"Un refinamiento absurdo". Enumeraciones de Sergio Pitol

Reinaldo Laddaga

University of Pennsylvania

 

 

¿Qué hay de nuevo en los últimos años de este siglo de narrativa hispanoamericana? ¿Qué puntos de novedad podrán marcarse, en el futuro, en el mapa de narrativas de nuestra región en el final del milenio que se cierra? Una respuesta verdaderamente sensata a estas preguntas es, quizás, imposible. Por una razón de derecho: ¿quién puede decir con alguna pretensión de certeza qué es lo que del presente aparecerá, en el futuro, incluso el más inmediato, como nuevo y, a la vez, relevante? Por una razón, también, de hecho: el campo de la narrativa latinoamericana ha perdido la consistencia de estructura que, en ciertos pasajes del siglo, había llegado a tener, los discursos no circulan de país a país, de hemisferio a hemisferio, con la (relativa) fluidez con que lo hacían hace algunas décadas, y no hay ningún punto en ese campo donde se pueda tener la seguridad de conocer lo que sucede en toda su extensión. Tanto más cuanto sus bordes se han vuelto inciertos. ¿Dónde termina y dónde empieza aquello que, de la producción textual del continente, convendremos en considerar como la narrativa latinoamericana que cuenta? Tras los trabajos realizados en los últimos años sobre testimonios y otras formas de narración no literarias, no es posible pretender que algo así como la literatura, en tanto institución y sistema de normas, posee el monopolio de la narración. Pero además, ¿dónde comienza y termina, en lo que hace a la narrativa, el continente? ¿Qué entendemos por "hispanoamericana" en la expresión "narrativa hispanoamericana"? ¿Narraciones escritas por quiénes? ¿Dónde? Y ¿en qué lenguas?

Quizás sea porque no hay manera de responder a preguntas semejantes con auténtico rigor, que los ensayos de respuesta han sido, por lo que sé, escasos. Hay una especulación al respecto, sin embargo, sobre el cual me parece interesante reflexionar, aunque no sea sino por el instante de unas pocas páginas. Ella se propone en un texto reciente del escritor mexicano Sergio Pitol, cuya obra narrativa no voy a analizar aquí (baste decir que ella tiene probablemente su punto más alto en tres novelas escritas a partir de mediados de la década pasada y recientemente reunidas bajo el nombre de Tríptico del Carnaval). El texto en cuestión, cuyo título es "El mago de Viena y de nuevo Hamlet", fue publicado en julio pasado en una revista mexicana, Letras libres, y es una mezcla de fragmento autobiográfico, ficción, especulación general sobre el arte y crítica concreta, semejante a la clase de "textos anfibios donde los géneros se mezclan y potencian unos a otros" (como la propia revista los describe) que componen El arte de la fuga, una colección de 1996. En su deriva, el tema que "El mago de Viena..." toca con más frecuencia es el canónico motivo de la importancia de los clásicos en la educación artística o intelectual. En el inicio del texto, Pitol especula sobre las influencias decisivas en su propia escritura, y sobre la imitación en la formación del estilo, pero cambia rápidamente de asunto, y se dedica a comentar El mago de Viena, un "producto industrial" o un ejemplo de "literatura light" que desconozco, que el escritor parafrasea extensamente, y que lo lleva a emitir una queja contra las pretensiones de gran literatura de los creadores de esta clase de productos, que incompetente componen, a su juicio, historias desaforadas y extravagantes, tan crasamente melodramáticas y ridículamente intrincadas como lo es la narración en la que se ha detenido. Tras esta protesta, Pitol escribe:

A pesar de los complejos intereses que se mueven en torno al libro, de los sofisticados mecanismos mercadotécnicos, de la salvaje competitividad de algunos círculos, sigue existiendo un público sensible a la forma, lectores exigentes cuyo paladar no toleraría historias tan truculentas ni la lacrimosa salsa del folletón, un público que se enamoró de la literatura desde la adolescencia, y contrajo ya antes, en la niñez, la adicción a viajar por el espacio y tiempo a través de los libros.

