Cartografías culturales: de la ciudad mítica

a la ciudad puerca
 

Celina Manzoni
Universidad de Buenos Aires
 

                                                                                                    La nuestra es una ciudad de papel
                                                                            (Gonzalo Celorio)


Si en las tradiciones de las ciudades, sueños y mapas imaginarios operan sobre espacios reconocibles para diseñar cartografías culturales en las que a veces es difícil discernir la parte de los mitos de la parte de las piedras, en la ciudad de México esas tradiciones se espesan en una historia que la hace tan antigua o más antigua que muchas de las ciudades europeas que la literatura nos enseñó a amar hasta la ensoñación y casi hasta el delirio.

La novela de Gonzalo Celorio Y retiemble en sus centros la tierra,(1) se instala en el corazón de una tradición que ha hecho de la fundación escrituraria de la ciudad de México un modelo que trasciende los ritos de posesión propios del gesto colonizador español para conformarse como una respuesta a planos ideales concebidos por la inteligencia, siempre en lucha con modelos reales o directamente con realidades tan poderosas como la ciudad de México-Tenochtitlan. Ángel Rama ha leído en el mapa de las ciudades americanas -más allá de la importancia de la planta en damero y de su diferencia respecto de la traza de la ciudad medieval-, la idea de que la forma de la ciudad realizaba la forma de su orden social:

El orden debe quedar estatuido antes de que la ciudad exista, para así impedir todo futuro desorden, lo que alude a la peculiar virtud de los signos de permanecer inalterables en el tiempo y seguir rigiendo la cambiante vida de las cosas dentro de rígidos encuadres. (2) Así lo establecieron las instrucciones reales que, en procura de un ordenamiento que se pretendía inmutable, hicieron obligatoria la cuadrícula para la fundación de las ciudades americanas con el argumento de que lo que se inicia con orden permanece ordenado; el sueño de un orden, de una racionalidad, sueños de la razón, que, como se sabe, producen monstruos.

Antes de la llegada de Hernán Cortés y de sus maravillados aunque desaprensivos soldados, la ciudad de México-Tenochtitlan, una ciudad verdadera, mucho antes de 1519, había sido constituida como ciudad mítica por los antiguos cronistas mexicanos y luego por los informantes indígenas quienes la concibieron como un espacio sagrado corroborado por las monumentales piedras de los templos y por los coloridos y sofisticados códices. Para autorizarse como conquistador y usufructuar las prerrogativas que lo harían merecedor del gesto de poblar, Hernán Cortés funda una ciudad fantasma, la de Villa Rica de la Vera Cruz y consigna ese establecimiento mediante una escritura, promueve una escrituración notarial: la ciudad se escribe y se inscribe en un libro de actas ante una autoridad que la refrenda. Una doble autorización que certifica una seguridad que sólo puede provenir de la palabra escrita y que en la lógica de la conquista opera como un ritual orientado a asegurar la posesión del suelo. Autorizado así, por sí mismo y por una utilización astuta de las prácticas del imperio, Cortés se abre camino hacia la antigua ciudad de los mexicas. Como dice Margo Glantz, la ciudad imaginaria abre el camino a la ciudad real y lo hace mediante la contundencia del gesto potenciado por la escritura. (3)

Hoy, la ciudad más grande del planeta que se ha conformado como campo de batalla de los estudios acerca del multiculturalismo, la violencia urbana, la contaminación ambiental, las culturas híbridas y la economía informal, sigue siendo objeto de deseo, íntimo y lejano al mismo tiempo. ¿De qué modo acercarse entonces a ella? Es como si el proyecto de escritura de Gonzalo Celorio girara en torno a esta pregunta y las posibles respuestas, un movimiento que se podría sintetizar en la voluntad de salvar a la ciudad de la destrucción por medio de la palabra, tal como se realiza en México, ciudad de papel, una seductora crónica de ese recorrido que, iniciado en la intimidad de la casa, se cierra con una reflexión nostálgica pero al mismo tiempo esperanzada: "Atroz y amada, fascinante y desoladora, inhabitable e inevitable. Es la ciudad perdida por antonomasia, pero encontrada por la literatura que la construye día a día, que la restaura, que la revela, que la cuida, que la reta". (4)

Recorridos urbanos

No existe un solo recorrido de la ciudad y aunque los modos de realizarlos se distingan entre sí, en muchos de ellos se entrelazan formas del vagabundeo, el nomadismo y la errancia, palabra esta última que si bien el diccionario no registra, irradia, en formas antiguas y en algunos adjetivos cercanos, no sólo la idea del traslado sino también la del error, la equivocación. En la novela de Celorio se recuperan modulaciones diversas del arcaico gesto del errabundeo: en una línea relativamente cercana a la prestigiosa tradición del flâneur, el protagonista –Juan Manuel Barrientos- deambula en soledad y entre desconocidos en un recorrido que constituye a la ciudad como espectáculo, o, por lo menos, como escenario. Sus traslados por el centro -espacio paradigmático del orden-parecen no seguir un rumbo preciso y, aunque se construyen como laberínticos, se realizan sobre un esquema espacial prefijado en un tiempo desplazado; el inadvertido adelantamiento de la fecha arrastra el error, un elemento fundamental en el entramado de la narración. En el contexto del trazado reticular y previsible del centro, la imagen del pentimento: repetición, olvido, corrección, duda, introduce una confusión que parece más propia de la periferia o del suburbio, zonas indecisas, de mezcla, en las que el crecimiento espontáneo o no programado difumina la previsibilidad. Es que el errabundeo del personaje, quien se va sumiendo en una progresiva falta de control, construye recorridos desafiantes y transgresivos del ordenamiento previsto para sumergirlo en un laberinto. Sin hilo de Ariadna, Barrientos al final de su recorrido sólo podrá encontrar la muerte: "si la ciudad es un laberinto, por fuerza, como todos sabemos, en su centro aguarda un minotauro".(5)

