La nostalgia modernista del centro: dos Prólogos.

 

 

Miguel Gomes

The University of Connecticut-Storrs

 

I) Un subg_oldénero ensayístico.

Desde sus orígenes renacentistas, la historia del ensayo, como la de los demás géneros, supone un diálogo con modalidades de escritura previas o posteriores. Cuando Francis Bacon a la hora de presentar la segunda edición de sus Essays recordaba las epístolas filosóficas de Séneca, por ejemplo, imponía a su público un espacio maleable de lectura en el que el discurso actual se posesionaba de discursos pretéritos y, a la vez, los recuperaba en un molde novedoso. Si bien el autor hispanolatino no conocía la noción moderna de ensayo, uno de nuestros posibles acercamientos a él -no el único, desde luego, ni necesariamente el mejor- es, a partir de Bacon, ensayístico. Algo semejante ocurrió con el coloquio doctrinal: aunque su trayectoria era tan longeva como prestigiosa, para la época en que John Dryden publica An Essay of Dramatic Poesy se recategoriza e interpreta como alternativa formal de un género nuevo, más abarcador.

Un tipo literario como el prólogo -nunca del todo diferenciado de proemios, prefacios, advertencias al lector, etc., y, por consiguiente, sinónimo de ellos- también será afectado por el surgimiento del ensayo en el horizonte de expectativas moderno. De hecho, el tantas veces citado Avis au lecteur montaigniano constituye uno de los modelos más admirados e imitados en los últimos siglos, y cientos de escritos en un primer momento aparecidos como presentación de otros han sido recogidos después por sus autores o editores en colecciones de ensayos -piénsese, para no ir muy lejos, en el volumen donde Jorge Luis Borges compilaba sus Prólogos (1975) o la reunión póstuma de sus prefacios a la Biblioteca Personal (1997).

En este artículo examinaré detenidamente algunas páginas tutelares del modernismo hispanoamericano que participan de la tradición ensayística y, a la vez, de la prologal. El propósito, muy específico, es destacar cómo en ellas, gracias a la particular cualidad fronteriza, hasta cierto punto enigmática de todo texto que antecede a un libro, la estética del movimiento se perfila con nitidez en los planos indeslindables de la teoría y la práctica. Piezas que presagian un decir, pero que al mismo tiempo se adueñan de él y lo subordinan a sí mismas para ofrecernos una cosmovisión jerarquizada en la que prevalece un horror por el vacío y la falta de centro. Para ponerlo en términos derrideanos, una imagen del universo que rehúye la distancia, la diferencia o la ausencia y se inclina por la valoración de la inmediatez, la identidad o la presencia.

A Derrida se debe, en efecto, con su prefacio o antiprefacio a La Dissémination, una de las aproximaciones más agudas al quehacer del prologuista. Allí se señalan las paradojas de una operación destinada a cerrar aquello que se dispone a abrir:

El prefacio anuncia valiéndose del tiempo futuro [...] el contenido o la significación [...] de lo que ya se ha escrito y ya se ha leído al punto de poder evaluarse y proponer de antemano [...]. El pre del prefacio hace presente lo futuro, lo representa, lo hace próximo [...]. El pre reduce el futuro a la forma de presente manifiesto [...]. Al señalar un núcleo temático o una tesis principal, cancela los movimientos textuales que se producen en el "aquí" [de la obra que se prologa]. (7)

Tales operaciones delatan, podrá deducirse, una labor univocalizadora. El orbe de todo lo que leeremos después queda atrapado y organizado por lo que suponíamos que eran líneas marginales o prescindibles dispuestas como mera cortesía al principio de un volumen o una serie de ellos: "El tiempo es el tiempo del prefacio; el espacio -cuyo tiempo habrá sido la Verdad- es el espacio del prefacio, que, de esta manera, ocupará la totalidad del escenario y la duración del libro" (13).

II) El "Prólogo" al Poema del Niágara.

La importancia del escrito con que José Martí presentó en 1882 el poema del venezolano Juan Antonio Pérez Bonalde -como él, por ese entonces expatriado en los Estados Unidos- ha sido ampliamente reconocida, conceptuándoselo como una especie de manifiesto estético o convocatoria a la renovación de la lírica hispanoamericana. No hay estudio relevante sobre el modernismo que no lo comente siquiera de pasada con ocasión de definir el movimiento en lo que éste tiene de intelección de la situación anímica de Occidente a fines del siglo XIX. En la lengua española no habría por mucho tiempo, de hecho, una descripción más dramática y expresiva de la atmósfera intelectual de la modernidad. Unas pocas líneas de José Miguel Oviedo compendian por qué se ha admirado con tanta persistencia el texto: "[La] grandeza de ensayista literario [de Martí] puede medirse señalando que su sustantivo 'Prólogo al Poema del Niágara' es la mejor razón por la cual todavía recordamos el poema: constituye la primera definición del espíritu modernista en América" (38).

La autonomía y "grandeza" del escrito martiano frente a la obra de Pérez Bonalde, de la cual en principio debería depender, podría empezar explicándose por sus cualidades artísticas. Mucho se ha dicho sobre la índole poética de la prosa del autor cubano, desde los días de Rubén Darío mismo, quien la elogió: "Todos sabemos que José Martí era un gran poeta en prosa. Su labor oratoria y periodística se diría poemática, pues el asunto más árido parecía decorado con la pompa de un lírico estilo" (González 1960: 267). Dicho estilo, igualmente, cuenta con estudios exhaustivos como los llevados a cabo por Manuel Pedro González, donde se presta atención especial a las "estructuras iterativas", el "polisíndeton", el "impresionismo", el "clímax apotegmático" y otros procedimientos característicos (Schulman-González 235-46). Aquí, para poder percibir los alcances doctrinarios más profundos del "Prólogo", me gustaría primero destacar tres mecanismos a través de los cuales éste enfatiza su naturaleza "poemática", lo que nos permitirá, a continuación, percibir cómo la conversión en "poema" lo pone a competir con los versos de Pérez Bonalde, haya o sido ésa o no la intención de su autor.

