El futuro como estética.
¿Es posible la literatura en el siglo XXI?
Gonzalo Navajas
University of California, Irvine
I. El emblema del Paul Getty
Empezaré con una imagen panorámica. El automóvil
avanza por la autopista 405 que comunica, desde Tijuana y San Diego hasta
más allá de Seattle, las fronteras norte y sur de la costa
oeste americana a lo largo de más de dos mil kilómetros de
recorrido. A la salida de la autopista en Los Angeles, bordeado a ambos
lados por colinas de matorral bajo, el automóvil se dirige a la
estructura de varios pisos del gigantesco aparcamiento. Luego, un
monorrail automático traslada al viajero hasta la cima de una
colina en donde está el complejo de edificios. El viajero debe
andar todavía unos cientos de metros hasta llegar a la entrada del
edificio. Desde allí, el panorama se extiende en todas direcciones
a lo largo de kilómetros y kilómetros de distancia, por
encima de Brentwood hasta Santa Mónica y las playas del
Pacífico. El viajero ha llegado al nuevo Museo Paul Getty de Los
Angeles y empezará su recorrido por los varios edificios y jardines
del recinto que le llevan, en un gran periplo imaginario, desde las
esculturas de la Roma imperial a la indeterminación colorista e
informal del último arte popular contemporáneo.
He elegido esta referencia inicial para la introducción a mi
trabajo porque el Museo Paul Getty de Los Angeles emblematiza algunos de
los rasgos constitutivos de la condición cultural actual y del
inmediato futuro que anuncia el nuevo siglo. Por su carácter nuevo,
de ruptura e integración al mismo tiempo, el museo sirve como una
ilustración paradigmática de nuestro momento. Consideraremos
los rasgos ejemplares del museo.
En primer lugar nos hallamos ante un hecho, no por abiertamente
patente, menos significativo: el museo Paul Getty es un conjunto
arquitectónico. La arquitectura se ha convertido en las dos
últimas décadas en la forma estética más
definitoria del momento por su capacidad de asimilación de los
elementos más diversos y contradictorios, desde las columnas
dóricas, comedidas y simétricas, a la expansión
vertical infinita del rascacielos, los juegos de agua y luz, la escultura
y los recursos de la cultura visual y electrónica.
La arquitectura es, además, un medio artístico que,
aunque practique la crítica de formas pasadas, no puede limitarse a
destruir lo pre-existente. La arquitectura está destinada, por
definición, a construir, erigir una morada, un emplazamiento
concreto donde el individuo reside, se establece de manera física y
tangible. Ese lugar de habitación puede no ser individual sino
colectivo e incluso masivo, como las Twin Towers de Manhattan o los
uniformes edificios de apartamentos que proliferan en todas las grandes
urbes.
Finalmente, la arquitectura sirve como un ícono definidor y
aglutinante de una comunidad, aquello que la identifica y diferencia de
las demás, confiriéndole una personalidad distintiva. Las
torres Petronas de Kuala Lumpur o la torre del Banco de China en Hong Kong
proyectan una imagen de una Asia futurista, la Casa Milà y el Parc
Güell de Gaudí configuran la proyección de la Barcelona
modernista, las torres Sears en Chicago señalan la
determinación de esa ciudad de competir en términos de
igualdad con Nueva York.
El museo Paul Getty formaliza la motivación de la ciudad de Los
Angeles de hallar una fijación identificatoria, unas raíces
para ese magma siempre móvil e informe que ha constituido esa
ciudad desde su explosión demográfica de los años
veinte a la sombra de Hollywood. El museo es una reflexión en torno
a la temporalidad en un medio urbano orientado hacia el futuro, hacia lo
que todavía no es, más que a las conexiones con el pasado
que nos condiciona y concreta de manera ineludible. A partir de la
yuxtaposición de las superficies lisas, metálicas y
brillantes de sus edificios de cristal con exóticos jardines de
inspiración florentina, fuentes orientales y aladas figuras de
bronce clásicas, el museo es una incitación a repensar los
parámetros temporales de la condición actual, a poner en
relación de contigüidad contrastiva la contemporaneidad
más absoluta con el pasado antiguo.
