Imágenes de la mujer en la España de finales del XIX:
"santa, bruja o infeliz ser abandonado".
 
 

Teresa Gómez Trueba

Universidad de Valladolid


 


El pintor noruego Edvard Munch, que tantas veces representó en sus cuadros un profundo temor ante la presencia femenina, escribió en su Diario que "La mujer, con sus múltiples facetas, es un misterio para el hombre. La mujer es al mismo tiempo una santa, una bruja y un infeliz ser abandonado" (cit. por Bornay, 288). A finales del siglo XIX la mujer se convirtió en un asunto candente y de máxima actualidad, que atrajo la atención de moralistas, científicos, filósofos, intelectuales y artistas, por igual. No sólo fueron sus derechos y el papel que debe ocupar en la sociedad los que preocupan y obsesionan, también lo harán su psicología y su inteligencia, sobre las que se escriben numerosos estudios científicos y filosóficos, y, por supuesto, su misterio y su fatalidad, que quedaron plasmados hasta la saciedad en el arte finisecular. Estaba de moda hablar de la mujer, y, precisamente, porque -tal como revelan las palabras de Munch- lejos de existir una única imagen del ser femenino aceptada por todos, múltiples tipos o ideales de feminidad se enfrentan en los documentos de la época.

Pretendo en este trabajo dar cuenta de esa multiplicidad de imágenes femeninas que desplegó la cultura finisecular, a través fundamentalmente del estudio y análisis de diversas obras de la literatura española de la época, pero sin olvidar otros documentos, jurídicos y científicos, imprescindibles para entender determinadas reacciones artísticas que podríamos calificar de temerosas o desconcertadas ante el nuevo protagonismo femenino. En definitiva, me propongo demostrar que en la encrucijada de tendencias estéticas y corrientes de pensamiento que es el fin de siglo XIX, la concepción de la mujer también revela posturas simultáneas y contradictorias.

Frente a la imagen moralista y tradicional, surgen las nuevas voces feministas que abogan por una mujer liberada. Pero al tiempo que se produce este enfrentamiento, el arte de fin de siglo, huyendo de una realidad prosaica y vulgar, creará mitos femeninos -la mujer fatal, la mujer frágil- que nada tienen que ver ni con la mujer tradicional, educada para ser esposa y madre, ni con aquella que a través de la lucha política reivindica su liberación e independencia. Efectivamente, no todo los artistas de fin de siglo mostraron el mismo interés por el debate social que estaba teniendo lugar en toda Europa acerca de la "cuestión femenina". Por el contrario, mientras una literatura, generalmente adscrita a la estética naturalista, entre la que se encuentra la novela erótica de Felipe Trigo y sus seguidores, de forma más o menos explícita tomaba partido en ese debate, otros autores, relacionados con corrientes como el decadentismo o el esteticismo, se mantendrán, al menos en apariencia, al margen. Si el Modernismo fue en parte una reacción estética contra la mentalidad positivista y pragmática de la época, contra una realidad prosaica y vulgar, no es de extrañar que tendiera a crear mitos femeninos alejados y contrarios al tipo de mujer que los movimientos feministas querían imponer a través de sus programas de lucha social y política. Estamos hablando de una época en la que una prenda íntima femenina, el corsé, se convirtió en símbolo de batalla entre reformadores y reaccionarios, entre médicos e higienistas preocupados por lo irracional e insano del atuendo femenino y defensores acérrimos del arte de la elegancia y la sofisticación. Si para unos el corsé era elemento imprescindible de la toilette femenina, para otros no era más que un extravagante distorsionador de su figura.

Ahora bien, si calificábamos más arriba de "aparente" la indiferencia de ciertas manifestaciones artísticas ante la amenaza feminista, ello es porque las diferentes posibilidades de ideal de feminidad a las que nos referimos nacen en íntima relación y unas no podrían ser entendidas sin la existencia de las otras. Los logros de las campañas feministas hicieron aparecer reacciones temerosas de muy diversa índole. Esas reacciones son múltiples y contradictorias. Al tiempo que se echa mano de la ciencia para demostrar de manera infalible la inferioridad intelectual de la mujer, el artista decadente de fin de siglo representa su angustia y su temor ante la amenaza de los nuevos tiempos que se avecinan a través de la imagen de una poderosa, perversa y devoradora mujer fatal, presente en infinidad de manifestaciones del arte finisecular.

Sea cual sea la imagen de feminidad que se quiera exaltar o abolir, lo cierto es que la mujer adquiere en esta época un protagonismo inusitado. En muchas de las más importantes obras literarias de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX -Madame Bovary (1857), Ana Karenina (1877), Nana (1880), Nora o Casa de muñecas (1880), La Regenta (1884), La tía Tula (1921)...- la mujer es la gran protagonista, dando incluso título a la obra. Un indicio aún más importante son los numerosos libros sobre mujeres célebres que empezaron a publicarse en la segunda mitad del siglo. Dichas colecciones incluían personajes de lo más dispar: junto a Eva o la Virgen María, podía encontrarse a Safo de Lesbos o a Mme. de Staël. Pero dicha disparidad no anula la evidencia palpable del protagonismo que adquiere la mujer y de la creencia cada vez más generalizada de que esta podía distinguirse por sus actos (Scanlon, 63).

"La mujer" a debate en el fin de siglo

Ecos del movimiento feminista en España

Entre los que han estudiado la historia del feminismo en España es común reconocer que, durante la segunda mitad del siglo XIX, este prácticamente se redujo a la información que ofrecían algunas revistas, así como a la aparición de una incipiente polémica en las mismas. Es más, si por un lado es evidente que el movimiento feminista tardó en obtener logros importantes entre nosotros mucho más tiempo que en otros países, por otra parte hay que reconocer que la polémica acerca del papel de la mujer en la sociedad siguió en España casi la misma pauta que en aquellos. Periódicos y revistas culturales, como La España Moderna o La Lectura, hablaban frecuentemente del asunto, comentaban las actividades realizadas en el extranjero y reseñaban o reproducían artículos publicados en la prensa internacional. Libros capitales en la lucha feminista fueron traducidos y publicados en España. En "La biblioteca de la mujer", creada en 1892 bajo la dirección de Emilia Pardo Bazán, con la pretensión de ampliar la cultura entre las mujeres españolas, apareció la popular obra de John Stuart Mill, La esclavitud femenina, muy celebrada por las feministas de la época. Asimismo, la obra del más destacado divulgador de la teoría socialista sobre el papel de la mujer en la nueva sociedad, Die Frau und der Sozialismus (1879) de Ferdinand August Bebel, fue traducida al castellano por Emilia Pardo Bazán (La mujer ante el socialismo, Madrid, s. f.).