Así se va consolidando el espacio hostil, la intemperie bajo la cual errabundea maltratado, el protagonista de la novela. Si el de intemperie es un concepto que aparece como constitutivo de la cultura contemporánea, es posible que alguno de sus sentidos esté en la base de una intuición que imagina a la ciudad de México como un páramo. Aunque resulte difícil asimilar una ciudad tan superpoblada –de tradiciones pero también de gente, de edificios, de automóviles- a la noción de páramo atribuible a espacios abiertos y deshabitados, la misma aparente inadecuación del concepto sacude con una contundencia inesperada: "Solo. En despoblado. Solo en el mero centro de la ciudad más poblada del planeta" (197). Esa elusiva condición de páramo –tan importante por lo demás en la cultura mexicana como lo muestra la obra escrita y fotográfica de Juan Rulfo quien opera con los múltiples sentidos del término hasta el punto de que el personaje central de su famosa novela lo ostenta como apellido-, se refuerza por la conjunción de circunstancias que, como en el "Poema conjetural" de Borges, culmina en derrota:

Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
De sentencias, de libros, de dictámenes,
A cielo abierto yaceré entre ciénagas;
Pero me endiosa el pecho inexplicable
Un júbilo secreto. Al fin me encuentro
Con mi destino sudamericano.(6)
Al revés que en Amuleto, la novela de Roberto Bolaño en la que los recorridos pueden ser asimilados a los de la bohemia, o en narraciones como las de Juan Villoro, en las cuales la trashumancia y sus códigos secretos son finalmente más o menos compartidos, aquí los desplazamientos del personaje se realizan en soledad. Cuando en el Bar Alfonso ("Con sus dos espejos encontrados, el Bar Alfonso simulaba el infinito"), Barrientos brinda en soledad, sólo por azar, el azogue le devuelve la imagen de su gesto en el brindis virtual que se cumple con la dama del espejo; se desatan entonces secretas analogías con el Arcipreste de Hita, golosos recorridos gastronómicos y la sensualidad del beber se asocia inesperadamente con la sevillana ("Y se amaron dos caballos, mire usté qué maravilla").(7) El personaje parecería estar dotado de lo que Pierre Francastel llamó "intuición del espacio" y que se identifica no tanto con la topología sino con formas del pensamiento y la memoria que por existir en el espacio toman necesariamente una forma plástica.(8) Las imágenes que va forjando una imaginación dolorida, lo remiten al mundo de la infancia, que también es el de la pérdida, el recuerdo de los dulces unidos a "las manos de mamá", en un recorrido atravesado por la sensualidad de los sabores y los saberes y por la memoria del personaje en un espacio que se conforma en el cruce de los tiempos en los espejos cómplices.

Quizá sea esa misma intuición sensible la que lo induce a un desplazamiento que trasciende la mera horizontalidad obligada, como en la escritura, por los recorridos en superficie para adentrarse en lo subterráneo, hacia el fondo de las sucesivas capas geológicas, el palimpsesto que constituye la ciudad, la herida a cielo abierto que es el Templo Mayor junto a la Catedral:

El Templo Mayor de México Tenochtitlan, herida profunda que no podrá restañarse nunca, grieta que se traga el mundo, hoyo negro en el centro del Zócalo, en el centro del universo, puesto al descubierto sólo para mostrar su oquedad consustancial (121). La arquitectura de la ciudad barroca, la del porfiriato, y los pliegues de la memoria, que juegan entre presente y pasado, apariencia y realidad, despliegan la coexistencia entre el brillo y lo sórdido, la máscara y el rostro que, como en el soneto de Sor Juana, desmitifica en el acto mismo en que lo recupera, el sueño de la belleza eterna.(9) Éste, que ves, engaño colorido,
Que del arte ostentando los primores,
Con falsos silogismos de colores
Es cauteloso engaño del sentido;
Éste, en quien la lisonja ha pretendido
Excusar de los años los horrores
Y venciendo del tiempo los rigores,
Triunfar de la vejez y del olvido:
Es un vano artificio del cuidado,
Es una flor al viento delicada,
Es un resguardo inútil para el hado,
Es una necia diligencia errada,
Es un afán caduco y, bien mirado,
Es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.
Si es posible recuperar en el texto de Celorio la recurrencia a los tópicos del artificio y del engaño de los ojos que se ha considerado característica del barroco, es porque funcionan como simbolizaciones expresivas de una cosmovisión que introduce tanto esos tópicos como una problematización entre el adentro y el afuera. La tensión entre fachada y espacio cerrado, entre alma y materia, entre arriba y abajo sustenta la imagen del doblez o del pliegue que, según Deleuze, se relacionan con formas de la espacialización y del desplazamiento.(10) La idea de doblez como una forma de repetición, pero desplazada, y la noción de pliegue que también admite, como señala Mabel Moraña,(11) la de re-pliegue,en el lenguaje militar o el político supone un retroceso estratégico que vuelve a proponerse como avance. Si todo el barroco, según la hipótesis de Deleuze fuera una función operativa, no una esencia ni un estilo característico de una época, sino un interpretante, entonces la articulación en pliegues infinitos, de la que son cifra los espejos y los laberintos, sería constitutiva de la problematización que propone la novela de Celorio. Los pliegues en tanto doblez y repliegue sugieren formas de espacialización que pueden ser leídas como repetición y desplazamiento, lo mismo que los juegos entre escritura y reescritura que recorren el texto y cuyo correlato se exhibe también en la pasión barroca por los espejos y en una política del texto a la que no es ajena el juego entre la tercera y la segunda persona gramaticales.