Un museo es un oxímoron intrínseco para el
presente/futuro de Los Angeles ya que trata de definir y fijar para
siempre hechos y datos. Delinea un contínuum temporal lógico
en lo que, de otro modo, sería una serie de fragmentos inconexos y
desconjuntados. El museo organiza y estructura el tiempo y le da una
cohesión definitiva, lo encamina hacia la posteridad. Es
precisamente en esa contradicción entre indeterminación y
precisión intrínseca en la figura cultural del museo donde
se halla la clave de la reflexión en torno a la temporalidad hoy,
cuando estamos accediendo a las puertas de un nuevo gran segmento
temporal, como es un siglo. A partir del estudio de las relaciones entre
tiempo, arquitectura y museo, es posible entender, por vía
analógica, la nueva configuración de la cultura de la letra
y, a través de ella, de la literatura.
II. El nuevo futuro
The Great Chain of Being, la búsqueda de la cadena
unificante del sentido de los hechos humanos, ha sido el agente más
determinante del discurso humanístico convencional. Hacer
sobresalir la continuidad de los hechos humanos a partir de la
concentración en algunos hitos centrales y definitorios que
sitúen esos hechos en un campo de saber asequible y universalmente
consensuado. En lugar de una amalgama de datos inconexos se produce
así una evolución progresiva y orientada hacia un fin
último y universal. Desde ese punto de vista, el tiempo cobra un
significado unificante y es posible discernir en él un sentido. La
visión humanística del tiempo hace la historia transparente
y orientada hacia un fin. En esa totalidad emergen figuras monumentales
(Aristóteles, Julio César, Dante, Galileo, Napoleón)
que señalan puntos de identificación para el sistema
general. El proyecto hegeliano de la historia es la realización
máxima de esa integración de los segmentos temporales en una
totalidad comprensiva.
Esa versión unificante del tiempo no es uniforme y única
sino que, periódicamente, sufre modificaciones y cuestionamientos.
En el siglo XX, los más significativos se producen en los
años veinte con los ataques de los movimientos vanguardistas, pero
ese cuestionamiento alcanza su punto más elevado y amplio, sobre
todo, en la actualidad.
Para la vanguardia, el tiempo se reduce al futuro y, bajo el impulso de
Walter Benjamin, la máquina y la técnica deben producir la
implantación de un tiempo libre del lastre del pasado humanista.
Las artes de masas, el cine, el teatro del music hall y el cabaret, la
literatura popular y antiintelectual son las formas que deben producir y
transmitir ese nuevo concepto del tiempo. El término
"revolución" se transforma en un concepto crucial ya que hace
tabula rasa de todo lo que precede al presente y, por tanto, puede frenar
el desarrollo y avance hacia el porvenir. La cultura de la letra, que
fundamenta y apoya el viejo humanismo clásico, sufre en este
momento los primeros ataques cuando se cuestiona su primacía y
posición privilegiada en el repertorio cultural. Este es el momento
en que las artes plásticas - la pintura en particular - generan los
conceptos primordiales del nuevo discurso.
Las dos últimas décadas vuelven a plantear los temas de
los años veinte pero desde una perspectiva singular. El fin de
siglo magnifica y desarrolla en una multiplicidad de ramificaciones
accesorias el carácter destructor del vanguardismo. Lo hace,
empero, de modo distintivo. La cultura convencional centrada en la
escritura se ve cuestionada ahora no por la máquina sino por la
revolución digital de la comunicación electrónica e
instantánea que ha universalizado y homogeneizado la
información y ha permitido la combinación interactiva de
medios y formas juzgados antes como incompatibles entre sí. La
movilidad y el dinamismo de la cultura de los años veinte se han
hecho absolutos y se han convertido en una realidad genuina y no
sólo un desiderátum incipiente e incompleto. Las nuevas
formas artísticas, desde el diseño a la publicidad, la
televisión y el vídeo, han logrado la fusión de los
nuevos modos de comunicación con el arte consiguiendo formas nuevas
de realización artística. Lo que para Lissitzky, Benjamin y
Breton era una promesa distante y utópica se ha llevado a la
práctica hoy de manera efectiva.