Sin embargo, el hecho de que la cuestión feminista interesara también en nuestro país no quiere decir que fuera siempre bien acogida. Muy frecuentemente las noticias sobre el movimiento se comentaban en un tono burlón y sarcástico, cuando no de absoluto desprecio. Adolfo González Posada, al reseñar en La España Moderna (año 10, nº 120, diciembre de 1898) un nuevo libro publicado en Francia sobre el feminismo, Le feminisme, de Kaethe Schirmachen (París, 1898), advierte que "en verdad, pocas cuestiones pueden llamarse con más propiedad y exactitud du temp present que esta del feminismo" y añade a continuación que pocos síntomas podrían reflejar tan bien el atraso de nuestro pueblo como "esta indiferencia, quizá desprecio, con que se tratan las cuestiones que entraña el llamado feminismo" (pp. 194-195). Lo cierto es que si en España se informaba regularmente de todo lo relacionado con el movimiento feminista, las ideas defendidas por éste no llegaron a calar hondo entre nosotros, al menos no todavía en la época que nos ocupa. A este respecto, es interesante observar cómo las frecuentes referencias al feminismo o a las novedades bibliográficas en la materia en las revistas culturales de la época comparten página y sección con múltiples reseñas de otro tipo de libros que, si bien trataban también el tema de la mujer, un tema sin duda de actualidad en el fin de siglo, difícilmente podrían adscribirse a lo que hoy entendemos por "feminismo". Nos referimos a obras como Plan nuevo de educación completa para una señorita al salir del colegio (1898), de la Vizcondesa de Barrantes; La niña cortés o lecciones de urbanidad (1898), de J. Codina; o En el salón y en el tocador (1899), de Concepción Gimeno de Flaquer. El ejemplo de esta última, escritora prolífica de libros sobre y para la mujer, es sumamente revelador de cómo se vivió el debate el torno a la mujer en España. En varios escritos se presenta a sí misma como portavoz de lo que denomina "feminismo conservador". La finalidad perseguida por éste no era la de luchar contra el hombre, ni eludir las obligaciones domésticas, antes bien era la de "conservar a la mujer muy femenina", pues el poder de la mujer reside en "la ternura, el pudor, la elegancia, la gracia y la coquetería" (cit. por Scanlon, 200-201). En 1899, Adolfo González Posada afirmaba en un estudio titulado precisamente Feminismo que en España no hay una polémica seria sobre cuestiones feministas y que no existen grupos feministas bien organizados con un programa de reformas prácticas (pp. 191-193) (Scanlon, 4). Por su parte, la Condesa de Campo Allegre, al estudiar la historia del feminismo español, dijo que éste "no llegó nunca a formar lo que se llama un movimiento y tuvo siempre un carácter vergonzante. La resignación fue el rasgo dominante de nuestras mujeres" (cit. por Litvak, 184). En definitiva, también en la España del siglo XIX preocupó la cuestión femenina, pero el incipiente debate que tuvo lugar entre nosotros sobre el feminismo tuvo un carácter peculiar si lo comparamos con lo que estaba ocurriendo en algunos países del mundo occidental en la misma época.

Es evidente que en cuestión de reivindicaciones feministas existió un considerable desfase en el caso español, pero ello no debe hacernos silenciar ciertas acciones aisladas, no por ello menos importantes, en nuestro país. Aparte de la atención prestada al feminismo en algunas publicaciones periódicas o los comienzos de una literatura que se hace eco de este asunto, la mayoría de las reivindicaciones están en su mayor parte relacionadas con la educación de la mujer.

En una conferencia leída en el "Centro Obrero" de Barcelona los días 18 y 24 de octubre de 1903, José Prat denunciaba la superficial educación que recibían las mujeres de clase alta: "basta con aprender a leer y escribir, un poco de historia y de geografía, pintura, un par de idiomas, música, baile, algo de bordado y de arte y una gran dosis de religión" ("A las mujeres", Barcelona, Biblioteca Juventud Libertaria, 1904) (cit. por Nash, 79). Fabián Vidal, en una crónica sobre "Las mujeres y el arte", publicada en Alma española, el 30 de abril de 1904, (nº 23, pp. 7-8), da una visión más pobre aún de la cultura de la mujer burguesa: "posee los conocimientos generales de la mujer educada en un convento de monjas. Chapurrea el francés, martiriza el piano, canta con voz bonita y regular afinamiento, sabe hacer varias caprichosas labores y hasta es capaz de agasajar a su esposo con algún plato artísticamente culinario. Pero que la saquen de ahí, porque entonces desaparecerá el barniz de cultura y queda al descubierto la burguesa ignorante, de mentalidad escasa, que forma el tipo corriente entre dicha clase social" (p. 7).

Pues bien, ante la pobreza que muestra la educación femenina, desde la escuela krausista y la Institución Libre de Enseñanza se manifestó cierta preocupación por llevar a cabo algunas reformas. En un intento de elevar el número de estudiantes del sexo femenino se crearon programas pedagógicos dirigidos a la mujer. Así, por ejemplo, se funda en 1869 la "Escuela de Institutrices", que vino a suplantar a la única escuela pública de enseñanza superior, la "Escuela Normal de Maestras". En 1870, se creó la "Asociación para la enseñanza de la mujer", cuyo objetivo era la reforma de la enseñanza, y que fundará en Madrid numerosos centros, como la "Sección de idiomas y Música" o la "Escuela de Comercio" (1878). Hay que tener en cuenta que a estas escuelas, de carácter privado, sólo asistieron una privilegiada minoría de mujeres, casi todas pertenecientes a la burguesía madrileña, con lo que no puede sobrevalorarse el resultado de estas iniciativas (Cabrera Bosch, 34-36). Quizás lo más importante fue que por primera vez se consideró a la mujer como individuo con derecho a una educación que redundaría tanto en beneficio de la sociedad, como en beneficio propio (Scanlon, 7-8). Por otro lado, no cabe duda de que estas iniciativas consiguieron al menos atraer la atención de la opinión pública hacia el tema de la educación femenina.

Geraldine Scanlon cita como indicio de este nuevo interés la aparición de revistas nacidas con la voluntad de ampliar la cultura de la mujer y de convencerla de lo injusto de su situación. Entre estas, caven citarse La Instrucción para la Mujer (1882), órgano de la "Asociación para la Enseñanza de la Mujer", o La Ilustración de la Mujer, que tenía un carácter menos solemne y que, junto a secciones dedicadas a la cultura, incluía también un fascículo separado dedicado a la moda (Scanlon, 21-23). En relación con este tema, hay que mencionar también la aparición de algunos estudios, debidos a mujeres, que denunciaban la educación tradicional femenina, tales como Páginas para la educación popular (1877), de Sofía Tartilán, o La mujer del porvenir (Madrid, 1869) y La mujer de su casa (Madrid, 1883), de Concepción Arenal.

Al margen de todos estos documentos de un interés evidente, son las leyes la más valiosa fuente de información acerca de la posición de la mujer española en el fin de siglo. La mayor parte de los derechos que asistían a la mujer soltera desaparecían inmediatamente con el matrimonio. La subordinación de la mujer casada al marido quedaba estipulada en distintos artículos del Código Civil de 1889. Así, el artículo 57 establece que "el marido debe proteger a la mujer, y ésta obedecer al marido"; el 58 que "la mujer está obligada a seguir a su marido dondequiera que fije su residencia"; el 59 que el marido era el administrador de los bienes del matrimonio y el 60 que el marido era también el representante de la mujer y ésta no podía, sin su presencia, comparecer a juicio (Nash, 20). Si comparamos esta situación con los logros que poco a poco se iban obteniendo en Inglaterra, Francia o los Estados Unidos, la desigualdad jurídica de la mujer en España en el último tercio del siglo XIX es aún mucho más evidente. Los tímidos intentos en las últimas décadas del siglo XIX de revisar la situación jurídica de la mujer no consiguieron avances importantes. En el preámbulo de la Ley de 18 de junio de 1879 sobre matrimonio civil se planteó el divorcio, que fue finalmente rechazado al ser considerado por la mayoría, incluso por las voces más vanguardistas, como contrario a la doctrina católica. Conocemos un dato significativo al respecto: en 1903 Carmen de Burgos hizo una encuesta de opinión sobre el tema y cuando doña Emilia Pardo Bazán fue preguntada, intentó evadir una respuesta comprometida (Cabrera Bosch, 42). No faltaron, en cambio, otras posturas mucho más revolucionarias. En un artículo titulado "Adulterio y divorcio", aparecido en Alma española (nº 10, 1903, p. 2), Pío Baroja rechaza tajantemente la creencia generalizada de que "el adulterio en el hombre es una falta", mientras que "en la mujer es un crimen", y toma partido por la legalidad del divorcio. Termina incluso su artículo expresando su esperanza de que este prepare el camino para la unión libre, "la forma más perfecta, más acabada de la unión sexual" (p. 2). En cualquier caso, hay que señalar que las posturas más radicales que preconizaban la disolución del núcleo familiar, como las propuestas a finales del siglo por algunos militantes anarquistas, como Anselmo Lorenzo, apenas suscitaron el apoyo ni siquiera de sus propios compañeros (Nash, 21).