La reescritura en la novela de un soneto erótico publicado en 1577, cuyo autor, Francisco de Terrrazas, ha sido considerado el primer poeta mexicano en lengua española, realiza algunos de los motivos del desplazamiento. El soneto es en sí mismo un texto cifrado: dedicado a las piernas de una mujer, guardianas de su "flor más estimada", conmueve todavía por un regocijante erotismo que, amparado en símiles arquitectónicos, misteriosamente consiguió en su momento eludir los cercos de la censura.(12)

¡Ay basas de marfil, vivo edificio
obrado del artífice del cielo,
columnas de alabastro que en el suelo
nos dais del bien supremo claro indicio!
¡Hermosos capiteles y artificio
del arco que aun de mí me pone celo!
¡Altar donde el tirano dios mozuelo
hiciera de sí mismo sacrificio!
¡Ay puerta de la gloria de Cupido
y guarda de la flor más estimada
de cuantas en el mundo son ni han sido!
Sepamos hasta cuándo estáis cerrada
y el cristalino cielo es defendido
a quien jamás gustó fruta vedada.
Si el carácter espacial de la escritura crea sentidos, y la elección de la forma soneto constituye una corroboración, el proceso de reescritura satura esa modalidad de ocupación del espacio operando como exceso: el traslado de la forma soneto al interior de la forma novela modifica la relación tradicional con el espacio en blanco, un efecto que aquí se acentúa porque el soneto se presenta como desmembrado. En una típica torsión barroca se distancian los cuartetos entre sí y también de los tercetos, de modo tal que el lector debe ir reconstituyendo la unidad perdida, en un contexto además fuertemente señalado por la soledad y la pérdida de la ilusión en la presencia de Jimena: la descripción de la catedral se va asimilando a las piernas, las caderas, la cintura, el talle de la ausente en una ampliación y reescritura del modelo que proporciona el soneto, cuyo autor, por lo demás, no se menciona.

Cifra, enigma, espejos y laberintos van realizando los pliegues a través de los cuales el personaje de la novela repite, reescribe, los itinerarios ocultos de una ciudad a la que se siente unido de manera visceral pero a la que al mismo tiempo percibe, en lo que será su último recorrido, como ajena y hasta hostil. Esa última cualidad, inesperada para el personaje, lo hace vulnerable y lo convierte casi en extranjero; así, en esa recién estrenada condición, Barrientos, como cualquier otro extranjero, puede experimentar como la ciudad va borrando los rastros, las huellas de su paso, hasta el punto de sumergirlo en el anonimato más absoluto.

Centro y periferia

El centro de la ciudad, el espacio del orden y de las instituciones, signado ahora por la errancia, se constituye en un nuevo territorio que se va conformando en su contrario, el espacio del expulsado de la ley. Así como el cónsul Firmin de Bajo el volcán en su locura alcohólica, paranoia y sentimiento de culpa presiente que la expulsión del Jardín del Edén es o ha sido un merecido castigo, los recorridos de Barrientos, ebrio y tambaleante, realizan un descenso a lo oscuro sin guía ni retorno; como Firmin, Barrientos se desbarranca tanto en sentido metafórico como literal. ¿Cómo dar cuenta de la decadencia? En el espacio degradado del antro, "el escenario de la lujuria malhabida", Juan Manuel Barrientos, obnubilado por una visión femenina que se empeña en identificar con Fuensanta, la amada ideal del poeta Ramón López Velarde, "por poco se desabarranca" (164-65). Un movimiento que se completa cuando frente a la fachada de la iglesia de La Soledad "poco a poco se fue resbalando, cayendo como una gota de agua que lentamente escurre sobre la pared" (175).

En el contexto de una tradición occidental en la que se inscriben además de Bajo el volcán, otro breve texto anterior de Malcom Lowry, Lunar Caustic, la novela tematiza el motivo de la sed. Sin ánimo de construir un catálogo, se podrían recordar otros textos, entre ellos, El fin de semana perdido (The Lost Week-End), una novela de Charles Jackson de 1944, que en su versión cinematográfica se tradujo como Días sin huella y que estuvo muy vinculada en la imaginación de Lowry a su propio trabajo en Under the Vulcano.(13) El título de la novela de Jackson recupera uno de los motivos más inquietantes de la serie, el de la pérdida de la noción del tiempo que acarrea a su vez, por una parte, la pérdida de la memoria, el blanco, el vacío en el tiempo, el tiempo perdido, un motivo que enlaza con el horror al vacío, el horror vacui de la cultura del barroco, que encuentra en la proliferación de los espejos y en el enigma de la duplicación un modo de conjuración. Por otra, verosimiliza los errores y las vacilaciones de Barrientos respecto del tiempo; la novela tematiza la obsesividad con que el personaje se relaciona con los relojes y su frustración. Ya en el final de su periplo el mismo reloj de la catedral se sustrae a su inquietud: "el reloj monumental que te escamotea las horas" (197).