En la época vanguardista, la cultura de la letra se siente
atacada y cuestionada pero todavía se percibe a sí misma
como superior, seguramente instalada aún en el pináculo
jerárquico de la cultura y, a través de las figuras
prevalecientes del modernismo europeo - desde James Joyce y Bertrand Russell
a Ortega y Gasset y Pérez de Ayala -, se sabe todavía como el
vehículo privilegiado del conocimiento y la estética. Esa
posición no es ya tan firme como en el punto máximo de
exaltación de la escritura y el autor/escritor que coincide con el
programa triunfalista del realismo y convierte al escritor en la vox
nationis que transmite los impulsos más profundos de la
sociedad en la que ese escritor ocupa una posición preeminente.
Zola es un ejemplo destacado. Galdós, Pardo Bazán, Blasco
Ibáñez son una versión nacional de este hecho. A la
firmeza inequívoca del auteur le sustituye en el modernismo
europeo la incomodidad, un Unbehagen o desazón ante la
irresolución y restricciones de la cultura, como observa agudamente
Freud en 1930, al comienzo de uno de los períodos más
turbulentos de la historia moderna. Incomodidad, desasosiego, es cierto,
pero todavía preeminencia de la letra.
De manera contrastiva, la devaluación de la escritura y el
escritor son ahora una realidad fehaciente. Esta situación no
equivale a decir que la escritura esté destinada a la
marginalización, ser un hecho secundario frente a otras formas tal
vez más consustanciales con el discurso epistémico actual.
En absoluto, se sigue y seguirá produciendo literatura. Lo que ha
ocurrido es que la palabra escrita se ha transformado en un procedimiento
paralelo a otros, que co-existe con ellos, en lugar de ser el
vehículo primordial y preferente de la comunicación
cultural. La escritura debe competir con otros modos múltiples de
comunicación, entre ellos, con formas sucedáneas del
concepto primario de literatura -- la subliteratura -- que han incorporado
procedimientos y códigos de la comunicación de masas
cambiando así de manera esencial el carácter privilegiado e
incluso elitista que con frecuencia ha ido adherido a la exaltación
de la literatura a una categoría exclusiva.
La ubicación de la escritura en la temporalidad ha experimentado
igualmente un proceso de resquebrajamiento y degradación. La
debilitación de los nexos con el continuum histórico ha
proseguido hasta incidir en la parodia de la cita clásica, la
caricatura de la labor humanística vinculada al respeto a la
autoridad y el ensalzamiento de las figuras monumentales percibidas como
un patrimonio común que se ha de preservar y venerar como una
posesión inestimable.
El vanguardismo es iconoclasta con relación a los grandes hitos
del pasado, pero al mismo tiempo genera un movimiento compensatorio que
promueve el futuro como una noción suprema -- emblema de las
esperanzas de redención. El futuro en sus modulaciones
utópicas y revolucionarias debe descomponer la
estratificación y parálisis que el vanguardismo adscribe a
la cultura humanística clásica.
La versión actual del futuro diverge de esta acepción. La
crítica del método científico, la evidencia de los
excesos de la tecnología, la equiparación, a través
de la crítica posmoderna de Lyotard y Foucault, de
sistematización racional con actos antihumanitarios masivos como
Auschwitz o Vietnam, han producido la ruptura del proceso
ontológico que conduce ininterrumpidamente al avance y
autoperpetuación de la cadena del ser de Lovejoy. Althusser es la
figura que de manera más decisiva señala la coupure
ontológica, haciendo del desenmascaramiento de las formas
aparenciales el instrumento preferido de la crítica. Para el fin de
siglo, el futuro deja de ser una promesa inviolable y la literatura, por
su mayor flexibilidad retórica que la filosofía y el
pensamiento elucubrativo, se convierte en el instrumento idóneo
para desvirtuar las construcciones sistemáticas.