Aunque alguna voz solitaria reclamó el derecho al voto para la mujer, todavía en los últimos años del siglo XIX no fue esta una cuestión importante en España, ni siquiera para aquellas que se llamaban feministas. En un artículo titulado "El sufragio femenino en Inglaterra y América", publicado en La España Moderna en 1895, el licenciado Pero Pérez afirmaba que este tema "tiene sin cuidado a los países de la llamada raza latina" y que la privación del voto "no da ni frío ni calor a la mayor parte de las mujeres" (cit. por Scanlon, 150). En realidad, habrá que esperar hasta bien entrado el siglo XX para que se produzca una protesta relevante a favor de una reforma legal. Concretamente, será con la Constitución de la Segunda República, cuando quede legalmente establecida la igualdad entre los sexos dentro y fuera del matrimonio, se introduzca la ley de divorcio o se consiga el derecho al voto para la mujer española.

También en lo que respecta a la situación laboral de la mujer, España estaba considerablemente retrasada en relación con otros países. La campaña a favor del derecho al trabajo de la mujer encontró una hostilidad mucho mayor incluso que la campaña en pro de su mejor educación. La realidad es que la mayoría de las mujeres españolas no estaban más convencidas que los hombres del fundamento de sus derechos profesionales. Es significativo el hecho de que muchos de los folletos dirigidos a convencer a la mujer de su papel de sumisión y obediencia dentro de la sociedad, como Las mujeres españolas... pintadas por sí mismas, de Faustina Sáez de Melgar, estaban escritos por mujeres (Scanlon, 60). Hubo, en cambio, alguna excepción digna de mención, como la de Acosta de Samper, que en La mujer en la sociedad moderna (París, 1895), ofrecía "ejemplos de mujeres que han vivido para el trabajo propio, que no han pensado que la única misión de la mujer es la de la mujer casada, y han logrado por vías honradas prescindir de la necesidad absoluta del matrimonio, idea errónea y perniciosa" (Scanlon, 63). Asimismo, hay que recordar también las obras ya citadas de Concepción Arenal.

Pero, ¿cuál era la situación laboral de la mujer española? Naturalmente, la polémica en torno a la incorporación de la mujer al trabajo concernía exclusivamente a la mujer de clase media. Las mujeres aristócratas obviamente quedaban al margen de este asunto y, por otro lado, el trabajo de las mujeres de la clase baja se veía como algo necesario que no podía entrar en discusiones de índole moral. De entre todos los trabajos que desempeñaban las mujeres eran aceptados más favorablemente por la sociedad aquellos que, como el de maestra, tendían a considerarse como una prolongación natural del carácter femenino (Scanlon, 64). Concepción Arenal, en su artículo "Estado actual de la mujer española" (La España Moderna, septiembre de 1895), dice que los únicos puestos que pueden ocupar las mujeres son "maestra de niñas, telegrafista y telefonista, estanquera, reina". Scanlon añade a esta lista los puestos de baja categoría en el Cuerpo de Empleados de Cárceles y el de funcionarios y auxiliares de Resguardo, así como el de comerciantes, sobre todo en Cataluña (Scanlon, 76-77).

Las reivindicaciones en el terreno legal fueron escasas y consiguieron pocas cosas en las últimas décadas del siglo XIX. En 1888, el Partido Socialista incorporó en su programa la reivindicación de una equiparación salarial entre los sexos para igual trabajo. Habrá que esperar a la Ley del 13 de marzo de 1900 para que se inicie de forma efectiva la legislación estatal de protección a la obrera en España. Las condiciones de la mujer en el trabajo fueron mejorándose asimismo al ampliarse esta legislación en el Real Decreto del 13 de noviembre de 1900, la Ley del 8 de enero de 1907 y el Real Decreto del 21 de agosto de 1923 (Nash, 56-58).

Dado su alarmante crecimiento en las últimas décadas del siglo en casi todas las capitales europeas, la prostitución llegó a convertirse en un tema de máxima actualidad, uno de los motivos más recurrentes de la literatura popular del siglo XIX y, naturalmente, un asunto que preocupaba también a aquellos que se interesaron por la situación laboral de la mujer. Al igual que en otros países, una de los objetivos perseguidos por los sectores más progresistas fue precisamente la abolición de la prostitución legalizada. Por su puesto, también los hombres de ciencia escribieron muchas página sobre el tema. A modo de ejemplo diremos que, en 1904, el conde de Romanones ofreció un premio en el quinto concurso de la Academia de Higiene de Cataluña a un ensayo sobre "La falta de cultura como causa de la degeneración y prostitución de la mujer" (Scanlon, 114).

Tras la situación descrita, podemos afirmar que en los últimos años del siglo XIX no existió en España un movimiento feminista bien organizado semejante al de otros países. Es más, España no contó con representación ninguna en los Congresos Internacionales de Mujeres celebrados a finales del XIX. Durante los primeros años del siglo XX se crearon algunas instituciones culturales o pedagógicas que con mayor o menor presión plantearon algunas reivindicaciones. Así, por ejemplo, pueden citarse la "Junta para la represión de la trata de blancas" o la "Junta de damas de la Unión Ibero-Americana de Madrid". Pero para que se cree la ANNE (Asociación Nacional de Mujeres Españolas), que se iba a convertir en la organización feminista más importante de España, habrá que esperar a 1918, fecha en la que las mujeres de otros países ya habían conseguido muchos de sus objetivos y el feminismo ya no era motivo de escándalo.

El discurso antifeminista: la Iglesia, la ciencia, la filosofía

Si las voces precursoras del movimiento feminista se dejaron oír en España, con más intensidad lo hicieron aún todas aquellas que alimentaron las posturas antifeministas y contrarias a la emancipación de la mujer, tanto o más numerosas durante esta época que las primeras. Ante la creciente amenaza de que unas estructuras sociofamiliares que parecían inamovibles sufrieran serias transformaciones, en las últimas décadas del siglo XIX toda una serie de discursos -moralistas, científicos, filosóficos...- se aunaron para impedirlo.

Excelentes testimonios de esta situación son sin duda los numerosos manuales y guías, del tipo de La educación moral de la mujer (Madrid, 1877) de Ubaldo R. Quiñones, que se publican por esto años. Proliferaron extraordinariamente en las últimas décadas del siglo XIX, precisamente cuando el papel tradicionalmente asignado a la mujer en la sociedad comenzaba a sentirse en peligro. En casi todos estos manuales la educación femenina suele quedar restringida a la exposición de sus deberes domésticos y a una guía de buenos modales, siendo el fin primordial de todos ellos preparar a la mujer para el matrimonio. No obstante, la mayoría de los autores no ignoraban que los principios básicos sobre los que se asentaba su concepción de la mujer ideal comenzaban a estar seriamente amenazados. Antes que eludir esas amenazas, se echaron mano de unas interesantes estrategias para neutralizarlas. Frecuentemente se alude en estos manuales de educación a los nuevos conceptos de igualdad y emancipación, para seguidamente referir las desastrosas consecuencias que puede traer el adherirse a ellos: desorden, vicio, destrucción de la familia, etc. Por otro lado, para convencer a la joven de que se ocupara exclusivamente de las tareas domésticas, se tomaba la precaución de hacerla sentirse importante en la realización de dichas faenas. Ahora más que nunca se sintió como una necesidad imperante que el papel de la mujer quedara bien definido incluso en los libros. Esta situación explica también la frecuencia con la que se recomendaba la lectura de determinados clásicos, como La perfecta casada, de Fray Luis de León, o De la instrucción de la mujer cristiana, de Juan Luis Vives (Scanlon, 18-21).

Durante años, para persuadir a la mujer de cuál era su posición en la sociedad no había más que invocar a la religión y a la voluntad divina. La inferioridad intelectual de la mujer se afirmaba como una verdad evidente. La naturaleza había distribuido diferentes cualidades entre el hombre y la mujer: "el hombre era acción, inteligencia, poder y su función estaba en la sociedad y la vida pública; la mujer era pasividad, sentimiento, fragilidad y su función estaba en el hogar" (Scanlon, 162). Naturalmente, ante esta situación la defensa de los derechos de la mujer o los deseos de emancipación eran una evidencia de herejía y enfrentamiento a la Iglesia. En el momento que estos argumentos comenzaron a sentirse insuficientes entre algunos sectores, se recurrió a la autoridad de la ciencia, como método infalible para demostrar esas supuestas verdades. Durante el siglo XIX, tanto en Europa como en Estados Unidos se asiste a una debatida polémica "científica" acerca de la pretendida inferioridad intelectual de la mujer con respecto al hombre. Los argumentos esgrimidos a favor de esta tesis, procedían del campo de disciplinas científicas como la fisiología, la biología y la anatomía, y se fundamentaban en los escritos de F. J. Gall, Herbert Spencer, T. Bischof o P. J. Moebius, entre otros. De esta forma, junto al discurso religioso y moralista, surge un nuevo discurso médico-científico que prestará argumentos tremendamente útiles a los sectores antifeministas.