El primero de esos mecanismos es la anáfora, una de las iteraciones que ocuparon a González. En el caso del "Prólogo", si es cierto que los períodos anafóricos reaparecen aquí y allá, podremos comprobar que se prodigan con gran obstinación en dos momentos concretos: el segundo párrafo, luego de un breve exordio e invocación al lector, y el último párrafo. Ambos pasajes son esenciales para la comprensión del todo, pues marcan los polos negativo y positivo -el "revés" y el "envés", como diría José Olivio Jiménez (1973-4, 428-39)- entre los que se desplaza el enunciado. El ensayo, en efecto, aunque gráficamente parezca un continuo, puede dividirse en dos partes: un retrato del mundo moderno y una disquisición acerca de los valores del Poema del Niágara. La anáfora con que se plasma la modernidad, hacia el inicio del texto, sirve de síntesis anticipada de las apreciaciones sobre el presente que luego se desarrollan o, mejor dicho, se someten a variaciones, pues seguimos reconociendo en todas ellas la esencial vileza postulada:

¡Ruines tiempos, en que no priva más arte que el de [...] sentarse en silla de oro [...] sin ver que [...] con sacar el oro afuera, no se hace sino quedarse sin oro alguno adentro! ¡Ruines tiempos, en que son mérito eximio y desusado el amor y el ejercicio de la grandeza! [...] ¡Ruines tiempos, en que los sacerdotes no merecen ya la alabanza ni la veneración de los poetas, ni los poetas han comenzado todavía a ser sacerdotes!

¡Ruines tiempos!... (Martí 206)

Las entretejidas anáforas con que se cierra el "Prólogo", por su parte, establecen el remedio para los males de la modernidad, reforzadas con paralelismos en los que se repite el uso del imperativo al comienzo de cada oración. El poeta ha de poner manos a la obra y reaccionar afirmativamente contra los negativos tiempos:

Bien hayas, poeta sincero y honrado, que te alimentas de ti mismo. ¡He aquí una lira que vibra! ¡he aquí un poeta que se palpa el corazón, que lucha con la mano vuelta al cielo [...]! ¡He aquí un hombre [...]! He aquí un vigoroso braceador que pone el pie seguro, la mente avarienta, y los ojos ansiosos y serenos en ese haz de despojos de templos, y muros apuntalados, y cadáveres dorados, y alas hechas de cadenas, de que, con afán siniestro, se aprovechan hoy tantos arteros batalladores para rehacer prisiones al hombre moderno. Él no persigue a la poesía [...]. Él aguardó la hora alta [...]. ¿Quiénes son los soberbios que se arrogan el derecho de enfrenar cosa que nace libre [...]? ¿Quiénes son esos búhos que vigilan la cuna de los recién nacidos [...]? ¿Quiénes son esos alcaides de la mente [...]? ¡Bien hayas tú, Poeta del Torrente, que osas ser libre en una época de esclavos pretenciosos [...]! ¡Bien hayas, cantor ilustre, y ve que sé que vale esta palabra que te digo! Bien hayas tú, señor de espada de fuego [...]. Cultiva lo magno [...]. Muévante siempre estos solemnes vientos. Pon de lado las huecas rimas de uso [...], con flores de artificio [...]. Caliéntate a la llama saludable del frío de estos tiempos dolorosos... (216-7)

La matriz ideológica de todo el ensayo, la sugerencia de que el nuevo idealismo de la poesía contrarrestará el materialismo del presente, se manifiesta, de ese modo, imbricada en el ciclo rítmico con que comienza y concluye el discurso: en el "Prólogo" la musicalidad -conciencia de la forma- y el mensaje resultan, así pues, indisociables.

El segundo mecanismo que subraya el carácter literario del ensayo es la existencia de una verdadera "trama" imaginal que se impone a la argumentación hasta casi ocultarla y exige del lector un ejercicio simultáneo de raciocinio e imaginación. La retórica antigua entendía como ornato el empleo de tropos y figuras (Lausberg 92ss). La profusión de esos supuestos adornos en el "Prólogo" -así como en otros ensayos martianos- es tan intensa y "barroca" (Schulman-González 243 passim) que, más que acompañar la reflexión, la postergan. El resultado es una dicción transformada en lo dicho: si se predica que la salvación para el hombre moderno está en la poesía, el ensayista moderno no puede resistir la tentación de salvarse mientras hace sus prédicas.