En otra inflexión del mismo motivo de la sed, una lectura de los epígrafes posibilita un acercamiento a algunos de los sentidos que despliega la novela. El versículo del evangelio: "... tuve sed y me disteis de beber" (Mateo, 25,35), además de remitir de manera oblicua a un posible contexto religioso, puede leerse en sentido metafórico como una apelación a la fraternidad y la solidaridad que Barrientos busca con relativo poco éxito en su deambulación ya que parece encontrarla sólo en su parada en La Puerta del Sol. En cuanto a "Ante todo, es necesario tener sed" de Catalina de Siena, no parece difícil establecer una relación entre la sed de santidad y la sed de saber en una figura femenina de la iglesia famosa entre los teólogos de su tiempo por su ingenio y sabiduría, y en ese sentido equiparable a Sor Juana.(14) Con Ramón López Velarde ("... mi sed de amar será como una argolla empotrada en la losa de una tumba"), se explicita la sed de amar más allá de la muerte y con Vicente Quirarte ("Viajarás, amarás, no harás fortuna. Tu sed será mayor mientras más bebas y más vastos océanos reconquistes"), la sed del viajero, del que, como Colón en su diario, cuanto más anda más sabe, una sed inextinguible que autoriza en el movimiento la construcción de un saber o de saberes. Una tradición que reconoce Alfonso Reyes cuando le atribuye a Humboldt "la antigua manera de adquirir la sabiduría viajando".(15) El epígrafe de México, ciudad de papel, cuyo autor es también Vicente Quirarte ("La hoja blanca poco a poco poblada de edificios, ventanas, corredores"), realiza una flexión entre diseño y escritura, en un gesto que, compartido por Celorio, realiza un proyecto vital y narrativo más amplio.

El texto se organiza en el filo de diversas tradiciones, si una de ellas es la de la sed, otra puede ser la del deambular como una agonía cuyo referente más señalado es el de la Pasión de Cristo, una sintaxis de la pasión que, vuelta a lo profano, se conforma como un soporte de la organización del texto. Muchos elementos de esa tradición pueden reconocerse en los recorridos de Barrientos: la metafórica corona de espinas, las sucesivas caídas, el encuentro con la madre, el episodio en el que una figura femenina enjuga su rostro, el despojamiento de las vestiduras, los dos ladrones, las últimas palabras de súplica al padre. El desarrollo en catorce capítulos resulta deudor, según el propio Celorio, no sólo de la narrativa del Via Crucis sino también de la iconografía que ha ido conformando la tradición de las catorce estaciones que recuerdan el recorrido que hizo Jesucristo desde que es condenado a muerte por Pilatos, hasta que es depositado en la tumba, y contiene elementos no sólo de los cuatro evangelios sino también de los evangelios llamados apócrifos.

En el límite de otras tradiciones, la de los símbolos patrios se constituye en un hilo más de la trama que organiza el texto. La elección de un verso del coro del Himno nacional mexicano como título de la novela: "Y retiemble en sus centros la tierra", que además de remitir oblicuamente a la actividad volcánica se refiere de manera directa a los efectos del rugir de los cañones de la libertad, introduce el enigmático plural de centros que el narrador en tercera persona critica: "Como si la tierra tuviera varios centros, como si el centro no fuera, por definición, un solo punto equidistante de todos los demás puntos que configuran la circunferencia y que le otorgan al centro precisamente su condición de centro" (61-62). En lo que parece conformar otra tradición, la de las bromas desacralizadoras de los símbolos patrios, Barrientos recoge una versión según la cual el autor de la letra de la canción, Francisco González Bocanegra, quiso escribir "antros" con el sentido de cavernas, grutas, entrañas, propósito que un error de lectura habría convertido en centros.(16) Persiste la ironía, sobre todo si se considera que "antro" en la cultura mexicana actual remite a espacios oscuros, en gran medida vinculados, como algunos de los recorridos que realiza Barrientos, a placeres ocultos y a formas culturales más cercanas a la marginalidad que al centro. En una vuelta de tuerca acerca de los posibles sentidos del término, en un re-pliegue, puede leerse una reflexión de Celorio: "que yo sepa, la palabra antropo, que define nuestra esencia, se refiere a antro –la caverna, nuestro primigenio lugar de residencia".(17) Por lo demás, un uso metafórico del verso resulta expresivo del dramatismo de la situación del protagonista cuando todos los dados están jugados pero todavía parece posible la corrección: "Sabes muy bien que ahora sí te va a llevar la chingada, Juan Manuel. Ahora sí va a retemblar en sus centros la tierra. Vete a tu casa, cabrón. Mañana será otro día" (129).