Las teorías aparentemente más convincentes al respecto se debieron a la frenología y, más concretamente, al doctor Franz Joseph Gall, autor de Recherches sur le système nerveux en général, et sur celui du cerveau en particulier (París, 1809). Relacionaba este la conformación externa del cráneo con el desarrollo y posición de los órganos pertenecientes a las diversas facultades mentales. Una de las conclusiones a las que llegó Gall era que al estar el cerebro de la mujer menos desarrollado en su parte antero-superior, sus facultades intelectuales eran necesariamente inferiores a las de los hombres. El doctor Gall fue, gracias a sus teorías, uno de los científicos más citados y respetados por los antifeministas (Scanlon, 163-164). También se recurría con muchísima frecuencia a Herbert Spencer. No en vano, en The principles of Biology (1864-1865) y más tarde en The Principles of Ethics (1892-1893) sostenía este último que la actividad intelectual era incompatible con la procreación (Scanlon, 171).

Son también numerosos los trabajos que, desde el punto de vista de la psicología y la sociología, desde una perspectiva "racional y científica", por tanto, trataron el tema de la supuesta perversidad femenina. El discurso médico de la época atribuía el incremento de la prostitución a aspectos hereditarios y a la atracción y abandono al placer carnal, pereza, debilidad intelectual, etc., de las prostitutas, antes que a un factor como el de la miseria de la clase proletaria. En La donna delinquente, la prostituta e la donna normale, el famoso criminalista C. Lombroso y G. Ferrero sostienen que la prostitución es la manifestación de la estructura criminal latente en la mujer. Dicha teoría alcanzó una extraordinaria difusión, siendo este libro rápidamente traducido a varios idiomas, tras su primera edición en 1893. Otros autores contemporáneos expusieron teorías en la misma línea. Paul Adam, en un artículo titulado "Des Enfants", publicado en La Revue Blanche, en 1895, señalaba las perversas características eróticas de la mujer magnificadas en la conducta de la niña, quien, en su opinión, poseía una inherente tendencia a la prostitución (Bornay, 151).

Otra idea que alcanzó popularidad en la época fue la de acusar a la mujer de ejercer una influencia nefasta y destructiva en el hombre como ser creador. Ya en 1810, el doctor francés J. Joseph Virey, en su obra De l'influence des femmes sur le goût dans la littérature et les beaux arts pendant le XVIIe et le XVIIIe siècle, atribuía a la intervención femenina la degradación que decía contemplar en el área de la cultura y las artes. Esta idea aparece representada en obras de Henry James, Zola u Octave Mirbeau, entre otros. Durante la segunda mitad del siglo, estas actitudes misóginas son corroboradas por Schopenhauer, Nietzsche o Weininger. En su exaltación de la voluntad y del dominio del espíritu sobre la materia, para Schopenhauer tanto las exigencias del cuerpo, como la mujer que las provoca y estimula, eran absolutamente abominables. Su obra El amor, las mujeres y la muerte (1851) ha sido considerada como un verdadero alegato, próximo, al libelo contra la mujer. Asimismo, el "superhombre" de Nietzsche, se caracteriza por la total y absoluta libertad de espíritu, en contraposición a la "materia pasiva" que es la mujer. Por su parte, el vienés Otto Weininger, cuya obra Sexo y Carácter (Viena, 1903) tuvo un gran éxito de público, llevaría al extremo este desprecio contra el sexo femenino (Bornay, 85-86).

Naturalmente, los ecos del debate científico y filosófico en torno a la inferioridad intelectual y moral de la mujer no tardaron en llegar a España. Como es bien sabido las obras de Schopenhauer y Nietzsche fueron ampliamente difundidas y admiradas entre nosotros. Bajo la influencia de Schopenhauer, en La voluntad, Azorín nos muestra un hombre que al casarse con una mujer fuerte y enérgica como Iluminada, queda por completo entregado a la voluntad de ella, convirtiéndose en un ser abúlico y pasivo que deja hacer y vive como una cosa. También Weininger alcanzó una gran popularidad, siendo muy citado en España en los años veinte. Muchos de los más importantes autores que habían tratado de demostrar científicamente la menor capacidad femenina se leyeron y comentaron en España. De sobra conocida es la amplia difusión que tuvieron las obras de Spencer, traducidas por Miguel de Unamuno para La España Moderna. El trabajo de P. J. Moebius sobre le deficiencia mental fisiológica de la mujer fue traducido al español por Carmen de Burgos, bajo el título de La inferioridad mental de la mujer (Valencia, s. f.) (Scanlon, 165). En 1895, La España Moderna publicó un artículo titulado "Las mujeres y el darwinismo", que, en realidad, era una traducción resumida de un trabajo de R. Kossman, publicado en Nord und Süd. Se argumentaba aquí que el feminismo llevaría a la pérdida de las características sexuales y, por ende, a la extinción final de la raza (Scanlon, 174). En el mes de diciembre de 1895, La España Moderna publicó también un comentario del licenciado Pero Pérez a propósito de la obra del profesor de psicología de la Universidad de Viena, Benedikt, quien había intentado demostrar que el hombre se caracteriza por la acción y la iniciativa, mientras que la mujer por la ternura (Scanlon, 163). Algunos autores españoles desarrollaron teorías en la misma línea. Urbano González Serrano, en sus Estudios psicológicos (Madrid, 1892), afirmaba que la mujer estaba sacrificada al amor y a la maternidad y era una enferma y sierva de su constitución física, lo que la incapacitaba para mantener una relación de amistad con el hombre. Emilia Pardo Bazán reaccionó rápidamente ante dicha aseveración negando tajantemente que la mujer fuese una enferma permanente. La respuesta de Pardo Bazán fue el origen de una especie de debate sobre este asunto que mantuvieron Urbano González y Adolfo González Posada, publicado más tarde bajo el título de La amistad y el sexo. Cartas acerca de la educación de la mujer (Madrid, 1893) (Scanlon, 169). De forma similar a Urbano González, el doctor Mariscal y García, en su Ensayo de una higiene de la inteligencia (Madrid, 1898), sostiene los acostumbrados tópicos sobre las cualidades masculinas y femeninas y la inferioridad intelectual de la mujer (Scanlon, 163).

Junto a Pardo Bazán, otra mujer, Concepción Arenal, reaccionó ante la extensión y popularidad de estas teorías "científicas". Concretamente, en La mujer del porvenir, arremete contra las argumentaciones del famoso especialista en anatomía y fisiología del cerebro, el doctor Gall. Frente a su postura, Concepción Arenal sostiene que la diferencia intelectual del hombre y la mujer se debe a la diferente educación que reciben ambos, antes que al tamaño de su cerebro (Cabrera Bosch, 39). Asimismo, Joaquín de Huelbes, en "El feminismo ante la ciencia" (Germinal, nº 16, 1897), replica a los diferentes argumentos científicos que tratan de demostrar la inferioridad femenina y concluye proclamando que "la mujer es por lo menos igual al hombre" (p. 10) (cit. por Celma).

En cualquier caso, a excepción de unos pocos que reaccionaron contra estas teorías, la tendencia generalizada fue la de dudar acerca del potencial intelectual de la mujer. En un artículo titulado "La Eva futura", publicado en Revista Nueva (II, 1º serie, nº 23, 1899, pp. 193-197), Manuel Bueno comentó un libro que acababa de publicarse en Italia: Inchiesta sulla donna, de Guglielmo Gambarotta. Se pasaba en éste revista a las últimas opiniones de los autores más cualificados acerca de la mujer. Bueno hace referencia a las ideas de Lombroso, Padovan, Sergi, Butti, etc., y concretamente a la difundida teoría que considera a la mujer como un ser intermedio entre el niño y el hombre, con la que se identifica plenamente. Lo más significativo es que esta postura no fue privativa de sectores conservadores o liberales. También los sectores de la izquierda española, a pesar de sus reivindicaciones de igualdad entre los sexos, expresaron con frecuencia una duda sistemática sobre la capacidad intelectual de la mujer (Nash, 14).

