino-- no tiene acceso porque no puede descifrar sus signos caóticos, esquizofrénicos (¿femeninos?) que se resisten a la verbalización e interpretación racional. Sin embargo, como demuestra el párrafo que cito a continuación, la fuga hacia el otro lado de la razón no es fácil y se demuestra simbólicamente como un forcejeo entre la protagonista y su alter ego, una disputa entre el deseo y la norma social:

Es pura dermis. Su único ojo es una espiral de carne latiendo, bombeando sangre. Santiago parece una canica de hígado, con extremidades rojas. Su boca es apenas un punto hecho con un alfiler. Nos miramos largo rato [...] Santiago me agarró de las piernas para evitar que escalara el coágulo. Cuando llegué a la cima resbalé y él cayó junto conmigo en un estanque de pus. Allí había cintas de películas ahogadas y enverdecidas. Caminé por el estanque ignorando las fotografías que flotaban a la deriva [...] Santiago, hundido el cuerpo, buceaba en la pus salvando su preciado tesoro. (66-7)

En momentos cuando Santiago gana la batalla de supremacía, la protagonista adopta el guión femenino tradicional y se relaciona con los hombres ‘normales’, es decir aquellos cuyas cualidades tanto físicas como intelectuales les calificarían como buen partido para una mujer. En su papel de la novia que complace sexualmente al hombre, cocina y cuida la casa, ella se descubre como una actriz desganada que actúa mecánicamente y no como una mujer que se conduce, según el discurso patriarcal, obedeciendo a un dictado profundo inherente a su sexo. Es aquí en esta performance forzosa de lo femenino tradicional donde se evidencia la similitud entre las propuestas teóricas de Judith Butler sobre la performatividad del género y aquellas de la novela respecto al sujeto femenino y su relación con la sociedad patriarcal. Butler rechaza la noción esencialista del género que abogan las feministas tradicionales y subraya que el género tanto femenino como masculino no es expresión de un "core gender identity", es decir, de una esencia biológica o una verdad interior del ser humano sino que es una performance --en su doble sentido de dramática y no referencial-- de una serie de actos que se repiten produciendo la ilusión de una profundidad y verdad internas. Esta conceptualización se evidencia en el comportamiento de la protagonista que confirma que nunca ha tenido una idea clara sobre lo que significa comportarse como una mujer y por esto ha tenido que copiar la conducta de su hermana perfecta, Lilia. La protagonista advierte que "uno puede copiar, pero plagiar es un arte" (20), y que para ella sostener por mucho tiempo el rol de la feminidad y subjetividad ‘normal’ es una tarea prácticamente imposible. Esto se demuestra en todas sus relaciones con hombres que terminan o en fracaso de la relación, o bien, en la crisis psicótica de la mujer. Debido al hecho de que la novela describe sólo relaciones heterosexuales es difícil saber si Laurent condenaría al mismo destino relaciones del mismo sexo, aunque juzgando por la propuesta más general de la novela se podría conjeturar que éstas también estarían destinadas a fracasar por la brecha insuperable que separa el individuo y el otro de cualquier sexo.

Efectivamente, toda la novela está predicada sobre la postulación radical y cruelmente honesta de la relación de pareja humana como un nexo que no se forma por amor sino por miedo a la soledad y porque el guión social lo exige. La relación de pareja, primero con Vicente y luego con su marido Lucio, descrita desde la perspectiva de la protagonista, pone en descubierto la (a)normalidad de la convivencia donde los rituales matrimoniales, actuados diariamente, encubren la esencial falta de entendimiento entre dos personas y subrayan la imposibilidad de superar el hondo sentido de otredad que separa dos individuos. Se trata de una propuesta decididamente pesimista o cínica que contrasta cabalmente con las versiones romantizadas de pareja de mucha literatura comercial femenina en América Latina, puesto que Laurent no sólo le quita el aura de amor y romance al periodo ‘institucionalizado’ de la relación --noviazgo y matrimonio-- sino que hace lo mismo con la etapa más emocionante de una relación, la fase inicial de enamoramiento que presenta también como una performance aprendida, que en la novela se denomina, el "Plan Santiago": una estrategia para cazar al hombre elegido como si fuera una presa.