En el marco de la misma tradición que opera sobre los símbolos patrios, se podrían colocar los edificios civiles que rodean la plaza pero, sobre todo, la compleja relación con la imagen del asta bandera que no sólo domina el Zócalo sino que se configura como una imagen casi omnipresente en los recorridos de Barrientos por el centro. Es significativo que los pliegues parezcan envolverlo cuando se muestran y se ocultan en la terraza de Las Sirenas en un contexto de intimidad que evoca la ausencia y la pérdida de Alejandra:

Entre la torre oriente de la Catedral y la cúpula del Sagrario, se asoma el verde enorme y esperanzado de la bandera nacional, que ondea en el Zócalo. [...] Después del verde, el viento te permite ver el blanco y un pedazo de águila, alada pero sedente, como el joven abuelo [Cuauhtémoc]. Cuando un rojo tan rojo como el rojo de la patria se desenvuelve, flamígero, entre cúpula y torre, espantados ya los murciélagos por la luz de las torres catedralicias, un perfume entrañable y un dedo tan femenino como la humedad te toca el hombro derecho (117). En el momento culminante de la agonía de Barrientos y al final de su recorrido, "se abrazó al mástil gigantesco como el capitán al palo mayor del barco en el momento del naufragio" (184). Ese mismo espacio ya había sido visitado en Amor propio,(18) su primera novela, en la que Ramón, el protagonista, discípulo por lo demás de Juan Manuel Barrientos, analiza la complejidad de sus sentimientos ante los símbolos nacionales. La frialdad formal de la ceremonia de jura de la bandera en el Zócalo ante el presidente de la República, se contrapone a la emoción de la solidaridad estudiantil en las marchas que caracterizaron las grandes movilizaciones de 1968 que culminaron con la matanza de Tlatelolco.

La tradición de la ciudad

Tengo el impuro amor de las ciudades
(Julián del Casal)
En el marco de lo que se podría considerar el proyecto de escritura de Celorio, Y retiemble en sus centros la tierra recupera la tradición de la ciudad, muy poderosa en la constitución del imaginario mexicano y motivo estructurante de numerosos textos a lo largo de los siglos, entre los que se cuentan los ensayos y las crónicas de Celorio. Los desplazamientos de Barrientos realizan algunos de los itinerarios urbanísticos y arquitectónicos de México, ciudad de papel y de El viaje sedentario, pero también retoman en otro plano, los recorridos de Moncho-Ramón-Aguilar en Amor propio; es como si los itinerarios de Barrientos completaran los periplos del protagonista de su primera novela pero con un sentido de clausura. Al retomar lo que quedó pendiente parece llenarse un vacío narrativo aunque lo que verdaderamente despliega es la decadencia de la ciudad y de sus habitantes. Aunque ya en Amor propio Barrientos había empezado a constituirse como un personaje descolocado, fuera de lugar, todavía podía compartir el espacio de los jóvenes; pese a descubrir que desconoce sus lenguajes secretos, no ha perdido la posibilidad de establecer una comunicación. La imagen decadente del que pierde el control y se desbarranca en lo que son casi los mismos escenarios que recorre el protagonista de Amor propio, parece sustentarse en la imposibilidad que abre el texto: "Aquella mañana el doctor Juan Manuel Barrientos no escribió una sola palabra". El desplazamiento negado de la escritura dificulta el andar y el saber de la ciudad; los espacios conocidos se han convertido en amenaza. El motivo del peligro engarza con otras tradiciones de la errancia; el deambular del ebrio concebido como una agonía recupera, como se ha señalado, los recorridos del expulsado que realiza el cónsul inglés Firmin por Cuernavaca. Como el protagonista de Bajo el volcán, Barrientos deambula por el infierno de la culpa, de la paranoia y de su propia degradación; es como si la imposibilidad de la escritura que marca el inicio de su jornada, arrastrara el despojamiento y la expulsión, como si lo descentrara evidenciando de ese modo, todas sus carencias.

En sus desplazamientos el personaje transforma tradiciones arraigadas en los modos de percepción de la ciudad de México, desde la de Bernardo de Balbuena y su Grandeza mexicana de 1604 que consolida la estabilidad de la ciudad, hasta célebres narraciones de la mitad del siglo pasado como La región más transparente y Aura de Carlos Fuentes. El prestigio inquietante del misterio que trascienden las imágenes del mundo subterráneo de Ixca Cienfuegos, el enigma que propone la numeración superpuesta y el quiebre entre interior y fachada que se resuelve en el fantástico de Aura, aquí es transformado en riesgo y amenaza absolutas por la invasión de extrañamiento y náusea que permea los recorridos de Barrientos. La novela se sumerge en la degradación realizando un giro radical sobre el antiguo tópico de la transparencia del aire. En una famosa novela de Martín Luis Guzmán, la llegada a la ciudad convoca a la exaltación:

A mí, el aire sutil de mi gran ciudad –transparencia donde reside la mitad de su hermosura; atmósfera que aclara, que purifica, que enjuta- me descubrió de nuevo [...] todo un mundo de alegría serena cuyo valor esencial estaba en la realización perenne del equilibrio.(19) Mientras que Alfonso Reyes convoca en la apertura de Visión de Anáhuac: "Viajero: has llegado a la región más transparente del aire", el personaje de Celorio se debate entre las miasmas para terminar comprobando en su desesperación que: "La mierda del aire se interpone entre tú y el cielo" (196). Una inversión radical que retoma la imagen desconsolada del que la percibe desde lejos como "sepultada bajo una espesa nata de miasmas".(20)

Ramón López Velarde en los versos de "La suave patria" había previsto en otro siglo, esa condición decadentemente ambigua: "Sobre tu Capital, cada hora vuela/ojerosa y pintada, en carretela".(21) Versos que sirvieron de título a una novela de Agustín Yáñez publicada en 1959 y hoy memorable quizá por ese título: Ojerosa y pintada.(22)

Itinerancia y espacios de enunciación

La itinerancia que constituye al relato, el errabundeo que como un destino realiza el personaje, afecta el espacio mismo de la enunciación. En un juego complejo, los deslizamientos de una tercera a una segunda persona, con el cambio de perspectivas y con los desplazamientos que evocan, se constituyen como zonas de pasaje en el sentido que adquiere la expresión cuando recordamos algunos cuentos de Cortázar. La apropiación de un instrumento novelístico –el narrador en segunda persona-, utilizado de manera notoria por la novela objetivista francesa y en el ámbito mexicano, entre otros, por Carlos Fuentes en Aura y en La muerte de Artemio Cruz, en el uso que realiza Celorio resignifica la comprensión del mundo de un alcohólico en bancarrota.

