Estilo y haute couture: descosidos en la escritura martiana

 

Francisco Morán
Southern Methodist University

 

Hoy parece lejano—y quizá ya muchos ni lo recuerden—el debate que sostuvieran el profesor Manuel Pedro González y Juan Marinello acerca del modernismo y José Martí (1). En realidad es un debate del siglo pasado, podríamos decir con absoluta justeza. Mi propósito es examinar las tensiones con el modernismo que caracterizan la escritura martiana, las cuales, hasta cierto punto, prestaron basamento a  los reclamos de Marinello. Quiero recordar, además, que en su momento también Roberto Fernández Retamar terció en la discusión, y que muy recientemente el profesor cubano Luis Rafael publicó un ensayo cuyo título es ya tan revelador de esas preocupaciones, como de la situación particularmente incómoda en que el modernismo no ha dejado de poner a la crítica cubana: El modernismo martiano, nuestro modernismo. (2) En esta lectura, no sólo el “modernismo martiano” es el verdadero modernismo, sino que todo cuanto pasa a partir de él en Hispanoamérica cae, por la misma razón, bajo la égida martiana. César Vallejo, Gabriela Mistral, Octavio Paz, Jorge Luis Borges, José Lezama Lima, Pablo Neruda, Miguel Angel Asturias, Alejo Carpentier, e incluso Virgilio Piñera “son producto del redimensionamiento artístico iniciado por nuestro apóstol” (31). De más está decir que en esa lectura del modernismo Casal hace mutis por el foro.

Por otra parte, la lectura de Luis Rafael es un reflejo de esos extremos que no han dejado de enmarcar en Cuba la discusión en torno a Martí y el modernismo: de algo ajeno y diferente del Modernismo (Marinello), Martí ha pasado a ser, no ya modernista, sino el Modernismo mismo, el modernista por antonomasia, y contra el cual todos los demás – incluso Rubén Darío, cuya deuda con Martí será enfatizada hasta el cansancio – serán leídos y juzgados. Un ejemplo de esto lo encontramos en Para una teoría de la literatura hispanoamericana y otras aproximaciones, de Roberto Fernández Retamar. Éste repasa la lectura de Federico de Onís y deriva de ella – así como de los “enriquecimientos y precisiones [...] de otros autores” (97) – la necesidad de “incluir decididamente [...] no sólo la poesía, sino también la prosa,” y “[c]omo consecuencia de lo anterior, incluir plenamente dentro del modernismo, dándoles su verdadero sitio, a figuras como José Martí y Miguel de Unamuno.” Agrega que “esta justa ampliación del concepto del modernismo obliga a dar razón de varios hechos,” uno de los cuales sería la insuficiencia del criterio referido al estilo para explicar “la nueva unidad literaria de España e Hispanoamérica” que habría representado el movimiento (énfasis nuestro) (98). Para Retamar “[l]a unidad de una literatura está siempre sustentada en una unidad previa, de carácter no literario” (98 – 99). No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que  esta lectura no trata tanto de rescatar la importancia de la prosa y del pensamiento modernistas, como de hacerlo a expensas de minimizar la de la poesía o, para decirlo de una más clara, la de “lo literario.” En esta reelaboración del modernismo lo que se exorciza – por vía de “lo literario” – son las ambigüedades y las poses del estilo. Tanto la ansiedad de Retamar como antes la de Marinello confluyen en lo mismo: la entrada plena de Martí al modernismo sólo es posible a condición de que antes se haya construido, y fijado muy bien al suelo, el mármol del héroe o del pensador: el patriota, el orador político y el hombre iluminado por el pensamiento han de venir antes que el poeta, y lo segundo, al servicio de lo primero.

