Martí y la ‘nueva mujer’

 

Oscar Montero
Lehman College & Graduate Center, CUNY

 

En los Versos sencillos de Martí, Eva es la mujer icónica, bella y traicionera: “Eva es rubia, falsa es Eva.” Fiel a su origen bíblico, la Eva martiana no sabe distinguir entre el oro puro y el falso. La “Eva loca” de Martí tampoco sabe distinguir entre la verdad y el simulacro y por lo tanto tampoco puede apreciar el amor de un hombre bueno.

No es mi intención argumentar en contra de la lectura que sitúa a Martí entre los misóginos finiseculares. Es cierto que los roles asignados a “la mujer” en la obra martiana son convencionales y sin duda responden a la reificación de la mujer, reflejada en una mirada omnipotente y viril. Por otra parte, como estrategia crítica, conviene distinguir entre los usos estéticos de la mujer, esencializada en la tradición patriarcal, y la mujer como ente político y social. Quiero situar mis comentarios en el cruce de este contraste entre los estereotipos femeninos del fin de siglo, la virgen, la madre, la hetaira, y la “nueva mujer” neoyorquina. De esta manera, podremos considerar los lugares comunes consabidos sobre las “faltas” de la mujer y a la vez señalar aquellos puntos en los cuales las oposiciones binarias entre los géneros-sexuales, características de la época pierden algo de su tensión y nos sitúan en un territorio más ambiguo, y en mi opinión, más abierto a la relectura del texto martiano. Se trata entonces no de repetir los aspectos bastante obvios del machismo de Martí sino de reconsiderar sus comentarios respecto a la mujer y el género-sexual y las cualidades que representa, sobre todo a la luz de la evolución radical del papel de la mujer en los Estados Unidos, durante los años neoyorquinos de Martí, 1880-1895. 

A través de su obra, Martí utiliza metáforas e imágenes genérico-sexuales para representar aspectos claves de su ideario. Como es sabido, el nacionalismo, el americanismo, el sacrificio noble, el triunfo del espíritu, la visión cósmica centrada en el potencial infinito del “hombre” son los pilares de dicho ideario. La crítica reciente comienza a considerar la importancia del binarismo tradicional de los géneros sexuales como fuente del lenguaje figurado en el cual se expresan los puntos claves de ese prestigioso ideario.

La crítica ha señalado que la tensión entre lo viril y lo femenino frecuentemente informa, y a veces determina, las diversas representaciones de las ideas centrales del corpus martiano. Por ejemplo, en la retórica de los géneros-sexuales se representa la tensión entre el placer de los sentidos y el llamado a la rectitud moral, entre el espacio privado de lo érotico y el deber viril de la esfera pública. 

En los comentarios sobre las obreras y las proto-feministas, Martí no rompe con los consabidos estereotipos; sin embargo, demuestra su atención a los cambios en el papel de la mujer en la metropolis y su interés en interpretar estos cambios para el público latinamericano. 

En febrero 1882, dos años después de su llegada a New York, Martí comenta “el movimiento de la mujer,” o the woman movement, como se decía en ese entonces.(1) Los comentarios de Martí se intercalan en una de las crónicas epistolarias que enviaba a La Opionión Nacional de Caracas. A diferencia del ensayo, de argumento sobrio y tono oratorio, las crónicas de La Opinión Nacional se acercan a la variedad del magazine moderno. El rápido recorrido del observador martiano incluye detalles sobre la última moda en los grandes bailes, la reseña de los horrores de un incendio, las condiciones de trabajo de la obrera neoyorquina, seguidos de un resumen compacto de la agenda de la “nueva mujer.”

En el artículo de La Opinión Nacional, Martí describe los bailes y soirées de la temporada invernal en New York. En la noche nevada brilla como una joya el salón donde se celebra el baile de los franceses, “que en Nueva York se cuentan por millares, y viven prósperamente de varias industrias”, escribe Martí. Son bailes “exuberantes de color y gozo”:

De guirnaldas de  luces, de matices vivos, cuelgan el ancho salón de la Academia, y los palcos parecen balcón del corso de Roma en día de carnavales, y el tablado paleta de pintor, donde hubiera vaciado un niño revoltoso la caja de colores” (9:245).

