Escritura, frontera y territorialización en la construcción de la nación
 

Marisa Moyano
Universidad Nacional de Río Cuarto


I -

El espacio, desde una perspectiva cultural, nunca se limita a aquel que la observación revela, sino que se acompaña de "dobles", de imágenes simbólicas que le atribuyen virtudes y encantos superiores al entorno familiar. Paul Claval en La geografía cultural sostiene que esos dobles están hechos de palabras, imágenes, ideas y relatos transmitidos de generación en generación como una de las herencias más esenciales. Impalpables, inaccesibles a los sentidos, pertenecen al universo del discurso, pues "en la medida en que el recuerdo de las acciones colectivas se enlaza con los caprichos de la topografía, con las arquitecturas notables o con los monumentos creados para sostener la memoria de todos, el espacio se convierte en territorio"(Claval: 18). Así, la toponimia, como "bautismo simbólico del espacio", no se hizo sólo para ayudar a señalar y distinguir unos puntos notables de otros, sino que se trata de "una verdadera toma de posesión (simbólica o real) del espacio" que lo constituye en territorio (p. 135). Con ello, el territorio desempeña un papel central entre los símbolos que ayudan a estructurar las identidades colectivas, lo que le lleva a decir a Claval que "la institucionalización de la sociedad es entonces inseparable de la del espacio" (p. 177).

En términos históricos, la conformación de la idea de "espacio territorial" reconoce en la modernidad un hito determinante. Graciela Montaldo (p. 13) apunta que mientras los grandes descubrimientos expandían los límites físicos del espacio para una Europa que se piensa el centro del mundo conocido, comienzan a surgir paralelamente fronteras simbólicas que postulan nuevos órdenes recomponiendo el mapa del mundo, determinando la idea de finitud de ese espacio, a la vez que expandiendo en diversas direcciones la imaginación territorial. Dos operaciones se constituyen como claves en estos procesos: por un lado, las redefiniciones de la cartografía conocida como delimitación sobre el espacio, y, por otro, los dispositivos discursivos de territorialización que estos procesos ponen en marcha (Montaldo: 15).

Desde una perspectiva cartográfica, durante la modernidad se redefine y ordena el mundo conocido en expansión a partir de nuevas representaciones y modalidades categoriales. En este sentido, el planisferio comienza a ordenarse convencionalmente sobre la premisa de existencia de un espacio cerrado articulado en torno a Europa, que pasa a ser el eje sobre el cual se articula concéntricamente el mundo conocido (Montaldo: 13). Pero además de la cartografía, en las operaciones de reordenamiento del espacio comienzan también a operar los discursos que se producen sobre ese mundo y los nuevos territorios, a través de relatos y descripciones del espacio.

En este marco, asumen una particular importancia los textos de los viajeros europeos que arribaron a América en distintos momentos de este proceso para realizar una apropiación científico-discursiva de estos territorios (1). Montaldo sostiene que los textos de los viajeros europeos, pero también los de letrados y militares criollos, comienzan a establecer discursivamente continuidades territoriales allí donde no hay comunicaciones y donde el desconocimiento del terreno supone la pérdida de propiedad de los gobiernos, hasta que, hacia la segunda mitad del siglo XIX en el proceso de constitución de los Estados Nacionales, esa continuidad se manifieste en el reclamo vehemente de progreso, materializado en vías férreas, navegación de los ríos, construcción de caminos. Con ellos, la escritura comienza a asumir como función el desarrollo de una operación territorializadora, entendida ésta como una actividad de apropiación del espacio que establece continuidades a partir de la imaginación territorial, ocupando "con la letra un territorio cuya pertenencia está en permanente disputa y, por tanto, se tiene que legitimar a través del saber y el relato" (Montaldo: 16)). En este sentido, la escritura, como operación territorializadora, manifesta su naturaleza esencialmente política y se constituye en una maquinaria generadora de metarrelatos de legitimación de los procesos de apropiación del espacio, ordenando sus proyecciones desde categorías unificadas que se definen políticamente: "centros y periferias", "metrópolis y colonias", "naturaleza productiva y desiertos", "cultura y naturaleza", "civilización y barbarie" (Montaldo: 17).

Todo el siglo XIX americano aparece atravesado por el problema de definir una idea de "patria", de configurar una Nación, de otorgar soberanía a los nacientes Estados, con lo cual este problema se enlaza íntimamente con la reflexión sobre el territorio y sus límites. Pero también ello se complejiza porque -además de que es sobre un territorio que se define una idea de "patria", un perfil de Nación, y sobre el cual el Estado se define ejerciendo una soberanía- ese territorio es un espacio no conocido, inexplorado y no sometido, que la escritura debe exorcizar. Escritura, territorio y Nación se constituyen entonces en aspectos indisociables. De allí que conocer la tierra, hacer el mapa, trazar los límites, relatar y describir la constitución de un territorio, son formas todas de "estabilizar fronteras y asignar valores". En el decir de Montaldo, "Escribir el territorio, por tanto, era hacerse de un cuerpo orgánico demarcando su geografía y su funcionamiento para poner en marcha las instituciones". Con ello, el problema del territorio se articula con el de los límites y las fronteras en el ejercicio de la acción política y las prácticas escriturarias de las élites letradas que intentan construir una Nación a su imagen, entre las fronteras externas y las internas, las fronteras políticas y las culturales.

