La ciudad como supuesto: desarrollo urbano y literatura modernista

José Ramón González García

Universidad de Valladolid

 

En evolución paralela al desarrollo de las modernas disciplinas científicas y al extraordinario avance tecnológico que éstas propician, el siglo XIX es testigo de una radical transformación en los escenarios físicos en los que se desenvuelve la vida humana. El lento proceso de consolidación de los modernos estados burgueses y las exigencias de una nueva sociedad plenamente capitalista contribuyen a conformar una nueva estructura urbana, que no se limitará solamente a las modificaciones o cambios más visibles, sino que alcanzará por igual a la organización simbólica de los espacios por/en los que discurre la existencia del hombre finisecular.

El testimonio más evidente de estos cambios lo constituye el desarrollo de las modernas ciudades de nueva planta y la casi perentoria modernización de las viejas ciudades continentales que se verán ahora muy remozadas o incluso renovadas en su totalidad. En estas nuevas urbes - y así podemos llamarlas aun cuando se trate de viejos centros de población - se manifiesta un sentido diferente de lo público (concepto vertebrador del estado burgués que sirvió, paradójicamente, para aumentar el beneficio privado de los grupos dominantes) del que da cuenta la importancia que adquieren las estructuras arquitectónicas y urbanísticas de utilidad común. Puentes, avenidas, bulevares, alcantarillado, abastecimiento de aguas, mercados, jardines, plazas . . ., cuidadosamente planificados desde el poder, modifican las ciudades en su materialidad y aportan perspectivas inéditas al ojo humano. Las modernas edificaciones bancarias, industriales y comerciales, así como las exigencias arquitectónicas de los nuevos medios de transporte (pienso, como ejemplo paradigmático, en las estaciones de ferrocarril) contribuyen de igual modo a la nueva realidad urbana.

Y es que la ciudad, a través de una cuidadosa planificación, se ha vuelto maleable. Como señala Donald Lowe, éste es un fenómeno característico de la sociedad burguesa:

La planificación en las ciudades, en el sentido de abarcar y

coordinar todos los diversos aspectos de una comunidad urbana,

estuvo ausente antes del periodo de la sociedad burguesa.

Durante el Renacimiento, la perspectiva visual fundada en la

proporción matemática se limitó básicamente a la simetría y

proporción de edificios y piazzas. En la sociedad estamental, la

monarquía y la Iglesia utilizaron la perspectiva visual para

producir la impresión de monumentalidad y poder ilimitado en

sus palacios, iglesias y jardines. La ciudad preindustrial cambió

gradualmente, a lo largo del tiempo, y las fuerzas demográficas y

económicas que condujeron al crecimiento o la decadencia de

una ciudad fueron invisibles para sus contemporáneos. No

obstante, en la sociedad burguesa, la industrialización y la

urbanización transformaron el paisaje urbano tan radicalmente

que provocaron respuestas nuevas y conscientes a los problemas

de la extensión espacial y la profundidad social en el espacio

urbano. (132)

John Nash, urbanista pionero en el Londres de principios de siglo (con el complejo urbanístico de Regentís Park, que aísla mediante un cinturón circulatorio, y la famosísima Regentís Street - igualmente pensada para la circulación y el comercio), o el barón Georges Eugène Haussmann, en el París de los años 50 y 60, son claro ejemplo de un urbanismo que responde, aunque no siempre de forma conscientemente razonada (es el caso del primero de ellos, enemigo de toda teorización), a las exigencias de una nueva realidad social, económica y, muy claramente, política. Es bien sabido, por ejemplo, que la destrucción del viejo París con su entramado de intrincadas callejuelas y su sustitución por grandes bulevares rectilíneos tuvo mucho que ver con el interés de Napoleón III por garantizar el "orden público", dificultando las hasta entonces frecuentes revueltas populares; se libera espacio para facilitar el movimiento individual y el desarrollo económico, sí, pero al mismo tiempo para hacer más fácil el control de los grandes desplazamientos de masas. Como señala Sennet:

El diseño urbano del siglo XIX facilitó el movimiento de un

gran número de individuos en la ciudad y dificultó el

movimiento de grupos, los amenazadores grupos que

aparecieron en la Revolución francesa. Los planificadores

urbanos del siglo XIX se basaron en sus predecesores

ilustrados, que concibieron la ciudad como arterias y venas

en movimiento, pero dieron un nuevo uso a esas imágenes.

El urbanista de la ilustración había imaginado individuos

estimulados por el movimiento de la muchedumbre de la

ciudad. El urbanista del siglo XIX imaginó individuos

protegidos por el movimiento de la muchedumbre. (346)

Marshall Berman, por su parte, en relación con París - el paradigma ya clásico de la ciudad moderna -, describe minuciosamente, y en todos sus pasos, el proceso emprendido por voluntad imperial. El que lo sucedido en esa ciudad llegase a adquirir el rango de patrón o modelo a imitar en otras muchas capitales, justifica suficientemente la longitud de la cita:

A finales de la década de 1850 y a lo largo de la de 1860,

mientras Baudelaire trabajaba en El espleen de Paris, George

Eugène Haussmann, prefecto de París y sus aledaños,

armado de un mandato imperial de Napoleón III, abría una

vasta red de bulevares en el corazón de la vieja ciudad

medieval. Napoleón y Haussmann imaginaban las nuevas

calles como las arterias de un nuevo sistema circulatorio

urbano. Estas imágenes, tópicas en la actualidad, en el

contexto de la vida urbana del siglo XIX resultaban

revolucionarias. Los nuevos bulevares permitirían que el

tráfico circulara por el centro de la ciudad, pasando

directamente de un extremo a otro, lo que hasta entonces

parecía una empresa quijotesca y prácticamente impensable.

Además, derribarían barrios miserables y abrirían un

"pulmón" en medio de una oscuridad y una congestión

asfixiante. Estimularían una enorme expansión del comercio

local a todos los niveles, contribuyendo a sufragar los

enormes costos municipales de la demolición, las

indemnizaciones y la construcción. Apaciguarían a las masas

dando empleo a miles y miles de trabajadores - en ciertos

momentos hasta una cuarta parte de la mano de obra de la

ciudad - en obras públicas a largo plazo, que a su vez

generarían miles de puestos de trabajo en el sector privado.

Finalmente crearían corredores anchos y largos por los que

las tropas y la artillería podrían desplazarse efectivamente

contra las futuras barricadas e insurrecciones populares.

