La utopía indígena en la literatura argentina de la última década: el caso de Ema, la cautiva de César Aira
 

Silvia G. Kurlat Ares

George Mason University




Una de las corrientes narrativas que ha tenido más fuerza en la literatura argentina de los últimos treinta años, ha sido la novela histórica. Que la literatura argentina tiene una obsesión con la historia es, a estas alturas, un lugar común de la crítica. Sin embargo, nunca está de más traer a la superficie la relación entre historia y literatura ya que, en este caso, no se trata de un simple problema de redundancia teórica sino de la marca narrativa central de un campo cultural altamente cohesivo. Podríamos decir que la imbricación historia/ literatura constituye un código en el sistema operativo de la literatura argentina y que esa codificación se cumple en una amplia mayoría de los casos.

En gran medida, la escritura literaria corporiza el enfrentamiento entre los discursos historiográficos del liberalismo y del revisionismo. La literatura argentina opera en los resquicios, en los agujeros negros de ese debate: por una parte, re- crea mitos fundacionales con los cuales se legitiman diversas operaciones del campo cultural y de sus agentes; y por otra, construye una gramática narrativa (cara tanto a la Historia como a la Literatura) donde esos mismos mitos sirven de marco de referencia y de molde a las elecciones éticas de sujetos históricos que se validan dentro del mismo sistema discursivo (he analizado esta problemática en otros trabajos). Así, la novela histórica opera dentro de un sistema que se retroalimenta, volviendo siempre sobre sus propias huellas y tradiciones.

En este contexto, cabría preguntarse hasta dónde es posible (y efectivo) intentar una operación escrituraria capaz de insertarse en esa tradición y, a la vez, romper con ella. Esos intentos se han hecho con frecuencia y con variados grados de éxito. Un ejemplo paradigmático es la serie de novelas históricas de Andrés Rivera, donde el eje narrativo es devolverle la voz a los silenciados del discurso hegemónico. Sin embargo, los que hablan en esos textos son siempre figuras históricas que, sin ser predominantes, participan en la construcción de los programas de Estado – Nación del siglo XIX. Si bien son voces silenciadas, por ponerlo de algún modo, sus ecos todavía persisten en los debates historiográficos y su ausencia es, en sí misma, una imposición.

Por esto, es cuando menos curioso que haya aparecido toda una serie de novelas que recuperan a los únicos sujetos sociales excluidos tanto de la tradición liberal como de la revisionista. Estos textos construyen sus Arcadias de las poblaciones indígenas de la Patagonia y Tierra del Fuego. Novelas como Ema, la cautiva (1981) de César Aira, Fueguía (1995) de Eduardo Belgrano Rawson, La tierra del fuego (1998) de Sylvia Iparraguirre o Inglaterra, una fábula (Premio Clarín de Novela, 1999) de Leopoldo Brizuela, son sólo algunos ejemplos de esta tendencia. Quizá, la novela de la cual nos ocuparemos en este trabajo sea la más compleja: Ema, la cautiva de Aira condensa y vuelve transparentes todos los elementos que caracterizan a los textos de la serie. Todas las novelas mencionadas más arriba componen su aparato narrativo siguiendo ciertas premisas comunes. La información básica de los textos se apoya (libremente) en datos de investigaciones antropológicas y etnográficas, así como en ciertos hechos históricos apenas desdibujados por la narración. Las novelas intentan una compleja operación: recrear el "mundo perdido" de los indígenas argentinos como una suerte de contra- discurso a las narrativas literarias e históricas centrales. Son textos en los cuales ocurre una implosión de las versiones acerca de lo indígena que provienen de la literatura decimonónica y de la historiografía liberal. Estas novelas fundan sus nuevas utopías indígenas en el preciso momento en que diversos agentes del campo cultural empiezan a argumentar con variados niveles de éxito la necesidad de clausurar los debates en torno al siglo XIX. Si algo puede decirse de estos textos es que operan como un contra-argumento a la implosión de la dicotomía civilización – barbarie, reviviendo una otredad (indígena) que había sido desplazada (con alguna que otra excepción) como problemática durante el presente siglo. En otras palabras: en estas novelas emerge una zona discursiva que había prácticamente desaparecido de la literatura argentina de la segunda mitad del siglo XX y, al hacerlo, se repone en el campo cultural, el debate en torno a la legitimación de los sujetos sociales minoritarios (en oposición a las ideas de pueblo y de masa) como capaces de constituir historia, cuando este tema parece cancelarse. La operación por la cual se regresa al siglo XIX permite crear un espacio alternativo para redefinir proyectos de Nación y Estado, desplazando a los agentes capaces de promover cambios sociales hacia las comunidades indígenas y, en apariencia, fuera del espacio letrado. Algunas de estas operaciones ya estaban insinuadas en textos de los años setenta, como Mascaró (1974) de Haroldo Conti, reapareciendo sólo últimamente, tras un hiato de casi veinte años.