El amor ideado como una serie de guiones y lugares comunes es reminiscente de Roland Barthes de Discurso amoroso, el libro que enumera y elabora arquetipos de sentir y expresar sentimientos que por lo menos desde el siglo XI han definido nuestra manera de amar. La diferencia entre Barthes y Laurent, en cuanto la representación del guión amoroso, consiste en que para el francés todas las emociones y clichés sentimentales que experimentamos forman parte inherente de un repertorio humano sentimental finito. Barthes no niega la existencia de verdaderos sentimientos amorosos sino más bien subraya la falta de originalidad en cuanto el sentir y el expresar amor: hasta la pasión más loca y única ha sido experimentada y formulada por otros. En cambio, Laurent, mediante la voz fracturada de su protagonista, niega la existencia del amor como una emoción hondamente sentida y lo reduce a un ritual aprendido que en todo momento titubea entre la tragedia, la comedia y la farsa.

Con su típico humor negro Laurent describe la cacería de Vicente y el uso de estrategias que revelan el carácter performativo de la seducción en la cual la mujer debe mostrar suficiente pero no demasiada inteligencia, para no amenazar aquella del hombre, y siempre decir sí para no perderlo. Sin embargo, la protagonista describe también la rapidez con la cual se pasa del guión de seducción al de la frustración femenina y la ceguera del hombre y la de los que desde afuera observan a la pareja:

Me sentía una impostora. Sobre todo cuando Vicente hacia comentarios como el que aparece en esta filmina. Estoy cocinando [...] La salsa de tomate hierve bocanadas de orégano. Vicente me abraza por la espalda, "Dice Pedro que tuve mucha suerte en encontrarte. Bondadosa, inteligente, espléndida, pero sobre todo auténtica". Muy bien, así era la personalidad diseñada por Santiago, pero ya me estaba cansando. (31)

En la fase agónica, previa al quiebre final, el guión de frustración se convierte en aquel de odio y violencia:

Vicente me embiste para desnudarme [...] Me carga y cual bulto me avienta sobre la cama [...] Vicente y yo estamos aliento contra aliento. Me mira aterrorizado. Sus pupilas se dilatan. Los ojos van haciéndose pequeños y sueltan una lágrima caliente. Se sienta en el borde de la cama y con las dos manos cubre su cara. Me habla. Dice cosas que no registro pues Santiago fotógrafo trata de sobrevivir a vapores tóxicos desatados. (34-5)

Ni siquiera en la relación con su marido Lucio --un hombre perfecto construido, tal como deseamos muchas, de pedazos mejores de novios antiguos-- la protagonista logra establecer un vínculo humano satisfactorio. Su incapacidad de aceptar las reglas de juego de la normalidad, su constante conflicto con varias subjetividades y voluntades que la habitan no le dejan ver esta relación de una manera positiva sino que la llevan constantemente al desmantelamiento cínico de su matrimonio. Ella repara en dos rasgos principales de toda relación conyugal a primera vista exitosa: amabilidad y cordialidad, presentándolos como rituales samaritanos de buena educación que encubren el hecho de que la cotidianidad, gradual pero seguramente, mata la pasión y el amor. Se trata de otra interpretación cruelmente honesta que muchos sienten pero no se atreven a pronunciar. Sin embargo, el tono humorístico que permea el libro quita hasta cierto punto la gravedad y el peso de las sentencias pesimistas:

Entonces recurro a la amabilidad [...] Lucio es cortés con mi tristeza y con mis prolongados silencios producto de los desfiguros cerebrales que Santiago maneja a su antojo. Yo soy amable con su optimismo y con sus fórmulas ecológicas que salvarán a la humanidad de la catástrofe [...] Soy amable con su memoria llena de grandes filósofos que apuestan a la vida.
Él es muy amable con mis fallidos intentos domésticos.
Este acuerdo de cordialidad surge de una compasión mutua. No somos dos personas con el corazón de olla esperando el caldo de nuestros cuerpos. Más bien somos dos ollas estrelladas en el espejismo, incrédulas de las metáforas, que se han vuelto prácticas y precisas para no resquebrajarse.
Hemos formado una sociedad en el placer de lo amable y lo cotidiano. (88-9)

