Carpentier en Yale: recuerdo fotográfico de una visita
 
 

Texto de Roberto González Echevarría

Yale University

Fotografías de Pedro Yanes

Key Biscayne, FL




Traer a Carpentier a Yale en marzo de 1979 no fue nada fácil. Intervenían obstáculos de toda índole, sobre todo políticos. Eran los años de la administración de Jimmy Carter, y había alguna distensión en las relaciones entre Estados Unidos y el régimen de Fidel Castro. Yo mismo había participado en el "diálogo" entre el gobierno cubano y la comunidad cubana en el exterior, como ahora se nos llama en vez de "gusanos," en noviembre de 1978. De todos modos, no había relaciones diplomáticas formales entre los dos países, aunque se habían establecido secciones de intereses en Washington y La Habana. Además, Carpentier era un funcionario del régimen en su calidad de agregado cultural de la legación cubana en París. Su adhesión incondicional era conocida y su puesto oficial así lo proclamaba. En el exilio esto era notorio, y entre muchos el rechazo del régimen incluía el de Carpentier. Todo esto presentaba dificultades que iban desde la obtención de visas hasta problemas de seguridad --de Carpentier y mías. Pero primero había que ver si Carpentier aceptaba la invitación.

Nos habíamos conocido en París años antes, probablemente en 1973, cuando yo escribía mi libro Alejo Carpentier: The Pilgrim at Home, que se publicó en 1977. (1) Lo llamé por teléfono y no hubo titubeo de su parte, aunque tenía que consultar a las autoridades de su gobierno. Cuando, al poco tiempo, aceptó, las condiciones que me impuso complicaron mi tarea de forma insospechada. Carpentier exigía pasajes en primera, o en su defecto business class, para él y su señora --Lilia Esteban Hierro-- sin la cual se negaba a viajar. Esto, aparte del honorario de $800 que le había conseguido, que en aquel entonces era una suma considerable, aunque por supuesto ínfima en términos del valor de Carpentier como artista. El precio de los pasajes no era sólo prohibitivo sino que los estatutos de las dos o tres organizaciones que me habían facilitado los fondos para el evento estipulaban que sólo se podían pagar boletos en clase económica. (2) No recuerdo cómo logré sortear este escollo, probablemente apelando directamente a la administración de Yale, pero lo hice, y pasé a ocuparme del problema de la visa.

Hice todos los trámites de rigor, pero como una semana antes de la visita, Carpentier me llamó de París para decirme que el consulado americano le había informado que su visa demoraría un par de meses. Con la fecha del multitudinario simposio encima, pensé que todo estaba perdido, que tendría que celebrarlo sin Carpentier. Del Departamento de Estado me informaron que era una práctica rutinaria de hostigamiento mutuo demorar las visas de diplomáticos cubanos porque el régimen de Castro hacía lo mismo con los norteamericanos. Le hice saber al burócrata que me explicaba el problema impávidamente que Carpentier bien podía tener un pasaporte diplomático cubano, pero que era uno de los más grandes escritores modernos de cualquier país y que era por eso que lo invitábamos. La creciente subida de tono mía tuvo el efecto predecible: el empleado se plantó en sus trece. No había solución. Desesperado, llamé a mi gran amigo puertorriqueño José Cabranes, juez de distrito en Nueva York y Connecticut, pero entonces asesor jurídico de Yale con múltiples contactos en Washington. Este llamó a su amigo Cyrus Vance, Secretario de Estado de Carter y egresado de Yale. Al día siguiente recibí yo una llamada de Carpentier quien, atónito, me contó que el consulado americano acababa de enviarle a su casa las visas suya y de su mujer. Problema resuelto.