Los bulevares eran sólo una parte de un amplio sistema de

planificación urbana, que incluía mercados, centrales,

puentes, alcantarillado, abastecimiento de agua, la Opera y

otros palacios destinados a la cultura, una gran red de

parques. (149-150)

Pero Londres y París representan sólo dos conspicuos ejemplos de lo que será una serie continuada de actuaciones que vendrán a modificar de forma definitiva y radical los grandes núcleos europeos de población. Roma, Viena, Berlín, Budapest, Praga, Milán . . . seguirán la misma suerte, aunque la cronología concreta de sus transformaciones se guíe por pautas diferentes - la modernidad, como afirma Yurkievich, no es homogénea ni compacta porque "involucra múltiples modernidades, modernidades sucesivas y simultáneas"(Yurkievich, 1996, p. 34). También el continente americano conocerá pronto el fenómeno de las grandes urbes.

Nueva York, la gran cosmópolis del siglo XX, avanza a pasos agigantados hacia su cumplimiento como capital del mundo y Boston, Chicago o Filadelfia son ya, a finales de siglo, importante núcleos de población. Más al sur, Buenos Aires y Santiago, tras adoptar como punto de referencia el nuevo diseño de las capitales europeas y, especialmente, el del gran París napoleónico, le siguen a bastante distancia.

En España, que continuará siendo a lo largo de todo el siglo XIX un país eminentemente rural - en 1900 sólo seis ciudades (Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Málaga y Murcia) superan los cien mil habitantes, que representan, en su conjunto, únicamente el 9 por ciento de la población total - existen, sin embargo, tempranos testimonios de estas prácticas de intervención urbana, producto inevitable de los nuevos tiempos y de las modificaciones sociales que estos traen consigo (prácticas que muchas veces son sólo implícitamente políticas y económicas, pues se apoyan en argumentos de "higiene y salubridad"). Así, por ejemplo, merece un lugar destacado en la historia de nuestras ciudades el proyecto de renovación que Idelfonso Cerdá diseña para Barcelona a mediados de la centuria (1860) y que, en su concepción de barrios cuadriculados según el modelo americano, será imitado con posterioridad por otros urbanistas y arquitectos españoles. O la propuesta de Castro, con su plan para Madrid en 1860, (Peyronet, por su parte, y en una actuación parcial pero muy significativa, libera el espacio de la Puerta del Sol). En otras ciudades españolas se redactaron también proyectos similares: plan Cortázar, en San Sebastián (1866) o planes para La Coruña (1883) y Vigo (1900), entre otros muchos que no es necesario detallar pormenorizadamente en estas páginas (Magnien 112).

Y si bien muchos de estos planes de desarrollo y transformación urbana no llegaron nunca a materializarse y otros no lo hicieron en su totalidad - por razones de índole económica o por conflictos de poderes - hasta muchos años después de su concepción, el hecho cierto es que las ciudades españolas, con o sin directrices municipales, se transforman rápidamente ante los ojos de sus ciudadanos. Las fuerzas económicas y sociales impulsan el despegue urbano al margen incluso de la planificación política que no siempre supo interpretar las tendencias en litigio y los intereses de toda índole puestos en juego. Raymond Carr describe algunos de los hitos más significativos de esta renovación sin ahorrar, al mismo tiempo, la mención a una de las varias contradicciones que caracterizaron el proceso español:

En el siglo XIX las ciudades empezaron a reflejar el flujo

rural en forma de nuevos suburbios y calles más amplias.

Así, aunque Madrid y Barcelona habían planeado su

desarrollo con anterioridad a 1868, solamente en la última

década del siglo XIX dejaron de parecer desiertos urbanos

las nuevas calles proyectadas de los ensanches, que se

llenaron de bloques de casas en islas cuadradas uniformes,

divididos por calles iguales de anchura doble y adornadas con

impresionantes bancos y edificios públicos. En las grandes

ciudades, el casco congestionado de la ciudad antigua tuvo

que romperse con travesías anchas - la Gran Vía de Madrid,

la Vía Layetana de Barcelona (1910); la primera dio al centro

de Madrid la apariencia de una capital moderna.

Posteriormente esta oleada de "urbanismo" llegó a ciudades

de provincias, algunas de las cuales habían permanecido

aprisionadas dentro de sus murallas sin calles apropiadas para

el tráfico motorizado.

Sin embargo, como se apresura a puntualizar el historiador, no cabe engañarse sobre las dimensiones reales del fenómeno, ya que (g)ran parte de la modernización fue superficial y la preferencia de los pequeños inversionistas españoles por la propiedad urbana acarreó un desarrollo de la edificación con el que no podían competir los servicios municipales.Y termina aduciendo el caso paradigmático de León que aunque "tenía luz eléctrica ya en 1889, no ha llegado a tener un abastecimiento de aguas adecuado hasta 1950" (398-399).

Claro está - y éste es un asunto, en mi opinión, sumamente relevante - que las transformaciones a las que aludo traen consigo una compartimentación social - clasista - del espacio urbano y que, en consecuencia, una sutil red de fronteras va a diferenciar, a separar, en la ciudad moderna, a los distintos grupos sociales, dibujando espacios de privilegio y creando, necesariamente, ámbitos de exclusión y marginalidad (lo que no es posible, por definición, en un espacio indiferenciado o neutro cuya existencia es más producto de la imaginación utópica que hecho histórico concreto). Si en las ciudades antiguas predominaba una estructuración vertical del espacio correspondiente a cada grupo social, en la ciudad moderna se produce una compartimentación según un eje horizontal, lo que implica, en el fondo, una mayor separación, una más radical distancia (y no sólo física). En otras palabras, la coexistencia tradicional de las distintas clases o estamentos sociales dentro de un mismo edificio o una misma zona de la ciudad - con la innegable presencia de cuantas refinadas barreras simbólicas queramos imaginar -, se verá sustituida, en el siglo XIX, por el desarrollo de nuevos espacios de uso específico o por la especialización de los ya existentes, surgiendo, de este modo, una marcada separación entre barrios proletarios y barrios residenciales, o entre distritos comerciales/productivos y distritos de uso predominantemente habitacional. Los obreros se verán ahora confinados en los degradados e insalubres centros de las ciudades o pasarán a habitar las no menos insuficientes barriadas que carecen de cualquier infraestructura sanitaria, mientras que la alta burguesía se trasladará lentamente a las nuevas zonas residenciales (el ejemplo de lo sucedido con los ensanches de muchas capitales españolas o con la creación de los elegantes suburbios residenciales de nueva planta es suficientemente elocuente). Algo que ya fue perspicazmente señalado por Angel Ganivet en el momento mismo en que se producía (1896):

La apertura de grandes calles en sustitución de calles

pequeñas, trae consigo un encarecimiento artificial de la vida,

una penalidad más agregada a las muchas penalidades que,

por nuestra desgracia, llevamos ya a cuestas. Si allí donde

vivían dos mil pobres edificaron casas que éstos no pueden

continuar habitando, dicho se está que se les obliga a huir de

aquel centro; y si la operación se repite varias veces, se llega,

como si se le diera vueltas a la población dentro de un tamiz,

a la separación de clases. (90)

La tan traída y llevada lucha de clases - uno de los tópicos necesarios al hablar del siglo XIX - adquiere de esta forma elocuente plasmación espacial. El territorio compartido por los diferentes grupos sociales se verá limitado al que se dedica al mero intercambio económico o al que exige la consolidación de una moderna administración burocrática centralizada. Unos y otros - privilegiados y excluidos, pobres y ricos, burgueses y proletarios - confluirán únicamente en el lugar propio de las transacciones comerciales y allí en donde se producen los intercambios simbólicos que estructuran - dan cuerpo - al estado burgués (o, por decirlo de otra forma, los espacios que delimitan el "mercado" - en el que incluyo, por supuesto, el del ocio - y los que inscriben simbólicamente al hombre como "sujeto" de un estado centralizado y omnipotente).