Se ha producido además la emergencia de un hecho que era
todavía incipiente y lejano en los años veinte. La
implantación del modelo cultural norteamericano, impelido
precisamente por los mismos medios técnicos de difusión
instántanea y universal que nuestro momento ha producido. La
vanguardia y el alto modernismo son todavía movimientos de origen
europeo que alcanzan ramificaciones en otros lugares. De modo diferente,
el fin de siglo está señalado por un hecho insólito
en la historia intelectual moderna: el discurso cultural deja de ser
originario en Europa y se traslada a un ámbito distante:
Norteamérica. Las razones son numerosas y se extienden, entre
otros, a factores políticos y económicos que quedan fuera de
los objetivos de este trabajo. Yo me concentraré en dos causas de
este hecho.
El discurso cultural americano es especialmente compatible con la
ruptura del continuum temporal. Ese discurso puede ser así en
primer lugar porque la historia americana requiere la separación de
las raíces originarias y se consolida en un proceso de
expansión y absorción de lo otro tanto geográfica
como ideológicamente. El país se constituye precisamente por
su capacidad de novedad, de valoración de lo que todavía no
es - el lenguaje de los inventos - por encima de la celebración de lo
que fue y nos da identidad.
Además de esta razón geopolítica general, existe
otra más reciente y parcial pero altamente influyente: la
reconsideración y apertura del canon estético. Este es un
hecho restringido en un principio al medio académico pero que se ha
extendido posteriormente hasta convertirse en parte del discurso general
hasta llegar incluso a su popularización. A través de esa
revisión del canon, los grandes puntos de referencia cultural son
sometidos a un proceso de desencubrimiento y parodización
irónica con el objetivo de provocar la subversión de una
jerarquía cultural.
En ese proceso, el canon de clasificación de la literatura queda
centrado en torno al criterio llamado con siglas sarcásticas DWOE
-- Dead, White, Old, European: Muerto, Blanco, Viejo, Europeo --. La
fórmula encapsula el resultado de las llamadas guerras de la
cultura de los años ochenta y noventa en Estados Unidos. Es, no
obstante, algo más que el mero resultado de un acontecimiento
pasajero. Responde a la necesidad de romper una normatividad y
jerarquía percibidas como herméticas y restringidas y de dar
entrada a la textualidad de las voces marginales que habían quedado
silenciadas en ese orden exclusivista.
Puede concluirse afirmando que el desafío a la escritura del fin
de siglo se materializa en torno a la revisión de la continuidad
cultural que ha sido un fundamento de la literatura y a la
reversión de lo que es estimable como ejemplarmente literario y
debe ocupar, por tanto, un puesto preferente en la jerarquía
cultural. Un primer acercamiento al tema en torno a la ubicación de
la literatura ante el nuevo siglo es, por tanto, destacar que la
literatura ha modificado radicalmente sus relaciones con el pasado y, en
segundo lugar, que ha experimentado un descentramiento de sus
parámetros de comprensión que han explosionado lo que es
literario y la percepción crítica de ello.
III. La crisis de la letra
No obstante, a pesar de esta ampliación de sus fronteras
definitorias, sigue siendo cierto que la literatura es todavía el
repositorio de la cultura clásica, sobre todo en el medio
académico que se ha convertido en el último bastión
defensivo de un modo cultural que se percibe amenazado. No quiero
concentrarme en el concepto "asesinato de lo real" que Baudrillard ha
convertido en un tópico, un byte digerible y
cautivadoramente trivial. No es tanto que la realidad haya sido asesinada
o extinguida como que ha adquirido múltiples configuraciones
deslizantes y huidizas que impiden su fijación y requieren de un
discernimiento crítico del observador que no era tan imperativo
antes para aproximarse al mundo.
Hay un hecho claro: el discurso de la imagen prevalece e imprime su
carácter a la moda, las relaciones sociales y el lenguaje de manera
más directa que la vieja cultura escrita. Gutenberg ha tenido que
ir cediendo un territorio considerable a la Metro, Warner Brothers y un
conjunto de siglas herméticas que rigen la nueva orientación
de la comunicación: CNN, ABC, CBS, etc.