II -

Grimson sostiene que la categoría de "frontera" constituye un concepto complejo que sigue siendo difuso a partir de su duplicidad, ya que "frontera" fue y es simultáneamente "un objeto/concepto y un concepto/metáfora" pues, "de una parte parece haber fronteras físicas, territoriales; de la otra, fronteras culturales, simbólicas" (Grimson: 9). Pero asimismo esta duplicidad de la frontera como territorio/metáfora no se agota en esa distinción, sino que además plantea la distinción entre "límite entre Estados" (‘border’, ‘frontera externa’) y "línea de expansión interna del Estado-nación"(‘frontier’, ‘frontera interna’) (2). En este marco complejo, el proceso búsqueda de constitución del Estado-Nación durante el siglo XIX en Argentina converge con el proceso de configuración de su territorialidad, atravesado por la delimitación y constitución de sus fronteras políticas y culturales y por la apropiación de sus fronteras externas e internas. Cartografiar, describir y relatar el espacio constituyen formas de configurar el territorio, establecer sus límites y ocupar sus fronteras, y en definitiva constituir el Estado-Nación a partir del ejercicio efectivo de una soberanía política y cultural. Pero también de hacer efectivo el proyecto, constitución y ejercicio de lo que las élites liberales y sectores letrados reconocerán como una "literatura nacional", anticipando o haciendo realidad según el caso la profética visión sarmientina proyectada en el Facundo:

Si un destello de literatura nacional puede brillar momentáneamente en las nuevas sociedades americanas, es el que resultará de la descripción de las grandiosas escenas naturales, y, sobre todo, de la lucha entre la civilización europea y la barbarie indígena, entre la inteligencia y la materia: lucha imponente en América, y que da lugar a escenas tan peculiares, tan características y tan fuera del círculo de ideas en que se ha educado el espíritu europeo, porque los resortes dramáticos se vuelven desconocidos fuera del país donde se toman, los usos sorprendentes, y originales de los caracteres (3). Esta serie literaria del siglo XIX "traza fronteras", en el decir de Fernández Bravo, entre la "civilización" y la "barbarie", el pasado y presente, lo que debe incluirse y lo que no en la totalidad nacional, "reproduciendo la relación entre una descripción literaria, el territorio que provee la materia del texto y la identidad que en él se cuestiona y afirma", ya que "la narrativa del Cono Sur concibió la frontera como una posición para evaluar la Nación, localizando en ella una condensación semántica de la identidad nacional" (Bravo: 11). Esto pone a la literatura en una posición que supone una capacidad de realización: la posibilidad de cartografiar "lo real" y establecer con la imaginación fronteras territoriales, cronológicas, políticas, raciales, lingüísticas. Fernández Bravo va a sostener que estas fronteras que los letrados imaginan en textos que trazan cartografías de exclusión, debían superponerse a las fronteras de la Nación, así como las fronteras de la Nación debían eventualmente coincidir con las del Estado; con ello, esta literatura de la frontera se pone en evidencia demostrando la existencia de un proyecto del poder político que asignó a estos relatos la capacidad de realización de una operación de territorialización específica, "un plan de apropiación y homogeneización cultural nacionalista" (pp. 13-14).

Retomando a Grimson y su perspectiva sobre la porosidad y ambigüedad que suscita el concepto de frontera, los propios procesos de territorialización embarcados en los proyectos de homogeneización nacional del siglo XIX revelan un complejo entramado si son focalizados desde los distintos perfiles o sesgos conceptuales que el concepto de "frontera" evoca en sus usos concretos. Si la territorialización está asociada a la apropiación real y simbólica del espacio, si los discursos son los configuradores de su sentido, los que trazan una red semiótica que le da forma y configura un territorio como espacio simbólico de identidad, la "frontera" no será en estos procesos sólo espacio de índole geográfico que debe ser ocupado o línea divisoria de terrenos que debe ser vigilada: será tanto zona, geografía, espacio limítrofe, frontera política que debe ocuparse efectivamente, cuanto "metáfora de identidad" que -en el intento de construir la entidad de una Nación- se irá cargando de sentidos múltiples en los diferentes procesos de apropiación discursiva y operaciones de configuración territorial. Porque tanto el concepto de "frontera" como la idea de "territorio" evocan una materialidad concreta, un cuerpo delimitado, como también una carga simbólica de palabras, discursos, sentidos, subjetividades y valores políticos, sociales, culturales e ideológicos que organizan una trama densa de significaciones múltiples y buscan perfilar distintas construcciones y delimitaciones de esa identidad, según se conciba a un territorio-zona-frontera como frontera política, como frontera sociocultural, como frontera cronológica, como frontera étnica, como frontera lingüística o de saber.

Hacer coincidir los límites del Estado con los límites de la Nación presupone no sólo un ejercicio de soberanía. Ello se entronca con la entidad difusa del concepto de "nación", que potencialmente carga las definiciones y sentidos que los grupos que ostentan el poder sobre el Estado le asignan. El territorio, "el cuerpo de la patria", en el siglo XIX, será en la Argentina un proceso de búsqueda y consecución, un ansiado deseo que busca un perfil, constituirse en un mapa definido, el límite soberano de un espacio. Pero ese espacio y ese mapa no es sólo un afán geográfico o geopolítico, un sentido de ocupación material. Para las élites liberales del siglo XIX la posesión de ese espacio, supondrá también la posesión de una identidad clara y definida del incipiente Estado que le permita sentirse Nación.

El dominio sobre el territorio supondrá también un dominio simbólico sobre ese cuerpo que implicará exorcizar sus males, liberarlo e imponer sobre él la marca del "Estado civilizador". "Civilización y barbarie", pasado y presente, identidad y diferencia serán los pares, los términos en pugna en esa lucha entre realidad y Estado por definir lo que debe formar parte de la Nación y lo que no, lo cual supone explorar y dibujar fronteras político-territoriales, pero a la vez trazar fronteras culturales de inclusión y de exclusión en orden a un proyecto de Estado y de Nación.

Será en este marco que los llamados "textos fundacionales" de la literatura argentina inscriben la prédica de las élites liberales letradas en su camino por trazar la cartografía simbólica de la patria, perfilando un territorio que para definirse debe exorcizar los fantasmas de una frontera cultural difusa y ubicua. En este proceso, "civilización y barbarie" constituirán las líneas que la escritura irá trazando, la marca divisoria, la frontera que separe el ser y el deber ser de la Nación. Frontera ubicua que se extiende horizontalmente, tierra adentro sobre el territorio, pero también transversalmente para separar un "nosotros" de los fantasmas de diversos "otros" que lo habitan. No otra cosa revelan La Cautiva, El Matadero, Facundo y hasta Martín Fierro.

