Molloy, Sylvia. El común olvido. Buenos Aires: Norma, 2002

Esta segunda novela de Sylvia Molloy, comienza por sorprendernos. Nos toma desprevenidos, especialmente por el gran contraste que presenta con su primera novela En breve cárcel, publicada hace ya varios años. Si recordamos los espacios cerrados de esta última, subjetiva, con personajes centrados en sus pasiones personales y casi sin referencias al mundo externo, y que participaba, de algún modo de la tradición del "nouveau roman", El común olvido, por el contrario, se abre a todo un mundo, que tiene el valor de la recuperación de una época, espléndidamente descrita por Molloy, y que es el Buenos Aires de los años sesenta, en contraste con el Buenos Aires de hoy. Nos seduce el carácter evocativo del libro como proyecto que cuestiona la política del exilio, o de la marginalidad, la atracción de la reconstrucción de un pasado, el simulacro de un recuerdo perfectamente armado. El narrador-protagonista, Daniel, un muchacho que ha vivido desde los doce años en Estados Unidos, y que se autodefine como un chico anglo argentino, vuelve a Buenos Aires con una misión: cumplir con el último deseo de su madre, que es desparramar sus cenizas en el Río de la Plata.

Se ha dicho de los críticos, que, al escribir una novela, suelen cargarla de alegorías y de metáforas. Este no es el caso de Molloy, que con esta novela nos ha entregado la mejor forma de entretenimiento. Este relato, lleno de chismes y personajes originales y hasta exóticos, hace que nos entreguemos sin reservas a sus andanzas y aventuras, como sólo pueden lograrlo las mejores novelas ya clásicas. La prosa llana de Molloy, su economía de palabras, la elección exacta de cada expresión configuran una escritura que fluye sin interrupciones y sitúan a Sylvia Molloy entre las mejores narradoras argentinas de hoy. El diálogo indirecto que utiliza Molloy contribuye a crear un ritmo parejo y seguro, como una música deliberadamente compuesta sin estridencias. Es un río de recuerdos al que nos asomamos poco a poco, y que nos da, al final, un cuadro terminado.

Este texto tiene un interés doble para los que conocimos y participamos de los años sesenta, es un verdadero roman a clé, pero es una novela de enorme interés para cualquier lector de hoy, ajeno a esa época. Para los que no conocieron esos tiempos, la novela es válida en varios otros planos. La reconstrucción de un Buenos Aires hoy desaparecido, las costumbres y maneras de comportamiento de cada capa social, la expresión velada de un pasado que se adivina nostálgico, recuperan una época ya perdida definitivamente. Molloy mantiene ese interés hasta el final y cada uno podrá leer el texto de diferentes maneras.

Aquí se borran los géneros. Es un texto que participa del género autobiográfico, pero también, de algún modo, de la novela histórica; asimismo puede entenderse como una novela programática del mundo gay, y aún leerse como una novela de misterio, casi policial. Las intrincadas y secretas relaciones entre los personajes, que el narrador va descubriendo a lo largo de la trama, se vuelven por fin claras para el lector, que debe esperar a que los diversos misterios le sean revelados.

La trama se convierte en una verdadera pesquisa, iniciada por el narrador, para conocer mejor a su familia, de la cual ha estado desconectado por años, y al mismo tiempo a varios personajes del grupo de escritores que se centraban alrededor de la revista SUR, y que su madre había conocido bien. El personaje de Samuel Valverde, basado en José Bianco, que fué director de esa revista durante muchos años, está tratado con gran ternura y empatía, y Jorge es un excelente retrato de Enrique Pezzoni. Charlotte personifica a la célebre fotógrafa Giselle Freund que fuera muy amiga de Victoria Ocampo; los reconocemos en esa mezcla de ficción y realidad tejida por Molloy. Se asemeja esta novela a los buenos cuadros del Renacimiento, donde las figuras principales están magníficamente representadas, junto con el paisaje que las rodea y los completa. Es ésta una de las características más importantes de la novela, porque le proporciona al texto una riqueza excepcional, aún más vasta y abarcadora.

Entramos en los diferentes espacios en que Molloy sitúa a sus personajes: el barrio de la Recoleta y su cementerio, con la tumba de Eva Perón, y el detalle de su epitafio: "No me llores perdida ni lejana", los suburbios del norte de Buenos Aires: San Isidro, El Tigre y el recreo donde se mató Lugones; Olivos, con sus boites cerca del río, y su célebre cine York, escenario de furtivos encuentros antes de convertirse en sala de arte. En fin, toda esa geografía de la ciudad misma, meticulosamente narrada en la exactitud de los lugares frecuentados, los hoteles, las confiterías, los paseos, las calles. Molloy es, además, una artesana de la lengua, y muchos de los personajes, el grupo de los angloargentinos tan bien descritos a través de sus diálogos, hablan en esa mezcla notable y totalmente espontánea de español e inglés. Frases como "let it go, che", o "tu padre hacía cosas así, to shock people", era la lengua que hablaba toda una clase argentina, - y que, lejos de parecer artificiosa- era la lengua común de un grupo cultural determinado. Un grupo que estuvo presente en la Argentina desde comienzos de su independencia y que ha contribuido tanto a la cultura del país desde Hudson hasta Borges, quien matizaba sus diálogos constantemente con los dos idiomas. Este rasgo, hoy mucho menos común, los definía y los hacía reconocibles entre sí, como si ese idioma fuera un pase secreto que los ubicaba en una clase especial.

En este libro nada es casual y la trama nos presenta un desafío constante, que hace que queramos continuar la lectura hasta el fin. La pesquisa que inicia el narrador en Buenos Aires, no lo lleva a una conclusión satisfactoria, pero tal vez sí a una catarsis de resignación a un exilio que ya había experimentado de chico. Y su problemática identidad tampoco queda del todo resuelta.

Seguirá de viajero entre dos mundos inestables, y la noción de su propio yo seguirá siendo, como ha afirmado Molloy misma en una entrevista reciente, plural y fragmentaria. Podríamos preguntarnos aquí si el exilio y la pluralidad no son las características que definen a tantos escritores de la segunda mitad del siglo veinte. Por ejemplo, Sylvia Molloy.

Susana Haydu
Yale University