La cuestión de la técnica que Ortega y Gasset y Heidegger
plantean como un desafío arriesgado para el humanismo se parafrasea
hoy en el tema del poder de usurpación de la tecnología que
invade áreas hasta ahora vetadas para ella. La cultura se hace
inclusiva, rompe las barreras jerárquicas, se hace propiedad
común, pero al mismo tiempo se simplifica y banaliza porque
rehúye la complejidad y la abstracción que no son
fácilmente transmisibles en su versión mediática.
La trivialización del discurso cultural ha originado un
desplazamiento de la autoridad de la cultura de la letra, a la que se
otorga todavía una capacidad de ordenar y analizar los componentes
del repertorio clásico pero a la que se cuestiona su legitimidad
para establecer normas con una validez universal. La equiparación y
desestabilización jerárquica de todas las formas culturales,
la intercambiabilidad aparente de los productos de las culturas elevada y
baja, producen no sólo la ruptura de la expectativa convencional en
torno a la naturaleza y principios de la red de relaciones culturales sino
también el cuestionamiento de la pertinencia de esas relaciones. La
precedencia de cualquier forma estética sobre otra es juzgada como
debatible. Desde esa reversibilidad del escalafón
jerárquico, La Odisea, Macbeth o La vida es
sueño siguen siendo referencias mandatorias, pero su
funcionalidad en el discurso activo no está garantizada en
absoluto.
El discurso estético finisecular ha roto fronteras y
demarcaciones rígidas entre formas, géneros y
períodos. El Partenón, las columnas y estructuras
faraónicas, las formas neoclásicas se han reconstruido
dentro del discurso de la estética de lo híbrido y lo
heterogéneo. La arquitectura de Las Vegas o de las construcciones
de Robert Venturi, Ricard Bofill y Veldon Simpson son ilustraciones.
Desde una perspectiva apocalíptica y pesimista, la
disgregación y la confusión de principios establecidos
podrían concebirse como un final aciago de la trayectoria de la
modernidad inaugurada por Kant con su pregunta: Was ist
Aufklärung? Su respuesta halagüeña a esa pregunta
augurando la emergencia de una paz perpetua y colectiva para la humanidad
una vez se hayan implantado los principios del pensamiento racional se
vería desconfirmada tres siglos después con la emergencia
del caos evaluativo y la reversión de principios directivos. El
proyecto moderno, no obstante, ha incluido siempre una faz menos optimista
de sí mismo. Es la faz que Goya recoge en sus pinturas
oníricas e irracionales, en las que la superstición y el
horror sustituyen a la placidez de sus escenas campestres. Apolo lleva
contenido en sí a Dyonisos y lo requiere para existir de manera
más genuina. El uno sin el otro no son más que una parte
incompleta y no cumplida de sí mismo.
A pesar de la alarma y la posición defensiva de los
propugnadores del antiguo sistema cultural, como Harold Bloom, que siguen
preconizando la absoluta preeminencia de las grandes figuras
clásicas, la hegemonía de la cultura escrita ha sufrido un
cuestionamiento difícilmente reversible. Desde una posición
más inclusiva que la de los defensores del statu quo ante,
este hecho no debe enjuiciarse como inevitablemente negativo. Puede
señalar, por el contrario, que, por primera vez desde la
repotenciación del modelo greco-latino en el siglo XV, se ha hecho
posible la convivencia genuina de formas y modos diversos. De ese modo, la
escritura deja de ser un vehículo preferente al mismo tiempo que
reafirma su posición de proveedora de arquetipos fundamentales del
discurso estético que luego se reconfiguran y readaptan en
múltiples manifestaciones derivativas. El concepto de Coleridge
según el cual el debate cultural no es más que una
reformulación de los temas planteados por Aristóteles y
Platón se reescribe y amplía. Todo texto es
últimamente la cita de una cita de una cita en una trayectoria
ininterrumpida que conduciría a un texto original: la
Ilíada, la Biblia, etc. Al mismo tiempo, la ubicación de esa
cita dentro de un contexto cultural nuevo - sus referencias
circunstanciales - transforma el contenido original de lo citado y lo
convierte en un objeto nuevo. Reelaborando a Heidegger, el referente
canónico me habla con un lenguaje en cuya creación yo
no he tomado parte alguna y es, por tanto, una herencia externa a
mí. Kanon spricht mir, sin duda. No obstante, al
utilizarlo y proferirlo de un modo individual, le agrego atributos nuevos
que lo transforman. Un criterio para dirimir la calidad de un texto
consiste precisamente en su capacidad de superar la mera
reiteración de lo citado y recomponerlo por medio de procedimientos
renovadores o de desfamiliarizarlo por medio de la parodia y el kitsch.