Dado que las novelas intentan resignificar la fórmula civilización/barbarie, cabe preguntarse en qué medida se diferencian de la tradición en que se entroncan puesto que utilizan materiales discursivos que son medulares en la formación discursiva del campo cultural. Más aún: hasta qué punto les es posible recuperar con éxito la fórmula sarmientina para adscribirla a una variante harto particular del revisionismo histórico, renovando sus argumentos y actualizando en el sistema narrativo, el lenguaje de los mitos para crear un espacio utópico y programático efectivo.

La novela Ema, la cautiva (1981) de César Aira es particularmente interesante porque provee una doble perspectiva de esta problemática. En primer lugar, en tanto que narrativa literaria, el texto intenta prescindir de todo argumento en favor de la historia o, simplemente de la verosimilitud. Lo que se construye como mito en el relato intenta cortar amarras con la historia. Pero, para poder hacerlo, necesita recurrir a ciertas fórmulas y críticas del revisionismo para llenar ese gran blanco que son los indígenas. El cautiverio que Ema inicia con una estadía en una colonia de vacaciones patagónica de los lagos del sur argentino, representa un viaje hacia la exterioridad de la civilización para encontrarla. Esta operación constituye el segundo movimiento del texto porque construye un modelo utópico de signo contrario al de Sarmiento y, aunque el discurso textual intenta desesperadamente salirse de su lógica binaria, la narrativa queda atrapada en el debate ideológico entre el liberalismo y el revisionismo y, en consecuencia, dentro de las redes de la historia.

Situada a mediados del siglo XIX, la novela narra el largo viaje de Ema (una joven probablemente mestiza o mulata) y sus hijos desde Buenos Aires (que se convierte en la referencia textual a la civilización occidental) a la ciudad de Azul, luego hasta Pringles y más tarde a los lagos del sur en la Patagonia argentina. La novela es un lento desplazarse de los personaje de espacio en espacio: en cada traslado el paisaje va volviéndose más y más fantástico, los hechos dejan de tener peso y se vuelven cada vez absurdos. Pero ese viaje es, para Ema, un viaje de aprendizaje donde su identidad y la de quienes la rodean emergen no sólo para subrayar las cualidades deseables en sujetos históricos ideales, sino también para hacer presentes a los sujetos en donde tales cualidades se encarnarían, es decir, los indígenas. El cautiverio de Ema, más que el evento traumático en una larga guerra de guerrillas entre dos formas antitéticas de Estado, es un pretexto para construir un discurso que se cuestiona sobre la racionalidad de todo proyecto estatal articulado o bien por el saber letrado o bien por el saber de la experiencia y la intuición. En otras palabras: en las novelas se oponen el estado burgués y el estado bárbaro; a la utopía liberal se contrapone una extraña Arcadia revisionista.

