El desafío arquitectónico para la literatura:
tecnología y cultura escrita
 
 

Gonzalo Navajas
University of California, Irvine

I. La historia de nuevo

Una cuestión fundamental que la tecnología de las últimas dos décadas, determinada por la revolución comunicacional e informativa, ha aportado al discurso cultural actual ha sido el replanteamiento de nuestro nexo con el pasado.La tecnología es, en principio, neutra frente a la historia ya que está arrojada hacia el futuro y sólo considera el pasado para superarlo de manera definitiva. Ocurre así con la teoría de la evolución darwinista frente al creacionismo; la física de Einstein frente a la de Newton y el ordenador frente a modos tradicionales de registro y combinación de datos. No obstante, los descubrimientos de la tecnología, universales y aplicables a todo el mundo por encima de las barreras nacionales y lingüísticas, tienen ramificaciones inequívocas que impregnan otros campos del conocimiento y los obligan a reconsiderar su naturaleza y principios constitutivos.

Las nuevas tecnologías han transformado nuestro modo cotidiano de vivir, nuestra movilidad y relación con el concepto de distancia y nuestra interacción con los demás. Creo, sin embargo, que el cambio más notable que han operado ha sido en nuestra relación con el archivo cultural compartido, el sistema de referentes culturales que nos confieren señas de identidad colectivas por encima de nuestros datos personales individuales. La tecnología nos ha obligado a replantearnos la historia, los grandes sistemas narrativos que forman el sustrato común de una sociedad y, sobre todo, nos ha impulsado a reformular nuestra jerarquía valorativa con relación a los iconos nacionales, los grandes acontecimientos, fechas y nombres emblemáticos que forman la conciencia de la colectividad y le dan unos referentes compartidos.

Con el agrietamiento de las fronteras nacionales convencionales, la inmigración global, la disolución de los lazos tribales y el predominio de la temporalidad efímera (Castells, 469), el discurso cultural se ha reorientado y su relación con el pasado se ha transformado radicalmente. Este hecho ha sido más aparente, sobre todo, en los campos de las humanidades que, de manera más constitutiva, se definen a partir de su intercambio con los referentes del pasado: la literatura, la teoría estética, la filosofía y la historia. La arquitectura ha ocupado un espacio privilegiado en este replanteamiento del pasado histórico ya que vive directamente implicada con la innovación tecnológica—proyectada al futuro--, al mismo tiempo que debe configurar imágenes culturales que no emergen ab nihilo y en el vacío sino que se vinculan necesariamente con referentes previos y, en esa interacción, crean productos culturales complejos e integradores de la diversidad. Precisamente por esta multiplicidad de componentes mixtos—desde los nuevos materiales de construcción a los nuevos conceptos urbanísticos y de diseño—la arquitectura es, el modo cultural icónico preferente de la actualidad, el que puede servir como modelo para otros campos. Antes lo fueron la literatura filosófica (la década de 1950), la fotografía (la década de1920) o la historia (la segunda mitad del XIX). Ahora, la arquitectura ha alcanzado ese papel protagonista. Cumple, por tanto, dialogar con ella no imitándola estérilmente sino de modo creativo a la búsqueda de nuevos modos de interactividad estética y cultural.

El replanteamiento del pasado ha venido provocado en literatura específicamente por la reubicación de la cultura escrita dentro del discurso cultural contemporáneo. Frente a una situación de privilegio de esa cultura dentro del contexto cultural general en el que los grandes autores y textos tenían una función de generadores de identidad nacional, hemos pasado a otra más fluida y antijerárquica en la que los puntos de referencia de la identidad nacional son diversos (Navajas, 78). Los referentes literarios—Dante, Shakespeare, Cervantes, Quevedo—siguen siendo polos referenciales, pero su valor ha pasado a ser más nominal que real y su influencia ha quedado diluida entre otras. El pasado cultural monumental sigue—y seguirá—existiendo, pero es un componente más entre otros y, en particular, entre los objetos e iconos de la cultura visual y popular que han dejado de tener un carácter estrictamente nacional para quedar incorporados dentro del repertorio de la cultura global que carece de las demarcaciones del pasado.