IV. Teoría y jerarquía
Además del impacto de otros medios y vehículos de
comunicación, un factor ha tenido una influencia destacada en la
definición y la reubicación epistemológica de la
escritura: la propia visión que el discurso de la letra ha tenido
de sí mismo. La cultura escrita ha alcanzado su proyección
institucional en la universidad y los centros académicos. Es
allí donde ha encontrado su justificación y su significado
últimos, amparada en un corpus de principios sustentadores de su
status intelectual y social. Es, sin embargo, la propia institución
académica la que, en las dos últimas décadas, ha
generado, a través de la explosión de la teoría
literaria, el cuestionamiento mayor de las prerrogativas y naturaleza
establecida de la cultura escrita. Al cabo de
más de veinte años de efervescencia teórica, puede
afirmarse hoy que la teoría literaria ha entrado en una fase de
madurez e incluso de esclerotización previsible en todos los
movimientos renovadores después de que han superado su
período de euforia inicial. No obstante, los diversos movimientos
teóricos han sido los que han forzado un replanteamiento del orden
canónico historicista que concibe la literatura como rígidos
compartimentos cronológicos ordenados según inviolables
criterios de periodización y denominación.
No es sorprendente que sea en el medio anglosajón donde la
teoría ha alcanzado su realización más consumada
porque es ese medio el que, a través del New Criticism,
había convertido el análisis de textos en la provincia del
crítico/experto, provisto de una sensibilidad y percepción
singulares para desvelar los secretos de los tesoros literarios. Esa es la
razón de la recuperación de Bajtín y Benjamin
- reducidos antes a la marginalidad durante largo tiempo -: ambos
permitieron la potenciación de procedimientos y figuras
emblemáticas que rompían la normativa y el comedimiento
críticos. La subversión jerárquica carnavalesca y la
potenciación de los elementos técnicos y popularizantes del
arte facilitan el resquebrajamiento de un status quo cognitivo y permiten
la apertura a discursos y procedimientos desdeñados antes o
relegados a los estadios inferiores del repertorio académico.
La revolución teórica ha surtido efectos sobresalientes:
ha redefinido lo que es literario, lo ha abierto a lo otro, lo que se
juzgaba como estéticamente inválido o inestimable. Entre
otras cosas, ha permitido que el estudio de la literatura
contemporánea sea equiparable con el de la clásica. Podemos
estudiar en la universidad la última novela del premio Pulitzer o
Nadal tanto como el Lazarillo o El libro del buen amor. Ahora este
hecho aparece como una realidad incontrovertible, casi natural, pero,
hasta no hace mucho tiempo, no ha sido así.
Además, el movimiento teórico ha desvirtuado la
visión ontológica de la historia de la literatura que
clasificaba autores y textos en categorías permanentes y absolutas.
Ha permitido la relectura, el acercamiento al clásico desde
criterios críticos actuales. Es esta reposesión de los
grandes monumentos del pasado la que puede reactualizarlos de manera
efectiva en un discurso cultural que potencia lo no dicho u ocurrido
todavía y que está proyectado al futuro casi de manera
exclusiva. De nuevo el modelo arquitectónico es instructivo. De la
uniformidad y rechazo de todas las formas clásicas propias del
Estilo Internacional (de la Bauhaus a Le Corbusier) se ha evolucionado
hacia la reasimiliación y reconstitución de la
simetría greco-romana. No para imitarlas torpe o servilmente - y de
ese modo esterilizarlas - sino para otorgarles una renovada vitalidad que
las haga legítimas en un edificio actual.