Y entre este público que sí sabe leer, se encuentra un grupo minúsculo, pero que es en verdad un supergrupo, el de los escritores, o los adolescentes y jóvenes que van a ser escritores en un futuro próximo. (16)

En este grupo, el más lejano a los lectores que ceden fácilmente a "los sofisticados mecanismos mercadotécnicos", el más inmune a estos mecanismos y el más "sensible a la forma", se detiene Pitol, para señalar la importancia para ellos de las "lecturas iniciales", lecturas apasionadas en las cuáles uno, supone el escritor, se pierde - perdiendo, jubilosamente, su tiempo -, y que, en su texto, ejemplifican ciertos libros que cualquiera de nosotros asocia con la "gran literatura" en su más común definición, los libros centrales del canon europeo-americano moderno: La cartuja de Parma o Absalon, Absalon!, Ana Karenina o Al faro. No hay nada de sorprendente hasta aquí en el texto de Pitol, que parece ser una simple defensa de la "gran literatura" en la época de la literatura de masas. Pero hay una inflexión extraña a lo más estereotipado de este motivo en el pasaje que sigue, donde se encuentra una rápida lista de quienes constituyen, en el presente de la literatura de la región, los miembros por excelencia de ese grupo que Pitol acaba de discernir:

Gracias a esas lecturas y a las muchas que aún le faltan, el futuro escritor podrá concebir una trama tan imposible como la de El mago de Viena, exasperar hasta lo imposible su chabacanería, su vulgar extravagancia, transformar su lenguaje en un palimpsesto de ignorancia y sabiduría, de majadería y exquisitez, hasta lograr un libro absurdamente refinado, una delicia, un relato de culto, un bocado para los happy few, parecido a los J. Rodolfo Wilcock, César Aira, Enrique Vila-Matas, Francisco Hinojosa, Mario Bellatin o Jorge Volpi. (16)

Esta pequeña lista es llamativa. Es que no incluye escritores cualesquiera, ni tampoco escritores que haya razón para esperar que constituyan para cualquier lector los ejemplos de gran literatura del presente en español. El grupo es raro, y, sin embargo, dotado de una cierta consistencia. Por un lado, él incluye únicamente a autores hispanoamericanos - con excepción del español Vila-Matas - de obras que han alcanzado su madurez y su mayor difusión en los últimos años, precisamente, del siglo (el argentino Juan Rodolfo Wilcock murió hace más de veinte años, pero, por los accidentes de la recepción de su obra, escrita en italiano y prácticamente inexistente en español hasta su traducción y reedición reciente, es un escritor que ha alcanzado sus lectores recién en esta época). Pero, por otra parte, para quien haya leído con alguna atención estas obras, es claro que hay entre ellas aspectos, componentes compartidos. Pero, ¿cuáles? ¿Qué hay en común entre estos escritores, además de su común "sensibilidad a la forma"?

Pitol lo señala, en este pasaje, muy brevemente: que en sus textos se pone en juego una escritura que hace uso activo de formas extravagantes o caóticas, que en ellos se entabla una cierta relación con las literaturas "industriales", que ellos ponen en juego en la escritura un "refinamiento absurdo", refinamiento sobre el cual volveré. Encontré algo perturbador, al leer el texto, el hecho de que su lista no contuviera otra cosa que varones. Pero, fuera de eso, la enumeración me pareció, desde la primera lectura, atinada. Como también me pareció curiosamente natural que, en su deriva asociativa, el texto desembocara, unas pocas líneas más tarde, en otra lista de escritores, que incluye, esta vez sí, a un puñado de mujeres. La yuxtaposición de ambas listas es sugestiva. La ocasión de la segunda de ellas se presenta en un pasaje en que Pitol habla de la americana Eudora Welty, "cuya lectura desde hace muchos años me produce una fascinación próxima al delirio" (17), y describe su literatura de este modo:

en sus narraciones las cosas parecen muy sencillas, insignificancias de la vida cotidiana o momentos terribles que parecen insignificancias; sus personajes son excéntricos, y al mismo tiempo modestos como es todo el entorno. Uno puede pensar que están desesperados en el mundo que habitan, pero es posible que ni siquiera hayan reparado en la existencia de ese mundo. Son auténticamente "raros". Otra notable escritora del sur, Katherine Ann Porter, señaló en alguna ocasión que los personajes de Eudora Welty eran figuras encantadas que para bien o para mal están rodeadas de un aura de magia. Pero en sus páginas esos pequeños monstruos humanos no aparecen en absoluto como caricaturas sino que están retratados con gran naturalidad y dignidad (17).

Y sin embargo, se lamenta Pitol, estas maravillas que son los relatos de Eudora Welty son más bien desconocidas entre los escritores que él mismo frecuenta:

He comentado en varias ocasiones con amigos escritores las virtudes de esta dama; la conocen poco, no les interesa; dicen haber leído algún que otro cuento suyo del que recuerdan poco. Están en lo cierto cuando de inmediato, como a la defensiva, afirman que carece de la grandeza de William Faulkner, su célebre coterráneo y contemporáneo, cuyas tramas y lenguaje han sido parangonados tantas veces con las historias y el lenguaje de la Biblia. Los libros de la señorita Welty están muy lejos de ser eso, es más, son su revés: un desfile de presencias diminutas, paródicas, trágico-grotescas, que se mueven como marionetas trepidantes en algún pueblo o pequeña ciudad de Mississippi, de Georgia o de Alabama durante los años treinta y cuarenta de este siglo (17).

Los relatos de Welty, entonces, suelen ignorarse, y la justificación que se tiende a dar de esa ignorancia es que las descripciones de los hechos de "presencias diminutas" en que ellos consisten son incomparables con las construcciones de ciertos escritores, William Faulkner por ejemplo, que se suponen ser los paradigmas de la narrativa que cuenta como auténticamente superior, y cuyos textos se suponen poseer la potencia y la altura que se asocian usualmente con el estilo bíblico, estilo del cual el de Welty sería el "revés". A pesar de lo cual, Pitol aclara, hay algunos lectores de ella:

Los lectores de esta autora no son legión. Para los happy few - y en casi todos los lugares donde he vivido he encontrado a algunos de ellos - leerla, hablar de ella, equivale a un perfecto regalo. Todos ellos están vitalmente relacionados con el oficio literario, son escritores, traductores, editores, gente de esa especie desapacible y exigente.

Para los participantes de esos minúsculos grupos de entusiastas de Eudora Welty, también los de Ronald Firbank, Ivy Compton-Burnett, Flann O'Brien, del Borges anterior a los cincuenta años, de Giorgio Manganelli o Carlo Emilio Gadda, dispersos por el amplio mundo, encerrados en refinadas torres de marfil o en inclementes estudios de bajo precio, basta que un entusiasta mencione el nombre de alguno de esos ídolos de culto para que otro se convierta en su aliado (17).