El texto se abre con una tercera persona, el modo clásico de la narración, que al fingir una objetividad pretendidamente tranquilizadora, parece instalarse en la seguridad de lo habitual, consuetudinario ("La marquesa salió a las cinco"), una expectativa que se quiebra porque con ese conjunto inicial el lector ingresa en un espacio de pura negatividad y de sucesiva ruptura de hábitos ritualizados: "Aquella mañana el doctor Juan Manuel Barrientos no escribió una sola palabra. Tampoco calentó el café que lo conducía del sueño a la escritura ni puso ningún disco de música coral. Fue, para él, una mañana extrañamente silenciosa" (15). El esquema narrativo se rompe, no sólo por la indefinición temporal, la naúsea, el dolor y la imprecisión sino por el casi inmediato traslado a una segunda persona:

No recordaba con precisión los acontecimientos de la noche anterior. Sólo algunas imágenes borrosas e inconexas. Todos se habían quedado dormidos. Sólo tú permaneciste despierto, Juan Manuel. De eso te acuerdas. Y de tus cavilaciones solitarias mientras los demás dormían despatarrados, en cualquier parte, de cualquier manera. Pero quién sabe cómo llegaste a tu recámara, porque estás en tu recámara, acostado en tu cama (15). Un párrafo expresivo de la sutileza y la velocidad con que se realizan los traslados de la persona gramatical, incluso de la ambigüedad en el uso de una tercera que eventualmente podría leerse como primera: "no recordaba" (¿"él"?, ¿"yo"?). La segunda persona se asocia primero a un pasado que como tal es inmodificable, instalado en el lugar de lo dado propone el cierre de las expectativas. Ese tú que es como un yo desdoblado y que funciona como una conciencia sobria del personaje, se traslada desde un pasado de indefinición, reciente, casi inmediato: "quién sabe cómo llegaste a tu recámara", a un presente categórico: "porque estás en tu recámara".

En usos más clásicos, la segunda persona suele verse asociada al futuro con lo cual se puede llegar a la construcción de una novela conjetural, "un ámbito en el cual lo real es lo posible y lo todavía no existente" como ha señalado Noé Jitrik en el prólogo a Sin embargo Juan vivía, la novela de Alberto Vanasco.(23) Una observación válida también para Aura de Fuentes y para muchas de las novelas de Robbe Grillet, Nathalie Sarraute o Claude Simon. En Celorio, por el contrario, la segunda persona casi nunca se asocia con el futuro, se instala, como se ha visto, en el pasado, o, de manera predominante en el presente. Si la relación entre la segunda persona y el pasado propone una clausura, cuando se asocia con el presente sitúa al relato en la fugacidad de lo que el personaje está experimentando, en una precariedad que parece constitutiva de la falta de perspectiva, atrapado entre la imposibilidad de modificar el pasado y los riesgos del presente: "porque amaneciste del carajo y sabes que en la búsqueda del equilibrio y del restablecimiento, paradójicamente, puedes desbarrancarte. Pero ya no hay marcha atrás, Juan Manuel" (33).

Por el uso de la segunda persona asociada al presente el personaje reconstruye su historia y se dice todo lo que no se quiere decir o que no quiere oír. De ese modo tú es el otro que lo mira desde afuera y funciona como conciencia crítica: "si lo supieras, en vez de rejuvenecerte, te hace un poco más viejo, Juan Manuel" (18). Y en otra variante: "te ves del carajo, Juan Manuel, porque la cruda puede curarse pero es imposible disfrazarla" (19). En una situación particularmente inquietante como la del descubrimiento del cadáver en el vestidor, la segunda persona se vincula a una forma potencial: "¿A quién llamarías si en este mismo momento te encontraras un cadáver en tu vestidor, Juan Manuel?" (18). Como con el puro presente instala una zona de indefinición y de riesgo: ¿Se trata de una fantasía desatada por un tú que de nuevo es otro, o de un crimen atribuible al tiempo vacío, los días sin huella del alcohólico: horas, minutos, que no han dejado rastros en la memoria? Eventualmente es posible pensar que el cadáver del joven en el placard, cuyo color de ojos coincide con el de Barrientos, cumple una función simbólica: recuerda al joven que fue y en su muerte late la culpa por las expectativas que no se cumplieron, una hipótesis en la que se condensa el sentimiento de fracaso que el personaje arrastra en todo su recorrido a partir de la salida de su casa.

Como en "Lejana" de Julio Cortázar, el viaducto funciona como un puente, una zona de pasaje entre las reflexiones estéticas del maduro doctor Barrientos y las inseguridades del estudiante que fue. Con el desplazamiento de la tercera a la segunda persona, en un mismo espacio se superponen tiempos distantes entre sí, se crea una relación de continuidad/discontinuidad por la cual, mediante un sistema de asociaciones, el personaje maduro recupera la curiosidad y la angustia del adolescente. Más adelante, con el recuerdo de la primera borrachera y de la muerte del padre, se instala la memoria de la desgracia. La segunda persona asociada al presente opera entonces como una estrategia de acercamiento que posibilita el ejercicio de un control sobre el malestar y la irritación que parecen incontrolables pero la memoria del padre desata el flujo de la primera persona: "Quisiera hablarte, quisiera que me oyeras, que me vieras, que me reconocieras, que me ayudaras a recorrer el viacrucis que esta cruda de la chingada que traigo me tiene deparado" (40-50).