Fuimos Isabel y yo a buscar a Carpentier y a su esposa al aeropuerto Kennedy en mi vetusto, pero digno Oldsmobile. Durante la hora y media de viaje a New Haven empezó una conversación que duró casi toda la semana que pasó entre nosotros. Yo estaba en posesión de un conocimiento minucioso y reciente de toda su obra, por lo que podíamos ir al grano de los asuntos sin preámbulos ni explicaciones previas. También había pasado yo un verano en Caracas investigando sus años en la capital venezolana, a la que había regresado varias veces a reuniones y conferencias, por lo que teníamos amigos y conocidos en común. Hablamos de todo, desde béisbol hasta pintura, pasando revista rigurosa a la obra de autores contemporáneos de diversas regiones. Sentí que, al cabo de los días, Carpentier iba abandonando la reserva natural que nuestra situación imponía, y empezó a soltarse en sus opiniones sobre otros escritores y en su forma de hablar. Podía ser dicharachero y tenía un arsenal de chistes de todo calibre que contaba con gracia y desenvoltura. Algunas de las anécdotas que me contó no las puedo repetir aquí. Dos frases se me quedaron en la memoria. Una, cuando al hablar de algo difícil, me dijo que un amigo suyo decía: "Eso es más difícil que matar un puerco a besos." La otra, cuando le di la encerrona de ponerlo ante el público una segunda vez, al día siguiente de su conferencia principal del viernes 16, porque así me lo exigía una de las organizaciones patrocinadoras. El empezó excusándose de no tener nada preparado, y anunció que iba a hablar un poco de la influencia mozárabe en los orígenes de la música cubana "para no quedar como cucaracha en baile de gallinas." Improvisó una conferencia magistral que nos dejó a todos boquiabiertos. No sé si alguno en el público la habrá grabado.

Su conferencia plenaria fue un éxito extraordinario. La hicimos en un antiguo auditorio de Yale, de estilo neogótico, y capacidad para más de trescientas personas. Había gente sentada en el suelo, en los pasillos, de pie en varias camadas en las puertas. Habíamos hecho con la policía un barrido, con perros, para asegurarnos de que no había bombas, y hasta ensayamos una salida entre bastidores y por una puerta trasera en caso de disturbios o protestas violentas. Puse a dos policías uniformados de cara al auditorio, como dos cariátides, a ambos lados del escenario. El público, dada la cercanía de Yale a Nueva York y New Jersey, estaba compuesto de no pocos cubanos --yo diría que eran la mayoría. Le dieron una ovación cerrada y prolongada después de mi presentación y otra, de pie, cuando terminó la conferencia. Fue algo apoteósico, que superó en público y recepción la visita de Borges a Yale hacía poco.

Durante su estancia fuimos a Nueva York, otra vez en el Oldsmobile. Carpentier quería volver a ver la arquitectura de Manhattan, sobre todo el Flat Iron Building. También nos paseamos por Greenwich Village, en una de cuyas calles dimos con un señor, ya maduro, con ademanes afeminados, completamente ataviado en traje de Superman, con capa roja y todo. Comentamos cómo todo era posible en Nueva York. En las comidas que hacíamos Carpentier insistía en comer platos americanos, diciendo que él no había venido de París a Estados Unidos para comer comida francesa. Se hartó de perros calientes, de helados y Sundays, y, sobre todo, de Chicken Salad, que resultó ser su plato favorito. En todo se veía que Carpentier era un hombre intensamente interesado en su entorno y con una visión agudísima de las cosas, aún de las en apariencia más triviales. Se dejaba guiar por Lilia con paciencia y resignación porque tenía la mente en otras cosas.

Sabíamos que estaba enfermo, y que era cáncer, pero no teníamos detalles. Yo tenía sobreaviso a varios médicos latinoamericanos del Yale-New Haven Hospital en caso que hicieran falta. Pero, afortunadamente, nada pasó. Sí insistía en comer yogurt, supongo que por razones de salud, aunque tal vez porque le gustara. Creo que logré hacer migas con él porque llegamos hasta a ese nivel de intimidad cubana masculina que consiste en decir chistes "de relajo" y hablar de mujeres. En cuestiones culturales era un mar sin fondo. Le hablé de teatro francés del siglo XVIII porque me parecía ver influencias de una o dos obras menores en los primeros capítulos de El siglo de las luces. Discutimos Le légataire universel, de Regnard, como si se hubiese acabado de leer la pieza, que no es precisamente un clásico. Me habló de El libro de buen amor como si fuera un especialista, refiriéndose a instrumentos musicales que Juan Ruiz menciona que luego aparecen en El espejo de paciencia de Silvestre de Balboa. Se conocía la picaresca en detalle, y la obra de Cervantes a fondo. Creo que Carpentier tenía o comprendía la mentalidad del profesor y se manejaba en el discurso académico como uno de nosotros. Tal vez por eso he tenido yo tanta afinidad por su obra, y me sentí tan a gusto con su persona.