Justo es decir, no obstante, que Martí mismo fue presa de preocupaciones semejantes, y que el modernismo se dio en él como un eterno retorno de lo reprimido, lo cual, desde luego, sólo demuestra hasta que punto era, a pesar de sí mismo, modernista. Esa represión se manifestó, por ejemplo, en su reticencia a aceptar el nombre mismo: modernismo. Como ya sabemos, en el medallón que escribe con motivo de la muerte de Casal, alude al modernismo en los siguientes términos: “Es como una familia en América esta generación literaria, que principió por el rebusco imitado y está ya en la elegancia suelta y concisa, y en la expresión artística y sincera, breve y tallada, del sentimiento personal y del juicio criollo y directo” (856  1953). El relato familiar constituye la base misma del discurso latinoamericanista martiano, y es de notar el itinerario que debe dibujar el modernismo como condición sine qua non para poder acceder a ese relato: sus poses – esto, es su teatralidad, sus máscaras, sus imitaciones – han de autocorregirse. Cada adjetivo ha sido cuidadosamente elegido y, lo que es más importante, colocado. “[L]a elegancia” será suelta pero concisa, o sea, refrenada; la “expresión artística,” sincera (la imprescindible carga ética agobiando el placer de la escritura, vigilándolo), “breve y tallada” (nada de expansiones inncesarias). Llegamos, entonces, a lo realmente decisivo. El ideal de autodominio que se busca en la expresión artística se debe a que ésta lo es “del sentimiento personal y del juicio criollo y directo.” La expresión del juicio criollo es, en última instancia, la razón de ser de la “expresión artística” y justamente por ello ha de ser directo. La descripción-prescripción martiana encarrila al estilo, le impone una dirección.

Quisiera detenerme, a propósito del estilo, en un texto martiano que la crítica ha leído como uno de los manifiestos del modernismo. Mas, examinado de cerca, resulta casi imposible no ver allí una especie de monstruo bicéfalo, una de cuyas cabezas pugna constantemente por decapitar a la otra. Me refiero a “El carácter de la Revista Venezolana” (15 de julio de 1881). Creo que, en efecto, estamos ante un texto fundador por partida doble: por un lado sugiere un programa estético que difícilmente podríamos no identificar con el modernismo, y, por el otro, es también un adelantado del pensamiento latinoamericanista. Es desde esta última perspectiva que el texto se ve obligado a retrotreaerse frente a las llamadas del estilo en el que, paradójicamente, encuentra su razón de ser.

El artículo de Martí le sale al paso a los ataques y críticas que habían acogido al primer número de la revista.Ya desde el primer párrafo la caracteriza como “una obra sana y vigorosa, encaminada, por vías de amor y de labor, a sacar a luz con vehemencia filial cuanto interese a la fama y ventura de estos pueblos” (1963 7,  208). La revista se arma, entonces, desde el relato filial – como romance familiar – a partir del cual se hace posible la comunidad imaginada de lo latinoamericano. No sólo se hace “por vías de amor y de labor,” sino que su director mismo se nos presenta como “enamorado,” “trabajador” y “sincero.” Quisiera insistir en la imágenes del taller-campo de batalla – y por extensión del trabajador-héroe – que entran en tensión con la del artista, y sobre todo con la del artista entendido como artífice, estilista (peluquero, modista del lenguaje). Esta tensión es articulada retóricamente por el enfrentamiento textual entre los que “hallan la Revista Venezolana muy puesta en su lugar, y muy precisa [nótese el énfasis en la colocación, en la necesidad de conjurar cualquier desvío], como que encamina a elaborar, con los restos del derrumbe, la grande América nueva, sólida, batallante, trabajadora y asombrosa” (208), y quienes piensan:

que la Revista Venezolana no es bastante variada, ni amena, y no conciben empresa de este género, sin su fardo obligado de cuentecillos de Andersen, y de imitaciones de Uhland, y de novelas traducidas, y de trabajos hojosos, y de devaneos y fragilidades de la imaginación, y de toda esa literatura blanda y murmurante que no obliga a provechoso esfuerzo a los que la leen, ni trae aparejadas utilidad y trascendencia (208).