La última crisis de las humanidades está relacionada con esta reubicación y la tentativa e indecisa respuesta de la cultura escrita ante esta reubicación. La eclosión teórica de los años ochenta y noventa—desde el posestructuralismo y la deconstrucción al posmarxismo--fue un intento de proveer a la cultura literaria de un sustento aparentemente sistemático y científico. Ha desembocado, sin embargo, en una proliferación de escuelas y movimientos, a menudo en oposición mutua y con una manifiesta incapacidad de diálogo mutuo entre sí que han acabado por devaluar bastantes de las ambiciones del proyecto teórico.

La literatura y la cultura de la letra escrita, vinculada convencionalmente a la continuidad temporal, la conexión entre épocas y textos del pasado y el presente, se halla ante la necesidad de justificar su necesidad frente a una situación cultural obsesivamente fijada en el hic et nunc y que cuestiona ampliamente el valor y la primacía del pasado cultural sobre otras opciones. La cultura escrita y clásica ha ido quedando confinada a parcelas cada vez más estrechas del mundo académico que se perciben bajo el acoso de otros modos culturales.

El alto modernismo europeo de los años veinte experimentó con agudeza esta erosión del status de la cultura escrita que se percibía en ese momento como el asalto de las formas culturales de naturaleza masiva y popular contra las formas de la alta cultura que veían su pasada ascendencia amenazada (Burrow,171-172). Las respuestas a ese conflicto son distintas. La posición mayoritaria se opone a la nueva corriente popular que, con unos objetivos y lenguaje colectivistas y anónimos, niega la individualidad artística y la condena como una manifestación del decadentismo occidental. D’Ors, Proust y Virginia Woolf, entre otros, son los portavoces de esta actitud autoprotectiva que no puede asimilar la magnitud de la reversión provocada por la nueva situación epistémica.

De modo diferente, Benjamin, Breton, Dalí y Buñuel son las figuras que adoptan la posición contraria de reconfiguración de los principios convencionales para, a través de ese proceso, producir una visión revolucionaria del arte.

Benjamin es el pensador más profundo de esta segunda tendencia y el que argumenta sus principios de modo más persuasivo. Para él, la exaltación de la subjetividad y la originalidad, la exquisitez de la Obra, deben ser sustituidas por un concepto del arte contrario al que produce el museo orgánico de la historia del arte (con sus categorías escrupulosamente clasificadas y ordenadas). Frente a ese arte orgánico, se propone otro que se expone a la manipulación popular y el tratamiento masivo de sus objetos que aparecen desacralizados, desubicados de su locus privilegiado para ser objeto de la transacción comercial, e incluso banal, de la mercancía (Benjamin, 256; Kolb, 89).

La significación de la posición de Benjamin consiste precisamente en que a lo sacro y único opone lo común y desnaturalizado, lo "bárbaro," que el surrealismo y la vanguardia conducen de manera extrema a lo sacrílego y amoral. Les demoiselles d’Avignon de Picasso es un ejemplo. El que esta obra provocadora que se centra en la prostitución, confiriendo elevación estética a un oficio conculcado de la calle, se haya convertido en uno de los objetos de arte más exclusivos y cotizados—ontologizado en un templo selecto del arte—el MOMA de Nueva York—hace obvio que la paradoja, en lugar de los asertos explícitos, motiva los principios de la estética contemporánea.

El proyecto del alto modernismo es incapaz de resolver estos movimientos contrarios y paradójicos y opta por la autodefensa frente al desorden de la contradicción. La dicotomía entre formas estéticas se mantiene a lo largo de todo el siglo XX y constituye uno de los aspectos determinantes de la evolución de ese turbulento y desconcertante período. Puede afirmarse de manera recapituladora de ese período que la gran insuficiencia de la cultura escrita ha sido su incapacidad para encontrar modos de acomodo para la expansión que la tecnología y las nuevas formas de comunicación conllevan para el arte contemporáneo. La oposición entre acervo histórico permanente y cambio tecnológicamente motivado es uno de los temas irresueltos del discurso cultural europeo de entreguerras y sus ramificaciones se prolongan hasta la actualidad. Ese discurso se ha mostrado inepto para hallar parámetros apropiados para la aproximación a propuestas culturales contrapuestas. La teoría literaria de las dos últimas décadas no ha hecho más que magnificar esta oposición formal y estética y ha contribuido a la impotencia del discurso crítico actual.