Este complejo proceso, en el que van intrínsecamente unidas las transformaciones materiales y la reorganización simbólica del espacio, ha sido resumido de forma paradigmática para el caso de Bilbao, por Brigitte Magnien:

Todo esto - se refiere a las fábricas, al ferrocarril, a los

tranvías - cambia las dimensiones del espacio urbano. La

ciudad, que en un principio estaba encerrada en sus murallas

y encajonada entre la curva del Nervión y las colinas de

Begoña, va a cuadriplicar su superficie en pocos años, lo que

la hace parecerse a Barcelona, también muy extendida.

Aunque el proyecto del ensanche en la otra orilla estaba

aprobado desde 1876, hasta 1890 no se anexiona la localidad

de Abando, anexión que permite urbanizar una vasta zona en

la cual se encuentra la estación de ferrocarril. Una amplia vía

diagonal, la Gran Vía, cortada en el centro por una plaza

monumental, une el viejo Bilbao con el nuevo mediante un

puente que se habilita para la circulación del tranvía. Allí se

levantan los primeros edificios de bancos y la imponente

construcción de la Diputación Provincial, sede del poder de

la burguesía vizcaína, todo un barrio moderno, con sus

comercios, cafés, mercados y cines, construido en un estilo

que deja poco espacio a la arquitectura Art Nouveau, en el

que, sin embargo, se utilizan muy pronto el hormigón armado

y el hierro colado, productos locales. En adelante, la

diferenciación social se marca en la geografía de la ciudad

horizontalmente, de modo más perceptible que en Madrid: la

ciudad vieja, con sus calles estrechas y mal alumbradas, es

abandonada por los negociantes y se convierte en un barrio

popular con sus tabernas, sus tiendas y sus casas de citas.

Los industriales enriquecidos recientemente se construyen

villas en el barrio residencial de la margen derecha del

Nervión y en la nueva ciudad de Las Arenas, o se instalan en

las casas del ensanche. (111)

 

Barcelona, Madrid, Valladolid, Zaragoza . . . conocerán en el período finisecular modificaciones similares. El crecimiento demográfico no es sólo la consecuencia más visible, sino también el motor del proceso. Es significativo a este respecto, y como índice de los cambios en curso, el aumento de población entre 1877 y 1900: Bilbao crece un 154 por ciento, Barcelona, un 114, Valencia, un 48, Madrid, un 35, Valladolid, un 31 . . .. Es decir, las ciudades españolas van a sufrir en el breve lapso temporal de 25 años un aumento más que considerable de su población (Magnien 108). Este será, de hecho, uno de los aspectos que más poderosamente va a llamar la atención de quienes observan el despegue de la ciudad moderna. "La "revolución urbana", como la mayoría de los cambios sociales repentinos fue un acontecimiento predeterminado que inicialmente se experimentó como un crecimiento casi incomprensible." (Sennet 341). El súbito incremento del censo real de las grandes urbes es causa directa de la masificación y está en el origen del terrible hacinamiento de seres humanos que, muy frecuentemente, se produce en los grandes núcleos de urbanos (alcanzan un alto grado de saturación demográfica).

París, Londres, Berlín, Viena, Barcelona y, en menor medida, Madrid (que seguirá siendo durante mucho tiempo poco más que un "poblachón manchego") - son, a finales del siglo XIX, el escenario en el que se desenvuelven, con trajín incesante, enormes multitudes. Las transformaciones materiales lo habían hecho posible:

Los bulevares de Napoleón-Haussmann crearon nuevas

bases - económicas, sociales, estéticas - para reunir enormes

cantidades de personas. Al nivel de la calle, estaban

bordeados de pequeños negocios y tiendas de todas clases, y

en todas las esquinas había zonas acotadas para restaurantes

y cafés con terrazas en las aceras. (. . .) Las aceras de

Haussmann, como los propios bulevares, eran enormemente

amplias, bordeadas de bancos y árboles frondosos. Se

dispusieron isletas peatonales para cruzar más fácilmente las

calles, para separar el tráfico local del interurbano y para

abrir rutas alternativas de paseo. Se diseñaron grandes

panorámicas, con monumentos al final de cada bulevar, a fin

de que cada paseo llevara a un clímax dramático. (Berman 151)

Al margen de las consecuencias más evidentes y directas que del incremento de población se derivan - y que han dado pábulo a toda una veta literaria de denuncia (la miseria silenciosa que se oculta muchas veces a escasos metros de la suntuosidad más arrogante y aflora ahora como testimonio elocuente de los basamentos sobre los que se construye la sociedad burguesa) -, lo verdaderamente relevante es que cientos de miles - o millones, según los casos - de seres se ven obligados a coexistir en espacios relativamente reducidos. Se puede afirmar así, sin miedo a traicionar la realidad histórica, que las grandes masas humanas serán, desde ese momento, parte indisociable del moderno paisaje urbano. Federico Engels observó en relación con el Londres que le tocó en suerte conocer:

Una ciudad como Londres, en la que se puede caminar horas

enteras sin llegar siquiera al comienzo del fin, sin topar con el

mínimo signo que permita deducir la cercanía de terreno

abierto, es cosa muy peculiar. Esa centralización colosal, ese

amontonamiento de tres millones y medio de hombres en un

solo punto han centuplicado la fuerza de esos tres millones y

medio . . . Pero sólo después descubrimos las víctimas que

ha costado. Vagabundeando durante un par de días por las

adoquinadas calles principales es como se advierte que esos

londinenses han tenido que sacrificar la mejor parte de su

humanidad para consumar todas las maravillas de la

civilización de las cuales su ciudad rebosa, se advierte

también que cientos de fuerzas, que dormitaban en ello, han

permanecido inactivas, han sido reprimidas . . .Ya el

hormigueo de las calles tiene algo de repugnante, algo en

contra de lo cual se indigna la naturaleza humana. Esos

cientos, miles que se apretujan unos a otros ¿no son todos

ellos hombres con las mismas propiedades y capacidades y

con el mismo interés por ser felices? . . . Y sin embargo

corren dándose de lado, como si nada tuviesen en común,

nada que hacer los unos con los otros, con un único

convenio tácito entre ellos, el de que cada uno se mantenga

en el lado de la acera que está a su derecha, para que las dos

corrientes de la aglomeración, que se disparan en uno y otro

sentido, no se detengan una a otra, a ninguno se le ocurre

desde luego dignarse echar una sola mirada al otro. La

indiferencia brutal, el aislamiento insensible de cada uno en

sus intereses privados, resaltan aún más repelente,

hirientemente, cuanto que todos se aprietan en un pequeño

espacio. (citado por Benjamin 73-74)