Lo que para otras mujeres sería un marido excelente, comprensivo y tolerante, para la protagonista constituye una presencia asfixiante de la cual se quiere evadir. Como un verdadero sujeto nómada y esquizo ella busca fugarse de territorios conyugales cartografiados por la norma social y opta, al final, por una solución problemática a la cual acude la mayoría de las mujeres que viven en sociedades patriarcales: convertirse en un tipo de zombi femenino, el modelo ofrecido por la madre de Lucio: "un espejismo humano que recobra vida al tener contacto con otro ser [...] se despereza de su vacío letargo y es capaz de mantener conversaciones animadas pues su mecanismo se mueve por reflejos. En esto me convertiré" (90). Doña Rosa, a primera vista representa el ideal de la mujer que aprendió su rol social con excelencia, ella, perfecta y mecánicamente hace performance de una feminidad prescrita, que nadie puede descubrir como una farsa. Sin embargo, la nuera no lee la pasividad silenciosa de su suegra como signo de enajenación y de muerte de la individualidad después de las décadas de esclavitud al marido y los hijos, sino que detecta en esta actitud la presencia de un sumergido sujeto subversivo --el esquizo-- que finge subyugación y complacencia para fugarse de los territorios trazados por la norma social. El ‘zombismo’ de Doña Rosa se le presenta a la protagonista como una propuesta atractiva puesto que se trata de una estrategia que no difiere mucho de su propio estado catatónico y la disociación esquizofrénica a la cual periódicamente sucumbe. La novela precisamente termina en uno de esos estados impenetrables e ilegibles cuando, después de un fuerte episodio sicótico y paranoico, la protagonista termina en el hospital, con el fiel Lucio rehusándose a abandonarla.

Sin embargo, este final de la novela que plantea la pasividad femenina --de todos modos un atributo deseado por el discurso patriarcal-- como una estrategia subversiva que posibilita la fuga de la máquina social es una propuesta bastante problemática pero sumamente común en la literatura femenina de América Latina. El caso emblemático lo constituye, por ejemplo, Clara de La casa de los espíritus y sus nueve años de silencio con los cuales supuestamente combate el autoritarismo de su marido. Aunque atractiva desde el punto de vista metafórico y literario se trata --en cuanto su eficacia en la vida extraliteraria-- de una estrategia de perdedoras, y no de triunfadoras que se convierten en agentes de su propia vida. Además de ser una táctica poco plausible como subversiva en los tiempos actuales donde existen otras vías, mucho más efectivas, para una rebelión verdadera. En todo caso, la resistencia pasiva es una postura ambigua puesto que no nos permite distinguir entre las mujeres que simplemente sucumbieron o capitularon frente a las exigencias de la máquina social, y aquellas que usando la misma táctica, supuestamente han logrado socavar el sistema patriarcal desde adentro.

Es aquí con esta última foto de la vida de la protagonista con la cual se cierra la novela y su via crucis peculiar, que se hace pertinente regresar al principio del texto y reflexionar sobre el valor simbólico del título que es idéntico a aquel que nombra uno de los caminos de peregrinaje más conocidos en Europa: "el camino de Santiago". Esta larga ruta que sigue en la tierra --Compostela, campo de estrellas-- la ruta trazada por la Via láctea celeste y que pasa por las tierras del norte y el noroeste de España para terminar en el sepulcro del Apóstol Santiago, representa en el nivel simbólico la búsqueda de la salvación personal del peregrino. La culminación de esta travesía equivale a la salvación del alma, purificada por el peregrinaje y el contacto con los monasterios y sus reliquias que se encuentran en cada etapa del camino. Así como las reliquias de los santos guiaron los peregrinos en la época medieval, la peregrina de nuestra novela está orientada por las fotos --reliquias (post)modernas ofrecidas por su alter ego, Santiago-- que simbolizan las ‘paradas’ más importantes de su vida. Si la salvación personal y la purificación del alma que se consigue una vez completado el camino de Santiago significa liberarse de la soberbia y el egoismo para abrazar cualidades tales como la modestia, la humildad y la abnegación, entonces la última escena del hospital y el ingreso de la protagonista al mundo de las zombis, representadas por la madre de Lucio, se podría interpretar como signo de la purificación de su alma y su final ingreso a un rol femenino socialmente aceptable (3). Por lo tanto, desde el punto de vista de la máquina social se puede decir que su peregrinaje en la vida ha sido ‘exitoso’ ya que el matrimonio y el íncubo --que se puede leer tanto como un verdadero embarazo como el íncubo de otra voz esquizofrénica que se añadirá a las de Santiago y Mina-- representan la anulación del deseo egocéntrico a favor de abnegación y sacrificio (4). Desde esta perspectiva El camino de Santiago se podría interpretar como una reescritura irónica del camino de Santiago cristiano; y como una suerte de bildungsroman al revés que describe el ‘quebramiento’ y domesticación de la mujer en la sociedad patriarcal. Sin embargo, interpretado desde la perspectiva de la máquina del deseo este final se puede leer como la capitulación definitiva del personaje frente a la exigencia de la norma social.