III -

Navarro Floria sostiene que al momento de construir una representación colectiva del Estado Nacional que contuviera una concepción naturalizada del orden institucional, se requirió no sólo de una transformación de las fronteras territoriales del Estado en límites naturales de la entidad nacional, sino también de una etnicidad ficticia o "Nación-proyecto" dotada de pasado y destino colectivo. Citando a Quintero, dirá que "La Nación irá convirtiéndose en una entidad que preexiste latentemente a su concreción política, dentro de los límites de un territorio dado por naturaleza a un Pueblo étnicamente diferenciado". La concreción de una "Nación-proyecto" supone -según Prieto - "el despliegue de la conciencia de un grupo cultural y territorial desarrollada acerca de un grupo de intereses y aspiraciones que sus integrantes comparten y que sólo puede ser adecuadamente protegida por la creación de un poder político soberano. En suma, se trata de la afirmación de que la legitimidad fundamental de un estado surge de su capacidad para expresar el desarrollo libre de una nación (...) La Unidad, desde una postura nacionalista, siempre se realiza en la instancia estatal..."mediante la "creación de significaciones sociales hegemónicas desde el poder". (pp. 101-102) En esta misma línea de análisis, Tamagnini dirá que "Cuando Alberdi, Mitre, Sarmiento, Roca y la Generación del 80 teorizaban sobre lo que entendían por país y los modos de construirlo, partían siempre de la idea de que la unificación de la Nación debía realizarse a través del aparato del Estado, asumiendo como propios los modelos europeos (...) Sobre el trasfondo de una historia fragmentada políticamente emergió el Estado Nacional como entidad unificadora, creadora de consenso y adhesión colectiva". En este marco, "la universalización de una identidad colectiva" requirió en su definición de un "proceso homogeneizador que se fue condensando hasta producir un discurso unívoco, común a todos, ejemplificador... el discurso de la Nación" (Tamagnini: 114).

En este proceso, se inscribe la operación de territorialización de la literatura del siglo XIX como una de las "estrategias nacionalizadoras" del incipiente Estado para construir un discurso que configure la idea misma de Nación, que exige representar en el espacio del mundo el "cuerpo de la patria" y perfilar ese cuerpo internamente trazando las fronteras de una identidad. Ello implica definir fronteras y dibujar inclusiones y exclusiones a través del uso de los valores de la cultura letrada europea. La elección de las élites letradas en el contexto de los intentos de conformación del Estado determinó definiciones centrales: el proceso de conformación del "cuerpo de la Nación" implicaba delimitaciones territoriales, una ubicación en el espacio que involucraba no sólo una colocación en las líneas trazadas por una Europa que diseñó el "mundo", sino también una colocación en el espacio de los discursos ideológicos, políticos y culturales que legitimaban ese diseño del mundo y la centralidad que en él ocupa el desarrollo de las "naciones civilizadas". En este marco, el desafío para el nuevo Estado que pretende crearse implica entonces definir una configuración territorial y establecer su continuidad con las "zonas civilizadas" de la tierra. Pero simultáneamente también, aparece la necesidad de "diseñar el espacio de la cultura y la ‘zona civilizada’ dentro del propio Estado nacional" (Montaldo: 27). Será en esta tarea que los letrados encuentran su espacio político e intelectual de realización, en la constitución de los grandes metarrelatos legitimantes de una idea de "Nación civilizada". El ejercicio de la escritura supondrá la puesta en práctica de una función de "mediación intelectual" entre los modelos culturales metropolitanos alineados en una "marcha civilizadora universal" y la necesidad de perfilar internamente el cuerpo y la identidad de una "nación soberana y original" que encuentre su lugar en ese "devenir civilizador" de la historia. La literatura, así, "participa de las formas de construcción de la autoridad y la legitimidad desde la cual se distribuyen los grados de civilización o barbarie, de ingreso en el mundo de la cultura o de exclusión hacia la zona salvaje de la otredad irreversible. El éxito mismo de la fórmula civilización-barbarie, promovida por Sarmiento en 1845, muestra de qué modo la cultura letrada europea era uno de los instrumentos más adecuados para definir identidades en América Latina" (Montaldo: 29), demostrando con ello que el saber y la ciencia no son las únicas estrategias constitutivas de los procesos de territorialización, sino que también, desde "la autoridad universal de la belleza" se promueve la conformación de una literatura donde la construcción del espacio asume un rol fundamental: mientras "funda" una "literatura nacional" perfila discursivamente los límites del cuerpo mismo de la Nación a imagen de una proyección histórico-política.

De este modo, el "nacionalismo cultural" como búsqueda y proyecto se expandirá a lo largo de las prácticas escriturarias del siglo XIX, a partir de sus proyecciones iniciales cuando las definiciones políticas constituían todavía sólo proyección y modelos y las fronteras internas no se han estabilizado: cuando "civilizar", ocupar la frontera, expulsar la "barbarie", poblar el "desierto", "culturalizar la naturaleza", educar al ciudadano, institucionalizar el Estado y perfilar una "identidad nacional civilizada", todavía eran sólo eso: palabras.

IV -

José Pérez Tapias sostiene que la distinción entre "civilización y barbarie" es una distinción muy antigua, sostenida desde el momento en que desarrollos culturales muy diversos entre sí dieron lugar a "sociedades contrastantes" en sus condiciones tecno-económicas y modos de vida, en sus instituciones y creencias:

Desde que se produjo ese contraste, percibido como ‘desnivel’ en cuanto a los respectivos desarrollos culturales, se hizo presente la tendencia a ‘describir’ a los ‘extraños’ en términos impregnados de connotaciones valorativas de signo negativo. Tales descripciones, cargadas de prejuicios, han sido cauce de expresión de temor a lo diferente, y de afirmación de la supuesta superioridad, quedando normalmente lo primero encubierto tras la manifiesta explicitación de lo segundo. La ‘función ideológica’ del discurso aparentemente descriptivo estaba servida, sólo hacía falta acoplarla a las distintas necesidades de justificación: expansión territorial, colonización, expolio, esclavización de poblaciones vecinas, etc. Diana Sorensen sostiene que la dicotomía "civilización-barbarie" está atravesada por la diferencia: "Es un acertijo a dos voces que afirma y niega, que contiene la matriz de tradición y contradicción de un modo nietzcheano, agonístico. Obviamente es un caso de la oposición conceptual de la metafísica occidental, y su larga vida manifiesta el poder de este modo polarizado de pensar, por un lado, y por el otro el poder de su estructura ‘o/o’ para alentar el conflicto en la formación cultural" (p. 20). Por esta razón, podemos decir, con Svampa (p. 17), que esta dicotomía constituye una metáfora recurrente en el lenguaje político, que vincula el binomio "civilización-progreso" con el mito de la "barbarie", a partir del siglo XVIII. La historia de ambos conceptos registra una evolución particular antes de que este cruce entre ambos se constituya en un tópico del pensamiento occidental, que no casualmente registra en la modernidad europea su eclosión y proyección taxonómico-valorativa sobre el mundo (4).