La descripción del fenómeno (con observaciones puntuales verdaderamente sutiles, como es la mención a la casi imposibilidad de salir a "terreno abierto", lo que permite deslizar conceptualmente el razonamiento hacia la consideración de la ciudad como "reclusión", o incluso, como "castigo" impuesto al hombre moderno) va acompañada de una clara valoración negativa. La muchedumbre - esos tres millones y medio de habitantes que Engels apretuja entre las líneas de su texto - supone necesariamente la coexistencia vital de un elevadísimo numero de individuos, pero no su interacción en términos plenamente humanos (si la retórica específica del párrafo transcrito selecciona la imagen del "hormigueo" - que produce repugnancia -, es porque aún no había llegado el momento histórico de entonar un canto laudatorio a la organización social propia de las abejas y/o las hormigas y éstas funcionan textualmente como simple expresión de la animalidad más primitiva). Lo que sucede ya en el Londres de principios del siglo XIX, lo que Engels denuncia desde la distancia que proporciona una experiencia fundamentalmente provinciana - que era la suya hasta ese momento -, es que el conjunto de los habitantes de la gran ciudad constituye una realidad informe (no "orgánica", uno de los conceptos comodín/ómnibus de la época); es decir, son una mera aglomeración de individuos que circulan por calles y plazas, que comparten cafés, paseos o bailes, pero sin que en ningún momento se produzca una aproximación real entre ellos (se trata, a lo sumo, de contactos esporádicos, superficiales, meros roces físicos).

Y no se equivoca Engels, ya que el surgimiento de la ciudad moderna va indisociablemente unido al desarrollo y consolidación del individualismo burgués (es, a la vez, y dialécticamente, su consecuencia y su causa). Por eso, Alexis de Tocqueville se expresará de forma muy similar al considerar los aspectos negativos del individualismo, y lo hará con unas frases que recuerdan, en síntesis, la descripción anterior:

Cada persona se comporta como si fuera una extraña

respecto al destino de los demás . . . Por lo que se refiere al

intercambio con sus conciudadanos, puede mezclarse con

ellos, pero no los ve, los toca, pero no los siente, existe sólo

en sí mismo y para sí mismo. Y si sobre esta base sigue

existiendo en su mente un sentimiento de familia, ya no

existe un sentimiento de sociedad (citado por Sennet 344).

De forma sólo superficialmente paradójica, la confluencia de un gran número de personas en el breve espacio de la ciudad decimonónica, dará pie a la indiferencia (la necesaria "reserva" de la que habló Simmel) y a la deshumanización. Lo que no resulta tan sorprendente si se tiene en cuenta que durante el siglo XIX, el desarrollo urbano empleó las tecnologías del movimiento, de la salud pública y del confort privado, así como los movimientos del mercado y la planificación de calles, parques y plazas, para oponerse a las reivindicaciones de las multitudes y privilegiar las pretensiones de los individuos. Individuos que, como observaba Tocqueville, se sentían "ajenos a los destinos de los demás" (Sennet 393)

Los urbanistas utilizarán todos los medios e instrumentos a su alcance con el fin de urdir un tejido social compuesto por la simple suma de entidades discretas. No obstante, lo que este rechazo desvela es, en realidad, la nostalgia y la ansiedad que surgen ante lo que se considera la crisis definitiva de una antigua concepción del hombre (la de la Ilustración y las seculares corrientes humanistas). Las multitudes forman, en opinión de quien observa desde fuera (y el sorprendido visitante es un "fuera"), una masa engullidora que anula o destruye, que devora, al hombre del antiguo régimen. Desde esta perspectiva, la ciudad moderna contribuye poderosamente a la experiencia de la alienación humana, a la vivencia del hombre como un er irresolublemente aislado en una soledad limitadora (que le hace susceptible de ser ransformado en "mercancía"). Hecho tanto más sorprendente en cuanto que se manifiesta, recisamente, en el seno de la multitud. Para quienes se educaron en una visión paternalista de la sociedad, la ruptura de los lazos tradicionales que unían a unos hombres con otros condena al ser humano a una irremisible situación de desamparo y desarraigo. De ahí que esta visión negativa de la ciudad calase tan profundamente entre ciertas capas intelectuales que asistían sorprendidas al poderoso, y aparentemente imparable, desarrollo urbano. Como ha estudiado minuciosamente Lily Litvak, en el ámbito español abundan durante estos años las consideraciones negativas sobre la ciudad moderna, y exceptuando el caso de Ramiro de Maeztu o de Gabriel Alomar, el lector descubrirá que en los más representativos escritores finiseculares - Unamuno, Azorín, Baroja, Valle - predomina una visión pesimista de lo que supone para el hombre la ciudad moderna (Litvak, todo el Cap. II). El primer Unamuno (su actitud, hay que precisarlo, cambiará años más tarde) considera que la urbe es causa directa de la "despersonalización" del hombre contemporáneo y de la pérdida del carácter propio de cada pueblo (en el sentido romántico del término). Valle, por otra parte, aquejado de un ruralismo de corte idealista (aunque no necesariamente idealizador) se sitúa siempre de espaldas a esa realidad moderna, ignorándola en casi todos sus escritos (con excepción, eso sí, de los esperpentos, que Ugarte ha estudiado detalladamente en un sugerente libro sobre literatura urbana). Baroja y Azorín, por último, (el segundo, tras un temprano momento de exaltación) subrayan muy particularmente los aspectos más negativos y miserables de la vida en la ciudad. La esterilizadora experiencia de la vida madrileña que padecen los protagonistas de novelas como La Voluntad o Camino de Perfección, no es, a esta luz, un incidente argumental más, sino claro ejemplo de un rechazo sin paliativos, que adopta para su expresión, en este caso, forma novelística.