La cultura americana responde a los parámetros teóricos europeos pero, de manera característica, los somete a un proceso de singularización—el Derrida americano difiere notablemente del francés, por ejemplo--, facilitado por su mayor desvinculación con relación al archivo cultural histórico, que es percibido como un marco importado y, por tanto, susceptible de ser sometido a la adaptación y transformación de acuerdo con las circunstancias locales.

Es en arquitectura donde esa peculiaridad cultural ha alcanzado mayor desarrollo. Los años veinte presencian el traslado de París a Nueva York de la ciudad icónica internacional y, con él, la ruptura de la simetría y la armonía de formas canónicas aristotélicas como el modelo urbanístico preferente. La desproporción y gigantismo deliberados del rascacielos y la avenida enorme y sin nombre—Fifth, Sixth, Seventh Avenues—ponen de relieve esta primera ruptura con la historia. Pero, al mismo tiempo, el rascacielos incorpora un tratamiento benjaminiano del edificio en el que se incluye tanto lo masivo (cien pisos)--y con él la ruptura de la distinción individual de la casa/mansión--como el tributo a lo clásico absoluto—las columnas, capiteles y volutas griegos, la pirámide y el jeroglífico egipcios--.

El rascacielos de la Chrysler es un ejemplo. La gran altura del edificio—fue el más alto del mundo--se combina con la exaltación del mármol y la decoración Art-Deco y su recuperación de las formas del arte asirio y oriental. El rascacielos supone el intento más aparente y determinante de tratamiento ecléctico y no jerárquico de la historia estética contemporánea. Un intento que se materializa a partir de la combinación de elementos abiertamente contrarios—y aristotélicamente incompatibles—para producir un producto diferente. Lloyd Wright, los emigrados de la Bauhaus, como Van der Rohe en Chicago, prosiguen esta empresa de hibridación que es connatural con el arte americano, naturalmente receptivo a la amalgamación de culturas.

Esta es la primera consecuencia importante de la arquitectura para la estética de la cultura escrita. Frente a Heidegger, reacio a la opción tecnológica, la techne, por considerarla destructiva para la esencia del arte, la arquitectura, incorporando esa opción, produce nuevos modos de habitabilidad no sólo física sino conceptual (Heidegger, 316). Un marco en el que poder instalarse para vivir creativamente. En lugar de sospecha, adopción e integración. Como consecuencia de esta posición, el modelo arquitectónico muestra adaptabilidad frente al pasado. En vez de la polarización irreconciliable practica un análisis e integración asimiladoras de los componentes históricos.

II. La posmodernidad y el modelo global

Los parámetros con relación a la historia quedan establecidos así: la posición de continuidad que aboga por la linealidad y la coherencia frente a la cadena cultural histórica y la posición de ruptura que propone la descalificación de la secuencialidad y el rechazo o el replanteamiento crítico frente al pasado. Estos han sido los términos del debate cultural desde las primeras décadas del siglo XX y perviven hasta la actualidad. Hay una diferencia notable, empero, entre la situación de principios de siglo y la actual. En la situación previa, la posición de continuidad era la mayoritaria y prevaleciente y la de ruptura, minoritaria, era la que se veía obligada a manifestar la actitud de cuestionamiento y agresividad frente a la postura contraria. En la actualidad, las posiciones se han revertido. La continuidad histórica, el pasado clásico, se ven en la necesidad de autojustificación frente a los nuevos medios de comunicación y cultura. La dicotomía se establece ahora entre la iconicidad clásica y permanente frente a los signos móviles de la cultura audiovisual y global.