El fragmento es una cápsula del estilo modernista, dinámico y visual. Al mismo tiempo, Martí se anticipa a la crítica del consumerismo de la  clase ociosa en el célebre libro de Thorstein Veblen, Theory of the Leisure Class (La teoría de la clase ociosa), publicado en 1899. Por otra parte, contrasta el “color y gozo” del interior con el exterior gélido y el precario refugio de “las casas de dormir,” donde por diez centavos se alquilaba un rincón donde pasar la noche. Ahora la descripción de Martí se puebla de figuras dignas de una de las fotografías de Jacob Riis, contemporáneo neoyorquino de Martí que documentó la miseria de los pobres en la capital imperial en How the Other Half Lives, la vida de “la otra mitad” en los tenements de Nueva York, publicado en 1890:

Agloméranse, coléricos y blasfemantes, los hombres más ruines o los más desventurados de la ciudad, a las puertas estrechas de miserables casas de dormir, en cuyas alcobas nauseabundas, ebrios de licor y de odio, que embriaga como el licor, yacen desnudos por el suelo, en torno a una vieja estufa enrojecida, centenares de huéspedes  (9:244-245).  

El baile es el lugar de la máscara, el artificio y el lujo. El baile francés es un baile de disfraces, donde “[d]anzan guerreros duros, armados de coraza y guanteletes, con pajecillos enamoradores, que parecen tazas sonrosadas, rebosantes de espumoso vino de Borgoña” (9:245). Se trata sin duda de mujeres que se han disfrazado de pajes para acompañar a sus “caballeros”. El atractivo visual de la escena es evidente y el observador parece compartir el placer sensual de la escena. Característicamente, Martí introduce una nota discordante. La falsedad y el artificio se acercan peligrosamente a la zona de las identidades genérico-sexuales. Una mujer se viste de “pajecillo enamorador.” Las otras mujeres del baile, ataviadas como princesas, ceñido el talle con el imprescindible corset, se convierten en emblemas vivientes de la riqueza extravagante de la época. En las descripciones de Martí no falta ningún detalle: brocados exquisitos, gargantillas de diamantes o de excelentes imitaciones, abanicos de pluma de avestruz y tocados extravagantes. Aquí la mujer deslumbra al observador martiano, pero también es falsa, no por su “esencia femenina” sino por su apariencia y por su clase o por la clase a la que aspira. En este contexto, el hombre también puede ser falso y artificioso, como el vizconde en el baile del poema de Versos sencillos: “Marca un vizconde pintado/ El tiempo en la pandereta” (16:97).

Del baile y del contraste compacto y eficaz entre la opulencia y la miseria, Martí nos traslada a la escena de un incendio horrible en otra parte de la ciudad: “Ha sido un espectáculo terrible, cuya presencia no alcanzó a turbar el regocijo de los enamorados de la danza” (9:246). Ahora “bailan” las llamas, que devoran el edificio donde se encuentran las imprentas más importantes de la ciudad. Martí conduce a sus lectores de la opulencia del baile al horror del incendio, de la admiración por la belleza de una joven en traje de baile a la crítica de un sistema que condena a las mujeres y a los hombres a la pobreza más abyecta.

En la madrugada helada, cuando ya se apagaban las luces del baile francés, el edificio de las imprentas estalló en una llamarada feroz. El Sun, el Tribune, el World y el New York Times, “diario severo cuyo jefe joven es honrado y brusco,” tenían sus respectivas imprentas en el edificio. En los comentarios de Martí el horror del momento es casi palpable: “Los pisos altos, llenos de trabajadores, de pobres mozas, que hacen oficio de cajistas, de niños recaderos, se llenaron de horror y de clamores” (9:246). Martí se fija especialmente en la situación precaria de las mujeres, atrapadas en los altos del edificio, las faldas voluminosas fácil presa a la “bestia” de fuego. A la vez comenta las pésimas condiciones de trabajo de las mujeres, que se asoman despavoridas a las ventanas, lejos del alcance de las escaleras de los bomberos:

Vese a una pobre negra, que, como perseguida de monstruos feroces, salta dando hon dos gritos de un cuarto encendido, se acurruca en el umbral de una ventana, se ase por no caer a la calle, de su mano ardiente, y se yergue de súbito, se recoge las ropas entre ambas piernas, exhala un alarido, y se arroja a la calle, en cuyas piedras chocó su cuerpo, despedazado con estruendo (9:246-247).