Aunque es evidente que El camino de Santiago despliega una clara postura antipatriarcal y antifamilia burguesa, y describe e implícitamente critica el quebramiento de la mujer, estos elementos no son suficientes para calificar esta novela como un texto feminista en el sentido tradicional de este término ya que esto implica que la novela propone una rebelión femenina en contra del patriarcado cuyo resultado final es la liberación de la mujer y su realización plena como un ser unido y estable: la "Mujer". Su calificación como feminista es imposible por dos razones principales. Primero, aún en el caso de que aceptáramos que la última escena de la novela no denota la capitulación de la mujer frente al patriarcado sino que su resistencia pasiva constituye otro ejemplo de la actitud esquizo, ‘productiva’ y subversiva, el hecho de que la protagonista nunca ha aspirado a tener una identidad fija y estable o a realizarse plenamente como "Mujer" desmiente la intencionalidad feminista del texto a favor de un impulso más bien postfeminista y postmoderno (5). Es decir, al rechazar toda noción de una identidad esencial y estable de la mujer, Laurent constata junto con Butler y los postmodernistas, que todas las identidades son performativas y en buena medida farsantes. Segundo, la protagonista de El camino de Santiago es un ser ya de por sí extraño y difícilmente podría representar la experiencia vital de la mujer promedio, a pesar de la universalidad de su experiencia a la cual alude su falta de nombre.

En este ensayo he leído la locura o la esquizofrenia de la protagonista como un signo polivalente que opera en por lo menos tres niveles: uno, como una condición clínica inherente a la personalidad de una mujer extra-ordinaria; dos, de acuerdo con Laing, Millet y Chesler, como resultado lógico y respuesta sana a la socialización dentro de un sistema patriarcal punitivo y restrictivo; y tres, de acuerdo con Deleuze y Guattari, como epítome de la época postmoderna. En la intersección de estas tres interpretaciones, pero sin amoldarse completamente a ninguna de ellas, se sitúa la protagonista, un ser nebuloso, constituido por una serie infinita de simulacros y performances. Se trata de un verdadero sujeto esquizo que lo desterritorializa y lo descodifica todo, incluyendo su propia locura, hasta que ningún acto humano se vea como auténtico o sincero, hasta que la vida misma se convierta en un reality show sin ‘profundidad’ que observa desinteresadamente.

Notas

(1). Patricia Laurent Kullick (Tampico, 1962). Vive en Monterrey. Es autora de tres libros de cuentos Esta y otras ciudades, Están por todas partes y El topógrafo y la tarántula. Junto con David Toscana, Eduardo Antonio Parra, Joaquín Hurtado y Felipe Montes ella representa una de las voces más interesantes regiomontanas. Su escritura, sin embargo, es todavía prácticamente desconocida fuera de la zona y sobre su obra no existen ensayos analíticos. Unas pocas reseñas que acompañaron la reedición de su primera novela El Camino de Santiago por la editorial capitalina Era no intentan analizar la obra sino --a la manera típica de la crítica literaria mexicana preocupada con colocar a cada autor nuevo dentro de la tradición literaria para demostrar la ‘continuidad’ de la cultura-- se limitan a encasillar la obra de Laurent, señalando que la escritora "pertenece a la tradición de Efrén Hernández, Juan José Arreola y Francisco Tario" (portada de la edición Era), pero no van más allá de esta constatación como tampoco iluminan aspectos originales y peculiares de su escritura.