La disparidad que se advierte en la actualidad entre la estética arquitectónica y la de la cultura escrita no siempre se ha producido del mismo modo. Por ejemplo, el modernismo europeo en literatura—selectivo, exclusivo y favorable a la exaltación del pasado como referente primordial, i.e. T.S. Eliot—es paralelo con el modernismo en arquitectura. Sus orientaciones son, no obstante, divergentes. El movimiento modernista arquitectónico, desde Gropius y Van der Rohe a la Bauhaus, se rebela contra lo que percibe como la tiranía de la fidelidad a los estilos históricos que produce la simetría y la elegancia de los proyectos urbanos de Haussman en París y de Cerdà en Barcelona. En ellos, los edificios se ajustan a normas formales proporcionadas: altura y número de pisos regulados, cúpulas y columnas grecolatinas y motivos decorativos que recogen y reelaboran los símbolos de la tradición clásica como la cúpula, la torre abovedada, el águila y el ángel. Se busca la belleza ideal—una vivienda para grupos refinados y económicamente poderosos—frente a los imperativos y las necesidades apremiantes de las clases desfavorecidas. La arquitectura proyecta y destaca el poder y status económico y social—el lugar donde se habita y trabaja da una identidad inequívoca y vehicula esa identidad hacia los otros--. Por ello, ese lugar debe quedar próximo al centro neurálgico de la gran urbe.

Gropius se opone a esta orientación. En lugar de la exaltación de la tradición y el elemento estético, se potencia la funcionalidad, las formas puras, desprovistas de aditamentos, lo geométrico estricto—líneas sobre líneas, Kandinsky—sin circunvoluciones ni complejidades estéticas. Función pragmática antes que forma. Por ello, La Ville Romaine de Le Corbusier propone el establecimiento de la racionalidad lineal frente al caos de la ciudad presente.

Paralelamente y, de modo contrastivo, el Bloomsbury Group, en Londres, se refugia de ese magma y desorden en la zona de la ciudad londinense ubicada junto a los grandes emblemas del pasado, como el British Museum. Por su parte, Gaudí emprende, en Barcelona, su gran rebelión personal e idiosincrática—a lo Van Gogh—con la hiperbolización y el giro irónico de lo puramente estético, decorativo y exótico.

La arquitectura conoce, por consiguiente, su proceso de replanteamiento del nexo histórico antes que la cultura escrita a la que le es más difícil desprenderse de su filiación clásica. No hay que olvidar que el gran texto del modernismo literario es Ulysses de Joyce, un libro de relectura reconstructiva del texto homérico. A la fase histórica parisina le sigue la fase funcional y esquemática de la que los proyectos urbanísticos ideales de Le Corbusier son un ejemplo representativo. No sorprende, por tanto, que la arquitectura haya sido también la que creara el concepto y la práctica de la posmodernidad.

Dos ejemplos emblemáticos y explicativos de este modo que ha determinado la estética del fin del siglo. El primero es transatlántico y procede de la ciudad de Las Vegas, ciudad que tiende, sobre todo en Europa, a provocar una reacción de rechazo automático motivado por el desconocimiento más que por el análisis crítico. Los edificios de esa ciudad, tanto los del downtown en Freemont Street como los del Strip realizan algunos de los rasgos del tratamiento de la historia que la arquitectura actual pone en práctica. Los edificios, tanto individualmente como el conjunto urbanístico y estético que ellos componen, van más allá de los presupuestos del debate en torno a las dos culturas y proponen, a través de la cita cultural codificada o altamente parodizada, un modelo arquitectónico nuevo. El objetivo no es tanto la belleza o funcionalidad de las formas como su reubicación y reconfiguración dentro de unos parámetros de comunicación nuevos. El cambio de los principios de ese código nuevo produce una redefinición de lo construido. En lugar de la pureza de principios, nos hallamos ante la reconstitución de la expectativa del receptor del objeto. Las Vegas es el epicentro de la estética de la cita, de la reduplicación y la referencia mediada y filtrada a un texto precedente.