La trama a la que me refiero está dividida en dos secuencias que coinciden con las dos partes del enunciado reconocidas previamente. La primera, dedicada al retrato del mundo moderno, presenta un abigarrado conglomerado de tropos en el que, sin embargo, no es difícil dar con una constante: la alusión a fragmentos, a discontinuidad, a desintegración. Ésta se constata de distintas maneras. José Olivio Jiménez ha llegado a afirmar que "lo primero que descubre nuestra atención en el 'Prólogo' es su carácter fragmentario y aún contradictorio" (1973-4, 413); esa impresión de lectura, que nace de las constantes interrupciones conceptuales del ensayo, se fortalece con la insistente recreación de un universo en el que la relación del todo y las partes ha entrado en crisis:

...aparece en la Naturaleza contradictorio lo que es lógico... (206)

No hay obra permanente, porque las obras de los tiempos de reenquiciamiento y remolde son por esencia mudables e inquietas; no hay caminos constantes [...]. De todas partes solicitan la mente ideas diversas -y las ideas son como pólipos... (207)

Y hay ahora como un desmembramiento de la mente humana. Otros fueron los tiempos de las vallas alzadas; éste es el tiempo de las vallas rotas... (208)

Antes las ideas se erguían en silencio en la mente como recias torres [...]: hoy [...] se quiebran, se radifican, se evaporan, se malogran [...]; se deshacen en chispas encendidas; se desmigajan. De aquí pequeñas obras fúlgidas, de aquí la ausencia de aquellas grandes obras culminantes, sostenidas, majestuosas... (209)

Asístese como a una descentralización de la inteligencia... (209)

La segunda parte en esa historia contada por las imágenes está dominada por otro tipo de asociaciones: las que tienen en común un movimiento contrario de reintegración, encuentro, armonización. Préstese atención a las frases claves que subrayaré en la siguiente cita; el nuevo poeta ha de ser como el caballero que, luego de atravesar el erial de la tierra baldía, la de los "ruines tiempos", reclama para sí el grial:

...en ese cegamiento de las fuentes y en este anublamiento de los dioses, la Naturaleza, el trabajo humano y el espíritu del hombre se abren como inexhaustos manantiales puros a los labios sedientos de los poetas: ¡vacíen de sus copas de preciosas piedras el agrio vino viejo, y pónganlas a que se llenen de rayos de sol [...], la copa sonora! (210)

Es decir, sus hazañas -poéticas- han de tener un carácter "religioso": religio, no se olvide, probablemente procede de religare, 'unir'. Por eso, el sujeto al cual alaba el "Prólogo", pese a desplazarse entre fragmentos, despojos exteriores, ha de hallar la conexión -comunión- consigo mismo, la visión de la total identidad a través de la introspección:

De esta manera, lastimados los pies y los ojos de ver y andar por ruinas que aún humean, reentra en sí el poeta lírico... (210)

El primer trabajo del hombre es reconquistarse. Urge devolver los hombres a sí mismos [...]. Toca a cada hombre reconstruir su vida: a poco que mire en sí, la reconstruye. (211)

También por eso se describe a Pérez Bonalde, literalmente, como iniciado: "catecúmeno enérgico de una religión no establecida, con el corazón necesitado de adorar" (212). El poeta batalla con el mundo social; pero sólo cuando se enfrenta con la "Naturaleza" empieza a recuperar lo que se ha perdido. La integración se verifica como simbiosis de lo que antes estaba separado en el universo referencial -"Y se entendieron. El torrente prestó su voz al poeta; el poeta, su gemido de dolor a la maravilla rugidora. Del encuentro súbito de un espíritu ingenuo y de un espectáculo sorprendente surgió este poema" (213)-, o se constata, no menos, en el lenguaje mismo, que deja de ser herramienta para transformarse en espacio autosuficiente, perfecto, sin intermisiones ni fisuras:

Es la dicción de este poema redonda y hermosa [...]. Así brotó de Bonalde [...] y es una de sus fuerzas: fue hecho de una pieza. (214)

Pues, ¿quién no sabe que la lengua es jinete del pensamiento y no su caballo? (215)

La perfección verbal alcanzada por el poeta proviene de su entendimiento con el vasto entorno que, por cierto, paradójicamente, le otorga la clave de sí mismo. Tal poder da pie a que el texto se convierta en cosmos monolítico y facilita, por otra parte, que la palabra instaure una especie de régimen de "fuerza" y se imponga al término al que Martí la ha enfrentado en la dicotomía lengua-pensamiento. El escritor ha de someter a sus objetos si pretende rehacerlos y dotarlos de nuevo sentido. La unión del universo "confuso", "tumultuoso", "roto", se hace bajo la mano férrea de un guerrero "santo" que le confiere una dirección y una forma.

El ensayo martiano se vuelve poema cuando comprendemos que en él también se halla lo que se nos asegura que reside en Pérez Bonalde y los "poetas magnos". ¿Acaso no se percibe en las páginas del "Prólogo" la cabalgata del lenguaje sobre la idea? ¿Las intrincadas redes de imágenes no amplifican hasta el límite de la comprensión un planteamiento intelectual expresable en unos pocos renglones? Si no aceptáramos leer como poema este ensayo; si, prescindiendo de su frondosa verbalidad, tan sólo deseáramos extraer de él un juicio, sea sobre el autor venezolano, sea sobre el fin del siglo XIX, a duras penas pasaríamos de la mitad del texto.

¿Cómo logra Martí propiciar el tipo de lectura adecuada u orientarnos hacia ella? La respuesta está en el exordio. Aquí hemos de concentrarnos en el tercer mecanismo de recategorización poética. Préstese atención al primer párrafo:

¡Pasajero, detente! ¡Este que traigo de la mano no es zurcidor de rimas, ni repetidor de viejos maestros -que lo son porque a nadie repitieron-, ni decidor de amores [...], ni gemidor de oficio [...]! Este que viene conmigo es grande, aunque no lo sea de España, y viene cubierto: es Juan Antonio Pérez Bonalde, que ha escrito el Poema del Niágara. Y si me preguntas más de él, curioso pasajero, te diré que se midió con un gigante y no salió herido, sino con la lira bien puesta sobre el hombro -porque éste es de los lidiadores buenos, que lidian con la lira-, y con algo como aureola de triunfador sobre la frente. Y no me preguntes más, que ya es prueba sobrada de grandeza atreverse a medirse con gigantes; pues el mérito no está en el éxito del acometimiento, aunque éste volvió bien de la lid, sino en el valor de acometer.