(2). Santiago y la protagonista nunca están de acuerdo sobre la interpretación y el significado de las fotos. La voz masculina contradice constantemente las versiones ofrecidas por la mujer. Este desacuerdo sobre la interpretación de lo representado refuerza la conceptualización postmoderna de la fotografía según la cual la foto deja de ser una representación objetiva del ser u objeto captado para convertirse en el simulacro de la realidad que subraya la ausencia y no la presencia de lo retratado.

(3). "El camino de peregrinación es cosa muy buena, pero es estrecho. Pues es estrecho el camino que conduce al hombre a la vida; en cambio, ancho y espacioso el que conduce a la muerte. El camino de peregrinación es para los buenos: carencia de vicios, mortificación del cuerpo, aumento de las virtudes, perdón de los pecados, penitencia de los penitentes, camino de los justos, amor de los santos, fe en la resurrección y premio de los bienaventurados, alejamiento del infierno, protección de los cielos. Aleja de los suculentos manjares, hace desaparecer la voraz obesidad, refrena la voluptuosidad, contiene los apetitos de la carne que luchan contra la fortaleza del alma, purifica el espíritu, invita al hombre a la vida contemplativa, humilla a los altos, enaltece a los humildes, ama la pobreza. Odia el censo de aquel a quien domina la avaricia; en cambio del que lo distribuye entre los pobres, lo ama. Premia a los austeros y que obran bien; en cambio, a los avaros y pecadores no los arranca de las garras del pecado" (Moralejo, 204).

(4). Para los lectores que se inclinan a la ‘teoría del embarazo’ es importante indicar que a diferencias de tantas otras autoras latinoamericanas que en el embarazo ven el signo telúrico de la mujer y su conexión privilegiada con la naturaleza, Laurent le quita toda connotación romántica y mediante la voz de la protagonista se refiere al feto como un íncubo ajeno, el otro que invade un cuerpo ya habitado por otros personajes. El embarazo no sólo que no conecta a la mujer con el centro místico de su identidad femenina --la propuesta de los feminismos esencialistas incluyendo el del new age-- sino que provoca aún más fuerte sensación de extrañamiento y enajenación. De todos modos, después de haber desmitificado y desterritorializado los roles sociales femeninos de la hija, novia y esposa --papeles susceptibles a una u otra forma de tutelaje masculino-- la autora desmantela también la maternidad como el último y crucial peldaño de la identidad femenina socialmente prescrita. El trato despiadado de la relación mujer-feto, santificada tanto por la iglesia como la gran parte de la sociedad civil, es aún más subversivo porque la novela se escribe desde México cuya tradición guadalupana marca con fuerza particular la conciencia colectiva.

(5). Soy plenamente consciente de los problemas que acarrea el uso del término postfeminista. Quisiera aclarar que no lo empleo en el sentido conservador que implica que el feminismo está muerto junto con otros relatos maestros de la modernidad; o de que hoy en día el feminismo se ha convertido en una ideología redundante puesto que la mujer ya ha adquirido igualdad y no tiene porqué luchar. Más bien lo uso para referirme a un nuevo viraje en la teoría feminista contemporánea, ejemplificada por los trabajos de Butler, Harroway, Case, y Sedgwick,entre otros, que privilegian identidades nómadas y géneros performativos, diferenciándose así marcadamente de los feminismos esencialistas del periodo 1960-80 que fijaban la identidad de la mujer y privilegiaban el discurso de la victimización permanente de ésta a manos del hombre y el sistema patriarcal.

Bibliografía

Butler, Judith. Gender Trouble. Feminism and the subversion of identity. New York: Routledge, 1990.

Chesler, Phyllis. Women and Madness. (1972)

Deleuze, G. y Guatarri, F. A Thousand Plateaus. Tr. Masumi, B. University of Minnesota Press, 1987.

Laing, R.D. The Politics of Experience. London: Routledge, 1967.

Laurent Kullick, Patricia. El camino de Santiago. México: Era, 2003.

Millet, K. Sexual Politics. London: Hart Davies, 1971.

Moralejo, S., Torres, C. y Feo, J. Liber Sancti Jacobi. Codex Calixtinus. Santiago de Compostela, 1951.