Pero una más cuidadosa consideración del fenómeno urbano (que incorpore una visión "desde dentro", desde el seno de la multitud de la que el ciudadano forma parte - y esa es, como señala Benjamin, la diferencia esencial entre Engels y Baudelaire) pone de manifiesto la existencia de matices más sutiles. Una mirada atenta quizá descubra que no todo es negativo en un cuadro dibujado con gruesos trazos oscuros por quienes hablan desde el desconcierto y la inquietud que los cambios les producen (hablan, en cierto modo, desde el pasado). La inmersión en el seno de la multitud facilita el anonimato y propicia el aislamiento - desde el que puede consolidarse una conciencia de "identidad". El número, por lo tanto, garantiza la existencia de un espacio de libertad individual (sin la multitud y sin la disolución de los vínculos tradicionales, no hay espacio de maniobra para el individuo, no podría crecer la "libertad" burguesa, a la que tan claramente apunta la planificación urbana). Más aún, la incesante actividad que exige la vida ciudadana "afina" la sensibilidad del hombre, que debe poner en juego todos sus recursos físicos y mentales si desea sobrevivir en un medio agresivo. Berman lo señala con agudeza al comentar uno de los poemas en prosa de Baudelaire, "La pérdida de una aureola" (El spleen de París, nº 46):

El hombre de la calle moderna, lanzado a la vorágine, es

abandonado de nuevo a sus propios recursos - a menudo

unos recursos que nunca supo que tenía - y obligado a

multiplicarlos desesperadamente para sobrevivir. Para cruzar

el caos en movimiento, debe ajustarse y adaptarse a sus

movimientos, debe aprender no sólo a ir al mismo paso, sino

a ir al menos un paso por delante. Debe hacerse un experto

en soubresauts y mouvements brusques, en giros y

contorsiones súbitos, bruscos, descoyuntados, no sólo de las

piernas y el cuerpo, sino también de la mente y la

sensibilidad.

Baudelaire muestra cómo la vida urbana moderna impone

estos movimientos a todos; pero muestra también cómo al

hacerlo impone también, paradójicamente, nuevas formas de

libertad. Un hombre que sabe cómo moverse en, alrededor y

a través del tráfico puede ir a cualquier parte, por cualquiera

de los infinitos corredores urbanos por donde el mismo

tráfico puede circular libremente. Esta movilidad abre un

gran número de experiencias y actividades nuevas a las

masas urbanas. (159-160)

No debe extrañar entonces que las consideraciones y valoraciones decimonónicas sobre la ciudad se muevan muchas veces en el reino de la ambigüedad, o que los autores incurran en flagrantes contradicciones (así, por ejemplo, el discurso baudeleriano sobre la vida urbana alterna entre los polos excluyentes del elogio y el rechazo - lo que Berman denomina visión pastoral/contrapastoral). Habrán de pasar varios años todavía antes de que los más conspicuos analistas y observadores de la realidad social - Ortega y Gasset, Johan Huizinga, entre otros - diagnostiquen con alarmismo la consolidación de un nuevo cambio que pone en riesgo la movilidad lograda haciendo tabla rasa de lo aprendido: la multitud (individuos diferenciados) ha sido sustituida por las masas (conjunto de seres idénticos que se mueven al unísono).

Si a la irrupción de las multitudes en el escenario urbano, que vengo analizando, se le suma la modificación en las condiciones de la vida cotidiana - consecuencia del progreso material y técnico -, el resultado es la consolidación de un nuevo ámbito de experiencia individual. El hombre de la ciudad, en su deambular por calles y plazas, se verá sometido a una desconocida densidad de estímulos externos y a nuevas, e inéditas, perspectivas visuales. Ha pasado de un medio a otro distinto. Tomando prestado un término de la ecología, podríamos decir que el ciudadano ha pasado a ocupar un "nicho" ambiental diferente. Lo importante entonces no será sólo las enormes dimensiones que adquieren las ciudades (el antiguo régimen conocía perfectamente las ventajas que proporciona el manejo de la monumentalidad espacial) o la visión de los grandes espacios públicos, sino el nuevo medio humano que la ciudad contribuye a crear, el nuevo horizonte vital que se alza ante los ciudadanos. Si de lo que se trata es de analizar experiencias o vivencias (la vida-en-la-ciudad) habrá que atender a la manera, necesariamente enmarcada, en que el hombre percibe esa nueva realidad y se hace cargo de ella. Y esto desde un campo de percepción que incluye y supone una nutrida red de relaciones materiales y culturales, cuya modificación sigue los pliegues y repliegues del momento histórico. De ese campo vital de percepción se ha ocupado Donald Lowe, quien lo describe en los siguientes términos:

El sujeto, desde una ubicación encarnada aquí y ahora,

enfoca el mundo como campo horizontal. Y aspectos de tal

mundo se abren, como si estuviesen allí y entonces. La

dimensión espacial entre aquí y allí, la dimensión temporal

entre ahora y entonces son las coordenadas perceptuales que

definen el marco de vida para el sujeto. Es un campo

horizontal, porque el sujeto lo enfoca perspectivamente,

desde lo íntimo y familiar hasta lo distante y tipificado, con la

intención de vivir.

Este campo horizontal está constituido por el perceptor, el

acto de percibir, y el contenido de lo percibido. En cada

periodo la cultura de los medios de comunicación forja el

acto de percibir; el sujeto queda delimitado por una diferente

organización jerárquica de los sentidos, y el contenido de lo

percibido lo ofrece un conjunto distinto de reglas epistémicas.

Por consiguiente, el campo perceptual constituido por ellos es

una formación histórica, que difiere de un periodo al

siguiente. (31)

Tal formación histórica se caracterizaría, en el caso de la sociedad burguesa - la creadora de las modernas ciudades -, por los elementos siguientes: "el predominio de los medios tipográficos, una jerarquía de los sentidos que subraya la supremacía de la vista, y el orden epistémico del desarrollo en el tiempo." (41). Estos vienen a ser los vectores sobre los que se estructura la "experiencia burguesa" y con ellos habría que contar para comprender actitudes y comportamientos.

Ahora bien, sean cuales sean las líneas maestras del campo perceptivo burgués, si hablamos de la relación entre el hombre y su entorno, es preciso reconocer que la vida ciudadana ofrece un nuevo material a los sentidos - una concentración de estímulos - y que éste condicionará muy particularmente las "formas" de la realidad percibida. La ciudad propicia lo que Berman denomina "una experiencia singularmente seductora, un festín visual y sensual" (151) El alumbrado público (primero el petróleo, luego el gas, finalmente la electricidad, en una intensificación de eficacia) y la iluminación publicitaria (llamativo testimonio de un medio en el que reina la mercancía); la intensificación del campo sonoro (carretas, carruajes de todo tipo, tranvías, automóviles, el bullicio del público y de las multitudes. . .); la sensación de velocidad que transmiten las aglomeraciones humanas en constante movimiento (esas calles de las viejas fotografías con un número casi imposible de peatones); la rapidez con la que se transforman físicamente las ciudades (el hombre ve, literalmente, crecer la ciudad y modificarse el paisaje urbano ante sus ojos) . . . trazan los perfiles de un nuevo y dinámico escenario responsable de una modalidad de experiencia subjetiva desconocida hasta entonces.