¿Los happy few de ambos pasajes son los mismos? Es de suponer que sí. Pero en el fragmento que incluye la lista de escritores de nuestra lengua, las lecturas que se suponen ser capaces de impactar en los seres "sensibles a la forma", las lecturas formativas, son las del canon mayor, mientras que los happy few del último pasaje son los lectores de escritores resueltamente no canónicos, contra-canon de escritores que tienen en común... ¿qué cosa? ¿Qué hay en común entre Manganelli y el "Borges anterior a los cincuenta años", entre Compton-Burnett y Gadda? Pitol no lo dice. Pero para cualquier lector de estos escritores debe ser indudable, imagino, que una escritura que "exaspera hasta lo imposible su chabacanería, su vulgar extravagancia", y "transforma su lenguaje en un palimpsesto de ignorancia y sabiduría, de majadería y exquisitez, hasta lograr un libro absurdamente refinado", está más cerca de los territorios de ellos que de los de Absalon, Absalon! o Ana Karenina. De ahí que la yuxtaposición de ambas listas en el texto de Pitol sea sugestiva, y que, incluso cuando no lo formule de ese modo, haga pensar que el texto imagina el campo de la narrativa hispanoamericana en los últimos años del siglo como caracterizado por la abundancia en él de escritores, y más específicamente de escritores que son paradigmas de lo más valioso de esa narrativa, que se encuentran especialmente próximos a Firbank, O'Brien y Welty - o, para mencionar nombres latinoamericanos que él no menciona, a Silvina Ocampo, Felisberto Hernández, cierta Clarice Lispector y cierto Virgilio Piñera. Que se aproximan, por lo tanto, a autores que se inscriben en la tradición de una literatura al mismo tiempo compleja en el plano de la forma e indiferente a los valores que ha llegado a cifrar el adjetivo "bíblico": la potencia, la altura, la sobreabundancia de sentido - o, en los términos del propio Pitol, la "grandeza de tono", la "complejísima construcción" de "esa espesa arborescencia" que son, por ejemplo, los textos de Faulkner. Es decir, la sublimidad.

Detengámonos un momento en este término. Detengámonos en un texto que se detiene en este término: un libro reciente de Elaine Scarry, titulado On Beauty and Being Just. En la segunda parte de este breve volumen, Scarry argumenta contra una cierta degradación o descalificación de la belleza en discursos académicos, críticos, políticos de las últimas dos o tres décadas. Varios motivos, sostiene Scarry, se han propuesto para justificar esa predisposición, uno de los cuales nos interesa aquí. Una de las formas de descalificación moderna de la belleza "ha resultado - dice el texto - de su yuxtaposición con lo sublime" (82), noción que, como sabemos, se estabiliza y se vuelve central en la especulación estética hacia finales del siglo XVIII, en gran medida gracias al prestigio de Kant, que le dedicó al par de la belleza y lo sublime un tratado de juventud, y que realizó una elaboración decisiva de la cuestión en la Crítica de la facultad de juzgar. El par en cuestión, según Scarry, concentra y ordena una secuencia de otros pares, que rápidamente enumera: bellas son las flores y los meandros de ciertos arroyos, la claridad del día y las cosas pequeñas, mientras que sublimes son las montañas y los altos robles, la vastedad y la noche. Lo bello es femenino y múltiple; lo sublime masculino y simple. Lo sublime conmueve y lo bello encanta.

Scarry señala, atinadamente, que nada en el texto de Kant indica una preferencia de su autor por alguno de los miembros del par: la distinción, en la tercera Crítica, es puramente descriptiva. Pero muy rápidamente se proyectó sobre esta descripción una evaluación tal que los atributos que resume el término "sublime" pasaron a considerarse positivos, y negativos, por lo tanto, sus contrarios: "Anteriormente capaz de encantar o asombrar, ahora la belleza era lo no-asombroso; y era también lo no-masculino, lo no-montañoso, lo no-recto, la no-noche. Cada atributo o ilustración de la belleza se convirtió en uno de los miembros de un par oposicional, y, como era casi siempre el miembro diminutivo, era también el miembro despreciable" (Scarry 84).

Es fácil ver que el lector de Pitol que, "como a la defensiva", justifica su desinterés por Eudora Welty exclamando que "carece de la grandeza de William Faulkner", "cuyas tramas y lenguaje han sido parangonados tantas veces con las historias y el lenguaje de la Biblia", está implícitamente basándose en esta distinción, o en una distinción análoga, y contrastando un texto meramente bello - si es que eso le concede a la escritora - con uno sublime. Lo que resulta tanto más fácil de hacer cuanto Welty, como Firbank, Manganelli u O'Brien (y como Aira, Wilcock o Hinojosa), escribe una obra que puede describirse como "un desfile de presencias diminutas", una obra obsesionada con las posibilidades estéticas de la pequeñez.