La mujer y la moda

Muchos de los estudios y manuales dedicados a la educación femenina que se publicaban durante estos años prestaban especial importancia a todo aquello que la joven requería aprender para tener un aspecto agradable y adecuado. El título completo de una obra ya citada de Concepción Gimeno de Flaquer, En el salón y en el tocador. Vida social. Cortesía. Arte de ser agradable. Belleza moral y física. Elegancia y coquetería, es sumamente revelador al respecto. En una conferencia también citada más arriba, José Prat denunciaba que en la sociedad contemporánea la mujer de clase alta era algo así como "un simple objeto de lujo con derechos muy restringidos", en cuya ínfima y superficial educación, la lección más importante era "el arte de cautivar el macho, que no al hombre, con su belleza natural y con los perifollos de la última moda". Es más, si a la mujer podría perdonársele que olvidara lo poco que aprendió en el colegio, nunca que dejara de vestir a la moda. "De una gran señora -afirma José Prat- se dice siempre: «viste muy bien», «es muy elegante», pero raras veces puede decirse que es inteligente" (cit. por Nash, 79). El "arte de la elegancia" llegó a significar para algunas mentalidades del fin de siglo un valor superior no sólo al de la inteligencia, sino incluso al de la belleza. "La belleza -afirma Gómez Carrillo en una de sus populares crónicas sobre la mujer y la moda- como la virtud y el heroísmo, son cosas pasadas de moda. Lo que nosotros adoramos es algo menos grande y menos raro, algo que no es divino, algo que tiene su parte de artificio y su parte de capricho, algo que puede llamarse gracia o elegancia..., pero no belleza" (p. 38) (cit. por Blasco, 28). Al cultivo de dicho arte se entregaron con fervor muchas mujeres de la clase alta y media del fin de siglo. Es en este momento cuando surge un nuevo concepto del diseñador de moda, llamado a transformar el mundo de la haute couture. Si en épocas anteriores el diseñador -casi siempre mujer- era un personaje relativamente humilde que visitaba a las damas en sus hogares, ahora comenzará a exigirlas que acudan a él (Laver, 187). Y, a pesar de ello, o precisamente por eso, nunca como en la belle époque, las mujeres acataron más servilmente los dictámenes de la moda. Es éste un mundo, el de la moda, que no podemos, por lo tanto, pasar por alto en un completo retrato de la mujer finisecular.

Uno de los objetivos del movimiento de emancipación femenina que surge en Europa en la segunda mitad del siglo XIX era luchar contra las tiranías que la moda imponía a la mujer. Prendas como el corsé, que la obligaban a sacrificar su salud para lucir un esbelto talle ante la mirada del hombre, encerraban unas implicaciones sociológicas respecto a su papel en la sociedad que no podían pasar desapercibidas. La mayoría de las mujeres, en cambio, hacían caso omiso de esas voces aisladas. Muy por el contrario, la mujer de fin de siglo se dejaba seducir por otro prototipo de feminidad más atractivo y sugerente que continuamente se le ofrecía en las páginas de publicaciones como La vida galante, La Moda Elegante, Blanco y Negro, La Ilustración u Hojas Selectas. Todas estas revistas se preocupaban de poner a la mujer española de fin de siglo al corriente de la moda, dando puntual noticia de las últimas novedades parisinas. Pero, si las revistas culturales de fin de siglo no mostraron reparos en dedicar secciones fijas al mundo de la moda, tampoco lo hicieron algunos escritores que siguiendo el ejemplo de prestigiosas plumas extranjeras (Baudelaire, Remy de Gourmont, Mallarmé...) demostraron auténtica devoción por todos aquellos objetos creados para embellecer a la mujer.

Felipe Trigo revela en sus novelas una auténtica pasión por los pormenores del atuendo femenino, rayando en ocasiones en el fetichismo. No es raro que este autor se detenga en minuciosas descripciones del calzado, las medias o la ligas de sus heroínas (Litvak, 165). También Valle-Inclán muestra un gusto e interés extremo por la ropa femenina y los vestidos que Bradomín escoge para Concha, en la Sonata de Otoño, o que lleva la Niña Chole, en la Sonata de estío, son minuciosamente descritos (Litvak, 119). Pero serán las populares crónicas de Gómez Carrillo, recogidas más tarde en el libro La mujer y la moda (Madrid, Mundo latino, s. f.), el más exacto retrato del sofisticado y complejo mundo de la toilette femenina en los albores del siglo. Se componía esta de un sinfín de elementos -corsés, sombreros, manguitos, guantes, cosméticos, joyas, perfumes...- que adquirían una relevancia y protagonismo por igual a la hora de ataviar y armar a la mujer del fin de siglo para la seducción. Al igual que la literatura de la época, la moda femenina se caracterizó en este momento por una gran dosis de ostentación y extravagancia.

Tal como nos informa James Laver, los tejidos favoritos eran el crêpe de china, el chiffon, la mousseline de soie y el tul. Muchos vestidos llevaban complicados bordados o iban incluso pintados a mano. El trabajo que llevaba hacer cada uno de los vestidos a la moda era tremendo, sólo comparable al de los brocados de principios del XVIII (Laver, 222). Durante esta época se utilizó mucho el encaje que, en ocasiones, cubría casi todo el traje, haciendo el efecto de una auténtica cascada. Pero los adornos de encaje se utilizaban también en las enaguas, que adquieren ahora una nueva importancia. Como la mujer debía sujetarse continuamente la falda con la mano para andar, el adorno de encaje de la enagua quedaba al descubierto, lo que al parecer tuvo en esta época un extraordinario atractivo erótico (Laver, 208). En su minucioso repaso de la moda femenina, las revistas no olvidaban detenerse en todos los pormenores de la ropa interior, la cual, por supuesto, tenía que combinar y armonizar con el vestido. Dos de los nuevos instrumentos para la sofisticación femenina que se imponen por aquellos años son las ligas y el liguero. Pero quizás es la polémica surgida en torno al uso del corsé el mejor retrato de la mentalidad y las preocupaciones de la época. El movimiento o "liga anticorsé" promovido por las emancipacionistas esgrimía argumentaciones médicas en contra de esta prenda. Al parecer, las autopsias confirmaban que a menudo el hígado de la mujer estaba partido por la mitad a causa de su uso (Litvak, 171-172). En 1881 se creó el "Movimiento del Traje Racional", cuyos miembros estaban preocupados por lo malsano de la moda; especialmente por el corsé, que ajustaba la figura femenina hasta deformarla (Laver, 202). Dichas iniciativas fueron frecuente motivo de escarnio. Hubo quien, como Gómez Carrillo, alarmado ante dichos ataques, no tardó en salir en defensa del corsé. A pesar de todo, con el tiempo, los enemigos del corsé llegaron a conseguir su propósito. En países como Rusia, Alemania y Rumanía, consiguieron incluso legislaciones contra esta prenda. Aunque, naturalmente, fue sobre todo, cuando las mujeres comenzaron a hacer una vida más activa cuando se pasaron de moda los rígidos corsés.

Pero con la desaparición del corsé no desapareció la sofisticación. Los modelos creados por Paul Poiret, que, al tiempo que subían el talle y llenaban el traje de vivos colores e influencias orientales, liberaban a la mujer de los corsés, irrumpieron en el París de la bélle epoque a principios de siglo. En España, Mariano Fortuny Madrazo, crea en 1907 la túnica conocida como el "Delfos", que exigía también la eliminación del corsé, pues "estaban creadas para un cuerpo desnudo, cuyas formas no pretendían alterar, sino, por el contrario amoldarse a él". Se hizo tremendamente popular y se vistieron con él Isadora Duncan o Natacha Rambova, esposa de Rodolfo Valentino. La moda creada por Fortuny ha sido relacionada con el movimiento inglés de Arts and Crafts, precisamente porque sus prendas estaban hechas a base de técnicas artesanales en el tratamiento de los tejidos, a los que se aplicaban motivos inspirados en fuentes medievales, renacentistas, barrocas, chinas, árabes... (Laver, 345-346).