En su Viaje al siglo XX, Melchor Fernández Almagro da cuenta pormenorizada de lo que supuso su primer encuentro con la gran ciudad, su descubrimiento de la ciudad moderna (que a falta de un París o un Londres, fue, en su caso, Madrid). Y lo hace describiendo con detalle todas las realidades que inciden poderosamente sobre su sensibilidad en lo que es un verdadero proceso de descubrimiento y una ampliación del campo u horizonte vital. Es un interesante testimonio y merece la pena transcribir una parte sustancial de su evocación, que se inicia con la llegada a Madrid en ferrocarril y que discurre por distintos ámbitos del Madrid finisecular (el texto nos sitúa al filo del 1901). En las líneas que transcribo es constante la comparación entre lo nuevo y las realidades granadinas ya conocidas.

Muchos coches, máquinas, vagones a lado u lado. Otro tren

rozando el nuestro. Pitidos prolongadísimos. Entrábamos en

la estación de Madrid. Catedral extrañísima. ¿Dónde que no

fuese una iglesia había yo visto techo tan alto y tan altas

vidrieras? El techo del café de Colón no llegaba a tanto. Ni

siquiera el del teatro Isabel la Católica.

La emoción que Madrid me iba produciendo se resolvería en

cantidad. ¿Cuánto de todo! De todo, más, mucho más que

en Granada. Más gente, más coches y más tiendas en más

calles, más plazas y más paseos. Y más grandes, por

supuesto, los paseos, las plazas, las calles, las tiendas . . .

Muchos más caballeros de chistera, gabán de pieles, paletot,

macferlán, levita; muchos más hombres de hongo, de capa,

de gorra de visera, de blusa, de chaqueta. Muchas más

mujeres de sombrero y manteleta, de boá y manguito, de

larga falda, recogida la cola; de mantón o toquilla, de pañuelo

a la cabeza. Más niños vestidos de marinero, jugando con un

aro o en velocípedo. Más camareros y más porteros con

patillas. Más "rondines", es decir, "guindillas"; más guardias

civiles, más soldados, muchos más soldados que en Granada.

(. . .)

Muchos coches, sí; muchísimos y de todas clases. Muchos

caballos. Y muchas bicicletas. Y entre lo que por su gran

número más me asombraba, la novedad del tranvía de mulas

y no digamos la del tranvía eléctrico. ( . . .) Madrid debía de

ser grandísimo; lo era, sin duda, porque siempre había gente

que continuase el viaje hasta sabe Dios dónde, y había

tranvías que tardaban muchísimo en volver. Ninguna calle

dejaba ver el campo y se hablaba de lugares que me hacían

recordar el portfolio de mi profesor en Granada. En Madrid

había de todo, como si Madrid, todo entero, fuese un

desbordado Bazar X, el de la calle de Carretas, y allí, por lo

visto, se podía encontrar, en una u otra forma, el mundo

maravilloso que mi imaginación soñara al lado allá del

Albaicín. Oía hablar en Madrid como lugares frecuentados

por cualquiera, de "Rusia" y del "Pacífico". En el Retiro

acampaba una tribu de esquimales. En la Casa de Fieras

encontré al león, la jirafa, el elefante, la cebra, el camello, del

portfolio. Me divirtió multiplicarme, desconcertarme,

perderme, en los espejos del Laberinto Arabe. En la calle de

Alcalá estaba el Salón Japonés, con el título formado de

bombillas eléctricas, rojas y amarillas.

Bombillas eléctricas de colores sobre las puertas del Salón

Japonés. Y a lo largo de la calle de Alcalá, como lunas de

juguete, grandes globos de luz azulada; "arcos voltaicos",

decían. ( . . .)

En Madrid no había un sólo coche de esos, - se refiere a los

automóviles, que ya había conocido en Granada -, ni dos,

sino de seguro más de veinte o treinta ( . . .)

Más cinematógrafos también en Madrid que en Granada,

como que en Granada sólo había uno y en barraca de feria.

Los cinematógrafos de Madrid estaban en su salón de

verdad, con butacas como las del teatro, sin pregonero a la

puerta, que yo recuerde, ni explicador dentro. ( . . .)

Las máquinas hacían milagros a su manera; nuevas

máquinas, como la del teléfono, la del automóvil, la del

cinematógrafo . . . (. . .) Pero ¡que asombrosa otra máquina

la que recogía la voz del hombre y la metía en una caja de

madera para que saliese por una gran trompeta . . .! La vi y

la oí en una tienda de la calle del Barquillo, que hacía parar,

con voz agria y chillona, a mucha gente tan pasmada como

yo.

(. . .)

El anuncio que yo leía y releía en el cristal de la tienda de la

calle del Barquillo, aún lo leo y lo releo dentro de mí:

"Gramófonos, fonógrafos, máquinas de escribir, motores

eléctricos, lámparas incandescentes, material de luz y

timbres. Pídanse catálogos". (89-94)

El texto es suficientemente elocuente y traduce con fidelidad la fascinación que brota del encuentro con una nueva realidad (desconocida para quien se acerca a la gran capital desde una pequeña ciudad de provincias). Y aunque es obvio que esta fascinación primera está ausente en quien habita la ciudad desde niño (estaríamos ante una percepción "automatizada", o, quizá, mejor, "interiorizada"), la descripción de Fernández Almagro permite fijar en el tiempo, como si de una instantánea se tratase, algunos de los rasgos más llamativos y visibles de la vida ciudadana. Así, se menciona la arquitectura (esa estación de ferrocarril que es como una catedral moderna), los medios de transporte urbano (tranvías, coches, automóviles), las nuevas máquinas, la iluminación eléctrica, la abundancia de mercancías (el gran "Bazar X" en el que se ha convertido Madrid, en imagen del autor), la ciudad como espacio cerrado en sí mismo ("ninguna calle dejaba ver el campo"), las modalidades del ocio moderno (el cinematógrafo), el cosmopolitismo comercial/material (que delatan las mercancías - ropas u objetos - de nombre extranjero, pero también la mención a Rusia y al Pacífico) . . . Y todo ello presidido por el número, por la cantidad ("mucho más" de todo, y los abundantes superlativos), por las dilatadas dimensiones y por el movimiento incesante que transmite al observador la sensación de que la vida se acelera, de que la "velocidad promedio" en Madrid es mayor que la usual en las ciudades pequeñas. A esto último contribuye, por cierto, la arquitectura del texto que, en su encadenamiento acumulativo, sugiere el incesante trajín de la gran urbe. Si a esta lista le añadiéramos la valoración de los interiores - presididos por el confort (Sennet 360-369) y testimonio de otro "cosmopolitismo", del que habla Gutiérrez Girardot (119-124) -, el impacto de la arquitectura del "pastiche" o del "neo" - que permite "vivir" simultáneamente épocas distintas (Gutiérrez Girardot 114-118), potenciando una posible lectura de la diacronía inscrita ya en la ciudad (Muñoz Millanes) - el hábito del paseo - en el que la vida se muestra como espectáculo - o la costumbre de acudir a los cafés, que se abren ahora a los bulevares para participar, también ellos, en ese impulso vital que se expande por calles y avenidas, tendríamos una descripción casi completa de los elementos propios de la ciudad moderna. O, mejor aún, de los ingredientes con los que el individuo elabora psicológicamente su experiencia de la urbe (su "vida urbana").