La conferencia plenaria, que intituló "La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo" fue importante por la manera en que Carpentier hace una revisión de su vida y obra desde la perspectiva marxista del gobierno que representa. Y fue dramática porque Carpentier sabía que la muerte lo acechaba y que no iba a ver el fin de siglo que vislumbraba -- "no digo para mí, que no alcanzaré a ver el año dos mil" (p. 37). Carpentier hace un balance del fin de siglo cuando a éste todavía le quedan veinte años para concluir, pero se excusa diciendo que "si veinte años son muchos en una vida humana, y son lo que nos falta para llegar al año 2000, veinte años son muy poco en un proceso histórico, en un proceso de ideas, en un proceso político, en un proceso de pensamiento" (p. 21). Cuatro temas dominan la conferencia: 1) refutar la idea de que el arte y literatura latinoamericanas andan siempre a la zaga de Europa por una especie de fatalismo histórico; 2) demostrar cómo la novela latinoamericana sigue un proceso político de creciente politización de sesgo izquierdista, al igual que los procesos políticos latinoamericanos; 3) defender su concepto de "lo real maravilloso americano" de ataques políticos desde la izquierda que, ante la realidad latinoamericana, pedirían más bien "lo real horrorosamente americano" (p. 38); 4) vaticinar la forma que va a tomar la novela latinoamericana del futuro.

Carpentier propone que, por el contrario de lo que se piensa, América Latina se ha adelantado a Europa en muchos procesos históricos, y que éstos se reflejan en su literatura. Usa como ejemplo la lucha de clases, que él ve como algo dominante en la evolución histórica latinoamericana mucho más que la europea. Pero Carpentier, cuya cultura marxista no parece haber sido profunda, confunde el proceso de lucha de clases al aplicarlo a América Latina. Por ejemplo, la pugna entre criollos y peninsulares en los albores de la independencia americana no fue una lucha de clases sino una lucha por el poder dentro de una misma clase social y económica. Ver a los indios como un proletariado requiere un revisionismo que desvirtúa nociones elementales del marxismo que se basan en el análisis de una explotación económica impulsada por la tecnología y la industria, prácticamente ausentes en América Latina. Los ejemplos que Carpentier da de escritores que critican de forma radical el sistema imperante en América Latina --Güiraldes, Gallegos, Rivera-- no son consecuentes con sus argumentos, porque ninguno era de orientación marxista, sino liberal en el mejor de los casos. En lo que sí acierta es en proponer que la vertiente nativista de la novela latinoamericana sí se adelantó a corrientes posteriores en Europa y Estados Unidos --da como ejemplo la literatura americana "sureña."