Desde Sarmiento en adelante, la intelectualidad argentina siempre ha coincidido en por lo menos un punto: el vacío de la Patagonia produce alucinaciones y pesadillas, sueños y utopías; es el espacio de la experimentación social, económica, legal, militar, ideológica, política, vanguardista. En su misma desmesura, hace converger sobre su territorio el discurso de todos los proyectos (y proyecciones) de "lo nacional". Para los pensadores del siglo XIX, la Patagonia y la llanura pampeana representaban, en su mera extensión, el mal de la naturaleza argentina (Foffani et al., 2000). No sin cierta ironía, Aira hace decir a Espina, un comandante de guarnición, que "un espacio demasiado lleno puede expulsar" y que "el vacío es la naturaleza" (p 93). Esta visión de raigambre romántica, permea el imaginario (de lo) patagónico y atraviesa desde la gauchesca al nativismo y al folklore, hasta la ficción tecnológica, la narrativa utópica y el discurso filosófico. La Patagonia se convierte en una suerte de escenario, un espacio de representación de proyectos estéticos, políticos e ideológicos.

Por este motivo, la reconversión de los términos en que se formula la dicotomía de Sarmiento aparece como una reflexión desde el espacio urbano y como una forma de resistencia a cambios socioeconómicos. Hay cierta elegante simetría operativa en las narrativas sobre lo patagónico que aparecen en la novelística de los años veinte y treinta y la de los setenta en adelante. El espacio civilizado de la ciudad se carga de elementos negativos, mientras que la barbarie (y aclaramos que es la barbarie y no el campo), instalada en el locus patagónico, se transforma en una fuerza liberadora gracias a la cual es posible recuperar, en mayor o menor medida, una suerte de esencia de lo nacional que emparenta esta operación con los debates del revisionismo histórico de los años treinta. Ante la alienación y la violencia urbanas, surgen narraciones donde aparecen utopías para futuras o posibles sociedades que se proyectan hacia el afuera de la ciudad, hacia el espacio de la naturaleza: el vacío de la Patagonia es el límite de la civilización, de los proyectos de Estado, de programas políticos, de búsquedas estéticas. Esta perspectiva es compartida por Aira:

Excepto por el teniente, no se respetaban las formas, y él mismo las consideraba un arcaísmo frívolo. Eran hombres salvajes, cada vez más salvajes a medida que se alejaban hacia el sur. La razón los iba abandonando en el desierto, el sitio excéntrico de la ley en la Argentina del siglo pasado. (p 13) Sobre la vasta llanura todo está por construirse. En el caso de novelas como Copyright de Juan Carlos Martini Real o de Ejército de Ceniza de José Pablo Feinman, la inversión ideológica de la dicotomía que trazaba el Facundo sostiene proyectos políticos contestatarios (no necesariamente exitosos) que se postulan como el discurso de la otredad–pueblo en su alianza con los letrados. Más aún, en estos casos, la otredad son los intelectuales. Para lograr esta identificación, la narrativa hace complejas operaciones de re-legitimación de los sujetos sociales que, desde su perspectiva, no encuentran su justo lugar en el discurso histórico. Si estos textos traicionan la fórmula original de Sarmiento, se mantienen fieles al espíritu del Facundo dado que, en casi todas las instancias, de lo que se trata es de recomponer la relación fisurada entre Estado y Nación, entre intelectuales y pueblo y entre gobernantes y gobernados. Pero al mismo tiempo, la relación ciudad-campo pierde el sentido que tenía para Sarmiento y con toda lógica: el campo contemporáneo es el campo de las sociedades anónimas, del cultivo masivo y del procesamiento industrial. La inversión de la fórmula sarmientina que se apoya en el revisionismo historiográfico no es, por ende, efectiva en el nivel ideológico de estos textos, aunque sea operativa desde el punto de vista interno en el campo de la cultura.