Precisamente es esta dimensión fenomenológica de la ciudad moderna la que me interesa destacar en cuanto está relacionada con el nacimiento de una nueva sensibilidad de la que se nutren las manifestaciones artísticas del periodo considerado. Vivir en la ciudad moderna es vivir una realidad distinta y no se puede aspirar a entender sus prácticas sociales y los productos culturales que pone en circulación sin tomar buena nota de ello. Berman afirma en relación con el París de Haussmann: "Cinco generaciones de pintores, escritores y fotógrafos (y un poco más tarde cineastas) modernos, comenzando por los impresionistas en la década de 1860, se nutrirían de la vida y energía que fluían por los bulevares" (151). Y ya Georg Simmel, en un trabajo pionero (1903), había calado más hondo al conjugar en sus consideraciones sociológicas la materialidad de la moderna urbe con la idea de una nueva sensibilidad (va implícita la noción de individualismo):

El fundamento psicológico sobre el que se construye el tipo

ideal de individualidad que reina en las grandes ciudades es la

intensificación de la estimulación nerviosa provocada por el

intercambio rápido e ininterrumpido de los estímulos internos

y externos. El hombre es un ser diferenciado y diferenciador,

su conciencia opera mediante la diferenciación entre la

impresión de un instante y la que inmediatamente lo precede,

la persistencia de los estímulos, la insignificancia de sus

diferencias, la regulación habitual de sus desarrollos y de sus

contrastes, se sirven en mucho menor grado de la conciencia

que la concentración rápida de imágenes cambiantes, el

brusco contraste existente en el radio de acción de la mirada,

o las impresiones imprevistas. Precisamente porque se

producen estas condiciones psicológicas - modos de andar

por la calle, ritmos temporales y diversidad de estilos de vida

tanto desde el punto de vista económico como profesional y

social -, y también por el quantum de conciencia que la calle

exige de nosotros en tanto que seres diferenciados y

diferenciadores, por todo esto, podemos ser conscientes del

profundo contraste que ofrece la gran ciudad si la

comparamos con la pequeña ciudad o con el campo,

localidades éstas en las que la vida sensible e intelectual

discurre más regularmente, siguiendo un ritmo más lento y

rigiéndose por hábitos adquiridos (Simmel 68-69).

Es decir, de lo que se trata es de analizar la emergencia de una nueva experiencia de identidad subjetiva y el desarrollo de una sensibilidad "moderna" (o, cabría matizar, a la vista del razonamiento global de Simmel, un "intelectualismo") que se postulan vinculadas a la existencia en las grandes ciudades. La propuesta de este sociólogo, enormemente sugerente al delimitar un campo de investigación con grandes posibilidades, aconseja replantearse las consideraciones sobre la ciudad desde la perspectiva de la "vivencia" que hace posible; dicho de otro modo, incita a incorporar esa dimensión psicológica y fenomenológica, de la que venimos hablando, en la consideración histórica de la ciudad. ¿Qué hace del habitante de la ciudad moderna un ser diferente? ¿en qué sentido es distinto al habitante del campo o al poblador de las antiguas ciudades pre-industriales? ¿en qué medida y de qué manera contribuye a ello la vida ciudadana? ¿cuáles son los rasgos propios de su vivencia de la urbe y cómo se traducen en sus expresiones culturales? Son preguntas que la reflexión de Simmel deja planteadas y que no siempre han sido adecuadamente enfrentadas. La ciudad moderna es un medio tan distinto que incluso se ha hablado de la existencia de una psicología específica de la ciudad (o de la vida en la ciudad) que tomaría en consideración todos estos factores. Es lo que Marino Pérez Alvarez, por ejemplo, propone cuando, al hilo de un estudio sobre los orígenes del psicoanálisis, se acerca a las formas particulares de la experiencia subjetiva en la modernidad y las hace depender en muy alto grado de los condicionamientos de la vida urbana. Lo que está claro es que si la respuesta a las preguntas planteadas quiere huir de las meras vaguedades debe comenzar por fijarse en las manifestaciones culturales de la propia vida ciudadana. En ellas va inscrita, como sello indeleble, la nueva experiencia que la ciudad ha hecho posible.

Por eso la ciudad moderna es, para el observador perspicaz, el supuesto que subyace en las prácticas artísticas de la modernidad y que, de algún modo, exige (y elude, simultáneamente) ser desvelado. Es la clave invisible sin la que no puede sustentarse ninguna interpretación comprensiva de la cultura del fin de siglo, pero una clave que corre el riesgo de diluirse en una descripción como simple vibración dinámica. Algo que ya Arnold Hauser descubrió con claridad cuando encuentra en la época del impresionismo (coincidente, grosso modo, con la que aquí se analiza) las señas de identidad de lo "moderno":

La técnica moderna introduce (. . .) un dinamismo sin

precedentes en la totalidad de la actitud ante la vida, y es,

sobre todo, este nuevo sentimiento de velocidad y cambio el

que encuentra expresión en el impresionismo.

Con el progreso de la técnica va ligado, como fenómeno más

sorprendente, el tránsito de los centros de cultura a grandes

ciudades en sentido moderno, éstas constituyen el terreno en

el que el nuevo arte tiene sus raíces. El impresionismo es un

arte ciudadano por excelencia, y no sólo, desde luego, porque

descubre la ciudad como paisaje y devuelve la pintura desde

el campo a la ciudad, sino también porque ve el mundo con

ojos de ciudadano y reacciona ante las impresiones exteriores

con los nervios sobreexcitados del hombre técnico moderno,

es un estilo ciudadano porque describe la versatilidad, el

ritmo nervioso, las impresiones súbitas, agudas, pero siempre

efímeras, de la vida ciudadana. Y, precisamente como tal,

significa una expansión enorme de la percepción sensorial,

una nueva sensibilidad agudizada, una nueva excitabilidad . . .