El poeta moderno, como guerrero cuya arma es su arte y cuya ambición es organizar el mundo caótico que le tocó en suerte, debe tener autoridad; ésta se manifiesta tropológicamente como combate. La lidia de Pérez Bonalde ha sido con las "gigantescas" cataratas, pero igualmente la ambigua metáfora funciona en el plano intrínseco de la literatura, pues otro "gigante", cubano, José María Heredia, había poetizado antes el mismo espectáculo de la naturaleza (Jiménez 1995, 275-6). Martí, en su papel de ensayista-poeta, pródigo en tropos, establece su autoridad valiéndose de Bonalde y derrotándolo en la arena del espacio libresco; de centro, lo convierte sutilmente en margen para adjudicarse a sí mismo el lugar privilegiado. Nótese que se habla de "Este que traigo de la mano": un niño llevado de la mano por su padre o tutor no es exactamente dueño de su persona, sino un ser dependiente. El prologuista, ese tutor, ha sido capaz de convertir en vasallo o escudero suyo a un "caballero" que había salido victorioso tras medirse con monstruos y triunfar.

Pero la máxima derrota o sumisión está cifrada en el topos con que críptica e inteligentemente, como es natural en un gran escritor, se revela la intención última del "Prólogo": "¡Pasajero, detente!". ¿Por qué comenzar así? Martí, excelente lector de los clásicos, en particular de la tradición hispánica, no podía dejar de notar que un vetusto género poético privilegia, entre sus fórmulas de exordio, precisamente la que él ha seleccionado para su ensayo:

EPITAFIO DE ALEJANDRO MACEDÓN

Lícito te será, buen caminante,

poner en esta losa

los ojos, no los pies. Aguarda, tente...


A LA MUERTE DE ENRIQUE, REY DE FRANCIA

Detén el paso y vista, mas no el llanto,

¡oh pasajero!, en tanto

que te dice esta losa cómo encierra,

ya vuelto en poca tierra,

al mayor rey que vio jamás la Galia...

He tomado ambos ejemplos de Francisco de Quevedo (316, 321), uno de los cultivadores de esa modalidad de escritura, pero de ninguna manera el único:

INSCRIPCIÓN PARA EL SEPULCRO DE DOMÍNICO GRECO

Esta en forma elegante, oh peregrino,

de pórfido luciente dura llave

el pincel niega al mundo más süave,

que dio espíritu a leño, vida a lino... (Luis de Góngora 264)


AL SEPULCRO DEL DUQUE DE LA PALATA

Caminante, detén el veloz paso;

no pises el sepulcro, que por pira

le presumió el cadáver que hoy se mira,

por sólo Sol difunto, en el ocaso... (Juan del Valle y Caviedes 461)

Y para no circunscribirnos a los Siglos de Oro, bien podríamos verificar la presencia del lugar común incluso en la cultura popular reciente, no solamente de lengua española:

Stranger pause, my tale attend,

And learn the cause of Hannah's end.

Across the world the wind did blow,

She ketched a cold that laid her low...

(De un sepulcro en Bayfield, Mississipi; compilado por Brandreth 83)


Stranger, approach this spot with gravity;

John Brown is filling his last cavity.

(Sepulcro de un dentista; Brandreth 109)

La procedencia del material retórico y genológico empleado por Martí es demasiado clara como para que ciertas reminiscencias intertextuales se mantengan ajenas a nuestra relación con su escrito. El género "epitafio" o "túmulo" ya figuraba en tratados de la Antigüedad tan rigurosamente codificado como el epitalamio, el epigrama o el épodo -consúltese, para sólo mencionar un ejemplo, las Etymologiae de Isidoro de Sevilla (I, 40: 357). ¿Por qué, podemos preguntarnos nuevamente, abrir un ensayo con un tópico propio de epitafios? Porque una lectura posible del texto martiano es poética y parte de marcos poéticos, pero también porque el "Prólogo" ha liquidado a su oponente, el Poema del Niágara, al cual en teoría debía subordinarse. La prosa, forma de géneros no centrales en el sistema literario de la época (1), ha tomado por asalto al verso, le ha arrebatado el uso exclusivo de ropajes poéticos -lo hemos visto- y lo da por sepultado. Recuérdese lo comentado por Oviedo: el "Prólogo" escrito por Martí sirve de inscripción tumular a los versos de Bonalde -inscripción gracias a la cual "todavía recordamos al poema".

Tras su debida demanda, el discurso prologal se apropia del tesoro constituido por el poder que otorga una inteligencia de nuevo "centralizada", grial del lenguaje modernista tal como lo postula Martí. El mundo de su ensayo, en contraste con el caos moderno, sí está estrictamente vertebrado y regido. Cathy Jrade lo ha expresado de manera inmejorable: "regardless of how modern Martí is, he is most definitely not postmodern, and he adamantly defends the concepts of self, identity and agency" (26).

II) Las "Palabras liminares" a Prosas profanas.