Lo patético de su último gesto pone en relieve el horror de la muerte de esta mujer: con cierto pudor femenino se recoge la falda entre las piernas antes de lanzarse a la muerte. Una joven mujer, “las manos manchadas de la gloriosa tinta del trabajo,” se arranca a girones el vestido en llamas, se deja caer, “arrogante y serena,” hacia una de las escaleras y cae en brazos de un bombero. Otra mujer, “como vestida por las llamas” (se oye todavía el eco del baile de disfraces), no puede escapar, “desaparece en el turbión negruzco, como arrebatada por la fiera hambrienta” (9:247). Amanece y, escribe Martí, “Hoy ya todo es ceniza. Queda el respeto a los valientes, que han sido honrados con medallas; quedan los periódicos que mudan de casa, y están hechos de espíritu, por lo que no mueren en incendio; y quedan los cadáveres sepultados entre himnos religiosos, o enterrados en las húmedas ruinas” (9:247). 

La escena apocalíptica del incendio sirve de marco a los cambios radicales que se asocian al movimiento proto-feminista. En la descripción de las ruinas del edificio y en sus comentarios sobre las víctimas, Martí sugiere que el movimiento a favor de los derechos de la mujer es inseparable  de la pésimas condiciones de trabajo de los obreros en los Estados Unidos:

En esos escombros asoman, como guerreros de buena batalla, muertos en la mitad de guerrear, las armazones que sustentaban las cajas de tipos de imprimir, manejados a cambio de ruin salario, por débiles mujeres. Es verdad que llena de dolor ver venir de lejanos suburbios, en estas mañanas turbias que parecen madrugadas, a esas obreras valerosas que, al volver en la noche anterior de su ruda faena, reclinaron la inquieta cabeza, sin tiempo de soñar, en su almohada dura y fría (9:247-8).

Es conocido el asombro, incluso la ansiedad, de Martí frente a la cantidad de mujeres en la clase obrera de Nueva York. Las obreras se amontonan en los transportes: “Carros y vapores parecen a esa hora casas de huérfanas. Llevan la color mustia; la nariz roja; los ojos, como de llorar; las manos hinchadas. Van los obreros amparados de trajes gruesos, y ellas, de telas descoloridas, delgadas y ruines. Hacen la labor de un hombre, y ganan un jornal mezquino, mucho más bajo que el de un hombre” (9:248). En el artículo para La Opinión Nacional, el lector atraviesa una serie de escenas inconexas, que finalmente se relacionan entre sí: el baile donde las mujeres modelan los trajes de última moda y las joyas más valiosas, el incendio donde mueren hombres, mujeres y niños de la clase obrera, la situación de las obreras y finalmente los esfuerzos del movimiento de la mujer que busca “poner remedio a esa miseria, que roe cuerpos y almas” (9:248).

Si en Nueva York Martí vio con asombro y con cierta ansiedad a las mujeres que luchaban por sus derechos, para el público lector en América Latina “el espectáculo”, la palabra que usaban, de estas mujeres era poco menos que escandaloso. Como buen periodista, Martí está siempre al tanto de la reacción de sus lectores y lectoras, reacción que sin duda anticipa y a la vez manipula habilidosamente. En sus comentarios sobre la “nueva mujer”, Martí inicialmente adopta un tono casi indignado frente al empuje “viril” de las defensoras de los derechos femeninos. En el consabido contraste norte/sur, la mujer de nuestras latitudes es “aquella frágil copa de nácar, cargada de vida . . . aquel lirio elegante que perfuma los balcones y las almas.” Ahora bien, hay que tener en cuenta que en “las ciudades colosales” del Norte las circunstancias son muy diferentes. En el Norte la mujer no puede darse el lujo de ser “aquel lirio elegante”; al contrario, es “una compañera de batalla, a quien [se] demanda brazos rudos para batallar”. El contraste reproduce los prejuicios de los lectores y lectoras de Martí; al mismo tiempo, se da por sentado que el escritor comparte dichos prejuicios. Por otra pate, los comentarios de Martí también sugieren un puente táctico entre los cambios radicales en la situación de la mujer en una sociedad industrializada y la versión tradicional de la mujer como amante frágil y madre devota, tan querida del público latino de Martí. Las hábiles fintas retóricas sobre el tema en cuestión se sintetizan en el párrafo siguiente:

Hay en esta tierra un grupo de mujeres, que batallan con una vivacidad y un ingenio tales en el logro de reformas a que aspiran, que, a no ser porque no placen mujeres varolines a nuestra raza poética e hidalga, parecerían estas innovadoras dignas de las reformas por que luchan (9:248).

Martí se identifica con el lector que considera sagrado el papel tradicional de la mujer, frágil virgen o casera fecunda. Sin embargo, presenta el nuevo papel de la mujer en la metropolis norteña como producto de circunstancias sociales específicas, que no deben ser juzagadas según los preceptos de la cultura latina. 

El comentario breve y agudo de Martí sobre el moviento de la mujer en 1882 se sitúa en el marco de un contraste entre la riqueza y la pobreza urbanas, entre el baile lujoso y la miserable casa de dormir, entre el festín y el incendio. En este contexto, la lucha de las mujeres está ampliamente justificada, aunque cause asombro entre los lectores de Caracas y Buenos Aires. El “congreso de damas” que Martí acto seguido reseña ha sido “convocado para abogar enérgicamente por la concesión del derecho de votar, a las mujeres” (9:248). El congreso de las mujeres que comenta Martí se celebró en 1882; es dato harto conocido que en los Estados Unidos la mujer alcanzó el derecho de votar en 1920. Martí cita todo un párrafo del discurso pronunciado por “una respetable anciana, con tal riqueza de dicción y propiedad de ademanes, que no había espacio a burlas, amigos y adversarios oían atentos y batían las palmas” (9:248). La mujer evidentemente se dirige a  los hombres y dice así:

¡No nos dejáis más modo de vivir que ser siervas, o ser hipócritas! ¡Si ricas, absorbéis nuestras herencias! ¡Si pobres, nos dais un salario miserable! ¡Si solteras, nos anheláis como a juguetes quebradizos! ¡Si casadas, nos burláis brutalmente! ¡Nos huís, luego que no s pervertís, porque estamos pervertidas! Puesto que nos dejáis solas, dadnos los medios de vivir solas. Dadnos el sufragio, para que nos demos estos medios (9:249).

Martí parece compartir con sus lectores y lectoras el estereotipo de la mujer, “frágil,” “el lirio” virginal o la madre fecunda; sin embargo, cita el discurso de la anciana con evidente admiración y, como diríamos hoy, con plena solidaridad. 

Es notable el contraste entre la actitud de Martí hacia el movimiento de las mujeres en 1882 y los comentarios de Rubén Darío, treinta años después, sobre el mismo tema. En 1912, Darío, ya consagrado como el primer poeta modernista, escribe que las feministas, ya se usaba la palabra en castellano, “merecen el escarmiento” porque, entre otras cosas, son unas “marivarones,” la variante elegante de “marimachos,” sin duda la palabra que Darío tenía en mente (2:550). Según Gail Bederman, autora de Manliness and Civilization (la hombría y la civilización) “los hombres reaccionaron apasionademente burlándose de estas Nuevas Mujeres; profetizaban incluso que serían víctimas de la enfermedad, que destruirían la vida nacional; insistían además que estas mujeres se rebelaban contra natura” (14). *

En 1889 las ideas de Martí sobre la “nueva mujer” son aún más radicales en el contexto de la época. En la reseña Jonathan and his Continent: Rambles through American Society (Jonathan y su continente: un paseo por la sociedad americana) del escritor Paul Blouët (que publicó bajo el pseudónimo de  Max O’Rell), Martí se fija en el desarrollo de “otro tipo de mujer” en los Estados Unidos. Con humor satírico, O’Rell escribe sobre la mujer sofisticada de la metropolis, que rechaza “las luchas fortificantes del amor limpio” para “alquilar sus gracias, so capa de casamiento, al anciano postrado o al feo cuarentón.” Sin embargo, Martí pasa enseguida a la descripción de este “otro tipo de mujer”:

Pero también es del Norte ese otro tipo de mujer, extraño y casi inefable, por quien dijo sin duda Tocqueville que veía en la superioridad de la mujer la clave de la nación americana, y por quien, aunque confuso e indefinido todavía, acaso se equilibre, con la suma intensa de su desinterés y sentimiento, la carencia patente en el hombre, y en la mujer misma, de estos valores nacionales (12:156)

Es decir, el “nuevo tipo de mujer” será el equilibrio necesario, la dosis de espíritu que falta en hombres y mujeres. Sólo esta “nueva mujer” posee “la virtud robusta que baste a compensar los desórdenes de poder, y la sordidez y rudeza de la vida, a que parece el hombre americano encaminado” (12:156). Aquí Martí aprovecha la retórica del movimiento de las mujeres, comentado por ejemplo en Nancy F. Cott en The Grounding of Modern Feminism (las bases del feminismo moderno) (1987). Según Cott, “ambos sexos se beneficiarían si las mujeres llegaran a tener igual acceso a la educación, el trabajo y la ciudadanía” (19). Según Cott, en las primeras décadas del movimiento feminista, los términos de dicha “igualdad” no estaban claros ni bien articulados; no se puede esperar que lo estuvieran para Martí.

La crítica feminista ha batallado contra una noción “esencializada” de la mujer, es decir, contra una visión unívoca de lo femenino, reducida a la sexualidad. En otras palabras, hablar de “la mujer” es ya caer en la trampa del esencialismo, puesto que en una sociedad libre la mujer, y el hombre, tienen acceso a una variedad de papeles y funciones. A pesar de las consabidas cualidades esenciales que Martí asigna a la mujer, está muy conciente de las diferentes opciones disponibles a la mujer, sin duda en los Estados Unidos. No es lo mismo la mujer elegante del baile, el “juguete quebradizo” de algún magnate, que la obrera que tirita en el tranvía y agota sus energías en el taller o en la fábrica. Para Martí, y para las fundadoras del feminismo, lo que luego se llamaría “la liberación” de la mujer no se podía limitar a las opciones de cada individuo sino que debía abarcar cambios sociales y políticos. En la “nueva mujer” Martí encuentra una dosis de esperanza en el futuro de los Estados Unidos. De la “nueva mujer”, dice Martí, admira “el vigor físico y moral con que lleva adelante sus campañas políticas, artísticas y literarias”. Termino con esta cita, muy a tono por cierto con el momento en que vivimos, sobre la misión de la mujer en “esta nueva Roma,” es decir, en los Estados Unidos:

En la armonía y originalidad sorprendentes de sus trabajos mentales, en su desinterés relativo, pero siempre superior al del hombre, se ve el único retoño de aquella cristiandad, el único asomo de aquella levadura de pureza, que será dentro de poco indispensable para sujetar a esta nueva Roma, cuando empiece a degenerar en sí, y a querer, como la de los Césares, que toda la flora y la fauna del mundo le  llene los manteles y le nutra los estanques (12:156).

Nota: Oscar Montero is the author of José Martí: an Introduction  that will be published in February 2004 by Palgrave/St. Martin's Press.

   
Notas


(1). La traducción, y todas las que siguen, son mías.

 

Obras citadas


Bederman, Gail. Manliness and Civilization: A Cultural History of Gender and Race in the United States, 1880-1917. Chicago: University of Chicago Press, 1995.

Cott, Nancy F. The Grounding of Modern Feminism. New Haven, CT.: Yale University Press, 1987.

Darío, Rubén. Obras completas. 5 vols. Madrid: Afrodisio Aguado, 1950.

Martí, José. Obras completas. Havana: Editorial de Ciencias Sociales, 1975.

Riis, Jacob A. How the Other Half Lives: Studies among the Tenements of New York. 1890. New York: Penguin Books, 1997.

Veblen, Thorstein. The Theory of the Leisure Class. 1899; New York: The Modern Library, 1934.