No sólo el adjetivo “batallante” enrola a la revista y a su director en el empeño épico-heroico, sino que es la batalla misma que tiene lugar en el texto la que produce su sentido. En esa batalla se alinean con encono y frente a frente la imitación y la traducción, de un lado, y “la tarea de hablar a los venezolanos calurosamente de su grandeza y beneficio,” así como del “modo de hacer casa a sus hijos,” del otro. Pero aquí hay algo más en juego que el mero rechazo de lo extranjero en beneficio de lo autóctono.  De lo que se trata es de que esto último es referido, invariablemente, a valores masculinos y heterosexuales – construir (engendrar, la función del Padre), batallar (la ocupación del guerrero) – mientras que lo segundo, por el contrario, es incesantemente relacionado con una merma y debilitamiento de los valores heroicos y, por tanto, masculinos y heterosexuales. De ahí que esa literatura sea calificada como “hojosa” (desustanciada), pero sobre todo como blanda, y como hecha de “devaneos y fragilidades de la imaginación.” La diferencia del adentro americano se construye, pues, en oposición a un afuera invasor; y lo que torna tan peligroso a este afuera es, precisamente, que, lejos de presentarse como un guerrero fácilmente reconocible, se enmascara, se camuflajea con las tretas y los peligros del estilo: con la seducción murmurante, con la invitación de sus devaneos, de sus traducciones. Allí donde el director de la Revista Venezolana enarbola la bandera y se dispone a construir la casa no puede haber lugar para confusas chinerías, o para las evanescencias del gas del interior modernista. Frente a los placeres urbanos sin utilidad ni trascendencia del flâneur, el héroe se hace a un lado. A un performance se opone, entonces, el otro: “es preciso derribar, abrirse paso entre el derrumbe, clavar el asta verde, arrancada al bosque virgen y fundar” (209). 

Pienso que la importancia de “El carácter de la Revista Venezolana” estriba sobre todo en que dibuja una encrucijada en la que se intersectan el credo modernista – claramente expreso, paradójicamente, en la defensa del estilo – y el discurso latinoamericanista martiano, hasta el punto de anunciar un texto seminal como sin dudas lo es “Nuestra América,” el cual, como sabemos, no aparecerá sino hasta un decenio más tarde. En la defensa de la Revista Venezolana figura ya, claramente esbozado, el hombre natural, y hasta encontramos una línea que luego será traspolada, casi literalmente, a “Nuestra América”: “cuando los árboles están de pie en los bosques, como guerreros dispuestos a la lidia, en espera de estos gallardos desdeñosos de los pueblos, que no acuden a desatarlos y a recoger el fruto de ese magnífico combate de los humanos y la naturaleza” (209). Si aquí esos “desdeñosos” son “gallardos,” hay que recordar que en “Nuestra América” son ya más diáfanamente dibujados como “sietemesinos” a los que “[n]o les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera, el brazalete de Madrid o de París” (1953  338). Estamos, en cierto sentido, ante la figura del petimetre, o de ese personaje que ya había sido mencionado en el Papel Periódico de la Havana como el “hombre-mujer” y que, en efecto, era considerado como un hombre a medias (3). En cierto sentido el sietemesino martiano se hace eco de la misma idea. Y no solamente esto, sino que – tal como puede apreciarse – ambos textos martianos coinciden en la misma oposición: lo natural-masculino americano vs. lo artificial-amanerado extranjero. Esta tensión es pivotal en Martí y recorre toda su escritura y, por la misma razón, su relación con la literatura. 

Otro ejemplo de lo que estamos diciendo lo encontramos en el prólogo que Martí escribió para “Los poetas de la guerra,” libro publicado por Patria en Nueva York en 1893, el mismo año de la muerte de Julián del Casal. “Su literatura no estaba – dice Martí refiriéndose a los poetas de la guerra – en lo que escribían, sino en lo que hacían.” Y añade: “Rimaban mal a veces pero sólo pedantes y bribones se lo echarán en cara: porque morían bien” (230 5, 1963). Concluye entonces lapidariamente: “El hombre es superior a la palabra.” De más está decir que aquí hombre no remite sino, específicamente, a los valores masculinos del guerrero. Esa tensión entre la palabra (estilo) y el hombre (acto) que por fuerza tenía que acosar a un irreductible estilista como sin dudas lo fue Martí, queda magistralmente representada cuando escuchamos su testimonio de cómo fue que surgió la idea de recopilar los textos de los poetas de la guerra:

Una noche de poca luz, después del día útil, en el rincón de un portal viejo de las cercanías de New York, recordaba un general cubano, rodeado de ávidos oyentes, los versos de la guerra. Los árboles afuera, árboles fuertes y nervudos, recortaban el cielo, y parecían caricia a los muertos, al bajarse una rama rumorosa, o revés, al erguirse de súbito, o hilera de guardianes gigantescos, con el fusil a la funerala, al borde de nuestra gran tumba. El robusto recitador, sentado como estaba, decía como de lejos, o como de arriba, o como si estuviese en pie. Las mujeres, calladas de pronto, acercaron sus sillas, y oían fluir los versos. El respeto llenaba aquella sombra. “¿Por qué, dijo uno, no publicaremos todo eso, antes de que se pierda; antes de que caigan tal vez los hombres que lo recuerdan todavía? (1963 5,  229).

El mago, el hechicero – se trata del hechizo de la palabra – rodeado por la tribu; el mago, el hechicero, repositorio del espíritu mismo de la Nación, contenido, no obstante, en la volátil envoltura de la memoria. En esta escena  Nueva York desaparece detrás del telón de boca, de la tramoya de la Nación. El treno heroico se desarrolla en una imagen bicéfala: por un lado está el hechicero-aeda-robusto recitador, y, por la otra, tenemos los árboles “fuertes y ventrudos.” Imágenes especulares una de otra, ambas se funden en la del hombre natural-heroico. Esa sobrenaturaleza que es el heroísmo es la que desplaza los callejones de la ciudad moderna donde aúllan las camadas del deseo. De hecho, la escena clausura el destierro: los árboles tienen el mismo significado que todavía tienen para algunos las palmas de Miami: no nos hemos movido de nuestro sitio, seguimos en Cuba. Significativamente, las mujeres sólo pueden asistir en silencio a este ritual de la palabra y de la memoria; callan de pronto, justo en el instante en que nace la voz heroica.   

El problema, sin embargo, estriba en los riesgos que semejantes ajustes siempre implican. En “El carácter de la Revista Venezolana” Martí defiende el derecho del escritor a pintar “como el pintor” (212). Después de todo, como él mismo dice, “[q]ue la sencillez sea condición recomendable, no quiere decir que se excluya del traje un elegante adorno” (212). La frase, no obstante, abre camino a otros razonamientos. Por una parte, resulta significativo que ello implique un salto metafórico de la imagen de la casa a la del taller de costura, y de la del campo de batalla a la del boudoir de lo femenino – o,  cuando menos, no a un espacio de ostensibles valores masculinos. Por otra parte, este zigzagueo revela los desgarrones de la subjetividad martiana como resultado de la fragmentación desde la que opera su escritura. El hombre natural-heroico que se eleva en el verbo encendido de “El carácter de la Revista Venezolana,” de “Nuestra América,” y del prólogo al libro Los poetas de la guerra, está en continua tensión con el hombrecillo del estilo, con ése de “alma trémula y sola” (1983  125) que, sucumbiendo por unos instantes a las tentaciones de la ciudad, se va a ver a la bailarina española. Se le escapa entonces, aunque sólo sea por breves instantes, a la viuda triste, ataviada de largos velos que, en “Dos patrias,” le ofrece un “clavel sangriento,” (175) y que en “El Presidio Político en Cuba” lo había “arrancado [‘severa’] de los brazos de [su] madre,” le había puesto una cadena en el pie, y lo había vestido “con ropa extraña” (1946, 16). Se le escapa, y se va a ver a una bailarina que no danza la polonesa del deber, sino el baile sinuoso de la seducción. Arrastrado por esa imagen perversa a la que trata, inútilmente, de despojar de su signo perturbador – “¿Cómo dicen que es gallega? / Pues dicen mal, es divina” – el hombre natural cae de un simple trazo del estilo. El ojo seducido, arrastrado por el vértigo del baile y de la música, oscila encandilado entre el frenesí fetichista del amante – “Se ve, de paso, la ceja, / Ceja de mora traidora: / Y la mirada, de mora: / Y como nieve la oreja” – y el encandilamiento que igualmente le produce la guardarropía de la bailarina: el sombrero torero, la capa carmesí, la bata y el mantón, y que culmina en la eyaculación simbólica del texto: “Abre en dos la cachemira / Ofrece la bata blanca.” Es el apogeo del trapo lo mismo que el del cuerpo, al igual que sucede con esa alucinante imagen del “manto de flecos rojos” desapareciendo lo mismo tras la última cortina, que tras el probador de la tienda.