Los sombreros, que, naturalmente, debían venir de París, alcanzaron una sofisticación insospechada y sus precios podían llegar a ser altísimos. Frecuentemente se adornaban con plumas, que hacían furor en estos años. Bajo el sombrero, la mujer elegante se cubría el rostro con el velo, que solía tener grandes espacios libres entre graciosos ramajes que dejaban adivinar el rostro. La larga lista reproducida por Litvak de diferentes estilos de manguillos utilizados en la época nos dan un ejemplo de los niveles de sofisticación a los que podía llegar el mundo de la moda: "El manguillo Nido, en satín blanco, con aplicaciones de encaje; el manguillo Flor, el manguillo Watteau con ronda de amorcillos pintados sobre satín blanco. El manguillo Fígaro en terciopelo negro... " (Litvak, 166). Por la tarde debían usarse guantes largos que cubrían parte del brazo y, naturalmente, también había una lista interminable de diferentes tipos de guantes: "en seda china, castor, suede, cabritilla, tul, encaje; tipo mosquetero, colombina, España... "; además, el guante podía estar ataviado ¡hasta con treinta y dos botones! (Litvak, 166). Una de las obsesiones o fetiches de la época, atestiguada por autores como Barbey D'Aurevilly o Valle-Inclán, era el calzado y el pie femenino, que se carga de un gran erotismo. Ello tiene fácil explicación: después de 1851 la falda del vestido subió tres pulgadas del suelo. Hubo ciertos cambios significativos en el calzado: en el último cuarto de siglo comienza la moda del tacón alto y las botas femeninas, al igual que los guantes, podían disponer de un sinfín de botones (Litvak, 123-124).

También las joyas adquirieron un gran protagonismo y sus sofisticados diseños estaban regidos por el lirismo y la armonía sinuosa del arte finisecular. Así las ha descrito Lily Litvak: "Ondulaciones de oleajes, cascadas de náyades, cabezas de gorgona asomadas bajo gemas, cabellera de ninfas cuajadas de flores, racimos de gemas que chispean entre piedras esmaltadas o pedazos de vidrio"(Litvak, 162). Esas joyas "son cosas animadas, objetos vivos y vivaces que se mueven, que palpitan, que se insinúan", afirma Gómez Carrillo en una de sus crónicas (cit. por Blasco, 22). Se usaban también grandes abanicos de plumas curvadas o rectas, de avestruz y joyas. Sabemos también que los perfumes de París eran ofrecidos a la dama elegante en preciosos frascos y que sus nombres podían ser tan sugerentes como "Secreto de amor", "Efluvios de la pagoda", "El beso del emir", "El último tango" o "Desmayos de voluptuosidad oriental" (Litvak, 1629).

Y, por último, a la mujer de fin de siglo se la ofrecía la posibilidad de embellecer su rostro con una lista interminable de productos cosméticos que hacían del acto de maquillarse un proceso largo y complicado. No en vano, Baudelaire había hablado con entusiasmo del arte de pintarse los ojos, las mejillas y los labios. Los productos ofrecidos eran muchos y prometían a las mujeres todos los milagros imaginables: suavizar y purificar el cutis, blanquear y aterciopelar la ted, suprimir el vello de la piel, teñir los cabellos, fortalecerlos o eliminar la caspa, hacer desaparecer las arrugas, eliminar puntos negros, ronchas o irritaciones. También se ofrecían un sinfín de productos, artilugios y remedios caseros para rectificar la nariz, desarrollar el pecho o aumentar su dureza (Litvak, 163).

Tal como nos la describe Litvak o como se desprende de las crónicas de Gómez Carrillo, la motivación de la moda femenina en el fin de siglo era profundamente erótica. "La mujer -dice Litvak- no se veía, se adivinaba por su porte, por su talle, por las dimensiones del pie prisionero en la botita que apenas se vislumbraba", y ese estudiado pudor hacía sin duda correr la fantasía (Litvak, 163-164). Gómez Carrillo escribió palabras reveladoras al respecto: "La mujer es el eterno enigma, el eterno arcano. Dejándose adivinar, domina mejor que mostrándose. Haciendo como que esconde, enseña más que desnudándose... Y en esto, que es uno de los principios elementales de la sicología estética, está tal vez el verdadero fundamento de la indumentaria, de la moda y del lujo" (pp. 126-128) (cit. por Blasco, 26).

Javier Blasco, que ha estudiado detenidamente las crónicas de Gómez Carrillo, afirma que éste, más allá que comentar las nuevas tendencias de la moda, lo que hace es poner en pie ante la realidad de la lectora a la que se dirige -mujer de clase media, superficial cultural y vida restringida al hogar- una imagen femenina intensamente emblemática de la espiritualidad modernista o, al menos, de una determinada forma de espiritualidad modernista. El ideal de feminidad descrito y ensalzado por Gómez Carrillo funde en una a la mujer frágil y a la mujer fatal que el arte fin de siglo popularizó. Se trata de una mujer delicada, sugerente y cautivadora que se enfrenta abiertamente, no sólo a la prosaica realidad cotidiana o al concepto clásico de la belleza, sino también al prototipo de feminidad que el cada vez más fuerte movimiento feminista quiere imponer (Blasco, 23-24). De lo que se trata en el fondo es de huir desesperadamente de la "democratización" de la belleza que una sociedad más decididamente embocada hacia el uniformismo burgués traía consigo (Blasco, 28). Frente a aquellos que abogaban por un vestuario más racional y saludable para la mujer, Gómez Carrillo recordaba emocionado a un escritor que "fue a su modo un gran feminista", Mallarmé, y para quien "nada importaba que la mujer se echara a perder la salud, con tal de que lo hiciera armoniosamente" (pp. 132-133) (cit. por Blasco, 21).

A principios de siglo, la práctica del deporte se empezó a difundir y popularizar en España y ello, al igual que en otros países, influyó en la forma de vestir. En los primeros años del siglo XX, se puso de moda un tipo de mujer deportiva, representada frecuentemente por los artistas gráficos, cuyo atuendo estaba inspirado en la práctica del tenis, el golf o la bicicleta, que difiere bastante de esa sofisticada mujer descrita por Gómez Carrillo. Naturalmente, resultaba imposible montar en bicicleta con una larga falda con cola y se hizo necesario usar algún tipo de prendas bifurcadas. No tardaron en aparecer las faldas-pantalón o los holgados pantalones más cortos, conocidos como bloomers, en honor a su creadora Mrs. Bloomer, que en los años cincuenta había intentado inducir a las mujeres a adoptar un traje más sensato y racional (Laver, 182 y 210). Pero los tímidos intentos de extender el uso del pantalón para determinadas prácticas al aire libre se iban a encontrar con duros obstáculos. Gómez Carrillo, frente a quienes comenzaban a considerar la falda como el distintivo de la esclavitud femenina, contestará: "la falda tiene al propio tiempo, el vuelo vaporoso de las alas, el rumor delicado de las brisas, la armonía eterna de las curvas... El Diablo mismo perdería mucho si la discreta falda fuera una día reemplazada por el picaresco pantalón, pues no hay nada que indique las líneas de un cuerpo joven como ese velo hermético que parece ocultarlas" (p. 131) (cit. por Blasco, 21). El uso de pantalones por las mujeres no sólo fue ridiculizado desde la prensa, sino también denunciado desde los púlpitos. Pero todo fue inútil; las jóvenes seguían llevándolos. Asimismo, el creciente entusiasmo por las actividades al aire libre y la necesidad de una vestimenta más práctica favoreció poco a poco el uso de prendas más racionales, como el popular "traje sastre", consistente en una chaqueta, una falda y una blusa (Laver, 210).