En función de las diferentes connotaciones e imágenes que sus términos fueron asumiendo, la dicotomía "civilización-barbarie" en su integralidad registra dos modos de funcionamiento conceptual: por un lado, a partir de la idea de "evolución" y "progreso" la dicotomía establece límites temporales entre los estadios "bárbaro" y "civilizado" de la historia; por otro lado, evoca límites espaciales entre un centro -Europa y su estadio "civilizado"- frente a su periferia. En el primero de los sentidos, debe reconocerse que la propia dicotomía se constituye en una categoría que traza fronteras temporales en la medida en que los pueblos y culturas se ubiquen en uno u otro estadio en la escala de evolución humana y cultural instituida, a partir de la asociación de la idea de "barbarie" con la de pueblos "primitivos" y "retrasados" frente a la marcha y el desarrollo "progresivo" de la historia. Con ello se instituye una interpretación diacrónica de la historia sobre el propio presente según la escala alcanzada en función de la idea de "progreso" entronizada como parámetro. Asimismo, en esta dimensión temporal del funcionamiento de la dicotomía, los sectores históricos, políticos y sociales que en la lucha política son percibidos como antagónicos al "modelo civilizado" serán valorados como política e históricamente rezagados, como representantes del "atraso" y la "barbarie" que el estadio "civilizado" lucha por superar. En el segundo de los sentidos, si la idea de "civilización" encuentra su espacio de desarrollo en el centro del mundo autoencarnado en Europa, desde ese centro se concibe la idea de un continuum de desarrollo en la medida en que el espacio-afuera pasa a ser conocido, limitado y culturalizado al ritmo de la expansión territorial europea y la institucionalización de sus procesos políticos o económicos de dominio. Pero también en este segundo sentido, la dicotomía asocia "civilización" a espacio y desarrollo urbano, a la ciudad, y con ello constituye espacialmente otro tipo de frontera que limita otra "barbarie", identificada en la campaña, el desierto y la naturaleza no explotada desde una perspectiva productiva. En este sentido, Fernández Retamar sostiene que la dicotomía "civilización-barbarie" no puede separarse del ascenso del capitalismo, ya que fue parte del desarrollo del capital y legitimó los procesos imperialistas de expansión y búsqueda de mercados mundiales (pp. 203-204).

Estos dos aspectos y funciones que asumió la dicotomía fundamentaron paradigmáticamente el pensamiento que sustentó las prácticas político-discursivas sostenidas desde esta visión eurocéntrica. Por un lado, las prácticas discursivas de tipo científico y literario, en el propio proceso de conocer, configurar, dar forma al "afuera-bárbaro" de Europa y someterlo al dominio de un "saber civilizado", encontraron en el modelo conceptual implicado en la dicotomía "una herramienta para registrar impresiones de los distintos estadios del desarrollo humano encontrados al recorrer el planeta y sus habitantes desde un punto de vista superior" (Sorensen: 23). Por otro lado, asimismo, la doble dimensión y capacidad de trazar fronteras espaciales y temporales que alcanza la proyección de la dicotomía, se inscribió en las prácticas políticas como proceso legitimante de una ideología del "progreso" y el liberalismo que se proyecta más allá de las fronteras europeas: si inicialmente la dicotomía funciona como mecanismo impugnador y taxonómico de las diferencias, asimismo "la imagen se incorpora al funcionalismo legitimador de la burguesía ascendente, o, en otros términos, como mecanismo de legitimación política de una clase social que se autoproclama como depositaria de los valores de Progreso y Civilización", a la vez que "vehiculiza también el fantasma de la desagregación social" (Svampa: 27) estigmatizando como "barbarie" a todos los agentes históricos, sociales y políticos que se opongan o constituyan obstáculos para la integración "civilizada" del mundo en el modelo político, económico y cultural corporizado por el capitalismo y la modernidad europea. De este modo, la dicotomía "civilización-barbarie" se expandió desde Europa proyectando su interpretación del mundo, pues su propia conceptualización implicaba al "afuera bárbaro" como estadio que debía ser superado y sumado a la marcha indetenible del "progreso y la civilización".

Durante el período de formación de los Estados nacionales en América Latina, la ideología de la "civilización" alcanzará su máxima proyección política y cultural, en la medida en que la ideología europea para realizarse expande su impacto mediante la expansión y la diseminación de su modelo. En la medida en que en los incipientes Estados nacionales, a través de sus élites letradas de formación europea, comienzan a conocerse y aceptarse la ideología de la "civilización" y su modelo conceptual, correlativamente, se da entidad a la proyección de su imagen negativa: la "barbarie". Si Europa y la historia de su "desarrollo progresivo" corporizan bajo ese modelo el estadio de la "civilización", los nuevos Estados para alcanzar el estadio "civilizado" asumen que deben inscribir su historia propia en ese modelo de desarrollo, lo cual implica aceptar también la necesidad de asumir su propia condición de situación de "barbarie" y la necesidad de su superación. Si Europa es aceptada como imagen de la "civilización", la diferencia no puede ser sentida sino como "barbarie" que es preciso combatir: territorio, alteridad e historia "bárbara" serán los objetos de indagación que las élites letradas considerarán imprescindible "conocer" para interpretar sus culturas y contribuir con su transformación. En este marco, la escritura se pondrá al servicio de la política y explorará la "barbarie" para exorcizar sus "males" y proyectar la Nación.