La cita constituye un procedimiento fundamental de la estética moderna. Lo que es diferencial en Las Vegas es el objetivo y la orientación de la cita. No es la imitación ni el homenaje reverenciales, como es propio de la cita humanística, todavía bajo la influencia jerárquica del modelo grecolatino determinante desde el Renacimiento. No se sigue el modo de Garcilaso con relación a Petrarca, Fray Luis de León con relación a Horacio o Miguel Angel y Bernini con relación a la antigua Roma o Grecia. Las Vegas cita el modelo clásico, por ejemplo, en el edificio de Caesar’s Palace, pero lo hace explosionando el modelo y haciendo de la réplica un objeto nuevo que se justifica a sí mismo a partir de los principios de un código personalizado. Ni reverencia ante el objeto citado ni selectividad con respecto a sus receptores. No hay temor a las masas. Por el contrario, es una estética para las masas, sin limitaciones ni exclusiones. La desacralización de Benjamin se ejecuta ahora de manera completa. El Coliseo, el Panteón, el Partenón y la Victoria de Samotracia, en referencias parciales o completas, con formas acabadas de impecable mármol blanco (no castigadas por el paso del tiempo histórico), se ofrecen a un público en su mayoría ajeno a esa cultura antigua y que, de ese modo, recibe tal vez su único acceso a ella. Estamos ante la última democratización de la comunicación con la ruptura de las divisiones entre las formas estéticas y su público. El museo orgánico de la civilización occidental, favorecido por Auerbach (Mimesis), Cassirer (Un ensayo sobre el Hombre) y D’Ors (Tres horas en el museo del Prado, El valle de Josafat), en el que la inclusión de las obras expuestas sigue un riguroso criterio de selectividad de acuerdo con el canon consensuado, se abre a nuevas opciones. El museo orgánico connota un grado de religiosidad, es afín a un templo para cuyo acceso el visitante requiere someterse a un proceso de iniciación y conocimiento y, en los casos más destacados, el sometimiento a una larga trayectoria intelectual, como la de D’Ors, por ejemplo.

El nuevo museo inorgánico no sigue esas normas estrictas. Robert Venturi lo equipara a un"decorated shed" (un tinglado decorado) y luego ese concepto se realiza de manera magnificada en The Venetian, el Luxor y el Bellagio, en los que los motivos de las grandes civilizaciones antiguas se transfiguran en temas de la nueva iconografía de la cultura global. El que The Venetian albergue dentro de sí un museo Guggenheim construido de metal y cristal transparente y una sucursal del Museo del Ermitaño de San Petersburgo es una indicación de que la nueva estética de la hibridez y la ruptura ha roto con las divisiones clásicas.

Es ineludible que esta ruptura está destinada a producir oposición y rechazo contundentes. Un ejemplo es el libro famoso de Louis Chevalier en torno al "asesinato" de París en el que se auguraba apocalípticamente la destrucción del gran París clásico frente al asalto de las construcciones mélange de Beaumont, el Pompidou y el Louvre sacrilegizado con la pirámide de Pei. Esa extinción no se ha cumplido. París ha sabido hallar el equilibrio entre su origen medieval y barroco y las construcciones hechas con nuevos materiales y conceptos como la exposición flagrante de los materiales de construcción.

Barcelona ha emprendido parecido proceso de equilibrio. La urbe demográficamente superpoblada y asfixiante, con escasos espacios de recreo, ha abierto sus estructuras antiguas y se han sustituido bloques de edificios venerables pero vetustos por plazas con construcciones modernas y jardines. La plaza del Angels es un ejemplo. Inserta en la Ciutat Vella, entre edificios neoclásicos y decimonónicos, se ha abierto al Museo de Arte Contemporáneo, de paredes blancas y amplísimos y luminosos ventanales, y se ha conseguido así la cohabitación y progresiva adecuación entre lo clásico y lo más actual.

En el marco americano, el downtown de Los Angeles se halla en una fase de creatividad reconstructora que aspira a la integración de su pasado colonial español y mexicano (Olvera Street), el oriental (Chinatown) y el período de Art-Deco (Bradbury Building y Union Station) con el nuevo Disney Center--donde Frank Gehry se autocita a través del Guggenheim de Bilbao--y la catedral de Nuestra Señora de Los Angeles de Rafael Moneo.