(196)

Impresiones súbitas, agudas, efímeras, sentimiento de velocidad y cambio . . . dan cuenta de una experiencia sensible que sólo cabe metaforizar en términos de piruetas, saltos o cabriolas, de movimientos bruscos y que se enmarca en un ámbito multiforme, evanescente, de perfiles difuminados, imprecisos, casi borrosos (lo que podríamos denominar la ciudad líquida). Soluciones de continuidad que han llevado a Josep Picó a caracterizar, siguiendo a Simmel, la experiencia moderna del tiempo como transitorio, la del espacio, como fugaz y la de la causalidad como fortuita o arbitraria (24)

También Baudelaire apuntaba al mismo blanco cuando en la dedicatoria a Arsenio Houssaye, que encabeza El spleen de París, dejó escrito:

¿Quién de entre nosotros no ha soñado, en sus horas de

ambición, el milagro de una prosa poética, musical sin ritmo

y sin rima, bastante maleable para adaptarse a los

movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño,

a los sobresaltos de la conciencia?

Este ideal obsesionante nace, sobre todo, en las enormes

ciudades y en el contacto con sus innumerables aspectos.

(16)

No podría ser de otra manera si tenemos en cuenta que es el primer representante de esa nueva sensibilidad y, en cuanto tal, "producto" temprano de la gran ciudad. Conviene insistir, sin embargo, en lo obvio: si la urbe forma parte de la "experiencia artística" moderna no es tanto como asunto o tema a tratar, algo meramente superficial o epidérmico, sino como basamento oculto. Es decir, lo que la acertada puntualización de Baudelaire sugiere es que la experiencia de la ciudad es dato (dado) fundamental para comprender cabalmente los productos artísticos y culturales de la modernidad, pero sin que eso signifique necesariamente que deba aparecer ante el lector/espectador como objeto o materia de un cuadro o de una descripción literaria. Es posible que la ciudad aparezca como representación textual (que es lo que estudia el inteligente libro de Ugarte para el caso español, o el de Lehan para la literatura en lengua inglesa), pero no es necesario - ni es frecuente por esas fechas - que eso ocurra. Como bien sabe el lector de poesía española - por poner un ejemplo concreto - la ciudad moderna es el personaje ausente a lo largo de todo el siglo XIX y habrá que esperar a la publicación, en 1909, de El mal poema, de Manuel Machado y el Diario, de Juan Ramón, en 1916, para que el artista nos sumerja directamente en el vientre de la nueva realidad urbana. También era difícil encontrar en Baudelaire descripciones autónomas de la ciudad o mención directa a las multitudes, y, no obstante, es imposible, como tantas veces se ha dicho, entender la modernidad de su obra sin hacerse cargo de lo que la experiencia parisina supone. "La masa es tan intrínseca en Baudelaire que en vano buscamos en él su descripción. Apenas nunca encontramos su temas más importantes en forma de descripciones", insiste Benjamin (137). Que esto suceda es lógico, puesto que los principales asuntos de su poesía se articulan como vivencias (en las que no es posible separar lo observado del propio observador), pero son, no conviene olvidarlo, vivencias enmarcadas.

El poeta habla desde la experiencia de la ciudad e incorpora el punto de vista del ciudadano que pasea y que observa cuidadosamente su ciudad, a la que construye ("lee", en terminología barthesiana) como prolongación de su propio hogar. Es posible que el marco no aparezca, pero la "forma" de la experiencia baudeleriana viene condicionada por el entorno urbano (en esta línea de argumentación, también habría que tomar seriamente en consideración las agudas observaciones de Raymond Williams para quien el "formalismo" y la pretensión de autonomía del arte moderno son consecuencia de los nuevos marcos perceptivos que la vida urbana genera).

Antes de finalizar es preciso, sin embargo, establecer una última matización. Hasta aquí he eludido la consideración de las transiciones, he hablado de la vida en la ciudad como si de una realidad unitaria se tratase, pero la sensibilidad urbana moderna, que tan claramente ejemplifica la obra de Baudelaire, no es un continuo homogéneo. Se modifica a lo largo del siglo, a la par que lo hacen las condiciones de la existencia ciudadana y hay, a principios de la nueva centuria un punto de inflexión. Un sólo detalle basta para delatarlo. Si el padre de lo moderno fue un paseante en corte, sus sucesores se convertirán, con el tiempo, en ajetreados transeúntes. Alain Corbin anota:

En la ciudad, la aparición del personaje del "paseante en

Corte" (flâneur), detectada por Victor Hugo y bien

analizada por Baudelaire, expresa al mismo tiempo la

mutación del espacio público y el impulso de la privacy.

Nuevo andarín en el paisaje de piedra de la ciudad, el flâneur

o desocupado inaugura las estrategias de privatización que

van a desarrollarse en el espacio público; en este sentido, se

nos presenta como una figura de transición. En su

exploración urbana, el desocupado aprecia en efecto el

aspecto que habrá de permitirle reconstruir las condiciones de

la vida privada; la calle misma tiende a reproducir para él la

imagen de la propia vivienda. Los pasajes que multiplica el

urbanismo de la monarquía censataria y los cafés que en

ellos se cobijan facilitan la elaboración de estos nuevos

comportamientos; y le proponen al desocupado falaces

interiores. Una vez llegada la época de las reformas de

Haussmann, la estación y sobre todo el gran almacén, nuevo

laberinto de la mercancía, proporcionarán un nuevo refugio a

este personaje. Convertido en un ser insólito, el desocupado

abandona poco a poco la calle en manos del transeúnte. El

peatón apresurado, cuidadoso de su seguridad, con el espíritu

absorto en sus preocupaciones, ya no puede en adelante

prestar atención al espectáculo de la calle; ya no se plantea

siquiera en convertirla en prolongación de su casa. (171).

Es el camino que lleva desde el fin de siglo a las vanguardias (el segundo rostro de la modernidad). El movimiento de los habitantes de la urbe, cada vez más acelerado a medida que se cumplen los programas de modernización de la ciudad, - la entronización de las prisas como imperativo - hace imposible que se pueda alcanzar una visión demorada de la realidad urbana, cierto, pero eso no significa que su influencia disminuya. Al contrario, siendo parte constitutiva de la experiencia moderna, la ciudad con su inacabable incitación de los sentidos seguirá actuando como sustrato nutricio de las realidades culturales y artísticas del momento. Seguirá alimentando los productos que de ella emergen. Desde ella se pintará, se pensará y se escribirá. Y si para hacerlo hubo que instrumentar un nuevo lenguaje, el lenguaje de lo moderno, ese mismo será el que años más tarde, y en una segunda oleada, potenciarán las nuevas avanzadillas artísticas empujándolo hasta sus límites y su desintegración. "Placidez", "quietud", "calma", "persistencia de las cosas en su ser", habrán dejado su lugar en este tránsito a "fugacidad", "cambio", "alteración", "inquietud" . . .. Y en este relevo, lentamente consolidado, la ciudad moderna ha ido ocupando calladamente el escenario hasta acabar convirtiéndose en protagonista indiscutible de las transformaciones operadas.

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