Rodolfo Kusch, explorando lo que denomina "negatividad de los primeros intelectuales del siglo XIX" a la hora de definir América y los sesgos de una identidad, entronca esta actitud con el modelo conceptual de la dicotomía "civilización-barbarie" y su origen eurocéntrico. Según su análisis, los intelectuales ligados al mundo europeo sostienen su accionar y sus prácticas en el marco "de un proceso milenario de creación de un mundo abstracto y tienen por misión coordinar la vida con ese mundo" que, básicamente, es "cultura". La "inteligencia" tendría por función la realización de una labor de conexión entre el individuo y el todo social con el fin de preservar esa cultura fundada y cimentada en miles de años por el desarrollo del "espíritu occidental", de la "civilización". El intelectual americano, en cambio, carecería de misión -a juicio de Kusch- frente a la realidad de América, que se presenta como "pura vida" y "naturaleza" donde no se ha gestado una "cultura civilizada". Frente a este mundo en estado virgen de "barbarie", el intelectual americano sólo es capaz de explorar esa realidad interponiendo el aparato teórico de una cultura abstracta que le provea modelos interpretativos para poder mediar entre este mundo por hacer que es América y el desarrollo milenario de la cultura europea, como un modo de establecer un "control inteligente" sobre América. De este modo, el intelectual americano encuentra modelos y se asigna como función la proyección de dichos modelos sobre la realidad americana. La dicotomía "civilización-barbarie" constituiría desde esta perspectiva esa mediación teórica y esa misión cultural y política que los sectores ilustrados en el saber europeo interponen sobre un mundo sentido como "barbarie" frente al modelo conceptual de una "Europa civilizada". La escritura en este marco se asume como una praxis político-cultural en cuyo proceso de desarrollo, en la medida en que se "cubre" la realidad con el modelo de la "barbarie", los escritores del siglo XIX la "descubren" como una realidad propia que debe ser transformada. Mientras la observan, categorizan y califican desde el molde teórico, emerge la realidad como una "construcción" que se devela "bárbara" por oposición al molde "civilizado" desde el cual se la mira.

Este proceso global podría dar cuenta de la emergencia paradigmática y la función del pensamiento de la Generación del 37 que atraviesa el siglo XIX definiendo los trazos y perfiles de una idea de Estado y de una idea de Nación, que alcanzarán hacia 1880 su estado de realización. En dicho proceso paradigmático, el modelo conceptual provisto por la dicotomía "civilización-barbarie" ocupará un rol central que alcanzará todas las dimensiones del proceso de configuración del Estado: la política, la jurídica, la social y la económica, sustentadas en una macrodimensión cultural que funda la convicción de estar construyendo una "nación civilizada".

V -

En los procesos de territorialización discursiva varios dispositivos constituirán las estrategias que operan como andamiaje y "cuerpo" sobre el que debe materializarse la Nación a partir de su literatura: la proyección del dispositivo cognitivo del modelo "civilización y barbarie" y la "invención social del espacio y las fronteras", materializados en el doble movimiento de la "metáfora del desierto".

Configurar el "cuerpo de la patria", su historia, sus dimensiones y sus trazos definitorios para hacer del espacio un territorio, y de éste una Nación, implicará incursionar en la frontera con la "barbarie": la zona que une y separa a la vez el mundo conocido del desconocido, lo perfilado de lo amorfo, el yo del "otro", la identidad de la diferencia; la zona donde se tocan y trafican las dimensiones del presente y del pasado, de un espacio sin marca, de una naturaleza sin "saber", de un territorio "sin propiedad", de "monstruosas otredades" sin asimilar que lo habitan y transitan. Así, en los textos escritos en Argentina desde la independencia hasta que se concrete la modernización del Estado en 1880, el territorio fronterizo emerge como un espacio donde entran en juego los conflictos centrales en el proceso de constitución de la Nación: la lucha entre la "civilización" y la "barbarie", la tensión entre cultura y naturaleza, el pasado y el futuro (5). Por eso la "letra", en su capacidad de nombrar, describir y construir la realidad, será la primer arma puesta en juego, la primer exploración en la lucha por exorcizar la "barbarie". Porque para estas élites letradas, "territorializar" será "civilizar", y "civilizar" construir la Nación.

En este sentido, el despliegue de ese proceso discursivo se monta -en palabras de Navarro Floria - en una operación ideológica de "invención social del espacio y las fronteras", como mecanismo previo al plan político de "apropiación material del espacio" en el proceso de conformación del territorio de un Estado Nacional. Esta operación de "invención social del espacio", que implica la conformación de un "mapa imaginario de la Nación" desde la literatura, constituye una avanzada discursiva territorializadora que explicita y prepara el proceso de apropiación efectiva del espacio y de configuración del "mapa político real del Estado".

Ese procedimiento territorializador, en el proceso de "inventar el espacio nacional", define sus límites y explora sus fronteras para exorcizar la "barbarie" y apropiarse discursivamente de ese "cuerpo". Una estrategia eficaz que configuró y legitimó ese procedimiento fue la utilización de lo que Navarro Floria denomina "metáfora del desierto", como un doble movimiento discursivo que consistía primero en operar conceptualmente un "vaciamiento del desierto" -a partir de las textualizaciones que lo configuraron como imagen de la "negatividad" y de la nada absoluta, de espacio sin límite ni propiedad, pura "naturaleza bárbara"- para presentarlo después, en un segundo movimiento, como "espacio potencialmente productivo en manos de hombres ‘civilizados’". Con ello se produce la apropiación discursiva del espacio que precede a la apropiación política posterior. En palabras de Navarro Floria, "Vaciamiento y transformación conceptuales, que preceden y acompañan al vaciamiento y transformación materiales. Es decir, pensar el desierto implicaba necesariamente la urgencia de vaciarlo y transformarlo, mediante la apropiación nominal y simbólica, en un no-desierto, la barbarie y el desierto son los enemigos, que se vencerán con la aniquilación y el sometimiento, por un lado, y con el control efectivo, por el otro".