III. El imperativo del hábitat

La ductilidad frente a la historia y la flexibilidad y facilidad asimiladora frente a los códigos estéticos contrapuestos es una característica definitoria que la arquitectura aporta al gran debate contemporáneo en torno a la ubicación de la historia. Esa ductilidad está provocada por un factor condicionante y definitorio de esta opción estética: el imperativo del hábitat. La arquitectura está destinada a incluir el presente más actual dentro de un marco preexistente (con excepciones como las ciudades nuevas como Brasilia o Irvine en el sur de California) y, además, someterse al juicio ineludible de los criterios del público. La historia no puede ser, por tanto, para ella, un refugio del que escapar de las presiones del presente, como puede hacer el erudito especializado en la época medieval o el Siglo de Oro, totalmente desconectado de las presiones actuales. El arquitecto está inmerso en la historia para imitarla, citarla, reconfigurarla o rechazarla, pero no puede vivir nunca de espaldas a ella.

Una novela de Balzac, Tolstoi o Clarín puede existir por sí misma al margen de los contextos actuales. Un edificio del siglo XIX inserto en una urbe habla no sólo como representante de un pasado arqueológico sino en su relación directa y vital con la actualidad y con un medio físico compartido en común. Ese nexo con el presente y con el medio es ineludible. Además, todos (no sólo el arquitecto) son testigos activos de ese medio y pueden manifestar su opinión y juicio sobre él. El contexto preexistente y el juicio del público, además de los determinantes económicos, forman la red de conexiones entre las que se mueve el proyecto arquitectónico. Ello es, claro está, una limitación pero, al mismo tiempo, es una inserción en la historia y subraya la necesidad de hacer los necesarios compromisos con ella para satisfacer la conciencia y los deseos colectivos. No queda espacio aquí para el Heimat ontológico, el hogar cognitivo primordial de Heidegger. Su repulsa de la técnica como un no-ser no tiene sentido dentro de las pulsiones y orientaciones distintas y contrapuestas que debe contemplar el modelo arquitectónico. La pureza ontológica aparece como una abstracción bella pero irrealizable.

Otra orientación constitutiva del pensamiento actual, la diseminación indefinida de la significación, que inauguran Lyotard y Derrida, entra también en entredicho. El arquitecto debe edificar de manera específica y concreta y debe producir un objeto clausurado y tangible que cierre la indefinición del ser y la indeterminación significativa. Debe definir y posicionarse de manera concreta frente a los datos preexistentes de la temporalidad. Un edificio concluye y es habitado; es utilizado de manera específica y ofrece una clausura del ser, del proyecto que lo motivó; es a la vez un final y un proyecto de significación diferente y futura tan pronto como empieza a actuar semióticamente dentro del entramado de otros edificios de un medio urbano.

La nostalgia ha definido la relación con la historia en el período posmoderno. Un retorno al pasado con el filtro de la memoria indirecta para paliar los horrores de la razón moderna y tecnológica. La reflexión filosófica y literaria nos ha alertado frente a los excesos de la razón positiva y su realización concreta en la tecnología. El pensamiento soft ha sido una respuesta a las grandes construcciones sistemáticas. De Hegel y David a Baudrillard y Warhol. El modo ecléctico y maleable de la aproximación de la arquitectura a la temporalidad y las realizaciones técnicas puede ser un contrapeso con el que compensar la ahora ya insuficiente e insatisfactoria indeterminación de los movimientos post-, que se definen por su negación a ubicarse concretamente en la cadena de significación cultural.
 

Obras citadas Auerbach, Erich. Mimesis. Princeton: Princeton UP, 1971.

Benjamin, Walter. Illuminations. Nueva York: Schoken, 1978.

Burrow, J. W. The Crisis of Reason. New Haven: Yale UP, 2000.

Cassirer, Ernst. An Essay on Man: an Introduction to a Philosophy of Human Culture. New
     Haven: Yale UP, 1964.

Castells, Manuel. The Rise of the Network Society. Oxford: Blackwell, 1996.

Chevalier, Louis. The Assassination of Paris. Chicago: Chicago UP, 1994.

D’Ors, Eugeni, El valle de Josafat. Madrid: Espasa Calpe, 1998.

---. Tres horas en el museo del Prado. Madrid: Ediciones Españolas, 1939.

Heidegger, Martin. "The Question Concerning Technology," en Basic Writings. Nueva York: Harper
     & Row, 1977.

Kolb, David. Postmodern Sophistications. Chicago: Chicago UP, 1990.

Navajas, Gonzalo. La narrativa española en la era global. Barcelona: EUB-Octaedro, 2002.