Del exilio como forma de vida
   

Manuel Durán
Yale University

 

Basta con abrir el periódico para observar que nuesro nuevo siglo XXI sigue ofreciendo abundantes pruebas de que el exilio forma parte de nuestro horizonte histórico. Lo único que cambia es la ubicación geográfica. Hace poco Bosnia y Kossovo eran víctimas de lo que eufemísticamente se llama "limpieza étnica": grupos humanos barriendo de sus casas, de sus pueblos, a otros grupos humanos, condenándolos al exilio. Ahora sucede algo parecido --más confuso, menos descrito en reportajes y fotos-- en Liberia, en Sierra Leone, en más de la mitad del inmenso Congo.

Leemos las noticias con irritación, sin duda, pero también con creciente indiferencia. Algo que se repite tan a menudo produce en el lector o el espectador una sensación de cansancio. Ya lo hemos visto todo, ya no podemos imaginar más sufrimiento. Como en el romance de García Lorca,

Señores Guardias Civiles,
aquí pasó lo de siempre:
Han muerto cuatro romanos
y cinco cartagineses.
(Estos versos me hacen recordar que varias veces, cuando analizábamos en mi curso de poesía el romance en cuestión, algún estudiante de poca imaginación señalaba, con comprensible timidez, que no entendía, ya que en la España de Lorca ya no había romanos ni cartagineses.) Sí, la historia nos ofrece innumerables casos de culturas, grupos, naciones o tribus que se combaten, y con frecuencia el vencido pasa al exilio. Los cartagineses, vencidos, fueron desterrados de España y de sus otras posesiones, y finalmente aniquilados. España, por cierto, ha conocido en su larga historia numerosos momentos en que, trágicamente, una parte de la población era obligada a abandonar su patria. En 1492 una doble y dolorosa auto-amputación alejó de España a los judíos no conversos y a los moros granadinos de Boabdil. Más tarde, en el siglo XVII, ocurriría lo mismo con los moriscos. El siglo XVIII vio salir al destierro a los jesuitas, quizá los mejores educadores --en un sentido clásico y conservador-- que existían en España y su imperio. La turbulenta época de la invasión napoleónica y el triste reinado de Fernando VII alejaron de España a los afrancesados y liberales, entre otros a Moratín y Goya.

La última oleada de desterrados que salió de España me interesa especialmente. Salió de su patria al triunfar la rebelión de Franco contra la República establecida democráticamente. En 1939 abandonaron España, muchos para siempre, casi medio millón de españoles, y yo fui parte de esta oleada, junto a toda mi familia, en un largo viaje sin regreso. Todavía recuerdo aquellos dias terribles, en que dejábamos un país bajo la dictadura franquista para pasar a una Francia que pronto caería bajo el avance imparable de los ejércitos nazis. Salir de aquel "callejón sin salida" que era la Francia de Vichy, cada vez más sometida a los caprichos de los nazis, nos llevó primero de Montpellier a Marsella, y de allí a Casablanca, y finalmente a nuestro puerto de salvación, Veracruz. Todavía recuerdo con nostalgia y dolor los momentos en que el barco que nos llevaba por el Mediterráneo pasó muy cerca de la costa catalana. Vimos las luces de Barcelona en el crepúsculo, muy lejos. Un grupo de jóvenes se puso a cantar la "Canción del Emigrante",con letra del gran poeta Jacinto Verdaguer: "Dulce Cataluña,/patria de mi corazón,/quiende ti se aleja/de añoranza muere":

Dolça Catalunya,
patria del mer cor,
qui de tu s’allunya
d’enyorança es mor.
Lo cual significa que para mí el tema del exilio es un tema muy íntimo y personal, que he llevado dentro toda mi vida. ¿Qué significa, en la historia de la humanidad, el que el exilio haya desempeñado tantas veces un papel tan visible?

Los historiadores, los sociólogos, los psicólogos, incluso los biólogos, algo nos aclaran. Nos explican que los grupos humanos, las tribus humanas, si se quiere, son territoriales. Que soportan mal la convivencia con otros grupos que no sean idénticos a ellos, físicamente o en cuanto a ideología y religión. La testosterona, tan abundante en los hombres jóvenes, estimula la agresividad. Y los dirigentes quieren aumentar su influencia estimulando aún más esta agresividad, ensanchando la zona geográfica por ellos dominada, sin darse cuenta (o sin importarles demasiado) de que la diversidad, el intercambio cultural, el choque entre diversas maneras de pensar, producen chispas que iluminan el mundo que nos rodea. La intolerancia y el afán de poder han sido constantes desde épocas muy primitivas. El estudio de la conducta de otros grupos biológicos en su medio ambiente natural, tales como los chimpancés, no nos da ningún motivo para sentirnos optimistas o superiores, por lo menos en cuanto a este tipo de conducta social agresiva. No tenemos nada que aprender de ellos, y según parece tampoco ellos podrían mejorar su conducta al imitarnos.