Esta "metáfora del desierto" trazada desde la literatura mostraría a los "conductores de la Nación" que el desierto era "el cuerpo vacío de la Nación", y que ese dibujo que perfilaba sólo contornos debía "llenarse", cubrirse con los relieves del "progreso", la "sociabilidad", la "razón" y la "humanidad civilizada": mostraba un vacío "bárbaro" que debía "poblarse de civilización". En este proceso, la estrategia de "la metáfora del desierto" pone en evidencia el rol que le cupo a las élites letradas en el proyecto de colonización discursiva del territorio, cuya doble función alcanzó por un lado, a instaurar en la naturaleza y el espacio el eje de fundación tópica del proyecto de una "literatura nacional" en consonancia con el proyecto de constitución de la "nacionalidad", y, por otro, a delinear la cartografía simbólica de territorialización que sustentará el proyecto político de constitución efectiva de una Nación que las élites liberales impondrán desde el poder del Estado a fines del siglo XIX.

En relación al primero de estos aspectos, sin embargo, se hace necesaria una revisión de los llamados "textos fundacionales de la literatura argentina" en la línea que los muestra como configuradores discursivos y políticos de la "nacionalidad", a partir de la doble operación territorializadora trazada por las élites letradas: la imagen de la "frontera", como ese núcleo que separa e intersecta a la vez el conflicto de lucha entre la "civilización" y la "barbarie", y la "metáfora del desierto" como parte de ese "cuerpo de la patria" que debe configurarse definitivamente cubriéndose de "civilización" para constituirse como Nación. En este sentido, puede observarse que La Cautiva, El Matadero y el Facundo arman una cadena de lectura que puede definirse a partir de que "leen el espacio" y "dibujan el cuerpo de la patria", poniendo en juego la misma operación territorializadora que parte de la negatividad y la ausencia en el "espacio bárbaro". Pero este "vaciamiento" inicial en realidad trasunta falta de reconocimiento e "imposibilidad de ver", como si el paradigma y la fórmula del modelo cognitivo de "la civilización en lucha con la barbarie" -impuesto por la racionalidad de la modernidad europea- hubiera definido y estampado epistemológicamente las condiciones de posibilidad para producir una representación de la realidad desde ese marco epistémico (6). De todos modos, estos textos fundan discursiva y políticamente la territorialidad de "su idea de Nación".

En los despliegues estratégicos que descubren y cubren ese "espacio vacío", la literatura juega un rol preponderante junto a otras prácticas discursivas que -según Montaldo (p. 54) - "servirán para reinterpretar el territorio, el espacio, otorgar nuevos sentidos y, con la postulación de la nacionalidad, crear desde un espacio inexistente los dominios de la soberanía nacional tambaleante hasta que en 1879, con la Conquista del Desierto, se estabilicen las fronteras".

Siguiendo a Montaldo, la propia historia y desarrollo en relación con la territorialidad fue marcando -desde la conquista y ocupación inicial durante la etapa previa a la Independencia y el trazado de las primeras fronteras, las guerras con los indígenas, la inestabilidad ocupacional que los gobiernos pudieron apenas ejercer durante las guerras civiles después, hasta la constitución del Estado moderno en el ochenta- que el desierto y la pampa "parecían" no pertenecer a nadie, no tener propiedad reconocida, y presentarse como "naturaleza" pasible de conocimiento y apropiación (7). Pero si por un lado esta operación estatal significaba producir un territorio propio, por otro simultáneamente significaba "la colonización de un territorio ajeno, el de los indígenas, sobre el que se ejerció toda la violencia de una conquista imperial", porque " las ‘naciones’ que allí había eran múltiples y por tanto, también lo eran las leyes, las lenguas, las costumbres". Con ello, la estrategia de la "metáfora del desierto", en su movimiento de vaciamiento, se correlacionaba "con la idea de que todos los indios eran nómades, carecían del concepto de propiedad privada y no trabajaban la tierra, habilitando al Estado para la privación de unos derechos que, supuestamente, estos pueblos nunca habían adquirido por no adecuarse a las pautas de asentamiento y trabajo de la civilización europea" (Navarro Floria).

La "metáfora del desierto" como estrategia constructora de territorialización se articuló sobre la idea de vacío: de nada, de pura negatividad, de espacio en tránsito y tierra de nadie, y como tal, espacio en blanco que "el cuerpo de la patria" no puede precisar como línea de continuidad "civilizada". Como tal, ese vacío representaba un desafío que el Estado debía asumir, porque crear el mapa significa crear la Nación. En este sentido, debe reconocerse que el desierto como vacío indómito provenía de una mirada cognitiva configurada por el paradigma de los exploradores y viajeros europeos. La "nada" y el "vacío", lo "incodificable", son las formas que este espacio asume en el marco heredado del saber europeo configurado en las textualidades del recorrido, la descripción y el viaje que procura "marcar" y nominar para acumular un conocimiento que articule de algún modo una apropiación territorial sobre estos espacios. Porque para el saber europeo –dirá Montaldo (p. 56) - es cierto que estos territorios recorridos "no tienen nada": "no sólo no hay pobladores (no hay propiedad sobre la tierra pues la propiedad se ejerce sobre el ganado), tampoco hay animales, árboles, agua, accidentes geográficos"visibles e identificables desde los moldes y categorías topográficas europeas: "La pampa, el desierto, es así un territorio monótono"donde, desde la mirada y el conocimiento previo modelado en el saber europeo-civilizado, no se pueden "trazar líneas, construir mojones y, por tanto, sobrevivir". Y aunque esta mirada sobre el desierto se configuró discursivamente desde el efecto que producía en "un viajero extraño a su paisaje" como el europeo, la misma fue el germen tópico que organizó la metáfora del "vacío" en los discursos territorializadores de la Nación.