En otras ocasiones, la combinación del uso de la segunda persona con el cruce temporal contrapone la ciudad actual a la ciudad de la memoria; aludiendo a una intimidad afectiva e intelectual puede referir espacios cerrados o abiertos en una línea que cuestiona o eventualmente mantiene el prestigio del recuerdo. En el primer caso cuando visita el Salón La Luz: "Hacía tiempo que no estaba en esa cantina. Recordabas el lugar remetido en un sótano o por lo menos en un nivel inferior al de la calle. Lo recordabas oscuro, quien sabe si por la oscuridad propia del espacio o por el deterioro del recuerdo" (24). En el segundo: "Cruzó el Eje Central Lázaro Cárdenas, que tú prefieres seguir llamando San Juan de Letrán" (24). Tan fuerte es ese sentimiento, que consigue reestructurar melancólicamente el recuerdo del moribundo: "Cómo le fueron cambiando el nombre a la calle de San Juan de Letrán. ¡Eje central! ¡Qué imbecilidad!" (191).

En ese juego que nunca es mecánico sino que por el contrario, como se ha tratado de mostrar, admite numerosas variantes y deslizamientos, puede producirse otro modo de la irrupción de una primera persona bajo la forma de una pregunta retórica "¿Dónde estará Antonio? ¿Por qué no me habrá contestado el teléfono? ¿Se estará negando?" (26). En un gesto de paranoia pero también de obsesividad, el personaje se arroga el cumplimiento de una misión; construye un laberinto que participa de las características de un recorrido ritualizado, diseña un mapa cultural personal en el que la obcecación sustenta el cumplimiento de un destino: "Tienes que ir al Zócalo, al centro del centro. Quieras o no, así está escrito, con una chingada" (181).

En un momento del recorrido que coincide con la parada en la Puerta de Sol, el narrador vincula de manera explícita escritura e itinerancia: "Y sus pasos, ésos que daba por el centro de la ciudad, ¿no eran la caligrafía tartamuda –o ebria- que alguien iba escribiendo sin que él tuviera nada que ver en el asunto?" (82). Diseña también el mandato que lo impele a seguir un camino en el que unifica el centro de la ciudad con el centro de su deseo: "[...] Jimena te va a estar esperando en el Zócalo. [...] Jimena en el centro, en el mero centro, en el centro del centro, en el asta bandera, esperándote, convocada por la poderosa fuerza de la ilusión" (98).

Implosión de la catedral

La construcción de un personaje que se desbarranca hasta la disolución final en sus humores: la sangre y la orina que se suman a los detritos de la ciudad, crean una continuidad entre la ciudad desgarrada y degradada y el individuo en decadencia, y una discontinuidad en los marcos de una tradición literaria, una zona de pasaje entre la narración de la ciudad como mito y la ciudad puerca, ya anticipada por Roberto Arlt y algunos de los escritores del treinta en Buenos Aires. En ese sentido parece como paradigmática la visión apocalíptica que arrastra la implosión de la catedral que Barrientos imagina como eco y repetición de su propia muerte: "Es la última vez que contemplas la Catedral y piensas, envanecido, que con tu muerte la Catedral se va a venir abajo, se va a desmoronar, se van a desgajar sus torres" (197). El cumplimiento de esa profecía que compromete al espacio sagrado por antonomasia de la ciudad puede ser leído también como un homenaje a Alejo Carpentier quien comienza y termina El siglo de las luces con la imagen de la pintura preferida de Esteban: Explosión en una catedral.(24) Aunque el sentido simbólico atribuido a la pintura en la novela de Carpentier no parece tener relación con las posibles interpretaciones que propone el desenlace de la novela de Celorio, existe un punto en el cual la vocación por la arquitectura desplazada luego a la literatura, coincide en ambos autores. En El viaje sedentario Celorio recuerda su propia inclinación por los modos de conformación del espacio y su amor por las palabras, pero también una cita de Alfredo Bryce Echenique que parecería hermanar ambas vocaciones: "Sólo un escritor [...] es capaz de construir una catedral en una tarde".

En la tensión entre ambas vocaciones, unidas en la capacidad de organizar y disponer sobre una superficie palabras y volúmenes, el texto realiza de un modo que podría considerarse paradójico, el efecto contrario. Después de las últimas palabras de Barrientos: "No me abandones" (201), la narración realiza la minuciosa destrucción de la catedral intuida y acaso deseada por Barrientos, una verdadera deconstrucción que en tres páginas reduce a polvo una fábrica de siglos. Como en un film que fuera desde el final al principio, la catedral se va descomponiendo en los elementos que la constituyen: desde las insignificantes piedras que se desprenden de la admirada torre poniente, crujidos, rajaduras, hendiduras, "un rumor sordo que parecía provenir de las entrañas de la tierra, de las pirámides devastadas del subsuelo, de los mantos freáticos", humilla al templo que cae sobre sí mismo cubriendo de polvo el Zócalo. Al día siguiente, sábado, en el mismo escenario, un soldado hace desaparecer el último rastro de la existencia de alguien llamado Juan Manuel Barrientos Ahumada. Sus discípulos, "excitados por la sola idea de hacer una excursión en el centro de su propia ciudad, para ellos tan desconocido, tan ajeno", en alegre compañía pero sin el maestro, duplican el recorrido realizado por Barrientos el día anterior.