Pero la descripción que hace Pitol de estos textos, o de los textos del presente de la lengua española "sensibles a la forma", ¿nos hace pensar en la "belleza" en sus acepciones más usuales? La palabra no aparece, en rigor, en su texto. Lo que el propio Pitol dice es que los escritores en cuestión producen libros "absurdamente refinados". ¿Qué quiere decir esto? Varias cosas, sin duda: refinados hasta el exceso, en primer lugar, hasta la exageración, hasta el amaneramiento (y, si el refinamiento que más comunmente se valora es moderado y austero, refinados hasta la falta de refinamiento); y refinados, también, sin verdadero motivo, más allá de lo que es razonable practicar el refinamiento: locamente refinados, refinados sin sentido. E, incluso, refinados de un refinamiento, una atención al tallado del detalle, que aparece tanto más absurdo cuanto que se aplica a la composición de sinsentidos.

Porque sinsentidos son gran parte de los textos de los escritores del canon de Pitol. Y el sinsentido no ha carecido, en la historia de las ideas y las prácticas estéticas modernas, de intrincadas y difíciles relaciones con lo sublime, como un importante libro reciente lo muestra. El libro ha sido traducido al inglés con el título de In Praise of Nonsense, y su autor es Winfried Menninghaus. El argumento central del libro es que, en el momento preciso de bifurcación en que se constituía la preferencia moderna por la sublimidad, otra posibilidad de escritura se proponía que, en ese momento preciso, quedó sin desarrollo, pero que retornaría sistemáticamente a la literatura en los siglos siguientes. No tengo espacio aquí para ser fiel a la complejidad del argumento de Menninghaus, pero no me parece inadecuado resumirlo del siguiente modo: al mismo tiempo que - en la órbita de lo que él mismo, siguiendo a Fredrich Kittel, llama la "red discursiva de 1800" - comenzaba a proponerse que el arte y la literatura eran, en lo fundamental, los sitios de presentación de lo "infinitamente significativo", sitios donde un sentido infinitamente descifrable se ofrece a una comprensión emocionada por esa abundancia, algunos (un Ludwig Tieck, por ejemplo) proponían una valoración positiva de cierto sinsentido como manera de exploración del campo hermenéutico orientada a inducir una "intermitente suspensión de su funcionamiento propio" (Menninghaus 8). El sinsentido en el que In Praise of Nonsense se concentra es menos el (lógico o semántico) que asociamos con cierto Lewis Carroll y cierto Edward Lear, que el sinsentido que se produce cuando, en una narración, los personajes no actúan del modo que anticipamos por lo que de ellos suponemos conocer (lo que Menninghaus llama "sinsentido motivacional"), o el que se produce cuando no conseguimos descubrir la regla que une las partes de un escrito en una totalidad coherente (lo que el autor llama "sinsentido eidético"). Este sinsentido de la inmotivación y la incoherencia, de la multiplicidad irreducible, que - en tanto su vocación propia es sustraer una parcela de narración de la esfera de lo interpretable - constituye no sólo lo otro del texto sublime, sino su resistencia, nunca ha dominado el campo literario, pero es rara la época en que ha estado totalmente ausente de él.

No hay ninguno de los escritores de la lengua española moderna que menciona "El mago de Viena..." que no recurra, en algún momento, a estas variedades del sinsentido; tampoco hay ninguno de los escritores afines a Welty que el texto enumera que se prive de hacerlo. El propio Pitol, por otra parte, ha formulado una poética de este tipo en otro texto, llamado "El narrador", incluído en El arte de la fuga, y tan incierto en lo que respecta a su inscripción en un género como "El mago de Viena...". En cierto pasaje, el texto describe el primer encuentro del escritor con un tríptico de Max Beckmann. Lo que prevalece, dice Pitol, en su memoria de este encuentro, es la imagen de una "acumulación de [una multitud de] elementos inverosímiles en el mismo espacio" (El arte de la fuga 121), asociada con una placer estupefacto. Prosigue Pitol:

En ciertas ocasiones, después de ver pinturas de Beckmann, he sentido la tentación de incorporar en mis relatos situaciones y personajes cuya simple proximidad pudiera ser considerada como un escándalo; establecer en un rapto de bravura los hilos necesarios para poner en movimiento toda clase de incidentes incompatibles hasta formar con ellos una trama. Soñar con escribir una novela ahíta de contradicciones, la mayoría sólo aparentes; crear de cuando en cuando zonas de penumbra, fisuras profundas, oquedades abismales... (121)

¿Es esta clase de práctica de la narración lo que "El mago de Viena..." asocia con Aira o Wilcock? ¿Es en eso que consiste producir escritos "absurdamente refinados"? Supongo que sí. Es que, hay que retenerlo, el "refinamiento" de Pitol coincide con una chabacanería exasperada (y ¿qué es una "chabacanería exasperada" sino la trivialidad acentuada hasta el sinsentido?), con una extravagancia hiperbólica, con la edificación de tramas imposibles. Si una imagen propone el texto de Pitol de la narrativa hispanoamericana del fin de siglo - o en todo caso, de aquellas regiones de esa narrativa en las que se practica una "sensibilidad a la forma" - es la de un campo en el que abundan especialmente, y gravitan de una manera particular, escritores que prefieren componer escritos radicalmente no sublimes, refractarios al juego de exponer (de ensayar hacerlo, al menos) una infinitud de sentido en un fragmento de lenguaje, y propensos a explorar las posibilidades de "intermitente suspensión del funcionamiento propio" del campo hermenéutico, como diría Menninghaus, de puesta en colapso de la interpretación, que residen en una narrativa apasionada por la pequeñez, la precariedad, la evanescencia y, a la vez, por la incoherencia, el azar, la anarquía. No se trataría, simplemente, de autores de una literatura "fragmentaria"; una cierta práctica de la fragmentación (una práctica, digamos, sublime de la fragmentación) es característica de escritores de los cuales Wilcock o Hinojosa, Vila-Matas o Aira, se encuentran profundamente distantes. No se trataría, tampoco, de producir una escritura que mezclara rasgos de la "gran literatura" con otros de la "literatura popular", si es que esta mezcla se supone apuntar a una fusión más o menos estable y armónica: en el texto de Pitol, la "gran literatura" y la "literatura popular" se ponen en contacto con el objeto de inducir su mutua descomposición, como se ponen juntos, para descomponerse, la "vulgaridad" y el "refinamiento".

Hay un segundo motivo de "El mago de Viena..." que la yuxtaposición de ambas listas sugiere, y en el que no me he detenido: el hecho de que los textos de Aira, Wilcock o Hinojosa no sólo se sitúan, en el plano de la forma, en la genealogía de Gadda, O'Brien o Welty, sino que, como los escritos de estos, se encuentran, en el plano del contenido, poblados continuamente, como por una obsesión, por personajes a la vez excéntricos y modestos, indiferentes a sus entornos aunque bañados en una atmósfera de vaga desesperación, "pequeños monstruos humanos", "marionetas trepidantes", o, para usar una expresión del mismo Enrique Vila-Matas que Pitol cita, "extrañas formas de vida". ¿Qué relación hay entre los dos niveles? ¿Que vínculo hay entre la propensión a construir un determinado tipo de discurso, y, al mismo tiempo, concentrarse en determinada clase de personajes? La respuesta excede el marco de este escrito.

 

Bibliografía

PITOL, Sergio. El arte de la fuga. México: Era, 1996.

---. "El mago de Viena y de nuevo Hamlet". Letras libres, Vol. 1, N. 7, Julio de 1999, pags. 11-20.

SCARRY, Elaine. On Beauty and Being Just. Princeton: Princeton University Press, 1999.

MENNINGHAUS, Winfried. In Praise of Nonsense. Kant and Bluebeard. Stanford: Stanford University Press, 1999.