Desde esta perspectiva puede decirse que lo que en esta "literatura fundacional de la patria" se llama "el desierto" constituye la proyección hipostasiada e hiperbólica de una mirada que procura transformar de raíz un estado de situación percibido como "barbarie", superponiendo sobre ella otro mapa, otra cartografía, otra realidad, otro desarrollo de la historia entroncado en el modelo de la "civilización" europea. Porque tras la "metáfora del desierto" lo que se oculta en realidad es una frontera interna en el proceso de constitución del Estado y la Nación, que se perfila como una muestra de la asimetría estructural entre una sociedad y un orden estatal que pretende proyectarse frente a una otredad radical, la de la población gaucha excluida de ese proyecto y la de una sociedad aborigen no reconocida como tal, que como no pueden instituir un orden cultural y jurídico reconocible desde la perspectiva "civilizada" no existen sino como obstáculo y rémora de la amorfa "barbarie" y el "salvajismo" que el "progreso" está llamado a superar.

Ahora bien, los propios "desplazamientos e intercambios" que se producen en esa "frontera viva" entre gauchos marginados y fuera de la "ley", indígenas, soldados, religiosos, cautivas, pobladores fronterizos, viajeros y mercaderes, no hacen sino caracterizar los genuinos procesos que se desarrollaban en ese "espacio" que los intelectuales fundadores de la territorialización discursiva denominaron "desierto" y presentaron como habitado por "nómades bárbaros", sin cultura ni nación, sin la posesión de la letra en sus dos operaciones centrales, la colonización letrada del territorio como proceso de nacionalización y la escritura de la ley como institucionalización del Estado sobre un cuerpo territorial (8).

Sorondo Ovando, al reflexionar acerca del concepto de "desierto", sostiene que dicho concepto, desde una perspectiva geográfica suele concebirse como aquel lugar en donde no mora el hombre o que no ha sido transformado por el hombre; pero también puede entendérselo como un lugar donde no circulan mensajes de ningún tipo: "como un lugar vacío de mensajes". Frente a estas concepciones, Sorondo Ovando sostendrá que –por el contrario- en ese espacio geográfico se daba una triple circulación: de mujeres, de mercancías y mensajes, lo que -desde la perspectiva de Claude Levy-Strauss- permitiría concebir que el ámbito real nominado como "desierto" en el siglo XIX poseía las características esenciales que definen a una "sociedad humana":

Había circulación de mujeres (tanto de uno como de otro lado), había circulación de mercancías, sirviendo muchas veces la pulpería como nexo o, en términos actuales, de ‘distribuidor’ de productos y, por último, había circulación de mensajes y esta vez no sólo propagados por medio de las pulperías u otros lugares de reunión, sino también por el propio código que imponía el medio y que los atentos observadores podían decodificar sin hesitación de manera unívoca. Ello demostraría que el desierto, más que vacío, era un lugar de encuentro de varias culturas y que la caracterización que se hizo del mismo estaba teñida del etnocentrismo cultural e ideológico cuya mirada lo concebía como un espacio de terreno vacante y sin dueño al que se debía someter, apropiar y poblar para transformarlo en "espacio productivo".

Este trasfondo ideológico que sustenta la concepción de la "metáfora del desierto" como vacío que debe ser llenado puede ser interpretado por causas político-económicas sostenidas en la necesidad de expandir las fronteras e incorporar tierras productivas para la explotación, por causas religiosas que se centrarían en el sentido salvífico de la conquista, por causas culturales que ponen el acento en una "identidad civilizada" y superior frente a una "otredad bárbara" que manifiesta la diferencia en términos de inferioridad, primitivismo y carencia. Pero en última instancia, Sorondo sostiene que, reuniendo los motivos anteriores, es la "causa del poder" la que instala la metáfora del "desierto vacío", a través de la voluntad de dominio que debía encarnarse en el poder de un Estado y su voluntad de constitución de una "identidad nacional" en tanto construcción ideológica que opere como sustrato de una "nación moderna" en orden de continuidad con el modelo europeo. Y, en esta línea de poder, sustrato y modelo se asimilaron en una etnia, una política, una historia, una razón y una cultura "civilizadas" (9).

En este marco, Perilli sostiene que bajo esa égida ideológica los procesos fundacionales del Estado-Nación en el siglo XIX se sustentaron en la constitución de un "mito de origen argentino" que instauró "un Fantasma producido a partir de la negación y la eliminación de sociedades y culturas, calificadas como no-sociedad y como no-cultura, y su sustitución utópica por La Sociedad y La Cultura generadas desde la clase dirigente enajenada en los modelos europeo y norteamericano. Negación y afirmación, vaciamiento y trasplante son movimientos complementarios dentro de nuestra historia" (p. 15) .

La negatividad de la "barbarie", en este sentido, pareciera haberse fundado en una sobre-interpretación de la herencia europea, en el pensamiento que señala una correlación entre el desplazamiento hacia los confines de la "civilización" y la disminución de la "calidad humana" de sus habitantes, dando cuenta de que el núcleo del campo semántico de la "civilización" entronizada por el logos de la modernidad mantiene vigente, por un lado, un imaginario espacial que sitúa al "yo civilizado" en un centro y al "otro bárbaro" en una periferia que degrada su humanidad en la medida en que se aleja de ese centro, a la vez que, por otro, agrega una dimensión temporal que separa y diferencia "modernidad civilizada", "evolución", "razón" y "progreso" frente a "barbarie", "regresión", "primitivismo" y "atraso" condenados a desaparecer por la "marcha racional" de la historia. Esta "negatividad de la barbarie" funda los procesos de territorialización del siglo XIX en el "mapa partido" que la literatura dibujó para configurar el Estado-Nación, delineando desde el "cuerpo de la escritura" el "cuerpo de la patria", separando y distribuyendo lo que debía pertenecer a la totalidad de la Nación y lo que no. -
 
 

Notas




(1). Para Montaldo, "Esos libros de viajes dieron forma a un espacio que pertenecía, todavía en el siglo XIX, a tribus por lo general nómadas y siempre aisladas geográficamente por los gobiernos de las nacientes repúblicas americanas. Con rapidez, traduciendo el territorio indómito, inexplorado, a los términos del saber europeo, esos libros se convirtieron en fuente de verdad tanto para los países de origen como para los criollos encargados de construir los Estados nacionales", configurando así las primeras versiones del "mapa de una América independiente".