Hasta ahora, la interpretación más lúcida de la obra dariana desde el punto de vista contextual sigue siendo la de Ángel Rama, quien destruyó el cliché que pretendía reducir el modernismo a mero "escapismo". Como lo plantea el crítico, la palabra que designa el movimiento nos orienta hacia la asimilación que se verificaba en las sociedades hispánicas del nivel mental y material de "los centros metropolitanos que empezaban a regir el mundo entero [...]. Se trataba del empuje modernizador del imperialismo [...] y ante él no había ninguna otra opción que la de asumir las inmensas posibilidades que instauraba" (124). El modernismo constituyó una denodada empresa creadora de los escritores de lengua española y su objetivo fue

incorporarse al mercado único cultural y económico que establece la burguesía europea y norteamericana [...]. No postuló una evasión, ni podía hacerlo, en la medida en que al contrario asumió la situación histórica nueva con un ingente esfuerzo de comprensión y adecuación a sus veloces imposiciones. (124-5)

A partir de esas últimas sugerencias, pero llegando a conclusiones contrarias, Francisco Solares-Larrave ha releído las "Palabras liminares" a Prosas profanas (1896) como texto de gran intensidad ideológica, aunque de cariz independentista:

En Darío la apropiación cultural está orientada hacia la creación de una gramatología latinoamericana mediante una renovación radical de las formas, símbolos y recursos del centro para forjar una metrópolis [sic] de convergencia. El discurso que ejemplifica sus esfuerzos se aprecia en las "Palabras liminares" [que formulan] una declaración de autodeterminación. (204)

Solares-Larrave insiste, sobre todo, en el uso de "ejes binarios" como indicio de la verificación dariana de una "tensión entre Europa y América mediante íconos [sic] culturales" (205).

Sin olvidar las posibilidades interpretativas anteriores, pero concentrándonos en los problemas de escritura que tales marcos suponen, me gustaría que prestáramos atención a las relaciones de "centro" y "periferia" inscritas en el texto prologal de Darío e inauguradas desde su mismo título. La selección de la frase "Palabras liminares" confirma un llamado de atención hacia la noción de espacialidad, mucho menos estentórea en términos usuales como "prólogo", "prefacio", "presentación", etc. Limen, es decir, 'umbral': lugar por donde debe pasar una lectura que se dirige a otra parte.

El preludio nos da la clave del enigmático título del libro dariano y, por tanto, se reviste de autoridad aleccionadora en el ámbito discursivo -impregnado, igual que ocurría en Martí, de un sentido muy personal de lo religioso-: "Yo he dicho en la misa rosa de mi juventud, mis antífonas, mis secuencias, mis profanas prosas" (Poesías 180). Una frase ambigua -prosa: ¿por qué denominar así un conjunto de versos?- adquiere de pronto significado preciso en medio de la pluralidad a la que en principio se prestaba. El prologuista, al comparar partes de la misa con la poesía, nos encamina a un campo semántico más ajustado. La figura textual del autor se perfilará definitivamente cuando comprobemos que su poder, estructurador del todo, se manifiesta con nitidez al tomarse incluso la libertad de invertir el nombre del poemario: "prosas profanas" o "profanas prosas" -la masa verbal en la que nos adentramos está completamente a su merced.

La voluntad autorial domina el decir, lo somete a sus gustos y caprichos. Pero también le dará un rumbo paralelo al de la carrera del individuo creador. No perdamos de vista que Prosas profanas aparece en el momento de máxima gloria de Darío: el de la consolidación de una estética colectiva a su alrededor. Y, aunque una reelaboración minuciosa del tópico de la falsa modestia obligue a las "Palabras liminares" a rechazar la petición de sus seguidores de elaborar un "manifiesto" modernista, lo cierto es que el texto acaba funcionando como proclama: núcleo de una conciencia artística, un programa creador, lo que trae como consecuencia, a su vez, que los poemas del libro, así como otros textos darianos anteriores o posteriores, puedan considerarse proyecciones y no entidades autónomas, accidentales, ajenas a un sistema. Las "Palabras liminares", creo posible argumentar, constituyen un centro: el momento en que una obra se individúa y define su rumbo.

Señal evidente de tal dirección es la figura que rige con firme pulso la producción textual del prólogo a Prosas profanas: la llamada por los antiguos præteritio o prætermissio. Si se recuerda su definición, ésta incluye la plasmación de una intención del hablante, la de omitir ciertas referencias; pero, para llevar a cabo tal propósito, el discurso ha de hacer explícito lo que se desea pasar por alto, anulándose así la supuesta omisión (Lausberg 207). Decir lo que se anuncia que no se dirá: la preterición ha sido notada por los estudiosos de las "Palabras liminares", aunque sólo de pasada (Solares-Larrave 204). Me atrevería a sugerir, sin embargo, que la comprensión de ese recurso es fundamental para entrever los alcances del prefacio. Su naturaleza contradictoria delata, por supuesto, cierta ironía que confirma la lucidez de la voz autorial. Al menos en tres aspectos veremos actuar la preterición como fuerza rectora del texto. Analicémoslos por orden de aparición.

Después de Azul..., después de Los raros, voces insinuantes, buena y mala intención, entusiasmo sonoro y envidia subterránea -todo bella cosecha-, solicitaron lo que, en conciencia, no he creído fructuoso ni oportuno: un manifiesto.

El primer párrafo constata una recepción dividida de las obras de Darío. El público, con el que dialoga el ensayista, le impone a éste un lenguaje en que la escisión ha de desempeñar un papel primordial. No se ofrecerán principios estéticos; cuando de inmediato se alegan motivos, no obstante, uno de ellos es una declaración que basta para configurar un manifiesto:

Ni fructuoso ni oportuno: [...] porque proclamando, como proclamo, una estética acrática, la imposición de un modelo o de un código implicaría una contradicción.