En el texto del que nos ocupamos aquí, en cambio, el locus patagónico permite, en principio, hacer una relectura de la política nacional desde sujetos subordinados y minoritarios y, al mismo tiempo, constituir una narrativa utópica cuyo objetivo central es articular la formación de la subjetividad (nacional) y polemizar sobre la identidad política de grupos hegemónicos. Esta operación es posible porque el texto construye sus letrados en sujetos minoritarios, en este caso, los indígenas. En este sentido, tanto Ema, la cautiva como otras novelas de la serie, están emparentadas con los textos que intentan una recuperación del revisionismo desde ciertos sectores de la izquierda (en una línea que une de David Viñas a Pedro Orgambide, pasando por Andrés Rivera, entre otros), a la vez se colocan a contrapelo del imaginario cultural decimonónico, ya que rompen con las tradiciones que cristalizan textos como Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla (y con ello, también del nativismo y el folklore, ya que eluden la carga discursiva antropológica). De acuerdo con un conocido trabajo de David Viñas, el texto de Mansilla propone eliminar lo indígena en función de incorporar el Estado al círculo de las naciones "civilizadas" de Europa. Por ende, si la propuesta del liberalismo del siglo XIX es eliminar la otredad como cuota de participación en el capitalismo, en vistas del aparente fracaso de ese proyecto fundacional, Aira repone esos sujetos, precisamente, en función de reconstituir el valor civilizatorio de esa otredad ausente. Dice Aira:

La humanidad es en todos los casos la clave del trato con los salvajes: negar lo humano, verificarlo, ampliarlo, transportarlo a un mundo que no le corresponde, y que siempre es el mundo del arte. Los antropólogos suelen perderse en ese laberinto tan transparente como las cuerdas de los volatineros. (p.192) Para Mansilla lo indígena representa un problema ante la consolidación de un Estado en plena etapa de expansión territorial. Más allá de las lecturas críticas que puedan hacerse, en Mansilla lo indígena es una presencia plena que cuestiona la identidad y legitimidad del Estado. Por el contrario, en Aira lo indígena es una ausencia plena: los indígenas viven en amplios palacios, mercan en oro y pieles, creen en el amor libre, hacen excursiones y picnics en los cerros nevados, salen de vacaciones… Lo que constituye la otredad es un vacío simbólico que se llena de miradas exteriores que antes que reproducir lo Otro o siquiera darle un espacio dentro del campo cultural, le sobreimponen sus propios parámetros discursivos y, con ello, los convierte en un objeto estético cuyo valor está dado por su capacidad de producir discurso literario y/o histórico.

En el primer tramo del texto, el espacio es visto a través de los ojos del ingeniero que recorre la Pampa en dirección a la Patagonia por primera vez, lo que produce en el lector una suerte de efecto de extrañamiento por el cual el paisaje sureño adquiere dimensiones fantasmagóricas: el ingeniero no entiende lo que ve porque no tiene parámetros que le permitan vincular su propia experiencia anterior con la presente. Su aparato discursivo, por decirlo de algún modo, sin ser insuficiente, no llega a desentrañar los significados del espacio. Ese movimiento es simétrico del resto de la novela. Al llegar a Pringles, el punto de vista del relato vira hacia Ema. La joven se convierte en la concubina de un soldado de leva llamado Gombo de quien queda embarazada. Poco antes de parir, un malón ataca el pueblo y Ema es raptada por un indio que la lleva a Carhué. Todos estos hechos apenas si alteran en nada la perspectiva que Ema tiene de ellos. Ema es tan ajena al espacio patagónico como lo era el ingeniero y, del mismo modo que el primer capítulo vuelve ajeno el espacio de la Pampa, el resto del texto, visto a través de los ojos de Ema, convertirá la Patagonia en un espacio ajeno que espejea las reflexiones del ingeniero para convertirlas en otra cosa: la mirada de Ema es "neutral e indiferente" (p. 181). Ema y el ingeniero comparten una suerte de mirada positivista sobre el paisaje y sobre los habitantes: hacen un análisis donde aparentes datos antropológicos y naturalistas quieren dar un viso de verosimilitud histórica a un relato que prescinde de la historia para desplazarla y reconstruirla, idéntica a sí misma. La Patagonia que atraviesan los personajes está poblada de selvas semitropicales donde abundan los manatíes, donde las vizcachas tienen huesos azules y los faisanes cantan entre los pastos nevados. Los indios tienen pequeñas pescaderías, hablan en francés y crían faisanes. La sarcástica renuncia al color local y la irónica lectura de la narrativa decimonónica que el texto parece citar son insuficientes para evitar que la novela se desplace discursivamente sobre el lenguaje del mito. Si cupiera alguna duda sobre esto, baste recordar que en la Patagonia de escenografía que recorren los personajes, la Naturaleza es completamente anti-naturista: la visión positivista y la romántica estallan ante los elementos de utilería. El narrador opera a contrapelo de Mansilla, sí, pero como Mansilla. Al hacerlo, la novela pacta para sí misma un espacio dentro del discurso hegemónico, aunque en términos harto particulares como veremos a continuación.