En definitiva, bien fuera simbolizado en la artificiosidad o extravagancia de sus trajes o en esa indumentaria deportiva propia de una "mujer liberada", en los albores del sigo XX, el mundo de la moda femenina deja entrever un cierto aire de libertad e inconformismo.

La mujer en la literatura

Feminismo y Literatura

Se consiguieran en España mayores o menores logros respecto a la situación social y jurídica de la mujer, lo cierto es que el feminismo es una cuestión candente y de actualidad en el fin de siglo también en nuestro país. La frecuente presencia que el tema tiene en la literatura española de la época es buena muestra de ello. Al margen de una literatura reivindicativa escrita por mujeres (Emilia Pardo Bazán, Carmen de Burgos...), que, por cierto, adquieren por estos años un importante incremento en el mundo literario, interesa destacar la aparición y extraordinario desarrollo de un género, la novela erótica, que, aun siendo mayoritariamente cultivado por hombres, va a dar a la mujer un protagonismo inusitado.

La novela erótica, profusamente cultivada en España en los primeros años del nuevo siglo, sitúa a la mujer como absoluta protagonista, saltando, como nunca antes lo había hecho "desde su papel representativo de la vida privada [...] al protagonismo público del relato, e inclusive de la sociedad" (García Lara, 28). Quizás entre todos aquellos escritores españoles que abordaron en sus obras el tema de la emancipación femenina, ninguno adoptó una postura tan original y progresista como el novelista Felipe Trigo, quien desde diferentes escritos abogó una y otra vez por una liberalización social de la mujer, fundada en la liberalización erótica. En novelas como Las Evas del Paraíso o Sí sé por qué, o en estudios como Socialismo individualista o El amor en la vida y en los libros, Trigo sienta las bases de una peculiar utopía fundamentada en la exaltación del erotismo como fuerza bienhechora y todopoderosa que posibilita una sociedad feliz. La heroínas de Trigo se entregan libremente al placer sexual, olvidándose de las restricciones sociales y morales en una actitud sorprendente para la época. Como bien ha señalado Lily Litvak, el mayor interés del "feminismo" de Trigo reside en el hecho de que busca la emancipación de la mujer, sin tener como meta la imitación del hombre, sino el encuentro de la personalidad femenina, lo cual resulta más sorprendente en una época en la que las mismas feministas, sin lograr desprenderse de un claro sentido de inferioridad, confundían el éxito humano con el masculino (Litvak, 185). Otros muchos cultivadores de la novela erótica, tan en boga por aquellos años (Zamacois, Juan Pérez Zúñiga, Ramón Asensio Más, Antonio S. Briceño, etc.) se interesaron por el tema de la mujer y, más concretamente, por el del papel que a esta le corresponde en las relaciones amorosas. El adulterio femenino, el crimen pasional, así como la doble moral imperante son temas frecuentemente tratados en sus relatos (Celma).

Otros mitos femeninos en el arte de fin de siglo

No todo los artistas de fin de siglo mostraron el mismo interés por el debate social que estaba teniendo lugar en toda Europa acerca de la "cuestión femenina". Por el contrario, mientras una literatura, generalmente adscrita a la estética naturalista, entre la que se encuentra la novela erótica, de forma más o menos explícita tomaba partido en ese debate, otros autores, relacionados con corrientes como el decadentismo o el esteticismo, harán caso omiso del mismo. Y, como ya quedó dicho más arriba, si el Modernismo fue en parte una reacción estética contra la mentalidad positivista y pragmática de la época, contra una realidad prosaica y vulgar, no es de extrañar que tendiera a crear mitos femeninos alejados y contrarios al tipo de mujer que los movimientos feministas querían imponer a través de sus programas de lucha social y política.

En su excelente estudio sobre el Erotismo fin de siglo, Lily Litvak detecta en la obra de Juan Ramón Jiménez y Valle-Inclán dos arquetipos femeninos distintos que, en cierto modo, se complementan entre sí. Se trata, por un lado, de la "mujer serpiente" que aparece desde la pequeña introducción en prosa de los Jardines galantes juanramonianos. Es esta mujer un ser de naturaleza híbrida, animal y humana, símbolo del deseo, la carne, el mundo inferior de los sentidos, la sensualidad, el placer, la caída, pero también del triunfo de la vida y el amor físico. En el lado extremo, se sitúa aquella mujer a la que el poeta llama la "novia de nieve", la mujer pura, casta, virgen, desmaterializada, símbolo del mundo superior del espíritu, que dominará los Jardines místicos desde su primer poema. Ambas mujeres simbolizan un conflicto espiritual no sólo presente en Juan Ramón Jiménez sino en muchos otros escritores finiseculares. También en Valle-Inclán, encontramos, junto a mujeres de inmaculada pureza, como María Rosario, otras, como la Niña Chole, perversas y despiadadas. Se trata de dos arquetipos femeninos bien definidos en la iconografía finisecular que vienen a reflejar la concepción maniquea e irreconciliable que el fin de siglo tiene de la mujer.

La mujer frágil

En las pinturas, en las artes decorativas o en la literatura del fin de siglo destaca la presencia de una mujer cuyos rasgos son fácilmente reconocibles: delgada, lánguida, de ted blanca, párpados caídos, mirada perdida, casi desprovista de realidad, aspecto enfermizo y, por supuesto, sumida en una profunda y misteriosa tristeza. Fueron principalmente los prerrafaelistas quienes contribuyeron a popularizar este tipo femenino, siendo el modelo de muchos otros artistas la Beata Beatrix de Dante Gabriel Rossetti. En España, suelen citarse las decenas de bustos esculpidos por Lambert Escaler o las múltiples mujeres de estas características que aparecieron en las portadas de La Ilustración Artística (Litvak, 639. Una variante del tema es la concepción de la mujer como una niña, que proliferó de forma extraordinaria, hasta el punto que la niña virgen se convirtió en una de las figuras más tópicas del fin de siglo. No en vano, Havelock Ellis afirmaba por aquellos años "que las mujeres permanecen más que los hombres, más cercanas al estado infantil" (cit. por Litvak, 193). Las acuarelas de niñas angélicas pintadas por Kate Greenaway se hicieron populares en España, apareciendo frecuentemente en diversas publicaciones modernistas. Como acabamos de ver tampoco la literatura de fin de siglo fue ajena a esta mitología femenina. El culto idealizado de la virginidad puede verse en muchos escritores finiseculares (Proust, Juan Ramón Jiménez, Valle-Inclán). Precisamente muchas obras de Valle tratan de la victoria sobre la virginidad de una niña inocente: así la Sonata de primavera, la Sonata de invierno o Flor de Santidad, entre otros cuentos (Litvak, 137).

Como consecuencia de toda esta mitología no era infrecuente la asociación de los atributos de energía y de una salud fuerte con peligrosas actitudes masculinas. La concepción de la mujer madura como un ser infantil se hizo tan popular en la época que llegó a irritar a algunos sectores más aún tal vez que el concepto de la mujer como "objeto sexual" (Litvak, 193). Alrededor de los años cincuenta, la inglesa Sarah Ellis, autora de manuales de buena educación y de etiqueta, y del libro Women of England, comentaría: "Yo no sé si a otros puede afectarles, pero el número de lánguidas, indolentes o inertes jóvenes damas reclinadas sobre sus sofás murmurando y quejándose ante cualquier petición que comporte un esfuerzo personal, es para mí un espectáculo verdaderamente penoso" (cit. por Bornay, 72). También en la literatura de la época podemos observar la presencia de interesantes contrapuntos a esta asociación de la feminidad con la debilidad, la inocencia e incluso la enfermedad. Es el caso de Nora, en Casa de muñecas de Ibsen, tratada como si fuera una niña por Helmer, pero teniendo al mismo tiempo que trabajar a hurtadillas para conseguir dinero (Bornay, 75).