Quizá mejor que lamentar las fallas de las sociedades humanas sería trazar un círculo más amplio y analizar la presencia del exilio en zonas culturales que nos son bien conocidas. Si queremos domesticar un animal salvaje --en este caso somos nosotros el animalsalvaje-- tratemos de introducirnos en su mente, históricamente, a través de instrumentos culturales. Quisiera señalar dos: la historia de la Atenas democrática, alrededor del siglo V a.J.C., y la historia bíblica y cristiana que ha formado una parte esencial de la civilización occidental.

Una forma de exilio --limitada a una persona, un individuo- destaca en la historia de la Grecia antigua, y en especial en el siglo V y la época de Pericles. A partir de la victoria naval de Salamina, los atenienses se democratizan cada vez más. Los ciudadanos que habían manejado las naves que derrotaron a los persas se sienten importantes, indispensables. Votan con frecuencia, y hacen pesar su voluntad. Si algún líder les desagrada, votan su destierro: es el ostracismo, nombre derivado de las conchas negras, "ostrakos", con que se decidía un voto negativo. Las consecuencias son a la vez positivas y negativas. Algunos hombres ilustres sufren un exilio injusto. Otros quizá habrían sido un peligro para Atenas. En todo caso, si un demagogo astuto pero irresponsable como Alcibíades hubiera sido desterrado quizá Atenas habría vencido a Esparta.

Ensanchemos ahora el círculo de nuestra atención, hagamos más vasta la red con la que pescamos hechos y los interpretamos. Pensemos en la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.

El tema del exilio es frecuente, en forma directa o velada. El más claro e ilustre ejemplo es el exilio de Adán y Eva, expulsados del Jardín edénico por Jehová y sus ángeles con espadas de fuego. Muy pronto aparecen otros temas de exilio. Los israelitas en Egipto, evidentemente, han sido arrancados de algún lugar de origen, de alguna Tierra de Promisión a la que desean regresar. Son a la vez desterrados y cautivos. Una vez liberados por Moisés, las aventuras adversas no terminan. No olvidemos que los antiguos hebreos eran un pueblo muy pequeño, con muy pocos habitantes, rodeado de vastos imperios como Egipto y Babilonia. Excepto unos pocos años --la época de David y Salomón- estuvieron sujetos a fuertes presiones políticas y militares. Sus años de verdadera independencia fueron muy breves. En especial, el Cautiverio de Babilonia dejó profunda huella en varios textos del Antiguo Testamento. Algunos especialistas en estudios bíblicos creen que el Antiguo Testamento fue escrito en gran parte por rabinos en Babilonia durante el exilio, para levantar los ánimos de los israelitas cautivos, y que por tanto el tema del exilio está latente en muchos de los textos bíblicos, incluso si no se refieren explícitamente al exilio.

En cuanto al Nuevo Testamento, no podemos dejar de recordar la Huída a Egipto: amenazados por Herodes, temerosos de que la Matanza de los Inocentes incluya a Jesús, la Sagrada Familia huye a Egipto y se destierra por algún tiempo.

Pero la relación entre el Nuevo Testamento y el tema del exilio es mucho más amplia y compleja. San Pablo abre los ideales cristianos en todas direcciones, y desde el principio los nuevos textos subrayan un tema sumamente atractivo. A través del sacrificio y la resurrección de Jesucristo es posible salvarnos todos y gozar de la vida eterna. La Muerte será así vencida. Gozaremos del Paraíso y sus indecibles, milagrosos triunfos. En este caso,¿por qué prolongar nuestra vida en "este valle de lágrimas"?

Nuestra vida es, a lo sumo, una "sala de espera", una antesala frente al Paraíso y la Presencia Divina que nos aguarda. Esto significa que en esta tierra, en esta vida, estamos todavía separados de un Bien Supremo, estamos en un exilio permanente en tanto duren nuestras existencias corporales. A lo largo de la Edad Media y los siglos siguientes los grandes místicos intuyen que nuestra existencia es un exilio, ya que nos separa de la verdadera vida, de la vida perdurable. Nuestra vida presente es un exilio, del que hay que escapar. Así lo ve la gran mística española, Santa Teresa de Jesús:

Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero
que muero porque no muero...
"Esta cárcel, estos hierros...", así define su existencia temporal. Vale la pena señalar que, sin creer en un Dios concreto, una vida perdurable, y un Paraíso abierto a nuestro futuro, Gautama Buda, muy lejos de la cultura occidental, vio que lo que le rodeaba, el mundo real con sus mendigos, sus tullidos, sus enfermos, y su muerte, era también una cárcel, un destierro del que debíamos huir: el budismo es un "plan de escape" para una prisión, esta cárcel que es nuestro mundo.