La teoría ha contribuido, además, a desacreditar la
hegemonía de la alta cultura inequívocamente vinculada con
el modelo clásico y europeo de la civilización. No es
sorprendente, por tanto, que los ataques más virulentos contra ese
modelo hayan procedido del extrarradio, el continente americano, aunque,
de manera paradójica, sus referentes originales - desde
Bajtín a Lyotard y Derrida - estén íntimamente
insertos en el repertorio más centralmente europeo por sus
conexiones con Hegel, Husserl y Heidegger, entre otros. Como
ocurrió previamente con Marx, un movimiento emergido del
código de principios europeos se revuelve, desde el exterior,
contra sus orígenes en un parricidio cultural de proporciones
edípicamente magnas. El posestructuralismo, el poscolonialismo, la
posmodernidad contienen en su prefijo el impulso de superación de
un concepto de la historia concebida como el repositorio de los valores de
una civilización adscrita al enmascaramiento de la
dominación bajo la máscara de una estética
transtemporal. La aserción de la diferencia, lo no-común, lo
múltiple e inconcluso -- quedan incluidos dentro de esta
orientación nueva del hecho literario.
Como es propio de los movimientos de transformación radical, a
pesar de sus efectos sobresalientes, el movimiento teórico ha
evolucionado hacia la convencionalización de sus fines y
procedimientos. Al principio, en los años setenta, ese movimiento
teórico se benefició de la resistencia del sistema
predominante que le permitió visualizarse a sí mismo como el
propugnador de un cambio imperativo. Posteriormente, el movimiento
gozó de la satisfacción de haber visto sus tesis convertidas
en prevalecientes y sustentadoras del paradigma predominante. Hemos
iniciado ya una fase de repetición y reiteración de los
principios fundacionales que los hace permeables a su
reconstitución futura. El nuevo siglo deparará no el ocaso
de la reflexión teórica sino su reconsideración y
nueva orientación.
V. La nueva cultura escrita
Urge la pregunta. Arriesgada, hipotética, pero necesaria.
¿Cómo será la nueva cultura escrita del nuevo siglo?
La pregunta abarca más que la literatura y se extiende al destino
de la escritura en un contexto epistémico que ha dejado de serle
propicio, como le fue altamente favorable a partir de la revolución
de Gutenberg y del proyecto de la modernidad intrínsecamente ligado
a la letra.
En primer lugar, esa nueva cultura escrita se sabe más
consciente de la relativización de su posición dentro de los
parámetros de un discurso cultural multívoco e incluso
cacofónico frente a la homogeneidad -- general, no absoluta y
total -- de cinco siglos de modernidad. No es tanto que el proyecto moderno
haya fracasado, como han pretendido sus críticos más agudos
(Paul de Man, Lyotard, Baudrillard, Jameson), como que se han revelado los
excesos e insuficiencias de sus ambiciosos fines. La consecuencia
más inmediata ha sido la ruptura de la condición
privilegiada de la alta cultura adscrita al medio de la letra y la
jerarquía canónica. La literatura se orienta progresivamente
hacia una integración de medios y discursos diversos que guardan
escasa o ninguna relación con el acervo cultural occidental fundado
en la exaltación de hitos fundamentales. Una literatura más
integrada, asimiladora y descentrada parece ser un rasgo constitutivo del
nuevo modo de la letra escrita.
Este hecho puede tener derivaciones incluso en el modo en que
concebimos el libro que se ha mantenido fundamentalmente inalterable en su
formato durante siglos. La comunicación de la palabra escrita por
Internet, inmediata y económica, empieza a ofrecerse ya hoy como
una alternativa viable al libro convencional. Hay un hecho cierto: la
transmisión de ideas ha experimentado un cambio decisivo con la
emergencia de los modos de comunicación actual.