La mujer fatal

En la segunda mitad del siglo XIX surge en Europa la concepción de un tipo específico de mujer que hoy reconocemos como la mujer fatal, aunque tal denominación naciera con posterioridad. El artista fin-de-siècle, el creador decadente, representó hasta la saciedad esta imagen de la mujer en sus obras. Al margen de los sentimientos misóginos que pudieron albergar algunos artistas finiseculares -no todos- como consecuencia del temor y alarma ante el avance y progreso del movimiento feminista, otra de las razones aducidas por Erika Bornay para explicar la profusión de esta imagen, tiene que ver con "la búsqueda intelectual de sensualidades y erotismos raros, sofisticados y extravagantes" (Bornay, 125). La aparición del mito de la mujer fatal en el arte de fin de siglo responde a la fascinación que determinados movimientos artísticos, como el esteticismo, decadentismo o el simbolismo, sintieron por lo sofístico, lo morboso y prohibido, en oposición a lo común, lo cotidiano y vulgar. Tales actitudes condujeron al protagonismo de la imagen de la mujer artificial (amante-estéril), en oposición a la mujer natural (esposa-madre).

Señala Bornay otros factores que pudieron contribuir al nacimiento de esta imagen. A partir de los años sesenta del siglo XIX, se produjo una alarmante expansión de la prostitución en los centros urbanos de Europa, que, a su vez, trajo consigo un acentuado temor y obsesión por las enfermedades venéreas, especialmente la sífilis. Este fenómeno social es pronto retratado en la literatura contemporánea (Mary Howitt, W. S. Scott y Dickens, Zola, los Goncourt, Huysmans...) y, seguidamente, en las artes plásticas. Concretamente, los pintores prerrafaelistas, en su primera época, se sintieron atraídos por el tema de la prostitución (Bornay, 240). La prostituta, la mujer caída, símbolo de la perdición, del mal y de la muerte guardará a menudo estrechas concomitancias con el mito de la mujer fatal. No en vano, esta venía a simbolizar una morbosa seducción por el sexo, al tiempo que un obsesivo temor por sus atractivos.

Al igual que la mujer frágil, pura e inocente, de la que ya nos hemos ocupado, la mujer fatal presenta también unos rasgos físicos y psíquicos bien definidos en la iconografía de la época. Se trata de una belleza turbia, contaminada y perversa. El pelo es siempre largo y abundante y, en muchas ocasiones, rojizo. La piel es casi siempre muy blanca y frecuentemente sus ojos son verdes. Pero lo más importante es que su aspecto físico viene a sugerir a quien la contempla todos los vicios y perversiones inimaginables. Psicológicamente, la mujer fatal se caracteriza por su capacidad de dominio, de incitación al mal, su sexualidad lujuriosa y felina, casi animal, lo que no está reñido con su actitud de absoluta frialdad (Bornay, 115).

Las que Bornay bautizó en su trabajo como "las hijas de Lilith" aparecen en la iconografía y la literatura de la segunda mitad del XIX bajo múltiples rostros. Si en un primer momento, principalmente en la década de 1860, suelen mostrarse bajo el disfraz de personajes míticos de la antigüedad pagana, bíblica e histórica (Eva, Lilith, Cleopatra, Mesalina, Lucrecia Borgia, Dalila, Circe..., y, sobre todo, Salomé, la más "refinada asesina"), en los años finiseculares prescindirán con más y más frecuencia del disfraz, para surgir, tanto en la literatura como en las artes plásticas, simplemente como figuras paradigmáticas del mal y del pecado (Bornay, 22). En múltiples ocasiones se atribuyen a la mujer los rasgos de animales terribles, como el vampiro. Precisamente de esta época procede la aún vigente denominación de "vampiresa" para la mujer fatal (Bornay, 285). No en vano, algunos estudios pseudocientíficos, entre los que se encuentra la obra ya citada de Lombroso y Ferrero, habían hablado de los rasgos animales visibles en la fisonomía de la mujer criminal.

Los principales precursores de la imagen visual de la mujer fatídica son Moreau, Rossetti y Burne-Jones. A partir de este momento, será representada hasta la saciedad bajo múltiples máscaras y disfraces por muchos pintores de gran parte de Europa: Jean Delville, Franz von Stuck, Khnopff, Toorop, E. Munch, etc. En la literatura de fin de siglo, las representaciones de la mujer fatal son tanto o más numerosas. Recuérdese a la protagonista de Une Nuit de Cléopâtre (1845), de Théophile Gautier, que hace asesinar por la mañana a los amantes que han pasado la noche con ella; o Salambó (1862), de Gustave Flaubert. Naturalmente, hay que recordar también a Baudelaire, uno de los precursores de esta imagen, y para quien la belleza de la mujer suele tener en general un valor de destrucción. Otro paso importante en la configuración del mito lo dará, en 1873, Barbey D'Aurevilly con Las diabólicas. En Inglaterra, hemos de recordar a Ch. Swinburne y, sobre todo, a Oscar Wilde y su Salomé. En los últimos años del siglo, toda esta iconografía se habrá expandido por el resto de Europa. En Italia, D'Annunzio, que publicó una serie de sonetos sobre las adúlteras, recreará de nuevo el mito en la figura de Hipólita Sanzio (El triunfo de la muerte). En Alemania, el personaje de Lulú, protagonista de los dramas teatrales El espíritu de la tierra (1895) y La caja de Pandora (1902), de F. Wedekind, responde también al tipo de mujer fatal (Bornay, 118-125). Mientras, en España, Ramón del Valle-Inclán, en su obra más temprana creará personajes como Tula Varona, Casta, que se desnuda a solas para contemplar su purísima belleza triunfante, después de desdeñar cruelmente a su amante, o la exótica y bella criolla de Sonata de Estío, la Niña Chole. La identificación entre lo erótico y lo exótico fue muy frecuente en el Modernismo: recuérdense las numerosas mujeres extranjeras, portadoras de lo raro, lo singular, lo voluptuoso, que aparecen en la poesía ("Divagación", "Invernal"...) de Rubén Darío (Litvak, 144). También Manuel Machado se sintió atraído por la feminidad sensual y peligrosa y, al igual que Symons, Leandro Rivera, Carrere, Zamacois o Leonardo Sherif, evocó la danza de los siete velos, que se hizo muy popular en la época (Litvak, 148).

En la última década del siglo, la imagen literaria de la mujer fatal está prácticamente consolidada. Utilizada hasta la saciedad por pintores y literatos, no tardó en vulgarizarse y convertirse en un tópico estereotipado, repetido cliché, vacío del contenido que la había inspirado. En poco tiempo, pasó a servir como mero adorno de los objetos más diversos y cotidianos: jarrones, joyas, objetos de escritorio, candelabros, pipas, paragüeros, abridores, cajas de cigarrillos, navajas, picaportes, etc., fueron decorados con las sinuosas formas y la larga y sensual cabellera de una misteriosa mujer. Tampoco será infrecuente la utilización de la imagen sobre un portal o encima de una columna adosada (Bornay, 381). Pero, más aún que la arquitectura o las artes decorativas, fueron las artes gráficas y la naciente publicidad, que no tardaron en apropiarse de la imagen, quienes contribuyeron de forma esencial a la vulgarización del mito. La imagen de una mujer hermosa y misteriosa se convirtió en un eficaz reclamo publicitario y no era extraño verla anunciando las excelencias de un determinado chocolate, unos cigarrillos, una nueva marca de cacao o una brillantina (Bornay, 383).

Utilizada y explotada por la publicidad, toda esa imaginería de la mujer fatal cayó muy a menudo en lo kitsch y en lo grotesco. Pero la muerte o decadencia del mito fue momentánea, pues en las primeras décadas del siglo la nueva industria del cine, a través de actrices como la mítica Theda Bara, se apropió de su imagen, otorgándole de nuevo el marco y la atmósfera adecuados de los que se había visto privada (Bornay, 390).

En conclusión, en el arte finisecular se hizo un uso extraordinariamente frecuente de la forma concreta de la mujer, a la que se da una dimensión conceptual, con una riqueza de matices, como nunca antes la había tenido en la historia del arte. Comenzábamos este estudio de la mujer finisecular con las reveladoras palabras de Munch: "La mujer es al mismo tiempo una santa, una bruja, un infeliz ser abandonado". Ante todo, la mujer es en el fin de siglo un misterio para el hombre, al que se le dedicaron infinidad de páginas y creaciones artísticas en toda Europa.



Bibliografía citada

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