Menos razón lo acompaña cuando afirma que los nuevos novelistas latinoamericanos, siguiendo a sus precursores, siguen una tendencia izquierdista, como la política de América Latina. En cuanto a lo último, el fracaso del sandinismo en Nicaragua, los de la propia revolución cubana, y el giro reciente hacia la derecha en México y otros países latinoamericanos hacen de Carpentier un mal profeta. Con la excepción de Chávez en Venezuela, y su izquierdismo de vena religiosa y populista tiene más de fascismo que de comunismo, la mayoría de los países latinoamericanos se mueven hacia el centro y la derecha --el caso de Colombia es el más reciente. Además, Carpentier no supo ver --nadie pudo, en realidad-- el colapso de la Unión Soviética y el campo comunista de Europa del Este. Sin el apoyo material e ideológico de esas potencias el izquierdismo latinoamericano ha decaído enormemente. En cuanto a los escritores latinoamericanos, Carpentier también se equivocó, y el mejor ejemplo es Mario Vargas Llosa, pero otro tanto podría decirse de Carlos Fuentes. Ninguno de los dos es ni remotamente izquierdista de la forma en que lo fueron en los años sesenta. No han surgido grandes poetas de izquierda para sustituir a los desaparecidos Pablo Neruda y Nicolás Guillén. Octavio Paz, que sí vio el fin de siglo, abominaba el izquierdismo latinoamericano, que le parecía una especie de clerecía sin ideas propias. Ernesto Cardenal se apagó con la caída del sandinismo y su obra no ha perdurado.

Carpentier evoca un incidente cuando un estudiante europeo le dice que mejor que de "real maravilloso americano" debía hablarse de "real horroroso americano." Dice que le da la razón al estudiante pero le advierte que "está confundiendo lo temporal con lo permanente" (p. 38). Sostiene que los horrores sociales y políticos de América Latina son algo que desaparecerá con el tiempo, mientras que "lo real maravilloso" es "lo que permanece eterno" (p. 38). Carpentier vuelve aquí a uno de sus temas favoritos sobre la universalidad de los mitos y teogonías americanas, sin darse cuenta que, desde una perspectiva marxista nada es permanente o eterno, que el materialismo dialéctico (usa el término "dialéctico") con frecuencia en la conferencia, no sabe de creencias y comportamientos inmutables. La idea de Carpentier es más interesante, aparte de estar en contradicción con el resto de la conferencia, que la estrecha visión marxista de la cultura latinoamericana. Es un concepto más bien estructuralista, levistrausiano, del mito, con posibilidades infinitamente más ricas que la noción de ideología.

Aparte de su error al predecir la orientación izquierdista de la novela latinoamericana, Carpentier supo ver que ésta iba a ser de tema urbano, dado el crecimiento de las ciudades latinoamericanas y su modernización, y --más interesante aún--, que ésta iba a ser dominada por el melodrama, por lo truculento. En esto la novelística latinoamericana se iba a apartar de la europea, que siente aversión por lo melodramático. Creo que un libro como La fiesta del chivo, la novela sobre Trujillo de Vargas Llosa, tiene mucho de melodrama, y que lo mismo se nota en algunos novelistas jóvenes como el mexicano Jorge Volpi y el colombiano Mario Mendoza. La idea de que esa tendencia melodramática va a presentar una lucha maniquea entre buenos y malos, que para él sería entre opresores y oprimidos, no fue tan profética, sin embargo. Pienso que el maniqueísmo, que Carpentier sólo practicó en su fracasada última novela, La consagración de la primavera no tiene lugar en la literatura moderna.

Se ve que Carpentier quiso presentarse ante su público como el Colón de El arpa y la sombra --su gran novela de los últimos años de su vida-- en calidad de penitente en busca de absolución. Por eso dice, en lo que para mí es una alusión a Borges, que un novelista debe ser buen ciudadano "porque no puede caber destino más triste que el de aquél de quien las generaciones jóvenes dicen, cuando ha transpuesto el umbral de los sesenta o los setenta años, 'Ay, que gran escritor, pero qué hombre detestable.' Y peor aún que se diga esto después de muerto" (p. 48). Pero, desde luego, como Colón, a quien no beatifican en la novela, Carpentier viene con su carga de contradicciones y revisionismos demasiado burdos, esgrimiendo un marxismo que nunca practicó en su obra, ni siquiera en La consagración, con un tono conmovedor y hasta un poco patético en lo que resulta ser una apologia pro vita sua. Es decir, que fue humano, terriblemente humano, lo cual no me atrevo a reprocharle.