Nota: Francisco Moran is the editor of the electronic Cuban literary magazine La Habana Elegante (www.habanaelegante.com).

 

Notas

 

(1). Ver: Juan Marinello. Ensayos. La Habana: Arte y Literatura, 1977. Allí se reproduce el ensayo de Marinello “Sobre el modernismo. Polémica y definición,” que había sido publicado antes, en 1959, por la Universidad Nacional Autónoma de México. Al incluirlo en la antología de 1977 a que primero hicimos referencia, Marinello reprodujo la nota introductoria que había aparecido en la edición de 1959, y donde se lee: “Hace algún tiempo sostuvimos con Manuel Pedro González, profesor de la Universidad de California y amigo muy estimado, un cambio de ideas sobre la naturaleza y significación del Modernismo. En el tomo veintisiete de las Ediciones de la Facultad de Filosofía y Letras se acogieron los artículos en que el profesor González expuso sus puntos de vista. Ahora, en este volumen de las mismas ediciones, se ofrece el otro costado del debate (283).”   

(2). Me refiero concretamente al artículo “Carta critica del hombre muger” [de José Agustín Caballero, según R. Agramonte] aparecido en el Papel Periódico de la Havana ( 7 de abril de 1791).  Si bien no se menciona directamente al petimetre, resulta obvio que tanto el ahora llamado hombre muger, como el petimetre (co)inciden en el mismo carril textual: un sujeto afeminado, afectado – esto es, excesivamente estilizado – en  el que los valores masculinos aparecen debilitados.  Así, Caballero se pregunta: “¿Si se ofreciera defender á la Patria, que tendriamos que esperar en semejantes Ciudadanos o Narcisillos?” (77).  Un siglo más tarde, José Martí se refiere a los “sietemesinos” en términos similares: “¡Estos delicados, que son hombres y no quieren hacer el trabajo de hombres!,” (“Nuestra América,” 338).

(3). Ver: Rafael Luis. El modernismo martiano, nuestro modernismo. En: CubaLiteraria.

 

Referencias Bibliográficas

Caballero, José Agustín. “Carta crítica del hombre muger.” En: La literatura en el Papel Periódico de la Havana. Textos ntroductorios de Cintio Vitier, Fina García-Marruz y Roberto Friol. La Habana: Letras Cubanas, 1990.

Fernández Retamar, Roberto. Para una teoría de la literatura hispanoamericana y otras aproximaciones. La Habana: Casa de las Américas, 1975.

Martí, José. “El Presidio Político en Cuba.” Obras Completas. t. 1. La Habana: Editorial Lex, 1946.

--------------------. “Julián del Casal.” Obras escogidas. La Habana: Librería Económica, 1953.

--------------------. “Los poetas de la guerra.” Obras Completas. t. 5. La Habana: Editorial Nacional de Cuba, 1963.

--------------------. “El carácter de la Revista Venezolana.” Obras Completas. t. 7. La Habana: Editorial Nacional de Cuba, 1963.

--------------------. Poesías. Miami: La Moderna Poesía, 1983.