Desde una perspectiva que intenta conscientemente romper con las matrices que constituyen el entramado de la novelística argentina, ha surgido una narrativa que, antes de intentar una renovación del aparato ideológico decimonónico, prefiere hacer una implosión (muchas veces con éxito) las contradicciones del discurso romántico, para crear espacios de ruptura y de renovación de los materiales estéticos e ideológicos del campo cultural. Como ejemplos, podemos mencionar la narrativa ligada a ciertos grupos posmodernos o las propuestas escriturarias de géneros marginales como la novela erótica de mujeres o, para ser más precisos, la obra de escritores tan distintos como Marcelo Cohen o Angélica Gorodischer. Más allá de las operaciones textuales efectuadas por cada uno de los escritores y movimientos antes mencionados, es posible rastrear un enfrentamiento historiográfico que se traduce en una disputa sobre cómo la literatura hace un uso discursivo y narrativo de los materiales simbólicos del campo cultural. Pero, sobre todo, las novelas de esta segunda corriente reflexionan sobre hasta qué punto la literatura puede (y/o debe) prescindir de esos materiales para hacer, precisamente, literatura.

En el espacio de intersección entre esta última corriente y la que hemos analizado más arriba, pueden instalarse con comodidad aquellas novelas que construyen sus narraciones como una negociación, un compromiso entre esas posturas. Ema la cautiva (y las otras novelas de la serie) opera como una suerte de punto de cruce. Dice Aira:

Era su novela. Más que la acumulación en el tiempo, le agradaba considerarla un cálculo de la unidad, una precisa, lenta e inmóvil división que realizaba con silencios atmosféricos; las ensoñaciones matemáticas que le hacían posible vivir en el aburrimiento trivial del desierto encontraban su campo natural en las mariposillas de la respiración, en esa constancia duplicada, inhalación y exhalación. (p. 41) La novela establece un diálogo sobre la naturaleza de la escritura a nivel sincrónico y sobre sus materiales ideológicos a nivel diacrónico. En el primer nivel, la anécdota pierde anclaje para cederle lugar al peso del artificio, de la constructio, se vacía de historia. Es el pacto escriturario al cual la novela intenta suscribirse: la historia es apenas una lejana referencia que no llega a sostener más que un leve dejo de verosímil realista y, a su vez ese verosímil no se materializa porque cede paso a la melancólica ironía de sus materiales narrativos. Para poder sostener su arquitectura, la novela se concibe como parte de un sueño: "A veces me pregunto... si el sueño de la gente no formará parte de un paisaje, de una sociedad. ¿Pero cómo calcularlo?" (p.116). Sueño y paisaje coinciden en el texto y forman un espacio proto-histórico que se forma por acumulación: sintió un escalofrío en la espalda al tratar de imaginarse la clase de ideas que un adolescente fantasioso podría concebir en una frontera, desierta, increíblemente poblada. Los mecanismos de una prehistoria son demasiado atractivos, pensó (p.36) Pero esa proto- historia poblada de indígenas que juegan a ser capitalistas como una sutil forma de refinado sadismo, no puede sino traicionar ese pacto. La mitificación de la sociedad indígena remite al inicio del sistema discursivo (literario e histórico) y permite revisar sus materiales ideológicos. Es el segundo nivel del texto. En los lagos, en la imaginaria colonia de vacaciones indígena donde Ema pasa la primera parte de su cautiverio, los límites entre civilización y barbarie se borran, poniendo en tela de juicio todo el sistema de referencias culturales del lector: Aprendió el detalle más característico del mundo indígena, que era el contacto indisoluble y perenne de etiqueta y licencia. Etiqueta del tiempo, licencia de la eternidad […] despreciaban el trabajo porque podía conducir a un resultado. Su política era una colección de imágenes. Se sabían humanos, pero extrañamente. El individuo nunca era humano: el arte se lo impedía (p. 151) Pero esto no implica que la novela suscriba a una forma específica de proyecto de Estado- Nación. Tiene anclajes en múltiples y dispersos puntos del campo cultural. Se inscribe dentro de la lógica narrativa provista por la tradición historiográfica argentina, sin cancelarla. Las novelas reorganizan, desde la utopía histórica, el problema de la identidad y los nacionalismos. Y los indígenas, como la Patagonia, operan en última instancia como un elemento decorativo o, más vale, como un instrumento a partir del cual reflexionar sobre la capacidad de la literatura para hacer proyectos y viceversa.