Me parece, en este momento, que mis descripciones y mis análisis se están volviendo demasiado sombríos y negativos. Quizá si podemos construir una red más amplia, pescar nuevos hechos, nuevos materiales, quizá nuevos hermosos pescados, todo ello podrá cambiar nuestra perspectiva.

El panorama ahora es tan amplio que corremos el riesgo de perdernos. Estamos al principio de la época verdaderamente humana, hace unos 50 000 años. Grupos en marcha, a través de vastos espacios, salen de Africa hacia el Mediterráneo, el Medio Oriente, Europa, Asia Central, y a través del puente terrestre de Behring, hacia el continente americano. Otro grupo, quizá más audaz, pasará a Australia a través de las islas del Pacífico. La gran familia humana se ha organizado, y después de hacerlo se ha dispersado.

La conexión de esta gran marcha con el tema del exilio es compleja, difícil de explicar, pero de suma importancia.

Muchas son las culturas primitivas en las que se ha elaborado lo que pudiéramos llamar el Mito de la Edad de Oro. El griego Hesíodo nos da la versión creada por su cultura. Otros mitos en otras culturas proporcionan datos parecidos. Era una época privilegiada, un "tiempo fuera del tiempo", si es que tal cosa es concebible. Los seres humanos podían hablar con los animales. Los dioses eran propicios, nos escuchaban, nos ayudaban. Armonía con las fuerzas de la Naturaleza. Todo acabó en un desastre, una caída. Nuestra "edad de hierro" ha substituido a la antigua "Edad de Oro".

Difícil explicar esta caída, de la que han nacido tantos mitos en tantas culturas separadas entre sí por vastas distancias.

Volvamos la mirada a una épca quizá más feliz y optimista que la nuestra, la Ilustración, el siglo XVIII. Una frase de Goethe ilumina nuestro camino: "Todo lo sabemos entre todos." Ahora los antropólogos, los historadores que investigan religiones, magia, mitos, deberán escuchar a un grupo quizá más modesto pero no, según creo, menos importante: los especialistas en meteorología, cambios de climas, cambios en la atmósfera y en la temperatura en distintas partes del mundo físico. Nos dicen que los cambios en un clima local pueden ser bruscos. Imaginemos una tribu primitiva al borde del mar, en Africa. Se inicia una nueva era glacial. Bruscamente el agua atmosférica cae como nieve, aumenta el hielo en los polos, el nivel de los mares disminuye. La tribu ve que su fuente de alimentos se retira, parece desaparecer como por embrujo, quizá como castigo. Decide retirarse, marchar en otra dirección. Hacia el Norte. Hacia el Medio Oriente. Hacia Europa. La tierra ancestral, abandonada, representa la Edad de Oro perdida. El exilio es ahora el destino de la tribu. La memoria colectiva y los chamanes y poetas que elaboran mitos y poemas llevan estos ecos hasta nosotros.

Ahora la red que arrojamos para recoger datos, noticias, voces, ecos, en la historia de los seres humanos se va a hacer mucho más amplia, tan vasta que casi no puedo describirla.

Poseemos suficientes datos para saber hoy cuál va a ser, a largo plazo, el destino de nuestro planeta. No el destino de los seres humanos; en último término es nuestro destino el que mueve nuestras acciones, y el que guía nuestra investigación. Pero sabemos que somos viajeros, en un viaje cada vez más incierto, en la superficie de un planeta que depende estrictamente para su futuro del destino del Sol.

El Sol es una estrella, y como todas las estrellas ha tenido un nacimiento, está ahora viviendo en lo que podríamos llamar una edad madura, y un día, que sabemos muy lejano, dejará de funcionar adecuadamente. Por falta de helio, habrá un colapso, después una explosión, y una ola de fuego arrasará nuestra tierra, lo incendiará todo, secará todos los mares.

Nuestra única respuesa será un exilio, total y permanente. Tendremos que marcharnos definitivamente, dejando atrás este hermoso planeta azul en el que hemos vivido tantos siglos, en el que hemos sido felices y desgraciados, nos hemos amado y nos hemos asesinado.

El tema del exilio es, pues, no un incidente desgraciado y lamentable de nuestra estupidez y mezquindad histórica, sino más bien un tema existencial y cósmico a la vez. Nada en este tema es pequeño. Yo, ahora, perfectamente consciente de mi insignificancia, me veo como parte de un grupo de exiliados que a su vez son parte, en su destino, en su conciencia de ser exiliados, de todos los que han sufrido semejante destino. Me siento vecino de Einstein y de Thomas Mann, de Dante y de Ovidio, de Martí y de Dostoyevski. De los millones que Stalin desplazó. De los antiguos israelitas y los esclavos que cruzaron el Atlántico. Y me veo, además, en uno, dos, o mil de mis futuros descendientes, en la nave espacial que abandonará esta dulce, azul, luminosa Tierra, dejando atrás todas nuestras Edades de Oro para marchar a un largo, interminable exilio.