La evidencia de una preterición la confirman los escritos posteriores en que Darío reflexiona sobre las "Palabras liminares"; por ejemplo, algunos pasajes de Historia de mis libros (1909), donde los verbos empleados -que destaco en la cita- son propios de quien acepta haber escrito un manifiesto:

En cuanto a la cuestión ideológica y verbal, proclamé ante glorias españolas más sonoras, la del gran D. Francisco de Quevedo [...]. Luego expuse el principio de la música interior [...]. Luego profesé el desdén de la crítica de gallina ciega, de la gritería de las ocas, y aticé el fuego del estímulo para el trabajo, para la creación... (Darío 1989, 66-7)

La segunda intervención de la præteritio es menos obvia y empezará a concretarse después de haberse mencionado la acracia. Ésta, como sabemos, equivale a anarquía, falta de gobierno o poder centralizado. Aquí comienza a revelarse la naturaleza aporística del "limen" perversa y gozosamente diseñado por la escritura dariana. Si años más tarde, en Historia de mis libros, se nos confiesa que la terminología de las "Palabras liminares" oculta más bien otra: "[salí en defensa] de la acracia o, si se piensa bien, de la aristocracia literaria" (1989, 65), el texto de 1896 ya lo hacía patente de una manera oblicua. Veamos las líneas que siguen a la mención de una "estética acrática":

Yo no tengo literatura "mía" -como lo ha manifestado una magistral autoridad-, para marcar el rumbo de los demás: mi literatura es mía en mí; quien siga servilmente mis huellas perderá su tesoro personal, y paje o esclavo, no podrá ocultar sello o librea. Wagner, a Augusta Holmes, su discípula, dijo un día: "Lo primero, no imitar a nadie, y, sobre todo, a mí". Gran decir.

En varias de estas líneas resuenan los ecos de un texto europeo que, por lo demás, había impresionado fuertemente por las mismas fechas (1897) a otro modernista hispanoamericano, el José Enrique Rodó de "El que vendrá" (Ottmar Ette 59). Me refiero a Más allá del bien y del mal y, en particular, a los últimos fragmentos de la segunda parte, donde se habla de los "nuevos filósofos" o "filósofos del mañana", que rechazan las poses de los falsos librepensadores que para Nietzsche eran, en realidad, despreciables "esclavos disertos, plumíferos hábiles al servicio del gusto democrático" (fragmento 44). El fragmento 43 nos interesa en grado sumo; los pensadores por venir

...no serán, ciertamente, dogmáticos. Sería contrario tanto a su orgullo como a su gusto que su verdad deba, para colmo, ser una verdad para todos, lo que fue hasta el presente el secret deseo y el trasfondo del pensamiento de todas las tentativas dogmáticas. "Mi juicio es un juicio para mí, y apenas imagino que otro tenga derecho a él", dirá tal vez uno de esos filósofos. Hay que renunciar al mal gusto de querer estar de acuerdo con un gran número de gentes. Lo que es "bueno" para mí, no es ya bueno en la boca del vecino. Y ¿cómo podrá haber un "bien común"? Esta frase encierra una contradicción. Lo que puede ser disfrutado en común es siempre de poco valor. En fin, sucederá como ha sucedido siempre, [...] las rarezas para los raros.

El conocimiento que tiene Darío de Nietzsche es anterior a la publicación de Prosas profanas, como lo prueba el ensayo que le dedicó en 1893 y que, al parecer, en algún momento pensó incluir en la serie de Los raros, pues así lo subtituló. En ese trabajo, que, por cierto, sugiere una absorción entusiasta de muchos ideologemas, se destaca en el "artista-filósofo" la opinión que "tenía de las aristocracia de sus lectores y apreciadores, [la cual] nos da la medida de su elevación intelectual y su nobleza estética". Acto seguido, se nos advierte que "él no quería los favores del gran público", o sea, "la desdorosa democracia de la gloria" (Darío 1989, 127). El abolengo nietzscheano de las disquisiciones que hallamos en "Palabras liminares" supone, no menos, un callejón sin salida para el discurso "acrático", pues, como es bien sabido, contra él arremete enardecido el nietzscheanismo, a lo largo de cuya evolución irán oponiéndose "acracia" y "voluntad de poderío"; la primera, asociada a la noción de "decadencia" y a una "debilidad del deseo" inyectada en Occidente por dos vertientes de la "moralina" -la socrática y la judeocristiana- (Nehamas 183-7); la segunda, un remedio tanto para lo decadente como para lo acrático o lo débil, es decir, un impulso a la cohesión y a la unidad en medio de lo disperso o amorfo -este último hecho, patente no sólo en la visión del universo, sino en la escritura del filósofo, donde lo fragmentario acaba adquiriendo una fisonomía única y un destino (Kaufmann 72-91; Nehamas 170-99). La "contradicción" que dice el prólogo dariano querer evitar está cifrada en su proclamada ausencia de proclamas y en la razón personalista, aristocráticamente libre, que aporta. El cuerpo doctrinal al que aluden las "Palabras liminares" constituye un arma que hiere a quien la esgrime.

Participa de la lógica de la preterición, igualmente, el molde que adopta el texto de Darío. Ésta es la tercera manifestación a la que me refería páginas atrás y que he dejado hacia el final no porque carezca de importancia, sino porque sería ininteligible si antes Nietzsche no nos hubiera salido al paso. Justo después de la alusión a Más allá del bien y del mal, el discurso que sirve de prólogo a Prosas profanas adopta la discontinuidad de la cual el filósofo alemán se había proclamado a sí mismo "maestro" (El ocaso de los ídolos X, 51) y sobre la cual teorizó en repetidas ocasiones -la del decir aforístico; en el contexto del ensayo o tratado filosófico, calculadamente fragmentario:

...la forma aforística produce dificultad: se debe esto a que hoy no se da suficiente importancia a tal forma. Un aforismo, si está bien acuñado y fundido, no queda ya "descifrado" por el hecho de leerlo; antes bien, entonces es cuando debe comenzar su interpretación. (Genealogía de la moral, Prólogo, 8)