En el espacio abierto de la Patagonia, donde los confines se borran y todo se transforma en su propio opuesto, el mundo de los principios se reproduce a sí mismo. Pese a la voluntad de disolver la fórmula sarmientina, su fuerza explicativa se impone a la narración. La pretendida reelaboración del discurso sobre la barbarie se realiza a partir de la creación de una elaborada sociedad indígena donde la tribu nómade cede paso a una nación que es a veces semi – feudal y, otras, capitalista. Si en efecto, se elige a los indígenas como sujetos históricos legítimos, es al menos dudoso que se lo haga tanto por el exotismo que implicaría su presencia-otra o como por un intento de reivindicación histórica. Ciertamente, en lugar de ser el pueblo el elemento fundacional (como en muchas otras novelas), son los indígenas de Catriel quienes fundamenta el argumento de la Nación. Pero no hay que olvidar que Catriel fue el cacique que mayor éxito tuvo en sus negociaciones con los enviados de la joven República Argentina, quienes se apoyaron en él y sus aliados para combatir a Calfucurá. Más aún: Catriel fue uno de los caciques que más activamente participó en las batallas que permitieron el derrocamiento de Rosas y, más tarde, en la defensa de Buenos Aires cuando la batalla de Pavón. La figura de Catriel aparece ligada íntimamente al discurso de la historiografía liberal y, antes que contribuir un argumento al revisionismo, el texto de Aira refuerza el aparato simbólico de las tradiciones del liberalismo. La novela re-elabora la tradición de las cautivas tal y como aparecía en La cautiva (1837) de Esteban Echeverría, pero esa reelaboración, en lugar de iluminar la historia o siquiera dar una versión antropológica de la vida indígena en la Patagonia, sustituye un mito por otro. En esa mitificación la relación entre el espacio vacío-lleno del desierto y el espacio referencial de las ciudades ausentes se convierten en una inmanencia de la narración Histórica que la novela intenta escamotear.
 
 

Bibliografía

Aira, Cesar, Ema, la cautiva, Buenos Aires: Editorial Belgrano, 1981. Todas las citas pertenecen a esta edición.

Autores Varios, Prismas. Revista de Historia Intelectual, Bernal: Universidad Nacional de Quilmes, 1997

Bustos Fernández, Ma. Amelia, La literatura de la Patagonia Norte: Un imaginario de la Frontera, Buenos Aires: Editorial de la Univesidad Nacional del Comahue, 1996

Foffani, Enrique y Adriana Mancini, "Mas allá del regionalismo: la transformación del paisaje", en Elsa Drucaroff (Dir.): Historia critica de la literatura argentina. La narración gana la partida, Buenos Aires: Emece Editores, 2000; p261-291

Viñas, David, De Sarmiento a Cortazar. Literatura argentina y realidad política, Buenos Aires: Siglo XX, 1971