Fotografía 1. Emir Rodríguez Monegal y Carpentier. Han pasado apenas once años desde las polémicas de Mundo Nuevo, y las divisiones que éstas causaron en el mundo intelectual latinoamericano. Emir había llegado a Yale poco después, en 1969, cuando yo terminaba mis estudios. Primero vino de profesor visitante y luego con cátedra permanente. Cuando Emir dirigía Marcha en Montevideo, Carpentier le envió, en enero de 1954, un ejemplar de Los pasos perdidos, que acababa de publicarse unos meses antes en México. El novelista vivía en Caracas entonces. Emir escribió una nota sustanciosa, de tono positivo aunque con algunos reparos. Carpentier y Emir vivían ambos en París durante las controversias de Mundo Nuevo, pero, por supuesto, nunca se habían visto. La revista publicó trabajos sobre Carpentier, pero no textos suyos. Fue para mí motivo de gran satisfacción reunirlos en Yale. Emir me contó que lo primero que Carpentier le dijo es que él se lo imaginaba más bajito. Carpentier era un hombre de estatura mediana tirando a alta, para latinoamericano; Emir era alto, de alrededor de seis pies de estatura. La conversación fue cordial, y hasta amistosa, con la complicidad que siempre se establece entre figuras importantes aparte de las divisiones políticas o de cualquier índole. En el momento de la foto Emir tenía cincuenta y ocho años y Carpentier setenta y cinco.

Fotografía 2. Carpentier pronuncia su conferencia --la segunda, no la principal que había sido la noche anterior en el mismo auditorio-- y lo escuchamos Emir y RGE.

Fotografía 3. Emir da su conferencia y lo escuchamos, de izquierda a derecha Manuel Durán, Carpentier y RGE.

Fotografía 4. RGE en el uso de la palabra mientras Manuel Durán y Carpentier cuchichean.

Fotografía 5. RGE y Carpentier después de su conferencia plenaria.

Fotografía 6. Carpentier con la profesora cubana Raquel Chang Rodríguez.

Fotografía 7. RGE, Carpentier e Isabel González, con el profesor de Illinois Klaus Müller-Bergh en el fondo.

Fotografías 8-13. Carpentier con admiradores después de su conferencia plenaria.

Fotografía 14. Carpentier con estudiante no identificado. En el fondo Lilia Esteban Hierro de Carpentier.

Creo recordar que era sábado cuando Emir me llamó porque era de mañana y estaba todavía en la cama. Me lo dijo con la suavidad de quien ha dado semejantes noticias antes: Carpentier había muerto en París. Era 24 de abril, trece meses después de su visita a Yale. No sé si me ocurrió la pedantería de pensar la proximidad de la fecha a la de la muerte de Cervantes (un 22 de abril) y Shakespeare (un 23), pero sí que me embargó una gran tristeza. No podía decir que se tratara de un amigo íntimo en el sentido usual de la frase, pero era en realidad algo más trascendental. Yo pienso que logré dialogar con el Carpentier profundo, donde se alojaba su voluntad creadora, que me había paseado por las galerías de su fastuosa imaginación, y que había sentido allí el ansia de ser que lo motivaba --el origen de esa forma de que hablaba Darío. Todo eso iba a permanecer, desde luego, pero congelado para siempre, sin la frágil envoltura que empezaba a convertirse en polvo, en humo, en nada. Estas fotografías y recuerdos son un esfuerzo sin duda vano, pero sincero, por preservar algunos momentos del paso de Carpentier por el reino de este mundo.
 
 


Notas

(1). Alejo Carpentier: The Pilgrim at Home. Ithaca-London: Cornell University Press, 1977. Revised and expanded paperback edition, The University of Texas Press, 1990. Alejo Carpentier: el peregrino en su patria (Mexico: Universidad Nacional Autónoma de México, 1993).

(2). Los detalles, así como la conferencia de Carpentier y las de los demás participantes en el simposio, se encuentran en Historia y ficción en la narrativa hispanoamericana. Coloquio de Yale. Compilación y prólogo de Roberto González Echevarría (Caracas: Monte Avila, 1985).