La soledad revierte, la pareja que se establece ese día termina fascinada frente al paisaje que se despliega "ante su mirada compartida. Enfrente, el Palacio y la bandera. Al fondo, la cúpula de Santa Teresa la Antigua. Y a la izquierda, ahí, al alcance de la mano, la Catedral, acabada de bañar, reluciente después de la lluvia" (216). Para la mirada nueva de Fernando y Jimena la catedral luce como recién construida, un milagro que sólo puede atribuirse a la magia de la literatura.
 
 

Notas

(1). Gonzalo Celorio, Y retiemble en sus centros la tierra, Barcelona, Tusquets, 1999. Se cita por esta edición; en
      adelante el número de página se coloca entre paréntesis.

(2). Ángel Rama, La ciudad letrada, Montevideo, Comisión Uruguaya pro Fundación Internacional Ángel Rama,
     1984,  p.16.

(3). Margo Glantz, "Ciudad y escritura: la ciudad de México en las Cartas de Relación de Hernán Cortés", en
     Borrones y borradores: reflexiones sobre el ejercicio de la escritura (ensayos de literatura colonial, de Bernal
     Díaz del Castillo a Sor Juana), México, Coordinación de Difusión Cultural, Dirección de Literatura UNAM –
     Ediciones del Equilibrista, 1992.

(4). Gonzalo Celorio, México, ciudad de papel, Barcelona, Tusquets, 1998 (2ª. Edición).

(5). Rosalba Campra, "La ciudad en el discurso literario", en SYC, núm.5, Buenos Aires, mayo 1994, p.34.

(6). Jorge Luis Borges, "Poema conjetural", Obra poética 1923-1969, Buenos Aires, Emecé, 1972. Novena edición
     corregida y aumentada.

(7). "Y se amaron dos caballos". Sevillana de A. Peralta y M. Pareja Obregón.

(8). Pierre Francastel, "Espace génétique et espace plastique", Revue d’Esthétique, Paris, Tome Premier – Fascicule
      4, Octobre-Décembre 1948, pp.349-380.

(9). Sor Juana Inés de la Cruz, "Procura desmentir los elogios que a un retrato de la poetisa inscribió la verdad, que
     llama pasión", Lírica personal, Obras Completas México, Fondo de Cultura Económica, 1976, Tomo I.

(10). Gilles Deleuze. El pliegue. Leibniz y el barroco, Barcelona, Paidós, 1989.

(11). Véase Mabel Moraña, Viaje al silencio. Exploraciones del discurso barroco, México, Facultad de Filosofía y
     Letras, UNAM, 1998.

(12). Flores de baria poesía (1577), recoge cinco sonetos de amor de Francisco de Terrazas, hijo de un conquistador
     español cercano a Hernán Cortés. Estos datos han sido tomados del artículo de Gonzalo Celorio, "Dos sonetos
     eróticos de Francisco de Terrazas, primer poeta mexicano", preprint, 2002.

(13). En la carta de Lowry a su editor, Jonathan Cape, puede seguirse parte del fascinante proceso de escritura de la
     novela, véase El volcán, el mezcal, los comisarios, Barcelona, Tusquets, 1971. Cuadernos Marginales 15. Prólogo
     de Jorge Semprún.

(14). Para una biografía de Santa Catalina de Siena véase Santiago de la Vorágine, La leyenda dorada, Madrid,
     Alianza  Editorial, 1982.

(15). Alfonso Reyes, "Visión de Anáhuac", en Antología de Alfonso Reyes, México – Buenos Aires, Fondo de Cultura
     Económica, 1963.

(16). Sólo concebible como juego irónico ya que como hipótesis es altamente improbable además de incomprobable.
     Véase Ley sobre el escudo, la bandera y el himno nacionales, México, Comisión Nacional para las celebraciones
     del 175 aniversario de la Independencia nacional y 75 aniversario de la Revolución mexicana, 1985.

(17). Gonzalo Celorio, El viaje sedentario [1994], Barcelona, Tusquets, 2001, p.168.

(18). Gonzalo Celorio, Amor propio, Barcelona, Tusquets, 1992.

(19). Martín Luis Guzmán, El águila y la serpiente [1928], en La novela de la Revolución Mexicana, México,
     Aguilar, 1960, tomo I.

(20). Gonzalo Celorio, México, ciudad de papel, op.cit., p.12.

(21). Ramón López Velarde, "La suave patria", Obra poética, Edición Crítica, José Luis Martínez (coordinador),
     Archivos 36, 1998.

(22). Agustín Yáñez, Ojerosa y pintada [1959], México, Joaquín Mortiz, 1969. Esta tercera edición lleva como
     ilustración de tapa un mapa de la ciudad de México.

(23). Alberto Vanasco, Sin embargo Juan vivía [1947], Buenos Aires, Sudamericana, 1967, pp.11-18.

(24). Aunque en la novela de Carpentier se atribuye a la pintura un origen napolitano y su autor nunca es nombrado, se
     supone que la pintura existe e incluso se atribuye a Max Ernst una Explosión en una catedral de 1960.