Contra los que censuran la brevedad.-Lo dicho brevemente tal vez sea el fruto y el resultado de algo largamente meditado; pero el lector que es novicio en ese terreno, y que no ha reflexionado en ello de modo alguno, ve algo embrionario. (Humano, demasiado humano II, 127)

Contra los miopes.-¿Creéis, pues, que es una obra descosida porque se os presenta en trozos (y porque es preciso presentarla así)? (Humano II, 128)

Repárese en las consecuencias del último aforismo citado. Hasta cierto punto, restaría validez, por una parte, a los pareceres sobre la imposibilidad de interpretaciones definidas de la escritura nietzscheana (Derrida Spurs 122-40). Pero, por otra, respaldaría sin duda los comentarios de quienes entienden el empleo de fragmentos como un recurso para alejar al lector de intelecto no aristocrático (Kofman 166); así como apoyaría las tesis de quienes, como el ya citado Walter Kaufmann, insisten en una soterrada vertebración de los aforismos dispersos en toda la obra de Nietzsche -o las de los que, en alguno de sus libros, ven una unidad frustrada por accidentes vitales: opinión que cimenta en general las lecturas heideggerianas de La voluntad de poderío.

Ensayos presentados "en trozos": ¿no pertenece a esa familia el que nos introduce a Prosas profanas? Así lo creo. Y puesto que el estímulo genológico -que es, casi siempre, genealógico (Fowler 40-1; Fishelov 155 passim)- remite a Nietzsche y sus enseñanzas de "nobleza estética", no sería difícil prever los conflictos hermenéuticos a los que nos enfrenta el empleo dariano de fragmentos. La duplicidad con anterioridad observada en su discurso suscita una nueva interpretación doble. A una negación del manifiesto que termina siendo afirmación; a una estética a-crática que se reconfigura como aristo-crática, despreciadora de "pajes" o "esclavos", ha de suceder, por supuesto, la aparición de "trozos" que en una revisión cuidadosa, sin "miopía", no son tales. Las seis breves secciones en que están segmentadas las "Palabras liminares", pese a los espacios en blanco que las separan, pertenecen a un cuerpo textual consistente, poseedor de sentido y orgánicamente cohesionado. En efecto, después de aforismos archiconocidos en los cuales se recalca un objeto de contemplación -el gran drama modernista- que se debate entre dependencia y metrópoli, presente y pasado, tradición y modernidad, exterior e interior, materia y espíritu:

¿Hay en mi sangre alguna gota de sangre de África, o de indio chorotega o nagrandano? Pudiera ser, a despecho de mis manos de marqués...

...a un presidente de República no podré saludarle en el idioma en que te cantaría a ti, ¡oh Halagabal!, de cuya corte -oro, seda, mármol- me acuerdo en sueños...

...Abuelo, preciso es decíroslo: mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París.

La gritería de trescientas ocas no te impedirá, silvano, tocar tu encantadora flauta, con tal de que tu amigo el ruiseñor esté contento de tu melodía. Cuando él no esté para escucharte cierra los ojos y toca para los habitantes de tu reino interior...(1977, 180-1)

iremos a parar a un aforismo final que, curiosamente, habla de inicios:

Y la primera ley, creador: crear. Bufe el eunuco. Cuando una musa te dé un hijo, queden las otras ocho encinta. (181)

¿Por qué terminar por el principio? Porque el valor de los contrarios, nietzscheanamente, se transubstancia. Lo roto, asimismo, concluye con una especie de síntesis no tan enigmática: el último aforismo concierta, de hecho, el aparente caos de pedazos anteriores; lo dota de un impulso totalizador. Lo múltiple se unifica: un estado común para las nueve musas. Tal como la pluralidad formal en Nietzsche apuntaba a una secreta y vigorosa convergencia, las "Palabra liminares" se reúnen en una potente univocalización. Recuérdense las primeras líneas: "Después de Azul..., después de Los raros..." Asistimos a un continuo. En el prefacio que escribirá Darío para Cantos de vida y esperanza (1905), la dirección del movimiento ideológico parece ser contraria desde el principio mismo:

Podría repetir aquí más de un concepto de las palabras liminares de Prosas profanas. Mi respeto por la aristocracia del pensamiento, por la nobleza del Arte, siempre es el mismo. Mi antiguo aborrecimiento a la mediocridad, a la mulatez intelectual, a la chatura estética, apenas si se aminora hoy con una razonada indiferencia.

El movimiento de libertad que me tocó iniciar en América se propagó hasta España, y tanto aquí como allá el triunfo está logrado [...].

Cuando dije que mi poesía era mía, en , sostuve la primera condición de mi existir... (1977, 243-4)

Es decir, las energías de Azul... y Los raros, pero también las de Cantos de vida y esperanza se encaminan hacia un mismo destino, el núcleo instaurado por Prosas profanas en la obra del autor, cuyo cuerpo es el verdadero todo que da razón de ser a las que, sin él, no pasarían de partes desarticuladas, a la deriva. ¿Por qué aforismos a la hora de enfrentar el momento más álgido de su carrera? La decisión de Darío en 1896 podría explicarse, al menos parcialmente, acudiendo a los juicios de Derrida -seguidor, como él, de Nietzsche-; aquí recordaré dos aforismos suyos sobre el tema de los aforismos, que han sido dispuestos en un ensayo que se titula, "L'aphorisme à contretemps" (1986):

6. Pese a las apariencias, un aforismo nunca llega por sí mismo; no viene solo...

8. ...El aforismo puede, desde luego, resultar ser un artificio retórico, un plan engañoso cuyo objetivo es alcanzar la mayor de las autoridades, una economía o una estrategia de dominio que sabe muy bien cómo reforzar el significado ("Véase cómo formalizo; con tan pocas palabras siempre logro decir más de lo que a simple vista parece")...