(2). En este sentido, Grimson sostiene:"La distinción en inglés entre ‘frontier’ y ‘border’ alude a esa dualidad: una sociedad en expansión (con su asimetría estructural entre una sociedad nacional y un Estado de un lado, y una sociedad aborigen del otro, constituida muchas veces como desierto) y frontera política (con una simetría mínima formal entre estados y poblaciones)".

(3). Citaremos a través de Sarmiento.D.: Facundo. Buenos Aires. Biblioteca Ayacucho. 1986. P.39.

(4). En este sentido, Savmpa (Ob. Cit.), Sornesen (ob cit.) y Fernández Retamar (Algunos usos de Civilización y Barbarie. Bs. As. Ed. Buena Letra. 1993) –entre otros- revisan el surgimiento y evolución del término "civilización" a partir de las investigaciones iniciales de Benveniste, Febvre, Beneton y Starobinski (Pueden revisarse las fuentes que estos autores indican: Benveniste, E: "Problèmes de Linguistique General" y Febvre, J.: "Civilisation, évolution d’un mot et d’un groupe d’idées", en: Beneton, P: Histoire de mots. Culture et Civilisation. Paris. P.U.F. 1975. P.33. Además, Starobinski, J.: "Le mot civilisation", en: Les Tems de la Réflexion. Paris. Gallimard. 1983.)

(5). Para los escritores –en el decir de Fernández Bravo- la frontera será "el gran lastre que al promediar el siglo queda aún por soltar para navegar hacia el futuro, el progreso y la civilización. Es por ello que la frontera concentra en sí tanto espesor simbólico: (d)escribirla, medirla, historizarla, intentar entenderla son formas de contribuir a extirparla de la Nación y a su vez una intersección discursiva desde la que se evalúa a la Nación como un todo". (p. 50)

(6). Es por ello que asume tanto peso específico en la constitución de la estética romántica de los textos de Echeverría y Sarmiento la maquinaria de recursos y tópicos territoriales y antropológicos descriptivos fijados retóricamente por las marcas de género de la llamada "literatura de los viajeros" y exploradores, sobre todo ingleses, que a lo largo del siglo XVIII y XIX recorren el espacio de la patria. En este sentido, Adolfo Prieto profundiza y explora cómo se fue constituyendo una retórica genérico-discursiva a partir de los sucesivos textos de los viajeros y exploradores europeos y cómo esa misma retórica constituyó un campo semántico que operó como un paradigma tópico de referencia insoslayable para caracterizar el territorio y sus habitantes, la frontera, el desierto y los habitantes de "tierra adentro", al punto de reconocer que esos procedimientos marcan a fuego la "emergencia de la literatura argentina" (Prieto, A: Los viajeros ingleses y la emergencia de la literatura argentina. Bs. As. Sudamericana, 1996.). En este sentido, los procesos de territorialización visibles en estos textos se enlazan en los modelos retóricos y cognitivos de la "civilización europea" y su legitimación político-ideológica de tránsito hacia la instauración del modelo capitalista liberal. Así, la presencia del "desierto" asume la calificación de "barbarie" –en tanto ausencia y negatividad, vacío y diferencia- que debe conquistarse, ocuparse "productivamente" y delimitarse como "territorio" en esta cartografía política, económica, social, cultural y antropológica que divide y distribuye en un mapa del mundo las naciones "civilizadas". Con ello, paradójicamente, los textos que tradicionalmente son considerados como "textos fundacionales" de una "literatura nacional" arman su base retórica y su postulado de originalidad en el reconocimiento de una "naturaleza" observada con la lente de una retórica ajena que se cristaliza no sólo desde un modelo conceptual eurocéntrico ("civilización y barbarie"), sino además desde los tópicos estéticos y recursos retóricos generados por el discurso europeo que traduce su enfrentamiento con la naturaleza americana y sus habitantes. Sostenemos esto porque, vista desde esta perspectiva, la operación territorializadora para construir la Nación y configurar "el cuerpo de la patria" que ponen en marcha los escritores "fundacionales" de la "nacionalidad literaria" no es sino una traducción de las operaciones territorializadoras fundadas en los discursos imperiales de los viajeros y exploradores de la "Europa civilizada" durante los siglo XVIII y XIX. Si esto es así, la canónicamente denominada "fundación de la literatura nacional" que se organiza desde la cadena textual de la élite letrada del 37, se funda en la paradoja.

(7). Así fue como durante los siglos XVIII y XIX, "estas tierras (que parecían el lugar donde la humanidad estaba en tránsito: los indígenas y los gauchos eran nómadas; los sabios y viajeros pasaban para estudiar, medir, explorar) son percibidas como futuros asentamientos tanto de materias primas como de ‘consumidores’. La tradición, en ese tránsito, ha definido esos espacios como desiertos, vaciándolos primero para ejecutar la apropiación después". Montaldo, G. Ob. Cit. P 53.

(8). En relación con este último aspecto, aún la gauchesca a través del "Martín Fierro" testimonia en 1872 la existencia de ese espacio fronterizo vivo de intercambios y resistencias al poder de un estado excluyente y expulsivo, su ley y su letra como arma configuradora, pese a su asentamiento sobre la distribución territorial legitimada canónicamente desde el modelo de la "civilización y la barbarie".

(9). En consonancia con este pensamiento, frente al sustento que da origen a este concepto-metáfora de "desierto como vacío", también Montaldo va a sostener que justamente "los desplazamientos" que se suceden en la frontera –entendida ésta, más que cómo límite, como flujo de intercambios y zona de contactos- "constituyen, antes incluso de que se hubiesen definido los contenidos nacionales del término, ‘lo argentino’, desde el origen mismo de un territorio que los intelectuales fundadores denominaron ‘desierto’ y que consideraron habitado por ‘bárbaros’. Esos primeros intelectuales politizaron un espacio de pertenencia y propiedad (territorial) cuestionada, de una identidad (étnica y cultural) rechazada, de una legitimidad (política) irreal o puramente simbólica.". Ob. Cit. P.57.
 
 

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