La conexión temporal con el pasado sigue siendo un aspecto
determinante de la cultura escrita. El texto se orienta hacia el presente
y futuro pero, al mismo tiempo, aparece ubicado en un paradigma compuesto
por otros textos que lo precedieron y con relación a los cuales
está escrito. El texto asume de manera explícita o latente
el pasado cultural que le precede incluso cuando está concebido
contra ese mismo pasado. De modo diferente, el pensamiento
científico y tecnológico está destinado a superar el
pasado y a hacer propuestas nuevas. Newton supera a Ptolomeo y Einstein a
Newton de modo que sus visiones son mutuamente exclusivas. No es posible
decir lo mismo de Joyce con relación a Flaubert o Unamuno respecto
a Fray Luis de León. Todos ellos, en sus diferencias considerables,
forman parte del corpus general de la literariedad en el que se necesitan
para existir el uno a partir del otro.
La cultura científica vive de espaldas a la historia o, en el
mejor de los casos, tiene una visión arqueológica de los
descubrimientos del pasado. La historia de la ciencia no es una materia
común o central en los departamentos de biología o
cibernética porque el pasado científico no genera
discursividad viva en el presente. Por el contrario, el estudio de la
historia de la cultura escrita es consustancial con ella y sirve para
generar discursividad. El romanticismo, iconoclasta por excelencia,
está enraizado en un pasado mitificado; El Lazarillo y el
Buscón reviven en el Bildungsroman desde Baroja a C.J. Cela
y el teatro de la existencia de Ionesco a Arrabal utiliza conocidos
procedimientos dramáticos procedentes de la parodia y la farsa de
la tradición dramática clásica. Por tanto, aunque
proyectada hacia los nuevos procedimientos, la cultura escrita
continuará activamente vinculada al continuum histórico,
incrementándolo y reconfigurándolo con nuevos componentes
que, a su vez, revierten sobre el pasado transformándolo.
El archivo literario ha contribuido a formar la identidad nacional.
Ello es cierto, sobre todo, a partir del movimiento romántico que
retrocede a los orígenes primordiales de una nación para
afirmar unos rasgos diferenciales y una especificidad frente a otras
naciones. Con frecuencia a su pesar, la literatura ha sido un instrumento
de los nacionalismos y sigue siendo todavía en los programas
educativos de muchos países el modo de producir un consenso
colectivo a partir de la lengua y el arte por encima de otras
múltiples diferencias de esa colectividad. La referencia nacional
persiste pero la palabra escrita aparece crecientemente filtrada por una
ubicación internacional de la cultura en la que la adhesión
emotiva al medio personal próximo no es exclusivizante sino que se
concibe como un modo de hallar una aserción personal en la
impersonalidad general. La literatura parece orientarse así hacia
lo individualizante y propio frente al anonimato y
despersonalización de la civilización de la
comunicación virtual y universal pero no directa y personal.
Desacralización parcial de la palabra escrita, equiparada ahora
a otros medios; relativización del libro en favor de una
textualidad múltiple e integrativa; apertura a procedimientos y
métodos procedentes de campos diversos y alejados con frecuencia
del acervo literario clásico y convencional. Una literatura que,
como su homólogo arquitectónico, cree un
habitáculo - en este caso intelectual y afectivo -- que incorpore los
referentes formales y conceptuales del pasado al mismo tiempo que sea
receptiva y responda dinámicamente a las necesidades
específicas de habitabilidad cognitiva y estética de la
actualidad. El pasado deja de ser así un lastre que arresta el
movimiento y aparece como una fuerza viva que activa la textualidad. No es
difícil predecir que el futuro -- más que el
pasado -- seguirá determinando la próxima estética de
la misma manera que ha configurado la de las dos últimas
décadas. La ruptura, por tanto, y no la continuidad es la figura
dominante de ese porvenir. No obstante, sigue siendo una función de
la cultura escrita mantener la memoria de un pasado y reconstruir y
relegitimizar -- ab origine, si es preciso -- nuestra conexión
con él.
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