Con el propósito de omitir la totalidad valiéndose de despojos suyos, Darío la hace más presente que nunca. De las diferentes pretericiones, ésa es quizá la más importante en sus "Palabras liminares" -supuesto umbral que ocupa enteramente el espacio de la escritura que se nos quiere ofrecer.

IV) Epílogo.

El estímulo inicial para este análisis ha sido la posición aparentemente marginal de dos textos que, pese a todo, de manera directa o indirecta desempeñan el papel de génesis, fuente de autoridad y definición de un movimiento literario (2). Tanto en el ensayo del cubano como en el del nicaragüense hemos tropezado con actitudes y técnicas comunes. Una de ellas, la concreción prologal de una tendencia que domina en muchos otros escritos modernistas: el cruzamiento tipológico de las tradiciones formales. Martí modula la prosa expositiva hacia territorios líricos, sea recargando de tropos y figuras sus oraciones, sea sugiriendo la fusión del prologuista con el buen poeta de la modernidad: uno y otro, caballeros que demandan o han obtenido un grial "sonoro". Darío, además de jugar al antimanifiesto, lo hace acudiendo a aforismos, que no sólo obscurecen nuestro acceso al texto total, íntegro, oculto en sus palabras, sino que se abren a la poesía -el final del penúltimo fragmento, en efecto, quiere aproximarse a lo sublime: "Cae a tus pies una rosa, otra rosa, otra rosa. ¡Y besos!".

Aunque tal heterogeneidad o proteísmo genológico nos facilite la entrevisión en el modernismo de inclinaciones pluralistas o subversoras de las tradiciones impuestas -siguiendo la conceptualización que hace Homi Bhabha de la hibridez propia de culturas coloniales o postcoloniales (111-5)-, nuestro examen, no obstante, apunta a otro tipo de conclusiones. Tanto en Martí como en Darío hemos comprobado la aparición de una imaginería religiosa que no permite llevar muy lejos la descripción del movimiento que ellos modelan como una corriente del todo liberadora o rebelde. De hecho, los esfuerzos conscientes o inconscientes de jerarquizar el espacio libresco que he destacado y cuyas consecuencias son claras, sugieren que al menos en ciertos aspectos un proyecto totalizador es fundamental en las obras de Martí, Darío y la vasta legión de quienes los tuvieron como maestros. Rafael Gutiérrez Girardot es quien mejor ha tratado el tema en un libro infaltable en la bibliografía especializada: Modernismo. En él, con gran acierto, insiste en que a la constatada y nietzscheana "muerte de Dios" los modernistas respondieron con una inclinación trágica y con un "temor al ateísmo", lo que los indujo a buscar "sustitutos de religión". El ocultismo y el arte por el arte lo fueron, indudablemente. Pero también podríamos argüir nosotros que el horror por la "descentralización de la inteligencia", tal como la denominaba Martí, generó un instinto de "centralización" verificable incluso en planos tan abstractos como los del diseño del ámbito de la escritura, pequeño cosmos verbal -reflejo, doble o acaso único habitáculo del universo referencial. Una "inteligencia" potente, divina o en contacto con lo divino, sale a nuestro encuentro en el "Prólogo" de Martí y nos conduce al Poema del Niágara, también en sus manos; un dador de leyes, en las "Palabras liminares" de Darío, proclama que la primera es "crear" e insinúa que él, al contrario del artista tradicional, no es poseído por las diosas de la inspiración, sino que las ha poseído a ellas. Titanismo estético o "superhombría": ambas designaciones no estarían lejos de retratar ciertas cualidades ideológicas del credo modernista.

Que esa ambición sobrehumana de poderío, de autoafirmación en el mundo, haya sido compensación o resultado de una conciencia de pertenecer a periferias políticas o económicas, como apuntan las tesis de Rama, me parece razonable. Pero esa nostalgia del centro puede interpretarse igualmente en términos metafísicos o éticos. Nietzsche, en la sección 7 de El caso Wagner, se refería a los estilos literarios "decadentes" como "anarquía de átomos, disgregación de la voluntad". Probablemente el modernismo, como se vislumbra en sus dos exponentes máximos, algo tenía de un anhelo de porvenir superior, auroral; un abandono de la decadencia en búsqueda de la restauración de la felicidad o el conocimiento perfecto. El movimiento, como habría podido formularlo Zaratustra (III, 14), albergaba "el gran deseo".


Notas

(1). Sobre tal jerarquización consúltese lo dicho por Manuel Pedro González (Schulman-González 210). Martí se opuso a tener el verso en mayor estima que la prosa. Para él, incluso, como lo señala González "la prosa es una forma expresiva más difícil, y, por ende, más meritoria que el verso" (209).

(2). Martí, a diferencia de Darío, jamás llegaría a precisar nominalmente esa estética como "modernista", pero sin duda sí preconizó un arte que se caracterizaría por responder a la circunstancia moderna. Como ha aseverado José Olivio Jiménez, "no todo el modernismo está en el Martí de 1882, pero sí algunos de sus esguinces más permanentes" (1989, 13-4). El tremendo impacto de Martí en Darío, su continuador en tantos sentidos, no nos ha ocupado porque es ya un asunto satisfactoriamente discutido: Schulman y González han dedicado a él un libro completo al que poco puede añadirse.


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